El nacimiento

Lucero, mi gata estrella, ha empezado a gemir como si anunciara una desgracia. Va y viene tocándolo todo con su cola gris, me persigue incansablemente. Le sobo su barriga y ella hace el intento de arañarme, como diciéndome no, no me toque.

Ni Humberto ni Alicia se encuentran aquí, los grandes se han ido a las reuniones que organizan para buscar soluciones a la situación de las familias y yo no sé qué hacer con la desesperación de mi gata

Me impacienta su angustia y de pronto pienso que está asustada porque aún no sabe ser mamá y quiere que yo se lo enseñe. Pero no puedo ayudarle en nada. Qué hago mientras los demás niños juegan a la guerra y una señora gorda les dice que silencio, que no armen alboroto, que la gente no se mata así como así.

Lo único que se me ocurre es alzar a Lucero y llevarla para el potrero que queda atrás de la escuela. La pongo sobre el pasto húmedo y con olor a verde fresco. Me arrodillo junto a ella, la acuesto entre mis rodillas y espero. Lucero se tranquiliza. Parece decir ya estamos solos. ¿Cómo se hace, cómo se hace para nacer?

Tal vez todo consiste en tener ganas de salir a la luz. Así se ganan fuerzas para empujar. Si no se quiere salir, no hay manera de que un día podamos ver el sol. Hay que empujar con fuerza, arañar todo el camino, mantener los ojos apretados para no ver los obstáculos y de ese modo no sentir la tentación de devolverse cuando la luz nos hiera la mirada.

Hay que empujar con fuerza, aunque duela el dolor, aunque mamá tenga ganas de morirse antes de conocer nuestro rostro. Ella también ayuda con su fuerza, quiere lanzarnos cuanto antes al mundo. Nos dice adelante, ya no hay regreso.

Mis rodillas se llenan de sangre. Esta sangre no me asusta. Veo la cabecita que sale como por una ventana y rápidamente se va transformando en un gato perfecto, chiquito, húmedo, gris como las nubes cuando está a punto de llover.

No sé si cogerlo o no, si besarlo o no. Tiene los ojos cerrados y da tumbos en el suelo. Nuevamente otra cabeza se asoma, es blanca como un copo de algodón, cuatro paticas con manchas negras, camina tembloroso, tropieza. Un trotecito de alegría me golpea en el pecho.

Ahí viene el tercero. Lucero maúlla más fuerte, no logra que salga, se resiste a ver la luz. Intento ayudarle, pero se me resbala entre los dedos, lo siento caliente, palpitante como un corazón desnudo. Cuando sale por fin, veo que no puede levantarse. Es más chico que los otros y no tiene fuerzas para enfrentar el mundo.

Lo tomo entre mis manos y se queda quieto. Está calientito, pero no le veo ganas de vivir. Recuerdo a la Luz del Limonar.

– ¡Vamos, aguanta, anda! Vamos, Lucero, ayúdame, ayúdame a salvarlo, no puede morirse ¡yo no quiero, no quiero ver morir a nadie más! ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Se muere! ¡Se muere!!

Grito, grito fuerte, llamo para que vengan a ayudarme.

Entonces llega la señora gorda muy agitada, me quita el gatico de las manos y me dice que no es para tanto el escándalo, niño, por Dios, que casi me mata del susto. Detrás vienen todos los niños, llegan corriendo, gritan, hacen un círculo alrededor de Lucero y sus crías. Todos quieren tocar los gaticos, saltan, arman una fiesta.

– De todos modos, si se muere es natural. No todos los hijos se crían -dice la señora.

Aprieto los labios para que no me salgan las lágrimas, miro hacia el cielo y entonces veo que todas las estrellas han contemplado el nacimiento, les hablo con el pensamiento, les ruego que me ayuden a salvar a su hijo, que es el hijo de Lucero.

La mujer pone al gato junto a la barriga de la gata, ella lo envuelve con sus patas, lo calienta, lo lame. Veo que el gatico responde a las caricias. Un niño llega con una manta para que envuelva a los protagonistas. Los llevo para adentro de la escuela, me paso un buen rato con Lucero y sus hijos. Soy el niño más feliz de la tierra.

