– ¡Hola, niño! Ahora que ha recuperado la voz, cuénteme su historia. ¿Dónde están sus padres?

El periodista me mira a los ojos. Trae una libreta y escribe. Quiere saber de mí, pero no sé qué contarle. Yo no sé nada. Yo sólo conozco las cosas que he oído y lo que he visto con mis ojos chiquitos.

Ahora que estoy estrenando la voz como si se tratara de un pantalón nuevo, no encuentro cómo acomodar las palabras en mi boca. La lengua se me ha desacostumbrado. Las palabras se me atoran, se atropellan unas a otras, algunas salen volando en desorden como las mariposas. Unas negras, otras amarillas, azules, combinadas.

Empiezo a hablar despacito, con el temor de que, al nombrarlos, se me desbaraten los recuerdos.

– Soy Samuel…. el hijo del zapatero.

Amanecía porque Pascual, el gallo que canta once veces antes de salir el sol, ya había cantado ocho. Ese día cantó más fuerte la primera vez y por eso me desperté, como cosa rara. Papá me enseñó que un hombre no debe dejarse coger por el sol en la cama, pero, al fin y al cabo, yo no soy un hombre sino un niño hombre que tiene derecho a que el sol lo deje dormir sin remordimientos.

Muchas veces esto me costó todos los regaños del mundo y el castigo de tener que saltar de la cama con el primer canto del gallo, porque papá se propuso hacer de mí un hombre antes de tiempo.

Odiaba a Pascual por su bulla y muchas veces traté de atarle una cuerda al pico por las noches, para que no pudiera cantar en las mañanas. Pero él se soltaba restregando su pico contra las piedras y hacía un escándalo de todos los demonios. Quería que se muriera pronto y le daba de comer piedras envueltas en pan, pero el maldito las devolvía después de haberlas picado.

Terminé por resignarme a ese despertador de plumas y cresta que parecía entender mis malas intenciones contra él, porque cuando me descubría no se cansaba de perseguirme por toda la casa y sus alrededores.

Esa mañana, cuando Pascual iba por su canto número ocho, sentí un ruido extraño en el patio. El perro ladró de manera desacostumbrada. Miré a la cama de al lado y estaba vacía. Escuché ruidos que provenían de la cocina. De pronto, unos gritos en la sala. La voz de papá se oía desajustada. Mamá lloraba. Después, otra vez el silencio.

Estuve esperando que Pascual continuara con el nueve, pero extrañamente ya no cantó más. Intenté volver a dormirme porque esa mañana no había clases en la escuela y podía aprovechar el silencio del gallo para recuperar el sueño.

Me despertó otra vez el llanto de mamá. No había duda: habían vuelto a pelear. Sentí un frío por todo el cuerpo. El día que había pelea la comida sabía amarga y la casa parecía un cementerio. Mamá se dedicaba a lavar las cosas como si quisiera quitarles y ponerles la mugre al mismo tiempo.

Papá no llegaba a la hora que cerraba el taller, sino que se iba a las tiendas a beber con los amigos. A medianoche aparecía en la puerta, pesado como un tronco, estrellándose contra las paredes y se tiraba en el piso de la sala hasta el otro día.

Esto podía durar un día o varias semanas. Tenía que soportar la tristeza de verlos separados y odiándose a cada momento. Yo era como un trompo que cada uno tiraba a su acomodo.

Por fin, un día amanecían pegaditos en la cama y yo sentía que el corazón me daba un vuelco hasta volver a su lugar. Entonces había flores regadas por toda la casa, ellos hablaban bajito y la comida recuperaba otra vez su sabor.

Mamá ya no quería matar el tiempo limpiando las cosas; quería disfrutarlo y nos íbamos por la tarde a dar un paseo. Al atardecer, pasábamos por el taller de papá para regresar juntos.

El camino a la casa era largo, oscuro y necesariamente había que pasar por el cementerio. El miedo me hacía tomarlos de la mano y en medio de ellos me sentía un superhombre. Quedaban pocos vecinos. Muchas casas del pueblo habían sido abandonadas por el temor a las guerras entre liberales y conservadores.

-¿Qué es un liberal, papá?

No dijo nada. Cuando casi me había olvidado de la pregunta me contestó:

– Un hombre como yo.

– ¿Y un conservador?

– Otro hombre que mata hombres como yo.

– Eso no es cierto -me dijo mamá-. Los liberales también matan a hombres como su abuelo.

