Fin

Camilo, Marysol, Esperanza y Fausto son hombres y mujeres ya. Todavía recuerdan el olor de la escuela, mientras ven sus muros derribándose por obra de las palas mecánicas que hoy sacuden sus cimientos. Algo de ellos también se derrumba entre los montones de ladrillos y la madera de las ventanas. No es la felicidad, porque la escuela también es una manera de aprender a perder la alegría. Es una canción que quedó atrapada entre los corredores y el patio de recreo.

Todos ellos olvidaron sus nombres y partieron como las golondrinas. Sin embargo, se recuerdan cuando cierran los ojos, estiran los brazos y, en una ronda invisible, se agarran del aire. Entonces pueden tocarse y sentir el olor de la escuela. Poco a poco dejaron de lado las preguntas y las palabras, esas flores que sirven para matar el miedo.

Pablo se dedicó al oficio de recolectar por las calles objetos desechados por la gente, útiles para su arte de componer rompecabezas de sueños y palabras. La cueva, que fue su infancia, quedó deshabitada. Un día se convirtió en colibrí y remontó las nubes para escrutar con su pico la flor de la eternidad.

Isabel nunca existió. Fue sólo el ángel, el hada, la poesía. Ella todo lo hace posible y sin ella no es posible vivir. Existe para los que fue escrita esta historia: para los que tienen un corazón de colibrí.

***

Un día inolvidable

Don Miedo amaneció esa mañana cogido del cuello de Camilo. Este llegó a la escuela con la mamá y todos lo vieron caminar agachado, como si un animal grande se le hubiera acomodado sobre la nuca. El padre llegaría más tarde a hablar con la directora, ya que se encontraba fuera de la ciudad y no podría llegar antes del mediodía. Se preparaba una reunión con todo el curso ya que, para escarmiento de todos, los niños debían ser testigos del castigo ejemplar que se le daría al desobediente.

Camilo no asistió a las primeras clases, pues estuvo preso con su mamá toda la mañana en la oficina de la directora. Una atmósfera rara recorría los corredores. A la hora del recreo el patio era un río caudaloso de chiquillos gritando sin compasión. Desde arriba el conjunto de cabezas parecía un rebaño sin control. En la pileta los peces se zambullían violentamente.

De repente el aire se llenó de un raro perfume. La campana no sonó a la hora acostumbrada, por lo que el recreo se prolongó inexplicablemente. En las paredes comenzaron a aparecer letras negras que se volvieron palabras sueltas.

En el salón todas las cosas empezaron a cambiar de lugar: los pupitres se situaron de manera desacostumbrada; los libros se trastocaron, los cuadernos se confundieron y cambiaron de nombre; en el tablero empezaron a aparecer mensajes de amor, flores y pájaros dibujados en vez de números o de operaciones matemáticas para ser resueltas; la pileta se llenó de peces de colores y una flor apareció colocada sobre el escritorio.

Pero algo más extraño aún estaba sucediendo en la sala de profesores: el genio y los gestos de los maestros se hicieron más dulces; el afán por hablar empezó a cambiar por una actitud de escucha; el profesor de matemáticas por fin pudo decirle a la profesora de español lo que tenía tantos años oculto en el bolsillo del corazón; ella pudo sonreírle de la forma que hace muchos meses quería.

En la oficina de la directora, ella misma comenzó a olvidar el motivo de la reunión. Poco a poco se le acabaron los regaños y las palabras duras que hacían salir lágrimas de los ojos de la mamá de Camilo. De pronto vio sus propias muecas reflejadas en el espejo de los ojos de Camilo, y se encontró sin sentido, fea en sus gestos duros. Y poco a poco se le ablandó el ceño, hasta adquirir una belleza tranquila. Al mismo niño se le aclararon los ojos y ya no tuvo más miedo de la llegada del padre. En ese momento éste se apareció en la puerta de la dirección, pero en vez de una amenaza traía un regalo para su hijo.

En fin, todas las cosas se volvieron patas arriba, de derecha a izquierda, de adentro hacia fuera.

