You must live sin fronteras

San Diego es una ciudad azul, fresca y soleada. Sus freeways nos impactan al ingreso. Las luces de los autos se deslizan a gran velocidad y logran amedrentarnos, transmitiéndonos una sensación de desconcierto y abandono. No deja de ser curioso que estemos haciendo el viaje en sentido contrario al usual. Viajamos desde Arizona, con mucha emoción e improvisación, con un mapa impreso y el trazado de la Interestatal 8, sentido Coronado. Hemos alquilado un carro sin navegador, o GPS. Llevamos una referencia telefónica del primo de Alma, nuestra amiga chihuahuense. Las carreteras están desiertas, bordeamos la bahía y ya estamos perdidos. Entramos y salimos de los highways, nos equivocamos una y otra vez y podríamos seguir extraviados hasta el infinito. Es extraña esta sensación de perderse en la maraña de reflectores de una ciudad desconocida mientras la noche teje sus sombras para enredarnos, el mapa que llevamos pierde su utilidad, no es posible detenerse y nos dejamos envolver por la marea. Los ruidosos autos policiales nos rodean, nos cercan, nos interrogan. La clave para salir del laberinto está en un nombre: José Cruz, quien llega al rescate. Mexicano en su porte y en su jerga, en el abrazo y en esa forma de acogernos como si fuéramos sus amigos de toda la vida, cuando en realidad nos acaba de conocer. «¡Bienvenidos a la frontera!»

La versión más difundida dice que la frontera México ─ Estados Unidos es la más extensa que pueda existir entre un mundo pobre y otro rico. ¿Qué significa esta interpretación simplificada y hasta ofensiva? Solemos hacer inferencias obvias y únicas para explicar realidades que difícilmente se pueden delimitar con precisión. Si prescindimos de la interpretación económica para designar lo que es ser rico o pobre, hallaremos la contradicción o el malestar que implica considerar que los herederos del antiguo Imperio azteca o de la riqueza cultural del pueblo tolteca, los hijos de Cuauhtémoc o de Moctezuma, los dueños de la obra religiosa y política más sólida de Mesoamérica, los grandes creadores de arte y literatura, los poseedores del más exquisito patrimonio culinario de América, puedan ser considerados parte de un mundo pobre. Y qué decir del sentido que puede tener la palabra riqueza cuando se aplica a la cultura norteamericana, como si fuese una sola.

Quienes analizan aquellas realidades fronterizas insisten en el peligro de caer en la trampa de lo binario, lo polar. Si bien las líneas divisorias existen en términos políticos, las dinámicas de esas zonas de intercambio son ricas y complejas, hacen que los límites se desdibujen y se reinventen de manera permanente. Siguiendo las convenciones, hemos de aceptar que el límite internacional entre México y los Estados Unidos puede ser el paso o filtro político y humano más extenso entre dos escenarios con un franco desequilibrio social y económico, en medio de un inocultable continuo cultural. Una frontera puede ser un camino o un puente entre realidades diversas, complementarias, o contrapuestas. Desequilibrio en este caso significa contención e interdependencia. Pero nada de eso impide reconocer que se trata de un solo cuerpo fracturado o de un alma rota que busca su utópica unidad. Esto se refleja en nombres híbridos de ciudades escindidas como Mexicali ─ Calexico.

Arbitrarios, traumáticos y feos son los muros, las líneas, las grietas, las rejas que separan el territorio mexicano del estadounidense, ya sea que se encuentren en la playa de Tijuana, en el desierto de Altar o de Arizona, en el canal de Mexicali, en el Río Bravo, en los puentes de Piedras Negras o de Ciudad Juárez, en las bardas y garitas de Nogales, Nuevo Laredo o El Paso. La línea fronteriza internacional es una afrenta para una vida cultural confluyente, un adefesio para el paisaje, un desatino para el desierto, un horror para la historia del continente, una cicatriz. Recuerda de manera permanente a los mexicanos la obra de sus gobernantes irredimibles, los autores de la larga herida que no para de sangrar.