De pronto escucho los gritos de Alicia que viene hacia mí:

– ¡Ha hablado! ¡Ha hablado!

– ¡El mudo ha hablado! –gritan y corretean los niños detrás de Alicia. Veo que detrás viene Humberto.

En ese momento me doy cuenta de lo que me ha pasado.

– Alicia… –escucho mi propia voz que me parece extraña- ¡Alicia, Humberto, nacieron tres!

Ellos me abrazan.

Estoy hablando ¡hablando! ¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta antes?

***

Felicidad y Tristeza

“Mujer en la playa” de Edvard Munch (1896)

Un día estaba la Felicidad sentada a la mesa, saboreando los mejores platos sobre los más finos manteles. Tenía el estómago repleto pero la comida estaba tan rica que seguía comiendo y comiendo sin control porque, según pensaba, no se debe despreciar un rico sabor ni un rico olor y siempre para ellos debe haber un lugar en el cuerpo.

Felicidad se regocijaba tanto que no pudo advertir la presencia de Tristeza que, bastón en mano, la miraba con sus ojos llorosos y hondos como las profundidades del mar. Ni una palabra salía de sus labios porque ni el más poderoso sonido puede expresar todo lo que su rostro refleja.

Entre eructo y eructo, Felicidad terminó su comilona y finalmente pudo levantar los ojos del plato. Se dio cuenta, entonces, que habían transcurrido varias horas desde el momento en que su compañera comenzó a observarla.

– Hola, Tristeza -dijo finalmente Felicidad-; ¿qué te trae por estos lados?

En sus ojos no había la más mínima huella de pesar.

– Vine a observar la manera como te sacias el corazón – respondió Tristeza haciendo una mueca de resignación y exhalando al final un suspiro.

– Te equivocas. No me sacio el corazón. Sólo una parte del estómago.

– ¿Una parte del estómago?

-Si. La otra parte no se llena de comida sino de satisfacción por la comida.

Y en cuanto al corazón, es un poco exigente, hay que buscarle otro tipo de alimento

Se escarbaba los dientes de una manera grotesca y estridente. Tristeza no salía de su asombro.

– Así que otro tipo de alimento… Dime cuál es. Tal vez pueda conseguirlo para dárselo al mío que no deja de llorar.

– Aunque te lo dijera no podrías conseguirlo. Es tu vacío fundamental, Tristeza.

– Vengo a proponerte un trato: cambiar por una hora nuestros nombres y nuestras esencias. Quiero ver qué se experimenta al llamarse Felicidad, saber cómo se siente en todo el cuerpo.

– Es inútil tristeza. Yo no quiero ser como tú. Debe ser muy triste…

– No seas egoísta. Tal vez tú puedas disfrutar el hecho de estar en mi cuerpo.

– ¿Qué me das a cambio?

– Todo el llanto del mundo.

– Es demasiado poco. Yo qué haría con tantas lágrimas.

– Podrías ser dueña de todos los mares del mundo.

– Está bien. Voy a hacerlo a cambio de las mareas, de las lluvias, de las nevadas y de todo el cuerpo líquido que viaja en el mundo.

– El trato está hecho.

Y sin decir otra palabra, Felicidad y Tristeza se dieron la mano, empezaron a girar en círculos en la dirección de las manecillas del reloj, cada vez a mayor velocidad, hasta que se confundieron en una figura plana y alargada. Entonces lentamente volvieron a disminuir la prisa de sus giros hasta quedar convertidas de nuevo en dos figuras independientes.

Felicidad -que era realmente Tristeza- daba saltos, danzaba, gesticulaba, corría, iba a uno y a otro lado, no queriendo creer el placer que experimentaba.

Tristeza –en realidad Felicidad- bajó sus brazos y se clavó como un árbol en el piso. Su rostro se tornó apesadumbrado. El reciente resplandor de sus ojos se transformó en tinieblas.

