Silbón

Dos niños caminan al atardecer por la ribera de un río caudaloso. La penumbra se va tragando los reflejos del agua, las piedras dejan de ser las cómplices del juego para convertirse en filos, resbalones, amenazas. Lo que hace un momento fue sol, saltos, chapoteo, risa, pronto se ha transformado en tinieblas, peligro, estremecimiento, llanto. Los árboles ya no son verdes. Son duendes, espectros, coco, miedo. Y lo que más temen los niños es el momento en que, aguas abajo, aparezca el Silbón, el hombre que en las noches surge del río para anunciar con el sonido de sus labios la pena eterna de su alma. La primera vez que oyeron hablar de él sintieron un escalofrío. Luego se metió en sus pesadillas. Era muy alto, con barbas largas y ojos de fuego. Es un alma en pena, les dijeron la segunda vez que fueron al río y preguntaron por él. Pero no tenían por qué preocuparse, pues el espectro solo surgía en medio de la oscuridad, buscando sus hijos ahogados en el río.

De pronto los chiquillos se ven rodeados por luces intermitentes. Son los cocuyos que van y vienen, que los acompañan queriendo jugar con ellos para tranquilizarlos. Así pueden saber que no están solos porque miles de criaturas surgen en la oscuridad. Cada vez están más perdidos, intentan adivinar hacia dónde los dirige el camino de agua y a dónde los llevan sus pies mojados. La niña tiene siete años y llora. Aprieta entre su mano izquierda un diminuto caracol que un hada del agua le ha regalado. Un algo de hojas y de alas le roza la espalda. Un zumbido persistente le llena los oídos. Su hermano apenas pasa de nueve, aunque la oscuridad lo ha hecho crecer. Ahora es explorador y en su aventura lleva de la mano a la niña para salvarla. Oculta su temor para darle consuelo. El llanto de ella le hace apretar los brazos, apartar las ramas, afianzar el cuerpo, abrirse camino entre las piedras.

Allá, a lo lejos, apenas el destello de algo que podría ser la esperanza o la visión del padre que viene a rescatarlos. El río se llama Bocas. Es el lugar al que papá los ha llevado muchas veces, después de la escuela, para que pasen la tarde mientras él y sus dos ayudantes cargan la volqueta con arena. Mientras ellos palean y sudan, sudan y palean, los niños se bañan y juegan en el río. Aquella tarde se han alejado demasiado. El vehículo se ha hundido en la playa y la misión de liberar las llantas se ha hecho imposible con la llegada de la noche y la subida del nivel del agua. Los hombres forcejean con el barro, en una lucha contra el tiempo, el río y la negrura.

La angustia de los niños crece pareja con el caudal del Bocas. Tal vez papá se ha olvidado de ellos. Quizá se ha ido con los demás a la tienda de siempre y a esta hora su cabeza hierve con la cerveza que le borra los deberes y lo dobla sobre la mesa.

La araña de la noche los acorrala, ahora los rondan los mosquitos, los envuelven las lianas. El farolito que cuelga del cielo se ha encendido, piensa el niño. Tal vez ahora descienda un rayo de luz que los guíe. Los grillos y las ranas arrecian su cantinela. La niña gime desconsolada. En una caída suelta la caracola, oye el castañeteo de sus dientes. Su hermano le hace doler la mano mientras le miente: le dice que están a punto de llegar, que allí, después de aquella sombra, los espera la claridad, que faltan pocos pasos, seguro, pasando aquel matorral alguien podrá verlos, allá está la arena seca, no debe temer a las ranas que saltan a su paso, ellas solo quieren jugar con sus pies, mamá le comprará otras chanclas, ya lo verá, esas tan bonitas con el moño rosado, las rojas ya se habían reventado, y por la blusa tampoco se preocupe, total, ya estaba rota bajo la sisa. A él también el río le robó los zapatos y no está llorando. Y así, no para de hablarle, aunque ahora el susto le nubla la mirada.