La casa de José y María, nuestros anfitriones en San Diego, es un tráiler situado en un lote parking para este tipo de viviendas. Allí se encuentran apiñados cientos de remolques, como las pequeñas piezas amontonadas de un juego de mesa, o las pequeñas casas de cincuenta metros cuadrados o menos, de las urbanizaciones «de interés social» bogotanas. Pero estas casas móviles están hechas a la usanza de las residencias norteamericanas, remedos de las casonas típicas de suburbios de la East Coast americana, hechas a escala, como de juguete. Un mínimo antejardín con su casillero postal, un porche, un garaje, atrás un par de metros para el pícnic, una cocina, un comedor y una sala, un baño común, dos habitaciones y la alcoba principal con su baño privado. Nos recibe la pantalla gigante de televisión en el estrecho living y el ladrido de una perra diminuta. José y su familia nos hacen sentir como en casa. María va directo a la cocina para servirnos unos tamales picosos preparados para la navidad. Preguntas de ida y vuelta, mapas y consejos, planes y encargos.

Y es que antes de poder hablar de México o de Estados Unidos, antes de la idea misma de América, en aquellos «lugares de rocas secas» y en los esculpidos acantilados sobre el cálido mar que Magallanes llamara Pacífico, en aquellos desiertos y fértiles valles, ya había una inmensa red de araña, un gigantesco atrapasueños que retenía fantasías y construía realidades, y que desde entonces no para de manifestarse. Se trata de una gran extensión que incluye los desiertos de Sonora, Arizona, Chichuahua y Mojave. Un continuo en el espacio y el tiempo que separa con nombres una misma realidad: Monument Valley, Green Valley, Death Valley o Silicon Valley y que representa un espacio tallado por el viento y los seres humanos, con ciclos en los que se alternan vida y muerte, lo exuberante y lo inhóspito, esplendor y ruina. Es el mundo de la cueva madre de los chichimecas, de la mujer de peinado de mariposa, de los guerreros y jugadores de pelota que aún están representados en petroglifos y pictografías. Aún hoy con el cálido viento se escucha el eco de los pasos de comerciantes que rondaban ciudades de piedra, ya sin nombre. Entre las rocas siguen visibles las huellas de los caminos trazados que conectaban tierras lejanas, los surcos de canales que encausaban el agua entre chaparrales.

Aquellos valles y llanuras siempre han sido zonas de tránsito de riquezas de norte a sur, de sur a norte, cuando no existían ni «el Sur» ni «el Norte». Lugares de paso actual de campesinos y aventureros, de amas de casa devenidas en sirvientas, de mulas traficantes y contrabandistas, de niños y niñas hechos fuerza laboral. Antes fueron rutas de intercambio de piedras verdes y azules, hoy llamadas turquesas, de pipas rituales, tejidos y cerámicas, finos y mágicos ornamentos, aves de plumaje vistoso. Bellas y tristes leyendas y fantasías persisten estampadas en cascabeles de cobre o en cerámicas policromas. Con ellas se guardó la memoria de aventuras de enamorados perdidos entre los cañones. Estas historias duermen en la piedra, en las máscaras de barro, en malacates modelados. La obsidiana narra leyendas de amantes y dioses. Por esos desiertos se movía kokopelli con su flauta y su joroba, un dios o un diablillo que invitaba al baile y a la alegría para propiciar la fertilidad.

La frontera, que es oportunidad de intercambios, es también una triste leyenda que se repite. Los españoles, seguidores de Hernán Cortés, llegaron tronchando cabezas y expulsando rayos por las puntas de sus brazos para someter al indio y fulminar a sus dioses. Siglos después, el dios verde del dólar compró forzadamente lo que no estaba en venta. El gringo añadió el señuelo del dinero, la tentación del consumo, la manida promesa de la abundancia, ese otro espejismo de «la tierra prometida». Lo fue para el pionero del Este, para los migrantes, allende los mares, del Sur hispano o el Sur africano, que llegaron desde cualquier rincón y a través de cualquier «hueco». Son las quimeras de fama y lujo en Hollywood, el sueño libertario de miles de jóvenes de los sesenta que decoraban sus combies y sus pelos largos con flecos y flores, mientras rodaban por la Ruta 66.

