Rimas

¡Cómo no recordar al profesor de geografía! Ese anciano sobrio, camisa almidonada, pantalón de anchos pliegues, ajustado con un cinturón de cuero gastado que ceñía su abultada panza, olor a resina de madera, gafas enormes y gruesas. El ceño fruncido disimulaba mal su dulzura, esa que se le escapaba cuando algo le hurgaba un rincón bien oculto de su ser y que se cuidaba bien de refrenar durante la clase. Cuando ingresaba al salón iba directo al tablero, venía cargado con mapas, saludaba en voz baja y reanudaba el tema interrumpido en la clase anterior, como si entre una clase y otra no hubiera transcurrido más que un momento. Siempre empezaba las clases con la célebre frase de aquel fraile: «Como decíamos ayer…»

Su método de enseñanza consistía en escribir en el tablero con una delicada caligrafía, mientras iba recitando en voz alta, al tiempo que todos debíamos copiar los enunciados y repetirlos después de él. Lo peculiar de su técnica era que todos los textos terminaban en rima, de modo que el coro resonaba en el aula como una melodía. Según él, la memoria preserva todo lo que tenga música. Algo de razón tenía porque, después de tantos años, no lo he olvidado a él ni a sus lecciones:

¿Cómo viajan las estrellas?
¿Qué tan veloces son ellas?

Año luz es la medida
para ingresar a este mundo.
En kilómetros escriban:
Trescientos mil por segundo.

O esta exploración por el mundo submarino:

Bajo el mar un universo
igual a la superficie:
valles, montañas, diversos
jardines, grandes planicies.

No sé si era aquella música, la mano deslizándose sobre la pizarra como si marcara el acorde, el vozarrón sonoro, la mirada dulce del profesor, o era todo eso junto lo que me hacía estar en trance. ¡Qué fácil aprendía las cosas y con qué alegría! Mientras mis compañeros se equivocaban y a menudo entraban en disonancia, yo me divertía cantando y copiando, mientras viajaba a la velocidad de la luz por la superficie de la tierra y por la profundidad de los mares para ver las cordilleras, las mesetas, los bosques, los jardines. No sé cuánto se esforzaba el señor Mantilla por hacer estrofas con todos los temas, seguramente pasaba las noches componiendo sus rimas y al parecer las disfrutaba. Se diría que se había equivocado de asignatura y estaría más cómodo dando clases de romances y sonetos. De cuando en vez intercalaba la lectura de algún cuento o el fragmento de una novela para ilustrarnos sobre algún hecho o accidente geográfico. Nos leyó varios apartes de Viaje al centro de la tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne. Cuando nos hablaba de Asia y de Oceanía cerraba los ojos y más que recordar, viajaba por el mundo entero.

¡Ah! Tampoco olvido el día del examen oral, cuando en medio del silencio y la expectativa de todos, el maestro se paró de espaldas al tablero, lista en mano, para tomarnos la lección, uno a uno, a voz en cuello. Iba diciendo nuestros apellidos y a su llamado debíamos ponernos de pie, manos atrás, cabeza en alto, para completar la frase que nos correspondía. Quizá yo era el único que estaba tranquilo. Sabía de memoria sus versos, es decir, sus enseñanzas. Ya habían repasado los planetas, las líneas fronterizas, los volcanes, los ríos y cuando se aproximaban los mares y océanos, no pude evitar una sonrisa. Era mi tema, mis profundidades, mis estrofas favoritas, mi fortuna. Cuando pronunció mi apellido me levanté a toda prisa y afiné la voz. Tal vez la fatiga lo llevó a decir:

Un universo bajo el mar…

Había alterado el inicio que yo sabía de memoria y tuve que solucionar a la velocidad de la luz. Pasé por alto esta primera línea y completé las otras con los ojos cerrados, guiándome más por la música que por el contenido:

…igual a la superficie:
valles, montañas, plantíos,
jardines, grandes planicies,
bellas mesetas y…

Todo quedó en silencio. Los ojos del señor Mantilla se clavaron en los míos. Debía mantener la música y cerrar la estrofa:

bellas mesetas y… ¡ríos!

El entrecejo del profesor se contrajo, noté una extraña mezcla entre molestia y agrado. Lo miré fijamente, sin pestañear. Sacó su lápiz rojo y vi cuando rayaba su libreta de notas con desgano para luego decirme: «¡Se raja en geografía, aprueba en poesía!»