No saben si pueden confiar en esa sombra gigante que viene hacia ellos, si son ellos los que se le acercan, o si en la medida en que avanzan están retrocediendo. Sienten que a cada paso sus piernas se hunden más y más en el agua. Solo el Silbón podría rescatarlos, piensa la niña. Solo los brazos del Silbón.

***

Condena

La medalla se balancea en el lado izquierdo del pecho. Se agarra con el gancho a la camisa y no se despega de su dueña. Donde quiera que vaya, la estrella de cobre refleja la luz, resalta a la distancia, tintinea suavemente sobre el corazón. Su portadora sobresale entre todos los niños. No puede correr como ellos, no le es permitido gritar, soltar una risotada estrepitosa, como tiene ganas de reír. En clase debe permanecer con los labios cerrados. La insignia la sujeta a la silla, la obliga a no desviarse en el camino a casa. Desde que la destacaron por sus altas calificaciones, a su alrededor siente la presión, la repulsa, el agravio de sus pares. Lleva un estigma con los colores de la bandera. Cuando camina las cinco cuadras hacia la escuela, con su cola de caballo perfecta que se bambolea con aplicación, los vecinos la miran con intriga. Otros la felicitan.
¿Qué hacer con la medalla?, ¿dónde esconderla? ¿Cómo devolverla para ser libre?

Mes tras mes, la medalla se aferra a su pecho, le clava sus puntas luminosas. No puede equivocar las lecciones o abandonar las tareas, el honor la fuerza a enseñar a sus compañeros, de vez en cuando los señala, es su deber delatarlos. ¡Qué bien lee de corrido! ¡Es buena para las matemáticas! ¿Cómo brillan sus zapatos! ¡Es un ejemplo para todos!

Elogio tras elogio le estallan en la cabeza como pedradas, le caen hondo, la punzan, se van sumando a su exclusión, a su exilio en el fondo del patio, a la galleta amarga que saborea mientras los demás se estrellan bajo la lluvia de pelotas y gozan el derecho a la insolencia.

¡Quién lo creyera! Ella, caminando tan erguida, con esa aureola que la apabulla. La excelencia como condena.

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Futbolista

El niño tiene siete años y la niña cinco. Están sentados en el andén, frente a la puerta de su casa. Siempre lo hacen en algún momento del día o a cierta hora de la noche. Como en la canción de Piero, ven a la gente pasar y pasar. Pasa la señorita Isabel con su paso rápido hacia la tienda de don Vicente y los saluda de refilón. Pasa don Jesús, con su aliento a tabaco y les ofrece su sonrisa socarrona. Allá viene María, la borracha, con su delantal sucio y sus pasitos vacilantes, se planta frente a ellos, mete la mano en el seno y les regala un billete caliente de cariño. Pasa una patineta perseguida por dos perros y detrás el escándalo, el reguero de muchachos. El vendedor de aguacates empuja la verde montaña mientras entona una canción.

Y todas las mañanas, a la misma hora, ven pasar en bicicleta, con su uniforme y su gorra bien puesta, al policía del barrio. Cuando ya está frente a ellos le dicen en coro: «¡Adiós, señor agente!» Él se quita su gorra en un gesto de saludo y responde amablemente: «¡Adiós, niños!» Esto se ha vuelto rutina. No es claro quién se siente más orgulloso, si los niños al saludarlo o el policía al responderles. No saben cuándo aprendieron a sentir por él tanta admiración y respeto. Mamá y papá les enseñaron a honrar la autoridad. Entonces era común que los niños soñaran con ser policías y de puertas para adentro enfrentaban malhechores, salvaban a la niña perdida o apresaban ladrones. «¡Alto, bribón!», «¡Que te mato, Vendeta!» Repetían estimulados por la radionovela. Héroe y policía eran para ellos palabras sinónimas.