Antes de ser América, estas bahías, estas montañas escarpadas y suaves terraplenes fueron escenario de ciudades increíbles, revestidas de oro, en la imaginación de los europeos. Hay un claro enlace entre el mito tolteca chichimeca sobre el origen de los hombres y mujeres del desierto en Chicomóztoc o las siete cuevas y los fascinantes rumores llegados a oídos del virrey de la Nueva España sobre Cíbola y sus siete ciudades de oro. Este espejismo empujará a Francisco Vásquez de Coronado, «el conquistador perdido», tras su sueño dorado. Cientos, miles de hombres y mujeres, como en la epopeya de Coronado, irán tras el oropel. Verán esfumarse el sueño de Cíbola y armarán la siguiente expedición para alcanzar la Gran Quivira, y la verán deshacerse de nuevo. Como en la condena de Sísifo, verán «rodar las piedras» y volverán a intentarlo, y caerán, en un sinfín, en busca de la utopía.

Nuestros anfitriones de San Diego no logran traducirnos el mundo en el que se han insertado desde hace varios años. La comodidad que han alcanzado en esa sociedad les parece natural y les hace incomprensibles nuestra curiosidad y afán de indagación. Con la misma facilidad con la que conducen por expressways, calles y avenidas interestatales, se mueven hábilmente por las costumbres y el ritmo de vida norteamericanos. Conocen los códigos indispensables no solo para sobrevivir sino para ser felices. Alma es de Chihuahua, José y María vienen de Tijuana y ninguno de ellos sueña con regresar a vivir en México. Estar aquí, entre California y Arizona, no solo define un estilo de vida al que no desean renunciar, sino que representa una ruptura con esos mexicanos que no han logrado traspasar la frontera. Ante la supuesta y remota posibilidad de derrumbar el muro y permitir el libre tránsito hacia Estados Unidos, ellos responden de manera enfática que sería «el acabose para todos», no quisieran que esto llegara a suceder porque creen que México entero se volcaría sobre Estados Unidos y sus condiciones de vida se verían afectadas.

Hay una lógica perversa que depende no solo de la existencia del muro sino de las condiciones aciagas a las que se enfrenta un inmigrante. Al mismo tiempo que se mejoran los controles para que la frontera no pueda ser traspasada de manera ilegal, se generan las trampas, las posibilidades de violar las medidas, el negocio de los coyotes. Pero alrededor de ello también existen organizaciones civiles o religiosas que trabajan para menguar el padecimiento de los inmigrantes, e inclusive pululan los oportunistas que dependen de la desgracia de la inmigración fallida. Se diría que la frontera también llega a ser un negocio del que se nutren por igual mexicanos y gringos. Esos múltiples rostros de la frontera, esa leyenda forjada y repetida a través de canciones, novelas, películas y artículos de prensa, nos han llevado hasta allí para conocer el punto de cruce entre los dos países. Lila Downs lo dice mejor…

Cuando yo salí del rancho no llevaba ni calzones

pero sí llegué a Tijuana de puritos aventones,

como no traía dinero me paraba en las esquinas

para ver a quién gorreaba los pescuezos de gallina.

Yo quería cruzar la línea de la Unión Americana,

yo quería ganar dinero porque esa era mi tirada,

como no traía papeles, mucho menos pasaporte,

me aventé cruzar los cerros yo solito y sin coyote.

Después verán cómo me fue…

San Diego, llamada «la ciudad más fina de América», es una de las más codiciadas por los estadounidenses. Su posición geográfica atenúa los rigores de las estaciones, el océano Pacífico embellece su perfil con sus playas llenas de gaviotas, tiene sitios acogedores como el Seaport Village en donde los árboles de raíces desnudas se despeinan con la brisa; Old Town donde se conservan las primeras casas y haciendas desde la fundación de la ciudad; Down Town con sus bellos cafés y restaurantes; Coronado Island, ese lugar de casas millonarias a donde se llega por un puente levadizo sobre el mar. También está el sitio de los museos, Balboa Park, con jardines, estanques y fuentes, en donde por momentos uno cree estar deambulando por los jardines de Versalles.