Es posible que ninguno de mis compañeros comprendiera lo que acababa de pasar. Me senté con gran abatimiento. Él se dirigió a toda la clase para enfatizar mi error, pues eran imposibles los ríos bajo los mares o los océanos. El bochorno no terminó con mi pasión por la geografía. Cuánto daría hoy por revivir al profesor Mantilla, hablarle de las corrientes sumergidas y cantarle un largo poema sobre los ríos submarinos.

***

Travesía

Cuando la profesora nos dijo que al día siguiente haríamos un viaje, el júbilo fue total. La gritería y el parloteo no me dejaron oír hacia qué sitio nos iban a llevar. El anuncio de un cambio de escenario nos provocaba emoción, ganas de saltar, de salir corriendo para contarle a mamá. Esa felicidad provocada por la ruptura de la monotonía y que en los niños siempre es el anuncio de aventuras.

Cursaba segundo primaria en una escuela pública de construcción vetusta, pisos de cemento, paredes húmedas y desteñidas, techo alto con vigas de madera, pupitres desvencijados en los que nos acomodábamos por parejas. Todo lo que mirábamos nos contaba una historia antigua, varias generaciones de niños habían desfilado por estos largos y oscuros corredores en los que nos gustaba gritar para escuchar la voz multiplicada. Para entonces aún no conocía la historia de la ninfa Eco, condenada eternamente a repetir la última palabra. El hecho es que el juego de las voces nos divertía y varias veces nos costó los alaridos de la prefecta de disciplina, una señora pálida de rostro amargo que solo recuperaba la alegría cuando se colgaba de la oreja de algún muchachito hasta hacerlo chillar.

En el patio del fondo estaba la huella de tantas carreras, juegos descompuestos, la cancha de micro con su piso de tierra, la avalancha de recreos con las gotitas de sudor en las cabezas. El tren de los años recorriendo los mismos salones, el patio central de las filas del orden, tomen distancia, no se atropellen, no corran, la campana que gobernaba el silencio.

La profesora nos insistió que para nuestra salida debíamos guardar el juicio y las debidas formas al dejar el salón, caminar en silencio, despacio, con el brazo derecho extendido y tocando el hombro del compañero del frente. Ante el menor desacato, regresaríamos de nuevo y la salida sería cancelada. Algunos preguntamos si debíamos traer lonchera, ella respondió con un no rotundo.

Con la gran expectativa, que era como un revoloteo en el corazón, llegamos al día siguiente. Todo se hizo como estaba previsto. El largo gusano que se bamboleaba de contento inició su lento avance por los corredores de la escuela, pies en cámara lenta, cuerpos enlazados. De pronto hubo un alto para cambiar de dirección. Las negras cabecitas pararon a un tiempo, sin comprender. No nos dirigíamos hacia la calle sino en sentido contrario. El desconcierto nos nubló el entusiasmo. La alta cabeza de la profesora nos guiaba hacia el fondo de la escuela, más allá de la cancha, hacia un lugar vedado y desconocido. La fila penetró por un estrecho pasillo, captó un olor a madera húmeda, se vio envuelta en una repentina oscuridad. A lado y lado, las manos tanteaban el frío de las paredes. Tuve la impresión de que estábamos ingresando a un laberinto. La fantasía trocó mi entendimiento: ¿Y si al fondo se abría el techo y un ser alado nos esperaba para un viaje a regiones desconocidas?, ¿y si al final del pasillo había una gruta llena de enanitos? ¿Qué tal si todos empezábamos a disminuir de tamaño hasta pasar por el ojo de una aguja? ¿Y si la profesora era una bruja que nos llevaba derecho hasta la cueva de un ogro?

El misterio estaba a punto de ser develado. Mis amigos estaban igualmente sorprendidos. Sentí el pellizco de Mariana en la cintura. Me turbé, hasta me pareció escuchar un llanto entrecortado en la cola del gusano. La marcha se detuvo. Vi cuando la inalcanzable maestra se paró ante una pequeña puerta. En sus manos apareció una llave maravillosa, como esas que había visto -lo de ver es un decir- cuando me contaban sobre castillos encantados. Era una llave dorada con cabeza en forma de corazón, tan grande que debía ser sostenida con las dos manos y terminaba en una punta con varios dientes. Cuando se introdujo en el ojo de la cerradura y giró, desprendió unas chispas brillantes como polvo de oro. Estuve a punto de gritar. No sé si mis compañeros vieron lo mismo. ¡Abracadabra! La puerta se movió, crecía a medida que se iba abriendo y del interior nos sopló un aire. Adentro todo estaba sumido en la oscuridad. La maestra entró, se encendió una luz y lo que vimos nunca se irá de mi cabeza.

