La medalla se balancea en el lado izquierdo del pecho. Se agarra con el gancho a la camisa y no se despega de su dueña. Donde quiera que vaya, la estrella de cobre refleja la luz, resalta a la distancia, tintinea suavemente sobre el corazón. Su portadora sobresale entre todos los niños. No puede correr como ellos, no le es permitido gritar, soltar una risotada estrepitosa, como tiene ganas de reír. En clase debe permanecer con los labios cerrados. La insignia la sujeta a la silla, la obliga a no desviarse en el camino a casa. Desde que la destacaron por sus altas calificaciones, a su alrededor siente la presión, la repulsa, el agravio de sus pares. Lleva un estigma con los colores de la bandera. Cuando camina las cinco cuadras hacia la escuela, con su cola de caballo perfecta que se bambolea con aplicación, los vecinos la miran con intriga. Otros la felicitan.
¿Qué hacer con la medalla?, ¿dónde esconderla? ¿Cómo devolverla para ser libre?

Mes tras mes, la medalla se aferra a su pecho, le clava sus puntas luminosas. No puede equivocar las lecciones o abandonar las tareas, el honor la fuerza a enseñar a sus compañeros, de vez en cuando los señala, es su deber delatarlos. ¡Qué bien lee de corrido! ¡Es buena para las matemáticas! ¿Cómo brillan sus zapatos! ¡Es un ejemplo para todos!

Elogio tras elogio le estallan en la cabeza como pedradas, le caen hondo, la punzan, se van sumando a su exclusión, a su exilio en el fondo del patio, a la galleta amarga que saborea mientras los demás se estrellan bajo la lluvia de pelotas y gozan el derecho a la insolencia.

¡Quién lo creyera! Ella, caminando tan erguida, con esa aureola que la apabulla. La excelencia como condena.

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