Si San Diego está llena de mexicanos es porque en muchos sentidos sigue siendo mexicana. Hay una fuerza viva que emparenta la historia actual del condado californiano con las rutas de indios, con las misiones franciscanas y jesuitas, sus intentos de concreción de la utopía cristiana en el más acá, con los ranchos y haciendas de tiempos de la construcción de México, antes de la concesión forzada, es decir de la guerra. Pero también porque el impresionante crecimiento de San Diego, como de California en general, es el resultado de las distintas olas migratorias desde el sur a lo largo del último siglo.

Braceros, mojados, pachucos o chicanos son rostros de una realidad compleja que rodea la frontera y que conforma la historia de dinámica binacional. El arrojo y la temeridad del inmigrante, que en numerosos casos raya con la inmolación, son directamente proporcionales a las fieras medidas de control implantadas por las autoridades estadounidenses. Si no hay dinero para los coyotes es probable que el río, el mar o el desierto, terminen con el american dream.

Ciertamente el llamado fenómeno de la migración mexicana tiene muchos semblantes difícilmente abarcables con unas pocas explicaciones. En los años cuarenta, sabemos, tuvo lugar esa historia dolorosa conocida como el «programa Bracero». Fue la oportunidad del gobierno del Norte de contar con trabajadores agrícolas a muy bajo costo. Miles de campesinos mexicanos se lanzaron a la «aventura» y muchos de ellos encontraron el hambre, la humillación y la muerte por las difíciles condiciones de subsistencia en centros de contratación injusta y por los rigores del clima. Estas historias permanecen aún sepultadas en el anonimato y el olvido. Los braceros debían escoger entre miserias, pero una de ellas incluía la posibilidad de ayudar a sus familias alquilando sus brazos al otro lado del muro. Nunca renunciaron a su cultura, a su lengua o su religión, aunque por sus condiciones de pobreza ya habían sido desterrados en su propio territorio. A su lado, los pachucos, mexicanos de doble nacionalidad, seducidos por la sociedad que los acogía, quisieron declinar su cultura sin adoptar del todo aquella extraña en donde empezaban a sentirse cómodos. Esto les significó el resentimiento de sus hermanos y además un doble rechazo: el de sus compatriotas y el de los norteamericanos. Según Octavio Paz, ser pachuco es ser rebelde. Ellos «afirman sus diferencias, las subrayan, procuran hacerlas notables». Son mexicanos «huérfanos de valedores y de valores» que han perdido toda su herencia, que tienen el alma a la intemperie y pueden convertirse tanto en mártires como en héroes malditos. Quizá la cultura chicana de hoy haya surgido de los pachucos. Para algunos, ser chicano no alude necesariamente a una cuestión étnica. Puede serlo cualquier persona que es consciente de la necesidad de justicia social con relación a la población latina, hispana, en los Estados Unidos.

Pero a los millones que han concretado este sueño americano, la idea del regreso se opone a la idea del progreso. No les cabe en la cabeza, aunque tengan nostalgia por su pueblo, aunque sigan arraigados a sus costumbres y a su lengua y no estén dispuestos a perder ni un pelo de su historia. Estos hombres y estas mujeres que se han quedado en el país del norte, sin saberlo, son los encargados de reconquistar cotidianamente el territorio perdido. Difunden su cultura como esparciendo sus chiles y enchiladas en cada sitio al que llegan. Se niegan a ser nombrados como meros proveedores económicos o remitentes de remesas a su país y se nombran a sí mismos «productores de remesas culturales».