Aquel día se extendió por el barrio la horrenda noticia. En la calle del lado un niño de once años suele jugar con su pelota. Cuando el muchacho patea, golpea de vez en cuando la puerta de su vecino, el policía. El de verde, enfurecido, acostumbra a decomisar el balón. Cada tanto la escena se repite. Esa tarde la traviesa pelota se mandó sola, fue en estampida y ¡plaf! rompió el ventanal. Esta vez sin mediar un insulto, el señor agente salió con su arma y quebró el pecho del niño.

Todos desfilamos hacia la casa de la esquina. Curiosidad, estupor, silencio cómplice, miedo. Mi hermano y yo cruzamos la puerta para verlo por primera y única vez. En el centro de la sala el niño duerme en su cofre blanco forrado de terciopelo rojo. El rostro apacible, unas motas de algodón sellan su nariz. Contemplo su quietud e imagino que corre por un bosque helado. O tal vez sueña con ser futbolista, nunca policía.

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Insolencia

Mi hermano Fercho es locutor de radio. Era. Desde muy pequeño tiene los ojos estirados y muy brillantes, como si mirara por el rabillo las cosas que pasan por su lado, como si viera más allá eso que los demás no alcanzamos a percibir. Él es dos años mayor que yo. Era. Siendo niños estaba siempre desordenando la casa para improvisar escenarios de películas, echando mano de almohadas, mesas y sillas, armando telones con las cobijas. Traía la escalera de madera y en el cuadrado que se forma entre paso y paso sacaba su cabeza por el hueco, simulando una pantalla de televisión, inventaba noticias, narraba partidos de fútbol que solo él estaba viendo. Cantaba, hacía chistes, presentaba dramas, utilizaba cualquier vaso o botella a modo de micrófono. Cuando requería otros personajes, yo era la actriz principal de la serie que estaba ingeniando. Sus fantasías le valían regaños, chancletazos y severos castigos de mamá. Él parecía no afectarse por eso. Con risas y besos desarmaba fácilmente cualquier reproche. Era intrépido y tenía la magia de transformar lo dañino en gracioso, lo amargo en sorprendente.

Pero en la escuela mi hermano era otro. Allí el escenario era hostil y opaco. Sus artes de improvisación no tenían lugar y, por el contrario, Fercho estaba siempre callado, relegado en un rincón. Odiaba las tareas y era el peor de su clase. Yo, la niña brillante, día a día me tragaba los maltratos y epítetos que lo sepultaban: «¡Bruto! ¡Inútil! ¡Tonto! ¡Pendejo!» Los maestros casi le arrancaban las orejas, sin motivo aparente, le ponían el gorro del tonto. Sufría con él en silencio. Aunque no me lo pedía, yo siempre ocultaba en casa lo que sucedía en el colegio. No quería que sobre él cayeran más maldiciones. Pero un día fue inevitable. Un profesor le estampó un sello en la frente que decía: «No hice la tarea». Él no se dio cuenta de la gravedad. En el recorrido a casa intenté borrárselo, inútilmente. Así, marcado como una res, llegó Fercho a casa, con una sonrisa que se le fue con los golpes de papá.

Nada de esto le cortaba las alas. Enseguida volvía a su pasión, ideando libretos, experimentando con luces y escenarios, narrando otro gol. A medida que crecía volaba más alto su imaginación, resonaba su voz, su talento. Me entusiasmaba ser su cómplice, lo admiraba, lo seguía, lo acompañaba en sus viajes de aventuras. A veces temía que nada de esto tuviera un final feliz. Tiempo después, cuando perdió dos años escolares seguidos, fuimos compañeros de curso y nuevamente, sin que me lo pidiera, empecé a defenderlo ante los profesores, le ayudaba con las tareas, le explicaba las lecciones.

