El niño tiene siete años y la niña cinco. Están sentados en el andén, frente a la puerta de su casa. Siempre lo hacen en algún momento del día o a cierta hora de la noche. Como en la canción de Piero, ven a la gente pasar y pasar. Pasa la señorita Isabel con su paso rápido hacia la tienda de don Vicente y los saluda de refilón. Pasa don Jesús, con su aliento a tabaco y les ofrece su sonrisa socarrona. Allá viene María, la borracha, con su delantal sucio y sus pasitos vacilantes, se planta frente a ellos, mete la mano en el seno y les regala un billete caliente de cariño. Pasa una patineta perseguida por dos perros y detrás el escándalo, el reguero de muchachos. El vendedor de aguacates empuja la verde montaña mientras entona una canción.

Y todas las mañanas, a la misma hora, ven pasar en bicicleta, con su uniforme y su gorra bien puesta, al policía del barrio. Cuando ya está frente a ellos le dicen en coro: «¡Adiós, señor agente!» Él se quita su gorra en un gesto de saludo y responde amablemente: «¡Adiós, niños!» Esto se ha vuelto rutina. No es claro quién se siente más orgulloso, si los niños al saludarlo o el policía al responderles. No saben cuándo aprendieron a sentir por él tanta admiración y respeto. Mamá y papá les enseñaron a honrar la autoridad. Entonces era común que los niños soñaran con ser policías y de puertas para adentro enfrentaban malhechores, salvaban a la niña perdida o apresaban ladrones. «¡Alto, bribón!», «¡Que te mato, Vendeta!» Repetían estimulados por la radionovela. Héroe y policía eran para ellos palabras sinónimas.

Aquel día se extendió por el barrio la horrenda noticia. En la calle del lado un niño de once años suele jugar con su pelota. Cuando el muchacho patea, golpea de vez en cuando la puerta de su vecino, el policía. El de verde, enfurecido, acostumbra a decomisar el balón. Cada tanto la escena se repite. Esa tarde la traviesa pelota se mandó sola, fue en estampida y ¡plaf! rompió el ventanal. Esta vez sin mediar un insulto, el señor agente salió con su arma y quebró el pecho del niño.

Todos desfilamos hacia la casa de la esquina. Curiosidad, estupor, silencio cómplice, miedo. Mi hermano y yo cruzamos la puerta para verlo por primera y única vez. En el centro de la sala el niño duerme en su cofre blanco forrado de terciopelo rojo. El rostro apacible, unas motas de algodón sellan su nariz. Contemplo su quietud e imagino que corre por un bosque helado. O tal vez sueña con ser futbolista, nunca policía.

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