La misma escena se prolongó por 59 minutos y 10 segundos hasta que Felicidad miró el reloj y se dio cuenta que se avecinaba el final. Entonces preguntó a Tristeza:

– ¿Para qué querías ser dueña de las mareas, las lluvias, las nevadas y todo el cuerpo líquido del mundo si no has dado un paso para ejercer tu dominio?

– No me importan las mareas, las lluvias ni las nevadas. Sólo quiero morirme.

Entonces Felicidad puso la solución:

– Si eso es lo que quieres, yo misma te ayudaré a cumplir con tu deseo.

– ¿Prefieres una muerte dulce?

– La muerte es todo lo que quiero. No importa su color o su sabor.

– Entonces cierra los ojos.

Felicidad se dispuso a cumplir con el deseo de Tristeza, que en realidad era su propio deseo. Sacó una cuerda del bolsillo y la ató al cuello de su enemiga. Apretó y apretó y cuando estaba a punto de imprimir a sus manos la fuerza definitiva, su reloj indicó que la hora del cambio había finalizado.

Entonces pudo verse a Felicidad – la verdadera- forcejeando con Tristeza, tratando de defenderse de un asesinato inminente. Pero al tiempo que ésta atacaba y Felicidad se defendía, igualmente podía observarse a la última tratando de matar a aquella y en ese combate estuvieron trabadas por largas horas.

Finalmente nadie pudo matar a nadie porque la fuerza de cada una era directamente proporcional a la fuerza de la otra y cuando una amenazaba con morirse su compañera también parecía desfallecer.

Cansadas de su estéril lucha, resolvieron separarse para siempre, no volver a encontrarse nunca más, no hacer ningún tipo de pactos y no intentar destruirse entre sí.

Yo contemplé toda la escena y puedo dar fe de lo que sigue: Felicidad y Tristeza creyeron intercambiar sus cuerpos, pero en realidad no lo lograron. Su transformación se debió al infinito valor que le concedieron a las palabras. Cada una creyó sentir lo que su nombre le dictaba. Finalmente, transcurrida la hora que duró el pacto, imaginaron nuevamente el cambio de nombre y de cuerpo y volvieron cada una a representar su inmortal papel. Ciegas, trabadas en su infructuoso combate, nunca se dieron cuenta de que su esencia es la misma y que cada una contiene a la otra en una potencia infinita hasta el fin de la humanidad.

Mientras la monjita del albergue me contaba la historia, iba haciendo los gestos de Felicidad y de Tristeza. Cuando terminó me miró fijamente a los ojos y me repitió varias veces la última frase: cada una contiene a la otra en una potencia infinita hasta el fin de la humanidad, como para que yo me la aprendiera de memoria y no la olvidara nunca.

Creo que no la olvidaré, gracias al color de sus ojos -azul turquesa- bañándome con el mar de su mirada.

***

El final de los cuentos

Los que vinieron con nosotros en el bus eran periodistas y gente dispuesta a colaborar consiguiéndonos un albergue. Eso lo supe después de que nos trajeron a esta escuela donde nos vamos a quedar por algunos días. Estamos en la época de las vacaciones y debemos irnos antes de que empiecen las clases.

En los ojos de los grandes se ve que todavía no saben qué hacer ni para dónde ir. Los veo moverse de un lado para el otro, atender a los hijos con una prisa en las manos, con una manera de gritar que habla de su preocupación. Me quedo mirándolos para adivinar qué piensan. Cuando dicen que todo va a estar bien, yo no les creo. Se nota que lo dicen por decir, sólo para que los niños no vayan a llorar.

Nos han distribuido en todos los salones de la escuela. Nos acostamos en colchonetas y antes de quedarme dormido me pongo a mirar el tablero que tengo en frente, en donde alguien ha pintado una casa con unos árboles.

A veces en mis sueños entro en esa casa y puedo ver todos los muebles que tiene, corro por el patio, salto de felicidad, voy a ponerme a jugar cuando me acuerdo que no está Lucero conmigo, la busco por todos los rincones y siempre me despierto para poder encontrarla.

Lucero, yo quiero un sitio para que tengas tus hijos, donde al fin podamos ser felices como en el final de los cuentos en el que las princesas y los príncipes, después de vencer a las brujas malas y a los ogros devoradores de niños, pueden mirarse a los ojos y suspirar.