Cuando la campana tocó por fin, para anunciar el fin del recreo, dejó escapar una música que nunca nadie había escuchado. La alegría no cabía en los corredores. Niños y maestros se encontraron en una ronda sin fin y cuando la tarde llegó los vio cogidos de las manos, cantando una canción que una niña les enseñaba.

La niña era ni más ni menos que Isabel y la canción no era otra que la que hablaba de matar el miedo. Fausto y Pablo saltaban en medio de la ronda. La flor continuaba regando su perfume en toda la escuela y aquel día no hubo límites a la felicidad.

Lo que nadie sabía era que aquel día inolvidable quedaría automáticamente borrado de la memoria de todos, porque no se resiste la alegría y la belleza juntas. Los sueños comienzan a borrarse despacio, como la huella de la lluvia en el pavimento cuando crece el sol. Y las únicas transformaciones que perduran y resisten el olvido, son las que nacen del corazón.

***

El plan

Hoy otra vez Fausto se escapó de la casa para venir a verme, y hoy sí lo traje hasta la cueva. Claro que con una condición: que debía tener los ojos cerrados y dejarse conducir por mí, en el momento de llegar y en el de salir. Así puedo estar seguro de que no le dirá a nadie cómo se llega hasta mi casa. Le gustó mucho como la tengo por dentro.

– ¿Y de dónde sacaste todos esos adornos, Pablo? – me dijo muy admirado.

– ¿De dónde crees? De la naturaleza. No pensarás que me los trajo el niño Dios.

Adentro todo está tapizado de un verde muy fuerte. He hecho un trabajo de limpieza y he sembrado enredaderas que cubren las paredes de la cueva. Ya casi no queda un espacio donde las uñas vegetales no se hayan clavado. En el piso he sembrado gramilla y sobre ella he tendido mi cama. La cama la he construido con varios troncos que encontré en los alrededores y algunas tablas que me ha traído Isabel. Encima he puesto muchas hojas que sirven de colchón. Sobre todo esto tiendo mis lindas y calienticas cobijas.

Al lado de la cama, tengo mi banco rojo y una mesita que construí con más troncos y dos tablas. La mesa tiene un mantel hecho de flores y pedazos de tela; tengo un espejo invisible con un marco dorado; el disco de un teléfono; la mitad de un balón y una muñeca cosida con una cuerda de cometa. Sobre la mesa, está Isabel, quiero decir, la flor.

Antes de que Fausto siguiera preguntando, se lo aclaré todo:

– La muñeca es de Isabel, es decir, la niña. Es ella quien me ha traído la flor y casi todo lo demás. Ella viene a verme de vez en cuando y siempre me trae un regalo.

– ¿Pero quién es Isabel?

Es mi mejor amiga. La flor que me regaló es contra el miedo. Isabel recoge palabras lindas y arma rompecabezas con ellas.

– ¿Cómo así? – siguió preguntando Fausto.

Entonces le conté la historia de la muñeca, el peine, el espejo, el teléfono y todo lo demás.

En ese momento vi cómo a Fausto se le iluminaron los ojos que de tan blancos ya no cabían en la cueva y me contó algo, después de hacerme jurar que no se lo diría a nadie más. Se lo juré por todos los pájaros del cielo y, de paso, por Isabel, ya que me hubiera sido difícil escoger qué es lo que yo más quiero en el mundo.

Fue así como me contó la historia de una señora llamada ANA que prometió ir a la escuela para hacer felices a todos los niños, pero que en realidad metió en problemas a Camilo. Con todos los detalles Fausto me narró lo que sucedió en el salón esta mañana y el castigo que seguramente le espera al osado Camilo. De pronto tuve una idea.

– ¿Quieres ayudarme en un plan?

– Claro que sí. – me dijo Fausto muy animado.

Pasamos mucho tiempo poniéndonos de acuerdo y diciendo todas las cosas que se nos ocurrían. La alegría nos recorrió el cuerpo y terminamos saltando de sentirnos tan amigos.