El recinto era pequeño, cálido, estrecho al ingreso. Por arte de magia, las paredes se ensancharon y ante nuestros ojos se alzaron gigantescos estantes de madera. Algo en el piso silenció nuestros pasos. Estábamos sobre una mullida alfombra roja que despedía olor a cosa nueva, de esas que invitan a tocar y a dar botes. Al levantar la mirada vi que los muebles estaban repletos de libros. Empezamos a vociferar, nos tumbamos en el piso, nos empujamos unos a otros. Ahí fue cuando la profe interrumpió la algarabía.

Ahora ella se hizo pequeña. Sentada en la alfombra nos dijo que ese lugar era un regalo para todos. Nos invitó a recorrer el salón, a curiosear entre anaqueles y rincones, a dejar que el silencio nos envolviera para que pudiéramos oír las voces de los libros, porque ellos estaban vivos, venían de remotas regiones y de lejanos tiempos y solo esperaban el momento de ser abiertos. Que éramos libres para cogerlos, abanicarlos, sentir su olor, meternos dentro de sus páginas y escuchar sus palabras. Cada libro buscaba su lector y eran ellos quienes nos iban a escoger, nos tomarían de la mano para llevarnos a un sitio sobre la gran alfombra. Finalizó diciendo que estuviéramos atentos porque ese día iniciaríamos un viaje maravilloso y tal vez algunos no querríamos regresar. Esto no pude entenderlo y me dio un poco de miedo.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí. Solo sé que no me quedé abajo como la mayoría. Me encaramé porque vi un libro lleno de colores, lo seguí hasta un rincón y en sus páginas se abrió un agujero negro. Pasó una noche tras otra, vinieron días sin sus noches, recorrí madrigueras, hablé con comadrejas y duendes, una niña gigante me enseñó los secretos para cambiar de tamaño, deambulé por jardines con flores parlanchinas, fui a convites con liebres y tortugas, estuve a punto de perder la cabeza. Y cuando pensé volver, se abrieron otros caminos con tantas historias, todas interminables. Me vi en el Templo de las mil puertas, en busca de mi deseo más profundo. Entonces comprendí que nunca encontraría la puerta de regreso a la vieja escuela.

***

Pascual

– ¡Hola, niño! Ahora que ha recuperado la voz, cuénteme su historia. ¿Dónde están sus padres?

El periodista me mira a los ojos. Trae una libreta y escribe. Quiere saber de mí, pero no sé qué contarle. Yo no sé nada. Yo sólo conozco las cosas que he oído y lo que he visto con mis ojos chiquitos.

Ahora que estoy estrenando la voz como si se tratara de un pantalón nuevo, no encuentro cómo acomodar las palabras en mi boca. La lengua se me ha desacostumbrado. Las palabras se me atoran, se atropellan unas a otras, algunas salen volando en desorden como las mariposas. Unas negras, otras amarillas, azules, combinadas.

Empiezo a hablar despacito, con el temor de que, al nombrarlos, se me desbaraten los recuerdos.

– Soy Samuel…. el hijo del zapatero.

Amanecía porque Pascual, el gallo que canta once veces antes de salir el sol, ya había cantado ocho. Ese día cantó más fuerte la primera vez y por eso me desperté, como cosa rara. Papá me enseñó que un hombre no debe dejarse coger por el sol en la cama, pero, al fin y al cabo, yo no soy un hombre sino un niño hombre que tiene derecho a que el sol lo deje dormir sin remordimientos.

Muchas veces esto me costó todos los regaños del mundo y el castigo de tener que saltar de la cama con el primer canto del gallo, porque papá se propuso hacer de mí un hombre antes de tiempo.

Odiaba a Pascual por su bulla y muchas veces traté de atarle una cuerda al pico por las noches, para que no pudiera cantar en las mañanas. Pero él se soltaba restregando su pico contra las piedras y hacía un escándalo de todos los demonios. Quería que se muriera pronto y le daba de comer piedras envueltas en pan, pero el maldito las devolvía después de haberlas picado.