Aunque, pensándolo bien, los cuentos siempre terminan cuando comienza la felicidad y por eso no se sabe nunca lo que pasó después: y fueron felices y comieron perdices… ¿Por qué deben morir las perdices para hacer posible la felicidad?

Bueno, Lucero, tal vez lo que necesitamos es que las cosas sigan su cauce normal –así se lo escucho decir a Humberto-. Me imagino que la vida no puede ser siempre como un río turbulento, ni tampoco como un riachuelo seco, sino que debe llegar un momento en que tenga el agua necesaria para seguir su cauce normal. Tal vez eso es lo que necesitamos, Lucero de mi corazón.

***

La llegada

“La Ciudad. Fe en la máquina” de Fernand Leger Francia, 1919

El día que amanecimos en la casa cural, el padre se reunió con los grandes para decirles que estaba consiguiendo ayuda para que un bus nos llevara a la ciudad. Debíamos quedarnos allí hasta tener la confirmación. De todos modos, le decían Humberto y don Esteban a los demás, no tenemos nada que perder y sí mucho que ganar.

Me alegré mucho porque esa mañana podía seguir escuchando las historias de la monjita y, además, porque Lucero podía tomar leche y comer carne hasta hartarse. Llegó la noche y cuando los grandes estaban a punto de perder la esperanza de que nos llevaran a nuestro destino, apareció un bus grande, pintado con rayas verdes y blancas.

Aquí vamos, sacudiéndonos con las curvas del camino, casi todos están dormidos, menos Humberto que se ha dedicado a vigilar las montañas que van apareciendo a lado y lado del camino, como fantasmas en la noche.

Dicen que cuando amanezca ya estaremos en la ciudad. Por la ventanilla del bus sigo mirando para arriba y veo que las estrellas viajan conmigo. Menos mal. Yo sabía que no me iban a abandonar. No debo perderlas de vista. Tengo miedo de cerrar los ojos y que al abrirlos ya no estén.

– Duerma, muchacho, duerma, todo está bien, todo va a estar bien.

Humberto me rodea con su brazo y pone mi cabeza sobre su pecho. Su voz me da consuelo, pero no quiero dormir, no quiero dormir…

– Hijo ¿para dónde va?

– Para la ciudad mamá, la misma que usted me pintó. Es más bonita de lo que parece. Mire todas esas luces, parecen estrellas, pero son las luces de las casas que forman una escalera sobre las montañas. Allá voy a vivir con Humberto y Alicia, ¿usted va con nosotros, ¿verdad?

Ella no me responde nada y se pone a bailar sobre el montón de maletas de la gente. Ahora recuerdo que es la primera vez que la veo bailar y entonces aplaudo con fuerza, ella se ríe y baila con más ganas, yo también quiero bailar, me levanto pero un gran peso me impide levantar los píes, es como si tuviera las piernas rellenas de arena.

Las curvas me hacen pegar un salto. El sol me hiere los ojos. Veo que tengo las manos vacías. ¿Dónde puede estar Lucero?

– Tranquilo, usted se durmió y yo me hice cargo de ella. Ya llegamos a la ciudad.

Alicia me habla desde su asiento. ¡Ah, menos mal! Hago un gesto y sonrío.

– Este niño defiende su gata como si se tratara de su propia madre. ¡Pobrecito!

Alguien lo dice en voz baja como queriendo que yo no lo escuche. No logro saber quién fue. Yo lo oigo y lo grabo todo, lo cuento todo sin hablar. Hay gente extraña en el bus. Algunos se mueven por todos los asientos. Hacen preguntas, hablan, explican. Tienen en sus manos libretas en las que van escribiendo todo lo que escuchan.

Veo que estamos en la ciudad porque aparecen calles, calles y calles. Las montañas y los árboles se han quedado atrás. Miro hacia el cielo y otra vez los rayos del sol me fulminan. Las estrellas deben tener miedo al sol. Mucho miedo. Tanto como el de los niños a los grandes.