Al final, lo puse nuevamente en el camino y salió corriendo muy afanado, como siempre. Cuando ya iba a desaparecer de mi vista, desde lo lejos, se volvió para gritarme:

– No se te olvide llevar a Isabel, a la flor, la flor contra el miedo. ¡Nos va a hacer mucha falta a todos!

***

Tragedia

Hoy en la clase se formó una tragedia. Empezábamos la clase de matemáticas, cuando el profesor tuvo que salir y le dijo a Camilo que apuntara a los que se portaran mal. Camilo se quedó callado. De pronto se levantó y le dijo al profesor que él ya había renunciado a ese cargo.

La cara del profesor se fue poniendo entre roja y negra. Por un momento no supo qué decir, pero luego se puso a reír a carcajada limpia, mientras decía que ese chiste nunca se lo habían contado. Automáticamente cambió de genio y se puso a gritar, cogió a Camilo de la oreja y lo mandó a barrer el patio de recreo. Pero Camilo, en vez de obedecer, se quedó parado en la puerta del salón. Todos quedamos petrificados en los asientos. Los corazones de todos empezaron a sonar pum pum pum en el silencio.

El profesor, dirigiéndose a todos nosotros, preguntó quién quería apuntar. Casi todos levantamos el brazo, pero enseguida lo bajamos automáticamente, ante la mirada dura que nos echó Camilo desde la puerta.

Entonces el profesor inventó otro método: nos repartió por parejas para que cada uno estuviera pendiente de que el otro no hablara. Si el compañero que le correspondía de pareja hablaba, entonces debíamos decirlo.

El maestro se fue a la oficina de la rectoría y dejó a Camilo parado en la puerta. No sin antes decirle que se preparara para traer a sus padres a hablar con la directora.

Toda la clase se quedó como muda. La técnica resultó ser la mejor. Pero hay algo que no entiendo: si mi compañero habla, entonces yo lo delato. Pero si él, por venganza, dice que yo también hablé, entonces, ¿a quién debe creerle el profesor?

De pronto Camilo entró en el salón y nos habló a todos:

– Si ninguno apunta a nadie, entonces, todos podremos hablar lo que queramos.

– Siiii! – Gritamos todos.

– Pero hay que hacerlo sin que se den cuenta. O sea que debemos hacerlo en voz baja.

– Siiii! -Volvimos a gritar.

– Además -continuó Camilo-, de todas maneras, si hablamos es porque tenemos lengua y porque hablar nos hace felices.

– Siiii! – seguimos gritando.

En ese momento llegó el maestro con la directora y hubiéramos querido enterrarnos vivos. Entre los dos cogieron a Camilo del pelo y lo sacaron del salón. Luego nos echaron un sermón largo sobre la indisciplina y las sanciones que nos esperaban. Camilo ya no aguantó más y, mientras lloraba, empezó a gritar “¡viva la anarquía, viva la anarquía!”

La directora se espantó con esa palabra y corrió a seguir castigando a Camilo, mientras le decía que no podía creer que el niño más inteligente y juicioso de la clase se hubiera transformado en el demonio.

Yo hubiera querido gritar lo mismo que Camilo. Pero me moría de miedo. En ese momento entendí que la señora ANA…ALGO era una cosa peligrosa. Así se lo dije a Fausto cuando salimos del colegio.

– Dizque la señora ANA…ALGO iba a ayudarnos. Yo creo que nos va a meter en muchos problemas.

– ¿Quién es esa señora?

– Ay, Fausto, es que prometí que no se lo contaría a nadie.

– Pero yo soy tu amigo, Marysol. Anda, dímelo.

Entonces le hice prometer que no se lo diría a nadie y lo obligué a jurar por su mamá. Me juró y le dije:

– Es que hay una señora que se llama ANA…ALGO y quiere que todos seamos felices. Cuando ella venga todo será distinto.

¡Ah! – dijo Fausto muy decepcionado y como si no le importara nada el secreto que le había revelado.