La cultura es dinámica o no lo es. Y el sur de Estados Unidos y el norte de México son un dramático y fascinante laboratorio de transculturación. La vida cotidiana de los norteamericanos, aún de aquellos que se resisten a vincularse con sus dicharacheros vecinos, es el cuestionamiento permanente de la frontera. En todos los lugares que recorrimos encontramos restoranes con un aviso de neón que anuncia, como un señuelo, mexican cuisine. Los platos o ingredientes mexicanos están presentes en las cartas de comida, aunque la preparación haya sufrido grandes transformaciones, pues el paladar de los estadounidenses no puede tener el mismo mapa gustativo de sus vecinos, pero cada vez recibe con mayor placer sus mezclas y necesita cada vez más los productos del sur. Simbólicamente la frontera se va borrando, el muro se desploma lenta e irremediablemente, a fuerza de palabras, de sabores, de colores, de hijos y de afectos.

En el corazón de Phoenix hay una plaza de mercado en la que se vive el sentido de estas palabras. Una vez que se deja la zona de estacionamiento, propia de los malls gringos, después de traspasar la puerta de vidrio, uno tiene la sensación de estar arribando a un típico rancho de cualquier pueblo mexicano. La música ranchera y norteña lo invade todo con sus alaridos de gozo, los guitarrones marcan el ritmo de los compradores, quienes después de descender de sus camionetas y autos estadounidenses, repentinamente descubren sus rostros mestizos, sus lisos cabellos azabache, sus sonrisas campechanas, las panzas de mariachis que llenan plácidamente con tacos al pastor, chorizos, guacamoles, junto a las variedades de chiles que forman montañas en el supermercado. «¡Pásele no más!, tenemos pozole, pancita, enchiladas, flautas…», las mismas voces de las ventas callejeras en Coyoacán o en Xochimilco. Los pasillos están repletos de productos mexicanos, con sus fuertes olores que excitan la sangre y el apetito. Las frutas arman fiestas de formas y colores, un zumo de cualquiera de ellas o de todas juntas borra el sabor de las sodas o de las bebidas saturadas de azúcar que se toman en cualquier otro lugar y nos recuerda el sabor de la tierra.

En esta placita uno siente que todo le pertenece, que algo se reacomoda, vuelve a su lugar, como si la lengua reclamara su origen y su tiempo, como si la memoria regresara al sitio de la infancia, cuando nos arrullaban con rancheras y nos hacían reír con Cantinflas o Capulina. No es solamente la música, ni tampoco el olor o los sabores, es la actitud abierta y desenfadada, la sonrisa de dientes grandes y el acento cálido que te invita a probar, a chuparte los dedos.

San Diego es el lugar ideal para los inmigrantes que vienen del norte de México porque muchos tienen su familia en Tijuana o en ciudades cercanas y permanentemente pueden ir de un país a otro, siempre que cuenten con la ciudadanía o la residencia estadounidenses. Es el caso de nuestros anfitriones, quienes tienen a sus familias en Tijuana y viven a diez minutos de la frontera. Nos cuentan que muchos mexicanos que tienen visa de entrada o residencia trabajan en San Diego, pero prefieren vivir en Tijuana, porque así pueden ganar dólares y gastar pesos, ya que San Diego es una de las ciudades más caras de los Estados Unidos. Pero también hay mexicanos millonarios que viven en Coronado Island y tienen sus negocios en la caótica Tijuana.

BIENVENIDOS A TIJUANA

Pasar de los Estados Unidos a México en este punto puede ser tan simple como complicado en el sentido contrario. Ir por la Interstate Highway 5 que atraviesa San Diego, avanzar por debajo de un puente, entrar por una calle sencilla y saber que ya estamos al otro lado, sin grandes carteles que anuncien el territorio mexicano, sin agentes de control que pregunten o requisen. Con el rostro, el vehículo y los papeles indicados la frontera se hará invisible. Unos bombillos verdes que dan vía libre son la única señal. Entonces uno puede adentrarse en el corazón de Tijuana, aparecer en la Avenida de La Revolución donde los vendedores callejeros y los dependientes de tiendas y restaurantes te asedian con sus mercancías, te hablan en inglés para invitarte a pasar a los bares, prometiendo todos los placeres por un único precio en dólares, bar abierto, el masaje azteca. «Bienvenido a Tijuana. Tequila, sexo y marihuana», canta Manu Chau.