Terminé por resignarme a ese despertador de plumas y cresta que parecía entender mis malas intenciones contra él, porque cuando me descubría no se cansaba de perseguirme por toda la casa y sus alrededores.

Esa mañana, cuando Pascual iba por su canto número ocho, sentí un ruido extraño en el patio. El perro ladró de manera desacostumbrada. Miré a la cama de al lado y estaba vacía. Escuché ruidos que provenían de la cocina. De pronto, unos gritos en la sala. La voz de papá se oía desajustada. Mamá lloraba. Después, otra vez el silencio.

Estuve esperando que Pascual continuara con el nueve, pero extrañamente ya no cantó más. Intenté volver a dormirme porque esa mañana no había clases en la escuela y podía aprovechar el silencio del gallo para recuperar el sueño.

Me despertó otra vez el llanto de mamá. No había duda: habían vuelto a pelear. Sentí un frío por todo el cuerpo. El día que había pelea la comida sabía amarga y la casa parecía un cementerio. Mamá se dedicaba a lavar las cosas como si quisiera quitarles y ponerles la mugre al mismo tiempo.

Papá no llegaba a la hora que cerraba el taller, sino que se iba a las tiendas a beber con los amigos. A medianoche aparecía en la puerta, pesado como un tronco, estrellándose contra las paredes y se tiraba en el piso de la sala hasta el otro día.

Esto podía durar un día o varias semanas. Tenía que soportar la tristeza de verlos separados y odiándose a cada momento. Yo era como un trompo que cada uno tiraba a su acomodo.

Por fin, un día amanecían pegaditos en la cama y yo sentía que el corazón me daba un vuelco hasta volver a su lugar. Entonces había flores regadas por toda la casa, ellos hablaban bajito y la comida recuperaba otra vez su sabor.

Mamá ya no quería matar el tiempo limpiando las cosas; quería disfrutarlo y nos íbamos por la tarde a dar un paseo. Al atardecer, pasábamos por el taller de papá para regresar juntos.

El camino a la casa era largo, oscuro y necesariamente había que pasar por el cementerio. El miedo me hacía tomarlos de la mano y en medio de ellos me sentía un superhombre. Quedaban pocos vecinos. Muchas casas del pueblo habían sido abandonadas por el temor a las guerras entre liberales y conservadores.

-¿Qué es un liberal, papá?

No dijo nada. Cuando casi me había olvidado de la pregunta me contestó:

– Un hombre como yo.

– ¿Y un conservador?

– Otro hombre que mata hombres como yo.

– Eso no es cierto -me dijo mamá-. Los liberales también matan a hombres como su abuelo.

Mi pregunta originó otra vez la pelea. No entendía nada. Varias veces mamá me había contado la historia de su padre asesinado cuando ella era muy joven, de los trabajos que pasó hasta que tuvo quince años y se enamoró del aprendiz de zapatero; la manera en que huyeron juntos y vinieron a vivir al pueblo… y todo para qué. Para que ahora ella le reprochara pertenecer al mismo partido de los hombres que mataron a su padre, y él se viera obligado a callarse y a sentir como suya la culpa del crimen.

La casa estaba al final de la carretera, en medio de muchos árboles. Me gustaba jugar a que era dueño del bosque y rey de todos los animales.

El llanto de mamá continuaba, largo y profundo. Por eso decidí levantarme. Estaba sentada en la sala y tenía la cabeza escondida entre las manos. Me asusté mucho al verla en esa posición. Al parecer, esta vez la pelea había sido definitiva.

Me le acerqué. Al verme, me abrazó con mucha fuerza. El corazón me rebotó. No me decía nada, pero estaba seguro de que había pasado algo malo. Empecé a llorar con ella. Sentía en mi pecho sus suspiros profundos.

Al rato escuchamos pasos acercándose a la casa. Mamá me abrazó con más fuerza y empezó a gritar con desesperación. Yo no entendía nada, hasta que de pronto los vi. Eran muchos hombres armados de machetes y cuchillos. Entraron en la casa y me apartaron bruscamente de mamá. Empecé a dar gritos, al tiempo que ella me pedía que me alejara de allí. No quería irme, pero los hombres se encargaron de empujarme hacia afuera.