– No le veo la gracia ni el misterio a una señora que se llama Ana. Y no entiendo qué es lo que va a hacer para que seamos felices. ¡Como si fuera tan fácil! Si yo hago algo que me hace feliz, por ejemplo, quedarme en la cama hasta medio día y no voy a la escuela, mi felicidad pone muy brava a mi mamá. Si a ella la hace feliz que yo no salga a la calle, su felicidad será mi tristeza. Si todos somos felices haciendo ruido en el salón, nuestra felicidad será cortada por la braveza de los maestros. Entonces, ¿Qué podrá hacer la señora ANA…ALGO para hacernos felices a todos?

Me fui pensando en todo lo que dijo Fausto y creo que tiene razón. Pero ahora sólo pienso en el pobre Camilo. Tal vez lo expulsen de la escuela y, como si fuera poco, seguramente su papá lo va a castigar de una manera terrible. No quisiera estar en su pellejo.

***

Don Miedo y doñas Mentiras

A Fausto le encanta decir mentiras. Para él realmente son sus verdades más apetecibles porque le brotan del alma. La verdad es como una especie de balón usado que todos se pelotean de aquí para allá y que, en realidad, pertenece a todos y a nadie. Sus mentiras son sólo de él y nadie tiene por qué conocerlas.

– Esta mañana la profesora me preguntó cuáles son las clases de pinos que existen en el mundo y yo le respondí muy rápido y en voz alta: son ciento dieciocho pinos. Y le dije sus nombres, sin equivocarme, en 8 minutos y 15 segundos. Por eso me colocó cinco.

– ¡Qué bien mi amor! me gusta que seas inteligente. Me haces feliz. – dijo mamá muy emocionada.

¿No es hermoso mentir para ganarse un beso, o para hacer feliz a mamá, que tantos trabajos pasa? ¿No vale la pena para verla sonreír?

Sus mentiras no hacen daño a nadie. En cambio, ha aprendido que la verdad resulta como un garrotazo en pleno rostro.

– No es cierto, Fausto, -le dijo Marysol-. La verdad es bonita. También nos hace sonreír.

Lo que sucede es que Fausto no ha conocido verdades que lo hagan reír de buena gana. Para él las cosas verdaderas siempre han sido como el acero: el cansancio de mamá, su encierro en el cuarto, la rutina de comer solo la comida que no tiene ganas de calentar y que sabe a manos afanadas. Por eso necesita esas dulces mentiras que lo hacen destornillarse de la risa, esos juegos terribles de morirse de varias maneras y resucitar hecho un trompo feliz.

Fausto cree que la mentira (que para él es verdad porque es su propia manera de imaginar y sentir) es algo que sólo se puede compartir con los chicos, porque los grandes no la aguantan.

-Es al revés. -le dijo Camilo- Los mayores siempre están exigiendo la verdad a los niños. Pero, entre ellos, siempre se dicen mentiras.

Esto puso a pensar seriamente a Fausto. Si esto era cierto, entonces no se sentiría culpable por decir mentiras. Total, no se las estaba inventando por hipocresía sino por miedo.

El miedo, siempre el miedo. El miedo al castigo de papá o mamá; el miedo a que la profesora te ponga una mala nota o te saque a pellizcos de la clase; el miedo a que te dejen solo; el miedo a la oscuridad, a un animal real o imaginario; el miedo a que no te dejen hacer lo que más quieres. Y finalmente, ¿qué es el miedo?

– Es el método para quedar tonto por siempre.

– Es la única manera de lograr que obedezcas todo y nunca sepas por qué.

-Es el método más rápido de fabricar personas sumisas y con sello de garantía.

Don Miedo es un hombre muy viejo, con una estatura enorme que no cabe en ninguna parte del mundo. Por eso debe andar encogido y escondido en el lomo de las montañas que surcan el planeta. Su piel es como un fuelle, pues de tanto crecer ha ido formando pliegues y pliegues. No tiene ojos porque el miedo es ciego e indefenso. Su voz es una mezcla de gritos y susurros de viento. No sabe hablar. Donde encuentra palabras, don Miedo tiene que huir aterrado porque ellas siempre tratan de descubrirlo y acosarlo hasta que acaban con él.

