Hoy en la clase se formó una tragedia. Empezábamos la clase de matemáticas, cuando el profesor tuvo que salir y le dijo a Camilo que apuntara a los que se portaran mal. Camilo se quedó callado. De pronto se levantó y le dijo al profesor que él ya había renunciado a ese cargo.

La cara del profesor se fue poniendo entre roja y negra. Por un momento no supo qué decir, pero luego se puso a reír a carcajada limpia, mientras decía que ese chiste nunca se lo habían contado. Automáticamente cambió de genio y se puso a gritar, cogió a Camilo de la oreja y lo mandó a barrer el patio de recreo. Pero Camilo, en vez de obedecer, se quedó parado en la puerta del salón. Todos quedamos petrificados en los asientos. Los corazones de todos empezaron a sonar pum pum pum en el silencio.

El profesor, dirigiéndose a todos nosotros, preguntó quién quería apuntar. Casi todos levantamos el brazo, pero enseguida lo bajamos automáticamente, ante la mirada dura que nos echó Camilo desde la puerta.

Entonces el profesor inventó otro método: nos repartió por parejas para que cada uno estuviera pendiente de que el otro no hablara. Si el compañero que le correspondía de pareja hablaba, entonces debíamos decirlo.

El maestro se fue a la oficina de la rectoría y dejó a Camilo parado en la puerta. No sin antes decirle que se preparara para traer a sus padres a hablar con la directora.

Toda la clase se quedó como muda. La técnica resultó ser la mejor. Pero hay algo que no entiendo: si mi compañero habla, entonces yo lo delato. Pero si él, por venganza, dice que yo también hablé, entonces, ¿a quién debe creerle el profesor?

De pronto Camilo entró en el salón y nos habló a todos:

– Si ninguno apunta a nadie, entonces, todos podremos hablar lo que queramos.

– Siiii! – Gritamos todos.

– Pero hay que hacerlo sin que se den cuenta. O sea que debemos hacerlo en voz baja.

– Siiii! -Volvimos a gritar.

– Además -continuó Camilo-, de todas maneras, si hablamos es porque tenemos lengua y porque hablar nos hace felices.

– Siiii! – seguimos gritando.

En ese momento llegó el maestro con la directora y hubiéramos querido enterrarnos vivos. Entre los dos cogieron a Camilo del pelo y lo sacaron del salón. Luego nos echaron un sermón largo sobre la indisciplina y las sanciones que nos esperaban. Camilo ya no aguantó más y, mientras lloraba, empezó a gritar “¡viva la anarquía, viva la anarquía!”

La directora se espantó con esa palabra y corrió a seguir castigando a Camilo, mientras le decía que no podía creer que el niño más inteligente y juicioso de la clase se hubiera transformado en el demonio.

Yo hubiera querido gritar lo mismo que Camilo. Pero me moría de miedo. En ese momento entendí que la señora ANA…ALGO era una cosa peligrosa. Así se lo dije a Fausto cuando salimos del colegio.

– Dizque la señora ANA…ALGO iba a ayudarnos. Yo creo que nos va a meter en muchos problemas.

– ¿Quién es esa señora?

– Ay, Fausto, es que prometí que no se lo contaría a nadie.

– Pero yo soy tu amigo, Marysol. Anda, dímelo.

Entonces le hice prometer que no se lo diría a nadie y lo obligué a jurar por su mamá. Me juró y le dije:

– Es que hay una señora que se llama ANA…ALGO y quiere que todos seamos felices. Cuando ella venga todo será distinto.

¡Ah! – dijo Fausto muy decepcionado y como si no le importara nada el secreto que le había revelado.

– No le veo la gracia ni el misterio a una señora que se llama Ana. Y no entiendo qué es lo que va a hacer para que seamos felices. ¡Como si fuera tan fácil! Si yo hago algo que me hace feliz, por ejemplo, quedarme en la cama hasta medio día y no voy a la escuela, mi felicidad pone muy brava a mi mamá. Si a ella la hace feliz que yo no salga a la calle, su felicidad será mi tristeza. Si todos somos felices haciendo ruido en el salón, nuestra felicidad será cortada por la braveza de los maestros. Entonces, ¿Qué podrá hacer la señora ANA…ALGO para hacernos felices a todos?

Me fui pensando en todo lo que dijo Fausto y creo que tiene razón. Pero ahora sólo pienso en el pobre Camilo. Tal vez lo expulsen de la escuela y, como si fuera poco, seguramente su papá lo va a castigar de una manera terrible. No quisiera estar en su pellejo.

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