Busqué a papá por todos los rincones de la casa, pero no lo vi. Algo me llevó a correr hacia los árboles y en el camino me pareció ver un brillo en el piso. Me devolví para ver de qué se trataba y reconocí las gafas de papá. Estaban rotas. Me pareció muy raro que las hubiera dejado tiradas, porque sin ellas no podía trabajar. Las recogí y mientras corría otra vez, me tropecé con Pascual, que ahora era un montón de plumas ensangrentadas. El pecho se me abrió.

Había planeado muchas veces la muerte de Pascual, pero encontrarlo reducido a una mancha roja en el suelo, fue como sentir su picoteo por todo mi cuerpo. Cuánto deseo ahora tu canto, Pascual; qué se hizo el sonido que salía por tu pico como un rayo de luz hacia el sol. Porque era mentira que el sol despertara a Pascual. Era él quien despertaba al sol.

Cuando me metí entre los matorrales para ocultarme ya era un rey vencido. Desde allí podía ver la casa y escuchar las voces y risas de los hombres. Mamá había dejado de gritar. Cerré los ojos y se me ocurrió ponerme a rezar para que todo pasara. Repetí el padrenuestro diez veces. Después empecé con la santamaría y cuando iba por la número ocho, logré que se fueran. Algunos salían ajustándose los pantalones. Pero en el momento en que suspendí los rezos vi que se devolvían, como si hubieran olvidado algo.

De pronto surgió el brillo adentro de la casa. Al principio no entendí lo que pasaba, pero cuando el techo empezó a crujir y las primeras llamas asomaron por la puerta, quise correr hacia el interior. Los hombres llegaron muy cerca del lugar donde me ocultaba. El miedo me paralizó las piernas. Me sostuve en cuclillas, casi sin respirar. Por fin se marcharon. La casa ardía completamente. Me aferré al tronco de un árbol. Empujé mi cabeza con fuerza para perforar la madera, para enterrarme vivo dentro de él, y estuve intentándolo mucho tiempo, hasta que sentí herida la frente. La herida fue como una puerta que se abrió para dejarme llorar. Cerré los ojos y soñé que la realidad era un sueño.

Cuando el sol empezó a bajar, probé fuerzas con mis piernas. Parecían no respondera la orden de caminar. Alguien venía despacio hacia mí. Retuve la respiración hasta que sentí un maullido en mi oído. Salté de terror. Era Lucero, arrastrando su cola y con los ojos más vidriosos que nunca. La alcé y la revisé por todas partes para comprobar que no estuviera herida. Ni un rastro de sangre encontré entre su pelaje chamuscado. La abracé con las fuerzas que me quedaban y la esperanza se me atravesó en el corazón. Si ella había logrado salvarse, seguramente mamá también.

Me arrastré despacio en cuatro patas. Entonces vi la montaña de cenizas. El silencio era como un monstruo que se levantaba y me perseguía por todos lados.

Tomé a Lucero y la metí en una bolsa que encontré junto al gallinero. Así resultaba más fácil cargarla. Esa noche la pasamos solos en el camino. Pensé en el cementerio y ya no tuve miedo. Allí debían estar esperándome papá y mamá. El cielo estaba muy azul. Las estrellas se habían espantado.

***

Canción para matar el miedo

Isabel, es decir, la flor, ha crecido mucho y en este momento veo que le están brotando hijos alrededor. La taza donde la he colocado se está llenando de azul. Hoy Isabel, es decir, la niña, vino a jugar conmigo. En el juego ella y yo nos casábamos y yo quise que ella cogiera la flor en sus manos para que se pareciera más a las novias de las películas. Me sentí muy feliz al imaginar que todo el juego podía ser realidad algún día y empecé a saltar muerto de la risa.

Isabel, es decir, la niña, tomó a Isabel, es decir, la flor, entre sus brazos como si se tratara de un muñeco o de un bebé imaginario, y mientras la arrullaba, cantó una canción que de tan dulce sabía a chupeta, cuya letra he olvidado. La canción decía más o menos lo siguiente:

Si una noche el miedo, si una noche el miedo,
llega hasta tu puerta, llega hasta tu puerta.
No lo escuches, no lo escuches.
Puede ser un perro, puede ser el viento,
puede ser el eco de tu voz en el silencio.
Si una noche el miedo, si una noche el miedo,
te toca la puerta, te toca la puerta.
No le abras, no le abras.
Puede ser un trueno, puede ser un grito,
puede ser tu llanto saliendo del pecho.
Si una noche el miedo, si una noche el miedo,
empuja tu puerta, empuja tu puerta.
Saca tus palabras, saca tus palabras,
Ellas son las flechas, ellas son las armas
que asustan el miedo, que matan el miedo.

