Mi hermano Fercho es locutor de radio. Era. Desde muy pequeño tiene los ojos estirados y muy brillantes, como si mirara por el rabillo las cosas que pasan por su lado, como si viera más allá eso que los demás no alcanzamos a percibir. Él es dos años mayor que yo. Era. Siendo niños estaba siempre desordenando la casa para improvisar escenarios de películas, echando mano de almohadas, mesas y sillas, armando telones con las cobijas. Traía la escalera de madera y en el cuadrado que se forma entre paso y paso sacaba su cabeza por el hueco, simulando una pantalla de televisión, inventaba noticias, narraba partidos de fútbol que solo él estaba viendo. Cantaba, hacía chistes, presentaba dramas, utilizaba cualquier vaso o botella a modo de micrófono. Cuando requería otros personajes, yo era la actriz principal de la serie que estaba ingeniando. Sus fantasías le valían regaños, chancletazos y severos castigos de mamá. Él parecía no afectarse por eso. Con risas y besos desarmaba fácilmente cualquier reproche. Era intrépido y tenía la magia de transformar lo dañino en gracioso, lo amargo en sorprendente.

Pero en la escuela mi hermano era otro. Allí el escenario era hostil y opaco. Sus artes de improvisación no tenían lugar y, por el contrario, Fercho estaba siempre callado, relegado en un rincón. Odiaba las tareas y era el peor de su clase. Yo, la niña brillante, día a día me tragaba los maltratos y epítetos que lo sepultaban: «¡Bruto! ¡Inútil! ¡Tonto! ¡Pendejo!» Los maestros casi le arrancaban las orejas, sin motivo aparente, le ponían el gorro del tonto. Sufría con él en silencio. Aunque no me lo pedía, yo siempre ocultaba en casa lo que sucedía en el colegio. No quería que sobre él cayeran más maldiciones. Pero un día fue inevitable. Un profesor le estampó un sello en la frente que decía: «No hice la tarea». Él no se dio cuenta de la gravedad. En el recorrido a casa intenté borrárselo, inútilmente. Así, marcado como una res, llegó Fercho a casa, con una sonrisa que se le fue con los golpes de papá.

Nada de esto le cortaba las alas. Enseguida volvía a su pasión, ideando libretos, experimentando con luces y escenarios, narrando otro gol. A medida que crecía volaba más alto su imaginación, resonaba su voz, su talento. Me entusiasmaba ser su cómplice, lo admiraba, lo seguía, lo acompañaba en sus viajes de aventuras. A veces temía que nada de esto tuviera un final feliz. Tiempo después, cuando perdió dos años escolares seguidos, fuimos compañeros de curso y nuevamente, sin que me lo pidiera, empecé a defenderlo ante los profesores, le ayudaba con las tareas, le explicaba las lecciones.

Amaba sus sueños y lo amaba a él sobre todas las cosas. Así, entre secretos y complicidades, nos hicimos mayores. Tan pronto como pudo escapar de sus ataduras, Fercho se hizo locutor de radio. No he visto a alguien más feliz con lo que hace. Ahora veo su retrato frente a mi cama. Me mira, me invita a sus travesuras. Quiere que siga siendo su compinche, su aliada. Entonces me incorporo, me paro sobre la cama, repito sus gestos, aplaudo su tesón, su insolencia, improviso un micrófono y le canto toda la falta que me hace.

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