¡Cómo no recordar al profesor de geografía! Ese anciano sobrio, camisa almidonada, pantalón de anchos pliegues, ajustado con un cinturón de cuero gastado que ceñía su abultada panza, olor a resina de madera, gafas enormes y gruesas. El ceño fruncido disimulaba mal su dulzura, esa que se le escapaba cuando algo le hurgaba un rincón bien oculto de su ser y que se cuidaba bien de refrenar durante la clase. Cuando ingresaba al salón iba directo al tablero, venía cargado con mapas, saludaba en voz baja y reanudaba el tema interrumpido en la clase anterior, como si entre una clase y otra no hubiera transcurrido más que un momento. Siempre empezaba las clases con la célebre frase de aquel fraile: «Como decíamos ayer…»

Su método de enseñanza consistía en escribir en el tablero con una delicada caligrafía, mientras iba recitando en voz alta, al tiempo que todos debíamos copiar los enunciados y repetirlos después de él. Lo peculiar de su técnica era que todos los textos terminaban en rima, de modo que el coro resonaba en el aula como una melodía. Según él, la memoria preserva todo lo que tenga música. Algo de razón tenía porque, después de tantos años, no lo he olvidado a él ni a sus lecciones:

¿Cómo viajan las estrellas?
¿Qué tan veloces son ellas?

Año luz es la medida
para ingresar a este mundo.
En kilómetros escriban:
Trescientos mil por segundo.

O esta exploración por el mundo submarino:

Bajo el mar un universo
igual a la superficie:
valles, montañas, diversos
jardines, grandes planicies.

No sé si era aquella música, la mano deslizándose sobre la pizarra como si marcara el acorde, el vozarrón sonoro, la mirada dulce del profesor, o era todo eso junto lo que me hacía estar en trance. ¡Qué fácil aprendía las cosas y con qué alegría! Mientras mis compañeros se equivocaban y a menudo entraban en disonancia, yo me divertía cantando y copiando, mientras viajaba a la velocidad de la luz por la superficie de la tierra y por la profundidad de los mares para ver las cordilleras, las mesetas, los bosques, los jardines. No sé cuánto se esforzaba el señor Mantilla por hacer estrofas con todos los temas, seguramente pasaba las noches componiendo sus rimas y al parecer las disfrutaba. Se diría que se había equivocado de asignatura y estaría más cómodo dando clases de romances y sonetos. De cuando en vez intercalaba la lectura de algún cuento o el fragmento de una novela para ilustrarnos sobre algún hecho o accidente geográfico. Nos leyó varios apartes de Viaje al centro de la tierra y Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne. Cuando nos hablaba de Asia y de Oceanía cerraba los ojos y más que recordar, viajaba por el mundo entero.

¡Ah! Tampoco olvido el día del examen oral, cuando en medio del silencio y la expectativa de todos, el maestro se paró de espaldas al tablero, lista en mano, para tomarnos la lección, uno a uno, a voz en cuello. Iba diciendo nuestros apellidos y a su llamado debíamos ponernos de pie, manos atrás, cabeza en alto, para completar la frase que nos correspondía. Quizá yo era el único que estaba tranquilo. Sabía de memoria sus versos, es decir, sus enseñanzas. Ya habían repasado los planetas, las líneas fronterizas, los volcanes, los ríos y cuando se aproximaban los mares y océanos, no pude evitar una sonrisa. Era mi tema, mis profundidades, mis estrofas favoritas, mi fortuna. Cuando pronunció mi apellido me levanté a toda prisa y afiné la voz. Tal vez la fatiga lo llevó a decir:

Un universo bajo el mar…

Había alterado el inicio que yo sabía de memoria y tuve que solucionar a la velocidad de la luz. Pasé por alto esta primera línea y completé las otras con los ojos cerrados, guiándome más por la música que por el contenido:

…igual a la superficie:
valles, montañas, plantíos,
jardines, grandes planicies,
bellas mesetas y…

Todo quedó en silencio. Los ojos del señor Mantilla se clavaron en los míos. Debía mantener la música y cerrar la estrofa:

bellas mesetas y… ¡ríos!

El entrecejo del profesor se contrajo, noté una extraña mezcla entre molestia y agrado. Lo miré fijamente, sin pestañear. Sacó su lápiz rojo y vi cuando rayaba su libreta de notas con desgano para luego decirme: «¡Se raja en geografía, aprueba en poesía!»

Es posible que ninguno de mis compañeros comprendiera lo que acababa de pasar. Me senté con gran abatimiento. Él se dirigió a toda la clase para enfatizar mi error, pues eran imposibles los ríos bajo los mares o los océanos. El bochorno no terminó con mi pasión por la geografía. Cuánto daría hoy por revivir al profesor Mantilla, hablarle de las corrientes sumergidas y cantarle un largo poema sobre los ríos submarinos.

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