Mi pregunta originó otra vez la pelea. No entendía nada. Varias veces mamá me había contado la historia de su padre asesinado cuando ella era muy joven, de los trabajos que pasó hasta que tuvo quince años y se enamoró del aprendiz de zapatero; la manera en que huyeron juntos y vinieron a vivir al pueblo… y todo para qué. Para que ahora ella le reprochara pertenecer al mismo partido de los hombres que mataron a su padre, y él se viera obligado a callarse y a sentir como suya la culpa del crimen.

La casa estaba al final de la carretera, en medio de muchos árboles. Me gustaba jugar a que era dueño del bosque y rey de todos los animales.

El llanto de mamá continuaba, largo y profundo. Por eso decidí levantarme. Estaba sentada en la sala y tenía la cabeza escondida entre las manos. Me asusté mucho al verla en esa posición. Al parecer, esta vez la pelea había sido definitiva.

Me le acerqué. Al verme, me abrazó con mucha fuerza. El corazón me rebotó. No me decía nada, pero estaba seguro de que había pasado algo malo. Empecé a llorar con ella. Sentía en mi pecho sus suspiros profundos.

Al rato escuchamos pasos acercándose a la casa. Mamá me abrazó con más fuerza y empezó a gritar con desesperación. Yo no entendía nada, hasta que de pronto los vi. Eran muchos hombres armados de machetes y cuchillos. Entraron en la casa y me apartaron bruscamente de mamá. Empecé a dar gritos, al tiempo que ella me pedía que me alejara de allí. No quería irme, pero los hombres se encargaron de empujarme hacia afuera.

Busqué a papá por todos los rincones de la casa, pero no lo vi. Algo me llevó a correr hacia los árboles y en el camino me pareció ver un brillo en el piso. Me devolví para ver de qué se trataba y reconocí las gafas de papá. Estaban rotas. Me pareció muy raro que las hubiera dejado tiradas, porque sin ellas no podía trabajar. Las recogí y mientras corría otra vez, me tropecé con Pascual, que ahora era un montón de plumas ensangrentadas. El pecho se me abrió.

Había planeado muchas veces la muerte de Pascual, pero encontrarlo reducido a una mancha roja en el suelo, fue como sentir su picoteo por todo mi cuerpo. Cuánto deseo ahora tu canto, Pascual; qué se hizo el sonido que salía por tu pico como un rayo de luz hacia el sol. Porque era mentira que el sol despertara a Pascual. Era él quien despertaba al sol.

Cuando me metí entre los matorrales para ocultarme ya era un rey vencido. Desde allí podía ver la casa y escuchar las voces y risas de los hombres. Mamá había dejado de gritar. Cerré los ojos y se me ocurrió ponerme a rezar para que todo pasara. Repetí el padrenuestro diez veces. Después empecé con la santamaría y cuando iba por la número ocho, logré que se fueran. Algunos salían ajustándose los pantalones. Pero en el momento en que suspendí los rezos vi que se devolvían, como si hubieran olvidado algo.

De pronto surgió el brillo adentro de la casa. Al principio no entendí lo que pasaba, pero cuando el techo empezó a crujir y las primeras llamas asomaron por la puerta, quise correr hacia el interior. Los hombres llegaron muy cerca del lugar donde me ocultaba. El miedo me paralizó las piernas. Me sostuve en cuclillas, casi sin respirar. Por fin se marcharon. La casa ardía completamente. Me aferré al tronco de un árbol. Empujé mi cabeza con fuerza para perforar la madera, para enterrarme vivo dentro de él, y estuve intentándolo mucho tiempo, hasta que sentí herida la frente. La herida fue como una puerta que se abrió para dejarme llorar. Cerré los ojos y soñé que la realidad era un sueño.

Cuando el sol empezó a bajar, probé fuerzas con mis piernas. Parecían no respondera la orden de caminar. Alguien venía despacio hacia mí. Retuve la respiración hasta que sentí un maullido en mi oído. Salté de terror. Era Lucero, arrastrando su cola y con los ojos más vidriosos que nunca. La alcé y la revisé por todas partes para comprobar que no estuviera herida. Ni un rastro de sangre encontré entre su pelaje chamuscado. La abracé con las fuerzas que me quedaban y la esperanza se me atravesó en el corazón. Si ella había logrado salvarse, seguramente mamá también.

Me arrastré despacio en cuatro patas. Entonces vi la montaña de cenizas. El silencio era como un monstruo que se levantaba y me perseguía por todos lados.

Tomé a Lucero y la metí en una bolsa que encontré junto al gallinero. Así resultaba más fácil cargarla. Esa noche la pasamos solos en el camino. Pensé en el cementerio y ya no tuve miedo. Allí debían estar esperándome papá y mamá. El cielo estaba muy azul. Las estrellas se habían espantado.

***