La ciudad me sabe a yerbas destripadas, a purgante que me entra por la nariz y la boca, a sopa de harina caliente; me duele como un pellizco en el brazo, como un tirón de orejas con odio, como cincuenta maestras gritándome que repita la plana. No puedo resistir el ruido de los pitos que van saliéndonos al paso, quiero gritar que no, pero no puedo. Siento en el pecho un animalito que camina en dirección a mi estómago.

– ¡El niño! ¡El niño se va a desmayar! ¡Está blanco como una pared! ¡Cuidado, va a vomitar!!

Escucho lo que dicen como dentro de un túnel. Blanco como una pared… ¿De dónde sacarían que las paredes no pueden estar llenas de colores?

***

El niño y el viento

Había una vez un niño que barría el viento. Barría a contracorriente, como si nada pudiera importarle el frío de acero que agitaba el ser invisible sobre su cara roja y sucia. Las hojas de los árboles hacían una ronda a su alrededor, la tierra le lastimaba los ojos y el niño en su oficio parecía bailar, pues el peso de la escoba y la furia del viento lo sacudían, imponiéndole giros inesperados y algunas veces rítmicos. A quién podía importarle el juego inútil de un chiquillo desa¬fiando al viento.

-¡Qué estúpido! – le gritaban los adolescentes que se dirigían al colegio.

-¡Pobre tonto! No tendrá madre que lo obligue a hacer algo útil en la vida -comentaban las señoras que pasaban por la acera.

Tenía ocho años pero aparentaba seis. Raquítico, de tez amarilla, demasiado bajo para su edad. Sólo una cosa en él daba la impresión de tener muchos años: su mirada, al mismo tiempo aguda y perdida.

El insólito oficio lograba divertirlo. Lo repetía casi todas las mañanas, a la misma hora, y después iba hacia el parque pateando una bola de hojas que ataba con hilos, y que luego lanzaba contra las ramas de los árboles, en busca del vuelo de pájaros perezosos.

Nadie supo qué hacía su madre, cómo se tragaba las lágrimas, ni cómo lo golpeaba en la noche, después de buscarlo en las calles vecinas. Su madre, como una pluma a punto de quebrarse, como una sombra de la noche que nadie esperaba. Salvo él, pequeño niño que no encontraba cómo complacerla, y la lloraba en silencio todas las madrugadas, al sentirla cerrar la puerta para correr a colgarse en un bus, que la llevaría hacia un lugar inalcanzable.

Aquella mañana el chiquillo de la historia fue directamente al parque, aunque con un miedo grande, como de adulto. Trepó despacio, escaló rama a rama el árbol más alto. Cuando estuvo junto a los nidos más oscuros, en el lugar donde más indefensa palpita la vida, se acomodó con las piernas en tijera y pudo sentir con patetismo la fuerza del viento. Entonces pudo hablarle con sus pensamientos:

– Qué tal, viento terrible, manos frías, qué tal si ahora me muestras un poquito de amor. Ahora que no puedo luchar contigo, que me pongo en tus brazos, arrúllame, cántame, llévame a un lugar donde pueda ser grande ya, donde mire sin miedo los ojos de mi madre.

Habló con unas palabras robadas de los cuentos, las repitió muchas veces, incontables veces, lo dijo como una oración, como un canto, y se quedó dormido en los brazos de las ramas.

Cuando despertó, se encontraba en un sitio grande, en medio de un viejo olor a remedios, donde unas señoras blancas, que eran como palomas, iban y venían con mucha prisa. Intentó mover las manos y se dio cuenta que estaban presas entre cartones blancos. Sintió que eran grandes, muy grandes y gruesas, tanto que no podía moverlas. Y sus pies, qué extraño tenerlos tan pegados y lejanos. Tampoco pudo moverlos, era como si su cuerpo fuera ajeno de pronto.

Recordó entonces su oración al viento y sonrió. Seguramente estaba en este lugar para aprender a manejar un cuerpo de adulto. Pero no resultaba muy agradable ser grande, pues todo el cuerpo dolía y para moverse tenía que hacer mucho esfuerzo.