Amaba sus sueños y lo amaba a él sobre todas las cosas. Así, entre secretos y complicidades, nos hicimos mayores. Tan pronto como pudo escapar de sus ataduras, Fercho se hizo locutor de radio. No he visto a alguien más feliz con lo que hace. Ahora veo su retrato frente a mi cama. Me mira, me invita a sus travesuras. Quiere que siga siendo su compinche, su aliada. Entonces me incorporo, me paro sobre la cama, repito sus gestos, aplaudo su tesón, su insolencia, improviso un micrófono y le canto toda la falta que me hace.

***

Rimas

¡Cómo no recordar al profesor de geografía! Ese anciano sobrio, camisa almidonada, pantalón de anchos pliegues, ajustado con un cinturón de cuero gastado que ceñía su abultada panza, olor a resina de madera, gafas enormes y gruesas. El ceño fruncido disimulaba mal su dulzura, esa que se le escapaba cuando algo le hurgaba un rincón bien oculto de su ser y que se cuidaba bien de refrenar durante la clase. Cuando ingresaba al salón iba directo al tablero, venía cargado con mapas, saludaba en voz baja y reanudaba el tema interrumpido en la clase anterior, como si entre una clase y otra no hubiera transcurrido más que un momento. Siempre empezaba las clases con la célebre frase de aquel fraile: «Como decíamos ayer…»

Su método de enseñanza consistía en escribir en el tablero con una delicada caligrafía, mientras iba recitando en voz alta, al tiempo que todos debíamos copiar los enunciados y repetirlos después de él. Lo peculiar de su técnica era que todos los textos terminaban en rima, de modo que el coro resonaba en el aula como una melodía. Según él, la memoria preserva todo lo que tenga música. Algo de razón tenía porque, después de tantos años, no lo he olvidado a él ni a sus lecciones:

¿Cómo viajan las estrellas?
¿Qué tan veloces son ellas?

Año luz es la medida
para ingresar a este mundo.
En kilómetros escriban:
Trescientos mil por segundo.

O esta exploración por el mundo submarino:

Bajo el mar un universo
igual a la superficie:
valles, montañas, diversos
jardines, grandes planicies.

No sé si era aquella música, la mano deslizándose sobre la pizarra como si marcara el acorde, el vozarrón sonoro, la mirada dulce del profesor, o era todo eso junto lo que me hacía estar en trance. ¡Qué fácil aprendía las cosas y con qué alegría! Mientras mis compañeros se equivocaban y a menudo entraban en disonancia, yo me divertía cantando y copiando, mientras viajaba a la velocidad de la luz por la superficie de la tierra y por la profundidad de los mares para ver las cordilleras, las mesetas, los bosques, los jardines. No sé cuánto se esforzaba el señor Mantilla por hacer estrofas con todos los temas, seguramente pasaba las noches componiendo sus rimas y al parecer las disfrutaba. Se diría que se había equivocado de asignatura y estaría más cómodo dando clases de romances y sonetos. De cuando en vez intercalaba la lectura de algún cuento o el fragmento de una novela para ilustrarnos sobre algún hecho o accidente geográfico. Nos leyó varios apartes de Viaje al centro de la tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne. Cuando nos hablaba de Asia y de Oceanía cerraba los ojos y más que recordar, viajaba por el mundo entero.

¡Ah! Tampoco olvido el día del examen oral, cuando en medio del silencio y la expectativa de todos, el maestro se paró de espaldas al tablero, lista en mano, para tomarnos la lección, uno a uno, a voz en cuello. Iba diciendo nuestros apellidos y a su llamado debíamos ponernos de pie, manos atrás, cabeza en alto, para completar la frase que nos correspondía. Quizá yo era el único que estaba tranquilo. Sabía de memoria sus versos, es decir, sus enseñanzas. Ya habían repasado los planetas, las líneas fronterizas, los volcanes, los ríos y cuando se aproximaban los mares y océanos, no pude evitar una sonrisa. Era mi tema, mis profundidades, mis estrofas favoritas, mi fortuna. Cuando pronunció mi apellido me levanté a toda prisa y afiné la voz. Tal vez la fatiga lo llevó a decir:

Un universo bajo el mar…

Había alterado el inicio que yo sabía de memoria y tuve que solucionar a la velocidad de la luz. Pasé por alto esta primera línea y completé las otras con los ojos cerrados, guiándome más por la música que por el contenido:

…igual a la superficie:
valles, montañas, plantíos,
jardines, grandes planicies,
bellas mesetas y…

Todo quedó en silencio. Los ojos del señor Mantilla se clavaron en los míos. Debía mantener la música y cerrar la estrofa:

bellas mesetas y… ¡ríos!

El entrecejo del profesor se contrajo, noté una extraña mezcla entre molestia y agrado. Lo miré fijamente, sin pestañear. Sacó su lápiz rojo y vi cuando rayaba su libreta de notas con desgano para luego decirme: «¡Se raja en geografía, aprueba en poesía!»

Es posible que ninguno de mis compañeros comprendiera lo que acababa de pasar. Me senté con gran abatimiento. Él se dirigió a toda la clase para enfatizar mi error, pues eran imposibles los ríos bajo los mares o los océanos. El bochorno no terminó con mi pasión por la geografía. Cuánto daría hoy por revivir al profesor Mantilla, hablarle de las corrientes sumergidas y cantarle un largo poema sobre los ríos submarinos.

***

Travesía

Cuando la profesora nos dijo que al día siguiente haríamos un viaje, el júbilo fue total. La gritería y el parloteo no me dejaron oír hacia qué sitio nos iban a llevar. El anuncio de un cambio de escenario nos provocaba emoción, ganas de saltar, de salir corriendo para contarle a mamá. Esa felicidad provocada por la ruptura de la monotonía y que en los niños siempre es el anuncio de aventuras.

Cursaba segundo primaria en una escuela pública de construcción vetusta, pisos de cemento, paredes húmedas y desteñidas, techo alto con vigas de madera, pupitres desvencijados en los que nos acomodábamos por parejas. Todo lo que mirábamos nos contaba una historia antigua, varias generaciones de niños habían desfilado por estos largos y oscuros corredores en los que nos gustaba gritar para escuchar la voz multiplicada. Para entonces aún no conocía la historia de la ninfa Eco, condenada eternamente a repetir la última palabra. El hecho es que el juego de las voces nos divertía y varias veces nos costó los alaridos de la prefecta de disciplina, una señora pálida de rostro amargo que solo recuperaba la alegría cuando se colgaba de la oreja de algún muchachito hasta hacerlo chillar.

En el patio del fondo estaba la huella de tantas carreras, juegos descompuestos, la cancha de micro con su piso de tierra, la avalancha de recreos con las gotitas de sudor en las cabezas. El tren de los años recorriendo los mismos salones, el patio central de las filas del orden, tomen distancia, no se atropellen, no corran, la campana que gobernaba el silencio.

La profesora nos insistió que para nuestra salida debíamos guardar el juicio y las debidas formas al dejar el salón, caminar en silencio, despacio, con el brazo derecho extendido y tocando el hombro del compañero del frente. Ante el menor desacato, regresaríamos de nuevo y la salida sería cancelada. Algunos preguntamos si debíamos traer lonchera, ella respondió con un no rotundo.

