Hace una semana vi a Pablo cuando venía de la escuela. Iba atravesando el parque, llevaba muchas cosas en las manos y una tula azul. Parecía estar de viaje. Lo llamé y él no quiso mirar. Parece que en la reunión de padres contaron que Pablo se fue de la escuela, porque mamá me dijo que no quería verme más con él.

– Pero si es mi mejor amigo. – le dije.

– Era. Ahora se volvió gamín y no puede ser un buen amigo.

– Lástima. Él me contaba cosas de los pájaros.

– Si sé que te juntas con él, no respondo.

La amenaza me puso triste. Se que Pablo no es malo y quiero seguir hablando con él. Aunque tenga que disfrazarme de algo para ir a buscarlo a la cueva, iré. Aunque mamá me reviente el cuerpo, iré.

Por eso hoy, cogí el almuerzo, lo eché todo dentro de una vasija plástica, lo metí dentro de una bolsa, y lo guardé en la tula de los libros. Después me quité el uniforme, me vestí con una ropa de cuando era pequeño, me puse una cachucha y me fui por el camino que conduce a la cueva.

Cuando llegué a la quebrada, empecé a silbar, así como Pablo me enseñó a silbar, como los turpiales, y él apareció entre las piedras.

– ¿Qué quieres? -me dijo.

– Almorzar contigo.

No me contestó nada. Se vino hacia mí y sonrió. Saqué la vasija, la abrí y se la puse para que comiera.

– Se me olvidaron los cubiertos. Tenemos que comer con la mano.

Pareció no importarle y comenzó a comer como si tuviera mucha hambre. Yo también comía, pero menos, porque de pronto se me quitó el apetito.

– ¿Con quién vives ahora?

– Con nadie. O sí, con Isabel.

– ¿Quién es Isabel?

– Una amiga que conocí y que viene a visitarme.

Aunque no entendí nada, no quise preguntarle más.

– En la reunión de la escuela contaron que fuiste expulsado y todos los papás tienen miedo de que nos juntemos contigo.

– No me expulsaron. Me fui corriendo con mis piernas.

– Es verdad. Fuiste valiente al morder al profesor. Se lo merecía.

Se quedó callado. Terminamos de comer y luego Pablo me preguntó si quería subir con él a los árboles. Le dije que sí quería, pero que tenía que irme ya.

– Lo que pasa es que tienes miedo de que te vean conmigo.

– No es por eso. Es que…está bien, vamos a los árboles.

Fuimos y Pablo me contó más cosas que ha aprendido desde que no va a la escuela: cantos que ha inventado con la música de los pájaros; combinaciones de colores que no había descubierto; sabe cuándo los pichones piden comida y cuándo sólo quieren calor; conoce las variedades de olores entre las flores y las frutas; sabe la hora que es mirando hacia el cielo.

– Todo eso no nos lo han enseñado todavía en la escuela -le dije asombrado.

– Tampoco lo van a enseñar. – me contestó.

De pronto caí en la cuenta que debía ser muy tarde por el color que empezaron a tomar las ramas.

– Dios mío. ¡Se me hizo tarde! -dije mientras saltaba asustado del árbol y casi me parto una pierna. Cogí las cosas y salí corriendo.

– Adios, Fausto, -me gritó Pablo- ojalá no te castiguen por jugar conmigo.

Llegué a la casa muy agitado y por suerte mamá todavía no había vuelto. Me puse a hacer las tareas, pero no podía concentrarme. La desobediencia es como una picazón que te recorre el cuerpo.

Pablo no es malo, pero todos lo ven como si fuera un animal contagioso. ¿Me habré contagiado de algo? ¿Y si mamá lo notara?

No se puede vivir con tantos secretos. Las mamás los leen en los ojos. Voy a tenerlos cerrados cuando ella llegue y no los voy a volver a abrir hasta mañana.

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