Un día comenzaron las clases en las que le enseñarían nuevamente a caminar. Todas las mañanas una señora blanca, por un corredor de piso brillante y con olor a lavanda, lo hacía levantarse y lo ejercitaba en mover las piernas: lo tomaba por la cintura, le indicaba cómo adelantar la derecha y luego la izquierda, cómo dar la vuelta para regresar al cuarto y luego sentarse al borde de la cama.

Aprendió más rápido de lo esperado. Tal vez si mamá lo hubiera visto, habría sido feliz. Pensaba el chico, mientras miraba por la ventana las decenas de visitantes que llenaban los pasillos. Personas que llegaban presurosas, cargadas de comida y ropa limpia. Un señor de edad avanzada se quedó mirándolo, se acercó y le dio una manzana. El niño la tomó sin decirle nada y la mordió casi mecánicamente. El sólo quería que llegara ella, la de los ojos húmedos, a llevárselo a casa.

En ese lugar conoció muchos niños que cargaban a la madre dentro de una bolsa plástica y la enseñaban a todo el mundo: Mira a mi mamá, es linda ¿verdad? Y luego se iban por el corredor, batiendo rápidamente sus brazos sobre las ruedas de una silla en la que vivían sentados, como en un trono. Y también conoció a otros que nunca hablaban de la madre, preferían sonreír tímidamente y decir dame un caramelo, para no responder a las preguntas.

Como la pequeña Francy, siempre encaramada en su trono, con unas piernas tan cortas que parecían retoños y que no servían para nada. Salvo para decir: estas son las piernas y se usan para caminar. Pero esta niña tenía unos ojos grandes, y en vez de pestañas, llevaba en los párpados alas de mariposa. Cada semana su mamá tenía un nuevo nombre, que ella inventaba, y un nuevo rostro. Pero Francy era extrañamente feliz. Su existencia era como la esperanza que no muere, la posibilidad de que algún día algo pudiera justificar su existencia.

El chiquillo de la historia y la pequeña mariposa triste se hicieron grandes amigos. Se encantaban contándose cosas sobre hechos o personas inexistentes, jugaban a cazar estrellas en los charcos del patio, a competir por el mayor número de empaques de caramelos que recogieran en la visita de la tarde.

Pasaron varios meses y el niño fue solicitado por unas señoras grises. Ellas le contaron que iban a llevarlo a otra casa grande, en donde viviría por un tiempo. El se dejó llevar, mansamente, sin preguntar nada. Algo le decía que eran inútiles las pataletas. Se despidió con el vuelo de sus manos de la niña de ojos de mariposa, y algo como salobre se le atravesó en la garganta, cuando miró por última vez la puerta gigante del sitio donde había aprendido a caminar por segunda vez.

En la nueva casa todo era más oscuro. Desde su llegada hubo oficios, tareas y algunos juegos repetidos que, al poco tiempo, parecían tormentos. El horario para dormir, para comer, y los castigos que no faltaban. A él lo mandaban al patio, a recoger todas las hojas que el viento arrancaba a los árboles y que caían como una lluvia interminable. Allí pasaba muchas horas, pues prefería barrer las hojas, amontonarlas y luego volver a hacerlas volar, para iniciar nuevamente su tarea. En ese lugar recobró otra vez su antigua amistad con el viento.

-Qué quieres, viento? Mándame más hojas ¡quiero más hojas! -gritaba. Y el viento parecía escucharlo, soplaba fuerte, hasta que el chico se llenaba de cansancio y se acostaba bajo el techo de los árboles.

-Este niño va a ser jardinero -comentaban las señoras grises, que lo miraban con ojos de compasión.

Pero un día en el que se dedicaba a su tarea de siempre, el niño trepó a un árbol y ya no volvió nunca a bajar. Las señoras estuvieron toda la tarde, y parte de la noche, dando palazos a las ramas, lo llamaron con todos los nombres que se les ocurrían -porque él jamás les dijo su nombre-, y al otro día fueron a buscarlo por las casas vecinas. Para ese tiempo el niño volaba sobre los tejados, de árbol en árbol visitaba nidos y seguía su pacto con el viento.