Se alimenta de pesadillas, de cosas sin cabeza, de extraños presentimientos; de lo que piensan los adultos cuando la vida es como una ropa grande que no pueden vestir; de lo que sienten los niños cuando los grandes los aplastan. Por eso don Miedo nunca se preocupa por el alimento; le basta y sobra todo el que rueda por el mundo.

Don Miedo es el amigo preferido de doñas Mentiras. Ellas son unas criaturas traviesas, mitad animal, mitad globo. Con su parte de animal respiran y miran hacia todos lados, en busca de una oportunidad para meterse en la boca de las personas. Con la parte de globo flotan, se alimentan de aire y se hacen ligeras.

Las hay de todos los tamaños y condiciones: pequeñas, gigantes, regordetas, delgadas, flácidas, fuertes. Son transparentes porque deben pasar inadvertidas a los ojos de todos y tienen una consistencia viscosa. Por eso cuando alguien sospecha que está cerca de una Mentira, debe chuzarla con un alfiler y doña Mentira ¡Plaff! se estalla y deja escapar un líquido aceitoso. En ese momento toma un color púrpura y no hay manera de que vuelva a recuperarse.

Doñas Mentiras no son malas por naturaleza. Ellas viven para divertirse y les gusta servir a las personas en el momento en que se les acaban las palabras. Sin embargo, algunos se aprovechan de su inocencia para usarlas de manera malintencionada.

Las más chicas y juguetonas les sirven a los niños y les libran de golpizas y malas palabras. Algunas gigantes viven subidas en las cabezas de ciertos adultos y viajan con ellos como si fueran sus sombreros.

Don Miedo y Doñas Mentiras son buenos amigos y generalmente no pueden vivir el uno sin las otras. Mientras él toma su alimento de niños y adultos, ellas buscan la oportunidad para entrar y colarse en la cabeza.

La escuela está plagada de doñas Mentiras porque allí también vive Don Miedo, arrastrándose con su panzota de kilómetros y kilómetros. No sólo se alimenta feliz de todo lo que sienten los niños. También devora los pensamientos de los maestros que, aunque parecen tan firmes y bien dispuestos, llevan un rosario de pesadillas y vacíos en todo el cuerpo.

***

La pregunta

Hoy Esperanza me lo contó después de rogarle mucho. Me dijo que le prometiera que no se lo diría a nadie y se lo jurara por lo que yo más quiero. Se lo juré por Copo. Me dijo que Camilo ya no quiere ser el mejor de la clase y que va a ver a una señora que se llama ANA…ALGO porque ella ayuda a los niños a ser felices.

– ¿Y esa señora dónde vive?

– No me lo quiso decir. Pero te lo contaré cuando lo sepa.

– ¡Qué bueno! ¿O sea que ahora vamos a hacer lo que queramos?

– ¿Por qué lo dices?

– Porque no hay nada que nos haga a los niños más felices que hacer lo que queremos.

– Ah! Pero ¿Tú crees que los papás nos van a dejar?

– Claro que no. Papá dice que todo lo bueno se debe luchar. Además, puede que esa señora también ayude a los grandes a hacer lo que quieren. Entonces, si todos somos felices, no habrá discusión.

– ¡Claro! ¿Cómo no se me había ocurrido? ¡Qué alegría!

Esperanza se fue alegre y yo me quedé pensando en lo que ella me dijo. Cuando estábamos comiendo le pregunté a todos en la casa si ellos eran felices. Mi pregunta debió ser muy mala porque me miraron con cara de temor y luego, sin haberme respondido, papá me dijo que dejara de ver tanta televisión. Luego vi que mamá tenía una mueca de risa y mi hermano mayor soltó una carcajada.

No me gustó que se rieran de mi pregunta porque yo creo que no era un chiste. De todas maneras creo que los puse a pensar.

***