Hemos llegado de noche, cuando la ciudad empieza a despertar a su sordidez. Más de cincuenta prostíbulos infantiles según datos de internet, y las muchachas descubren sus cuerpos como carnada para los gringos o los mexicanos venidos del otro lado de la línea. La atmósfera que se respira es de comercio y cacería de dinero, taxis de todos los colores que se detienen en las esquinas para avizorar el ritmo de la noche, luces intermitentes, discotecas venidas a menos, bares clausurados, limosneros y basura en las esquinas. Bienvenido a Tijuana, la otra cara de San Diego, su contraparte oscura y vergonzante, su otro rostro imprescindible.

San Diego y Tijuana son cara y sello de una realidad en la que unos son los aventajados y otros los que se esfuerzan por alcanzar lo que consideran el éxito, unos los cómodos y otros los expuestos, aquellos usufructúan la historia de estos a quienes les interesa ascender sobre los hombros de los que siguen mirando desde el otro lado, esperando el momento para saltar y así ocupar el lugar de sus hermanos. «Llegar hasta aquí nos ha costado sangre y lágrimas, pero ya nadie nos puede sacar, ahora nos hemos vuelto a apoderar de este territorio», parecen decir los residentes, los ciudadanos de un país que les ofrece oportunidades que nunca tuvieron al sur de la frontera. Como si siempre hubieran sido eso que son ahora, estos seres bifrontes mezclan su lenguaje, se desplazan cómodos y felices en los grandes autos de un lado al otro, para visitar a sus parientes de ojos abismados y un tanto resentidos, y que horas más tarde regresan hablando en inglés a los alguaciles gringos, con la seguridad de que al otro día estarán a tiempo en sus factorías, en las tiendas o en las oficinas en donde se comportan como ciudadanos ejemplares.

Un muro doble separa las casuchas de Tijuana de los expressways de San Diego. Los niños y los perros juegan en los peladeros que circundan la fea muralla, una calle corre paralela a la línea mexicana y a lo lejos pueden verse los reflectores de algún vehículo que inspecciona permanentemente. En la playa el espectáculo es sobrecogedor para quienes nos estrenamos en esa visión. El faro de Tijuana proyecta su luz hacia el océano y las olas golpean porfiadamente las rejas que hieren la arena. Que haya muros sobre la tierra no es extraño, pero sí lo es un muro que semeja una cárcel para el océano, que separa las aguas, que divide la espuma, los peces. «Esa arena no nos pertenece, estos caracoles son ilegales». Las altas rejas se clavan en el alma de la arena, los barrotes separan lo que el viento se encarga de unir, de revolver. La división del océano parece una ironía a su vastedad, una burda cachetada a sus aguas abarcadoras. Cortar el agua con el hierro, decir de cuál lado saltan las caracolas, a qué lado deben volar las garzas.

En las barras de hierro hay un aviso en caligrafía de molde que con errores de escritura anuncia: «Danger objects under wáter» «pilegro hierros bajo del auga». Alguien en plural ha clavado unos carteles de madera que muestran una calavera gigante y multicolor, dentro de ella miles de nombres de migrantes fallidos y en el centro la leyenda: «y más de 500 migrantes no identificados…» Al lado, otros carteles con nombres y nombres que representan las vidas perdidas por alcanzar el otro lado de los barrotes: Juan Antonio, Jesús Hedel, Fidel, Eugenio, Nicolás, Moisés… aquel que pudo caminar entre las aguas investido por un instante del divino poder. Estos anónimos murieron en la travesía. Cuentan que bajo el agua aguarda la trampa de hierro, en la que también suelen suicidarse los peces.

