El nacimiento
Lucero, mi gata estrella, ha empezado a gemir como si anunciara una desgracia. Va y viene tocándolo todo con su cola gris, me persigue incansablemente. Le sobo su barriga y ella hace el intento de arañarme, como diciéndome no, no me toque.
Ni Humberto ni Alicia se encuentran aquí, los grandes se han ido a las reuniones que organizan para buscar soluciones a la situación de las familias y yo no sé qué hacer con la desesperación de mi gata
Me impacienta su angustia y de pronto pienso que está asustada porque aún no sabe ser mamá y quiere que yo se lo enseñe. Pero no puedo ayudarle en nada. Qué hago mientras los demás niños juegan a la guerra y una señora gorda les dice que silencio, que no armen alboroto, que la gente no se mata así como así.
Lo único que se me ocurre es alzar a Lucero y llevarla para el potrero que queda atrás de la escuela. La pongo sobre el pasto húmedo y con olor a verde fresco. Me arrodillo junto a ella, la acuesto entre mis rodillas y espero. Lucero se tranquiliza. Parece decir ya estamos solos. ¿Cómo se hace, cómo se hace para nacer?
Tal vez todo consiste en tener ganas de salir a la luz. Así se ganan fuerzas para empujar. Si no se quiere salir, no hay manera de que un día podamos ver el sol. Hay que empujar con fuerza, arañar todo el camino, mantener los ojos apretados para no ver los obstáculos y de ese modo no sentir la tentación de devolverse cuando la luz nos hiera la mirada.
Hay que empujar con fuerza, aunque duela el dolor, aunque mamá tenga ganas de morirse antes de conocer nuestro rostro. Ella también ayuda con su fuerza, quiere lanzarnos cuanto antes al mundo. Nos dice adelante, ya no hay regreso.
Mis rodillas se llenan de sangre. Esta sangre no me asusta. Veo la cabecita que sale como por una ventana y rápidamente se va transformando en un gato perfecto, chiquito, húmedo, gris como las nubes cuando está a punto de llover.
No sé si cogerlo o no, si besarlo o no. Tiene los ojos cerrados y da tumbos en el suelo. Nuevamente otra cabeza se asoma, es blanca como un copo de algodón, cuatro paticas con manchas negras, camina tembloroso, tropieza. Un trotecito de alegría me golpea en el pecho.
Ahí viene el tercero. Lucero maúlla más fuerte, no logra que salga, se resiste a ver la luz. Intento ayudarle, pero se me resbala entre los dedos, lo siento caliente, palpitante como un corazón desnudo. Cuando sale por fin, veo que no puede levantarse. Es más chico que los otros y no tiene fuerzas para enfrentar el mundo.
Lo tomo entre mis manos y se queda quieto. Está calientito, pero no le veo ganas de vivir. Recuerdo a la Luz del Limonar.
– ¡Vamos, aguanta, anda! Vamos, Lucero, ayúdame, ayúdame a salvarlo, no puede morirse ¡yo no quiero, no quiero ver morir a nadie más! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Se muere! ¡Se muere!!
Grito, grito fuerte, llamo para que vengan a ayudarme.
Entonces llega la señora gorda muy agitada, me quita el gatico de las manos y me dice que no es para tanto el escándalo, niño, por Dios, que casi me mata del susto. Detrás vienen todos los niños, llegan corriendo, gritan, hacen un círculo alrededor de Lucero y sus crías. Todos quieren tocar los gaticos, saltan, arman una fiesta.
– De todos modos, si se muere es natural. No todos los hijos se crían -dice la señora.
Aprieto los labios para que no me salgan las lágrimas, miro hacia el cielo y entonces veo que todas las estrellas han contemplado el nacimiento, les hablo con el pensamiento, les ruego que me ayuden a salvar a su hijo, que es el hijo de Lucero.
La mujer pone al gato junto a la barriga de la gata, ella lo envuelve con sus patas, lo calienta, lo lame. Veo que el gatico responde a las caricias. Un niño llega con una manta para que envuelva a los protagonistas. Los llevo para adentro de la escuela, me paso un buen rato con Lucero y sus hijos. Soy el niño más feliz de la tierra.
De pronto escucho los gritos de Alicia que viene hacia mí:
– ¡Ha hablado! ¡Ha hablado!
– ¡El mudo ha hablado! –gritan y corretean los niños detrás de Alicia. Veo que detrás viene Humberto.
En ese momento me doy cuenta de lo que me ha pasado.
– Alicia… –escucho mi propia voz que me parece extraña- ¡Alicia, Humberto, nacieron tres!
Ellos me abrazan.
Estoy hablando ¡hablando! ¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta antes?
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