Con la gran expectativa, que era como un revoloteo en el corazón, llegamos al día siguiente. Todo se hizo como estaba previsto. El largo gusano que se bamboleaba de contento inició su lento avance por los corredores de la escuela, pies en cámara lenta, cuerpos enlazados. De pronto hubo un alto para cambiar de dirección. Las negras cabecitas pararon a un tiempo, sin comprender. No nos dirigíamos hacia la calle sino en sentido contrario. El desconcierto nos nubló el entusiasmo. La alta cabeza de la profesora nos guiaba hacia el fondo de la escuela, más allá de la cancha, hacia un lugar vedado y desconocido. La fila penetró por un estrecho pasillo, captó un olor a madera húmeda, se vio envuelta en una repentina oscuridad. A lado y lado, las manos tanteaban el frío de las paredes. Tuve la impresión de que estábamos ingresando a un laberinto. La fantasía trocó mi entendimiento: ¿Y si al fondo se abría el techo y un ser alado nos esperaba para un viaje a regiones desconocidas?, ¿y si al final del pasillo había una gruta llena de enanitos? ¿Qué tal si todos empezábamos a disminuir de tamaño hasta pasar por el ojo de una aguja? ¿Y si la profesora era una bruja que nos llevaba derecho hasta la cueva de un ogro?

El misterio estaba a punto de ser develado. Mis amigos estaban igualmente sorprendidos. Sentí el pellizco de Mariana en la cintura. Me turbé, hasta me pareció escuchar un llanto entrecortado en la cola del gusano. La marcha se detuvo. Vi cuando la inalcanzable maestra se paró ante una pequeña puerta. En sus manos apareció una llave maravillosa, como esas que había visto -lo de ver es un decir- cuando me contaban sobre castillos encantados. Era una llave dorada con cabeza en forma de corazón, tan grande que debía ser sostenida con las dos manos y terminaba en una punta con varios dientes. Cuando se introdujo en el ojo de la cerradura y giró, desprendió unas chispas brillantes como polvo de oro. Estuve a punto de gritar. No sé si mis compañeros vieron lo mismo. ¡Abracadabra! La puerta se movió, crecía a medida que se iba abriendo y del interior nos sopló un aire. Adentro todo estaba sumido en la oscuridad. La maestra entró, se encendió una luz y lo que vimos nunca se irá de mi cabeza.

El recinto era pequeño, cálido, estrecho al ingreso. Por arte de magia, las paredes se ensancharon y ante nuestros ojos se alzaron gigantescos estantes de madera. Algo en el piso silenció nuestros pasos. Estábamos sobre una mullida alfombra roja que despedía olor a cosa nueva, de esas que invitan a tocar y a dar botes. Al levantar la mirada vi que los muebles estaban repletos de libros. Empezamos a vociferar, nos tumbamos en el piso, nos empujamos unos a otros. Ahí fue cuando la profe interrumpió la algarabía.

Ahora ella se hizo pequeña. Sentada en la alfombra nos dijo que ese lugar era un regalo para todos. Nos invitó a recorrer el salón, a curiosear entre anaqueles y rincones, a dejar que el silencio nos envolviera para que pudiéramos oír las voces de los libros, porque ellos estaban vivos, venían de remotas regiones y de lejanos tiempos y solo esperaban el momento de ser abiertos. Que éramos libres para cogerlos, abanicarlos, sentir su olor, meternos dentro de sus páginas y escuchar sus palabras. Cada libro buscaba su lector y eran ellos quienes nos iban a escoger, nos tomarían de la mano para llevarnos a un sitio sobre la gran alfombra. Finalizó diciendo que estuviéramos atentos porque ese día iniciaríamos un viaje maravilloso y tal vez algunos no querríamos regresar. Esto no pude entenderlo y me dio un poco de miedo.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí. Solo sé que no me quedé abajo como la mayoría. Me encaramé porque vi un libro lleno de colores, lo seguí hasta un rincón y en sus páginas se abrió un agujero negro. Pasó una noche tras otra, vinieron días sin sus noches, recorrí madrigueras, hablé con comadrejas y duendes, una niña gigante me enseñó los secretos para cambiar de tamaño, deambulé por jardines con flores parlanchinas, fui a convites con liebres y tortugas, estuve a punto de perder la cabeza. Y cuando pensé volver, se abrieron otros caminos con tantas historias, todas interminables. Me vi en el Templo de las mil puertas, en busca de mi deseo más profundo. Entonces comprendí que nunca encontraría la puerta de regreso a la vieja escuela.

***