Hace unos años allí quedaban las famosas playas de Tijuana, había un malecón para los paseantes, pero una borrasca o la furia del mar arrasó las construcciones y se tragó la playa, de tal modo que ahora las olas golpean un callejón de luces desteñidas y de vez en cuando amenaza las casas humildes que vuelcan sus basuras en las esquinas. El mismo fenómeno natural invadió las playas de San Diego, pero cosa curiosa y predecible, allí no causó ningún daño lamentable, porque las extensas playas superaron la prueba. ¿Se ensañó el océano con Tijuana? Quizá la respuesta es de sentido común, no es la suerte sino la planeación, no es la desgracia sino la dejadez, no es la miseria sino el abandono.

Una gaviota se ha parado junto a las rejas y parece mirar hacia el otro lado, como dudando de atravesar el límite, su figura blanca se refleja en la arena y se pierde al lado de la espuma enfurecida. Un pescador viene con su caña del lado de Tijuana y de pronto el pez lo hala, lo conduce hacia el norte, lo obliga a atravesar los barrotes y, con naturalidad, guiado por la marea y por el pez juguetón que se creyó a salvo si se colocaba del lado de San Diego, mete su cabeza por entre los hierros y queda del lado de allá, sin darse cuenta, embrujado e inocente de su transgresión.

Unos metros arriba de la playa, ascendiendo por un camino de cemento, se encuentra un obelisco con esta leyenda: «Límite de la República Mexicana. La destrucción o dislocación de este monumento es un delito punible por México o los Estados Unidos». Y en una de sus caras laterales este otro letrero: «Punto inicial de límite entre México y los Estados Unidos fijado por la comisión unida, 10 de octubre de 1849 según el tratado concluido en la ciudad de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero de 1848 Pedro García Conde comisionado mexicano José Salazar agrimensor mexicano».

Dicen que por épocas se ven encuentros a través de estas rejas. Mexicanos de lado y lado se estrechan las manos, madres e hijos hablan largamente, enamorados se abrazan entre las bardas y se prometen un encuentro imposible, más allá de territorios ajenos, sin el peso de la llamada ilegalidad. El mar como testigo, el peso del dinero sobre la fuerza del amor, duelo sin vencedores, marca que se lleva en la piel.

Tijuana es un misterio que quisiera descifrar. Pasar la línea divisoria, la frontera absurda del oprobio, el «muro de la infamia». Este paisaje fragmentado hace parte de la vida normal de Tijuana, quizá ya nadie se pregunte o se aterre de su existencia, solo nosotros, los visitantes recién estrellados con la realidad de la frontera. Tijuana duerme un sueño sobresaltado, hace largas filas de automóviles para traspasar los controles, vende y canta mercancías en medio de los autos, pide limosna y codicia las luces de San Diego. Trabaja duro para que sus vecinos disfruten unas playas tranquilas, las largas avenidas arboladas en vez de las calles desnudas y todo el dinero que fluye con forma de hombres y mujeres que trabajan con tesón, mientras las lujosas camionetas americanas se llevan lo mejor de cada día.

Al regreso los guardias gringos nos reciben los pasaportes y revisan nombres en las computadoras. Las luces atraviesan los vehículos para descubrir alguna sorpresa entre los autos. Si el guardia sospecha algo, remite a la requisa del vehículo. Se oyen unos gritos y algunas detonaciones, después el silencio y tres hombres con las manos en alto son conducidos hacia otro lugar. Hemos pasado la prueba y volvemos a ingresar en San Diego. Allí nos sentimos extrañamente incómodos, traspasamos la línea y nadie intenta detenernos.

Siento alivio por sentirme de paso, por tocar tangencialmente esta realidad que muchos añoran y por la que dejan sus huesos entre el muro. Siento alegría de entrar y salir, sin que nadie me detenga o me pregunte si tengo intenciones de quedarme, o de engrosar el ejército de inmigrantes. Experimento lo que significa la libertad de tránsito, el derecho de pasar y devolverme, de ir hacia el lugar en el que quiero estar. Hay rabia por aquellos que instalaron los hierros para partir el mar, dolor por los que se sienten impelidos a abandonar lo que aman, a dejar el lugar que no logra retenerlos.