Y cuentan que pasados los años, en las noches de luna, se ve la sombra del niño entre las ramas; dicen que en su vuelo se reunió con la mariposa triste que no había podido olvidar, que entre los dos hicieron grandiosos castillos en el aire para tener un lugar donde acunar la felicidad y juntos decidieron adoptar al viento como padre y madre.

La monja me dijo que ella conoció al niño de la historia en uno de los hospicios en los que estuvo trabajando, y que se parecía a mí en la manera como miro hacia el cielo.

Yo quería preguntarle por qué el niño se hizo amigo del viento, cómo es eso de que aprendió a volar y muchas cosas más, pero eran demasiadas preguntas como para que ella pudiera entenderme con señas. Además, el padre vino a decirle que ella estaba para atender a todos los niños y no para dedicarse a uno solo. Entonces tuve que tragarme las preguntas con el agua de panela que nos dieron antes de acostarnos a dormir.

¿Así que uno puede ser amigo del viento?

***

Un alto en el camino

“Paraíso de los gatos” de Remedios Varo, 1955

Cuando llegamos a Aratoca, el pueblo entero se reunió en el parque para mirarnos de cerca como si fuéramos animales extraños. Nos sentamos en los bancos y los otros niños fueron a meter las manos en la fuente que tiene una gran piña en el centro de donde brota agua amarillenta. Humberto y don Esteban fueron a hablar con el cura y las mujeres pidieron permiso en unas casas para preparar el almuerzo.
Aproveché para dejar descansar a Lucero de la cuerda. La puse sobre el pasto y estiraba las patas, pero no se alejaba de mí; me ronroneaba, se sobaba la barriga contra mis piernas.
Al rato vi salir a los hombres y nos indicaron que podíamos ir hacia la casa cural. En la puerta apareció un padre gordo con cara de preocupación y nos hizo entrar en un gran salón que olía a limpio. Allí nos acomodamos con todas las cosas. Los grandes se fueron y nos dejaron a los niños encerrados. Volví a meter a la gata dentro de su bolsa para que no la descubriera el padre ni las monjas que llegaron para ofrecernos pan y leche. Otra vez le di leche a Lucero en mi mano y otra vez me la rechazó. Tengo que hacer algo.
A don Elías las monjas lo llevaron adentro de la casa porque casi no puede caminar. Su hija mongólica se agarró a gritar y a dar zapatazos y las monjas tuvieron que venir a consolarla. Le explicaban que el viejo tenía que descansar, pero ella no escuchaba nada. Daba gritos y se mordía las manos. Al fin se vieron obligadas a llevarla adentro. Los gritos continuaron. Algunos niños se acostaron en el piso y se quedaron dormidos. Si no fuera por Lucero, también me echaría a dormir.
– Oiga niño, descanse como los otros. Más tarde vienen a darle su almuerzo.
Una monjita me pone la mano en el hombro y me habla bajito, para que los otros no se despierten. Con una mueca le digo que no. Entonces se da cuenta del paquete que sostengo sobre mis piernas.
– ¿Qué animal es ese?
Tapo a Lucero con mi cuerpo.
– ¿Un gato? ¡Pobrecito animal Sáquelo de esa bolsa! Mire que se puede ahogar.
Hala la bolsa y deja libre a Lucero. Me quedo mirando los ojos de la monja para descubrir si es mala o buena.
– Debe tener hambre, vamos a darle un poquito de comida.
La monja alza a Lucero, me toma de la mano y me lleva con ella por un corredor hacia la cocina. Allí veo cómo la gata se atraganta de carne y el alma me vuelve al cuerpo. La monja se ríe y me soba la cabeza. Veo en sus ojos que es buena.
– ¡Ay, pobrecito! Es mudo -le dice a otra monja que acaba de entrar-, pero parece que habla con los ojos. Se trajo su gata sabe Dios desde dónde. La pobre está a punto de parir y tenía mucha hambre.
En ese momento nos avisan que llegaron las mujeres con el almuerzo. Alzo a Lucero y nos vamos para el salón. Ahora soy feliz.

***