Me impresioné mucho con la canción y le pregunté a Isabel:

-¿Cómo es eso de que las palabras asustan el miedo?

– Porque las palabras lo derriten como a un bloque de hielo sobre el fuego. Es como cuando puedes contar una pesadilla: en ese momento ella se hace inofensiva. El miedo es cobarde y no soporta que lo delates.

No entendí mucho, pero Isabel salió corriendo sin darme otra explicación y dejando la boda a mitad de camino. La música me quedó en los oídos como una hamaca que se sigue moviendo, aunque nadie esté acostado en ella. Fue en ese momento cuando comprendí dos cosas: una, que Isabel es como una abuela que se ha vuelto niña; dos, que la flor sirve para matar el miedo porque sus pétalos son como las palabras: cuando uno puede decirlas, ya no queda razón para seguir temblando.

***

Orden y anarquía

Desde que papá y mamá se separaron, y vivo sólo con ella, ahora tengo que ayudar con los oficios de la casa. Igual que las niñas. Para que no me vuelva perezoso, papá me puso un horario que me dejó por escrito y el cual debo cumplir: me levanto a las 6, me baño, desayuno, tiendo la cama y me voy a la escuela. A la una de la tarde, cuando regreso, almuerzo y ayudo a lavar la loza. Entre las dos y las tres, mamá siempre hace la siesta. Antes la hacía con papá. Ahora que él se fue de la casa, ella quiere que yo esté con ella. Aunque no tenga sueño me acuesto a su lado y dejo que me abrace hasta que se duerme. Luego, muy despacito, me voy a hacer las tareas porque a las cuatro, si ya las he hecho, puedo ir a montar bicicleta al parque.

A las 6 debo estar en la casa para comer, puedo ver televisión dos horas, y luego me voy a la cama. Al otro día igual. Papá viene los domingos y me pregunta si he cumplido el programa.

– Sí, papá, aunque ya estoy cansado.

– ¿Por qué?

– Es que todos los días no tengo ganas de hacer las mismas cosas a la misma hora. Por lo menos si pudiera cambiar el orden…

– Orden es lo que se necesita en este país y debe aprenderse desde que uno es muchacho. Lo contrario se llama anarquía.

No le dije nada más porque vi cómo la vena de su cuello empezaba a saltar. Me quedé pensando en la palabra a-n-a-r-q-u-í-a. No sé lo que quiere decir, aunque me parece que debe ser algo divertido.

Enseguida me dijo que el año entrante va a ponerme a estudiar en un colegio interno que queda a varias horas de distancia. Para que me eduque con más orden, porque vivir sólo con mamá me va a hacer mucho daño. La noticia no me gustó.

– Es un colegio lleno de jardines por todos lados, Camilo. Además, iremos a visitarte todos los domingos.

– Será como estar en una cárcel. Una cárcel de niños.

– Ya es hora de que aprendas a ser hombre. Déjate ya de quejas.

No sé lo que significa aprender a ser hombre, pero me suena a algo triste. No pude aguantarme las ganas y, antes de que pudiera voltear la cara, una lágrima me delató. Entonces papá empezó a gritar y a decirme niña. Por eso yo le grite también:

– Lo que me gustaría es ir a un colegio de a-n-a-r-q-u-í-a!

Entonces sí que las cosas se pusieron malas. No sé qué fue lo que dije, pero debe ser como una grosería porque papá me chantó un bofetón, con tanta fuerza que me hizo caer.

Me fui llorando al cuarto y allá me di cuenta de que la boca me estaba sangrando. Él se fue a hablar con mamá, los oí discutir y luego sentí el golpe de la puerta al ser cerrada con furia.

Daría todo porque no llegue el año entrante. No volveré a ver a Esperanza ni a saber nada de mis compañeros. Sólo de imaginarlo tengo ganas de morirme. La solución debe ser la a-n-a-r-q-u-í-a…

***