ESTAR AL BORDE

Todos los habitantes de este territorio son hijos de la misma arena, de los desnudos rayos del sol, de esas esfinges verdes que esculpe la tierra y que surgen por todos lados, los juguetones saguaros como vigías del desierto, los verdaderos dueños del norte de México y del sur de Estados Unidos. Quizá como los saguaros, los habitantes son fuertes y espinosos, pero también son la nota amable del paisaje. Tal vez el desierto moldea su carácter, templa el espíritu para el porvenir.

Los mexicanos se expanden, extienden sus brazos y logran penetrar la sociedad norteamericana. Las palabras pretenden separarlos. Entonces inventan una tercera lengua que se ensambla y fluye en las calles, en las oficinas y en la cotidianidad. Aunque el espanglish hiere la gramática de los dos idiomas y resulta grotesco para los oídos académicos, es el abracadabra, el ábrete sésamo de la vida real: «Voy a pagar un bill», «llámame p´atrás», «estoy on call», «voy a cookinar», «dame time», «tengo un appoiment», «¿A qué horas están abiertos?» Reconquistar el territorio perdido requiere cierta dosis de humor y de ironía. Es como si dijeran «está bien, aprendo tu lengua, pero la convierto en otra, la hago también mía».

Neplanta es la expresión náhuatl que significa estar «en el medio», en el límite del territorio, del lenguaje, de la cultura. La chicana Gloria Anzaldúa resignifica la palabra para exaltar lo ambiguo, lo transcultural, esa «niebla de caos», ese «mestizaje espiritual» que enriquecía su historia, su cultura, su lengua, su identidad múltiple y caótica. Porque no se trata de romper la frontera para ser de aquí o de allá, sino de permanecer en el borde, en la mezcla literal y simbólica, estar en transición, en proceso, en cambio permanente. Ser el uno y el otro, estar aquí y allá al mismo tiempo.

To live in the borderlands means you

are neither hispana india negra Española

ni gabacha, eres mestiza, mulata…

you must live sin fronteras

be a croosroads.

El derrumbamiento del muro se siente lejos del paso internacional, debe sentirse en las escuelas y ya está en las casas en donde la mucama o la niñera es una mujer maciza que cuenta sus historias en una lengua que los niños y las niñas empiezan a incorporar a su vocabulario cotidiano y a sus recuerdos. No hace falta traspasar las rejas para estar en México. Basta con hurgar en las casas norteamericanas para comprender cómo se incorporan las remesas culturales. Como lo escribe Anzaldúa:

Pero nunca nos quitarán ese orgullo

de ser mexicana–Chicana– tejana

ni el espíritu indio.

Y cuando los gringos se acaban

–mira cómo se matan unos a los otros–

aquí vamos a parecer

con los horned toads y los lagartijos

survivors del First Fire Age, el Quinto Sol.

Todo se trastorna, menos el océano, que lame de manera interminable, paciente, los barrotes que hieren la playa y que algún día se convertirán en estatuas de sal.

El largo grito de hielo

Nunca soñé con visitar este país y, sin embargo, una vez que estuve en las calles de Santiago de Chile, descubrí que este lugar estaba lleno de sentidos y contenidos de mi historia simbólica, aquella formada de canciones, versos, insignias e ideales que había ido construyendo con mis lecturas, con la música y la poesía que venían del sur del continente, con esos personajes que me prestaban las palabras para decir lo que sentía. ¿Qué mujer no ha sido por una vez Albertina, la amada que provoca alguno de los veinte poemas de amor o quizá la canción desesperada? Con el libro en las manos le temblaba la risa al enamorado que estampaba su firma apropiándose del verso para pedir un beso. O aquel tímido camarada que, copiando a Benedetti, me decía: «Compañera, usted sabe que puede contar conmigo. No hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo».

Los latinoamericanos estamos marcados por la historia oscura de las dictaduras del Cono Sur en el último tercio del siglo XX. Alimentamos nuestra propia rebeldía con versiones, entre trágicas y heroicas, de la caída de Salvador Allende. El experimento de la llamada «izquierda democrática», el proyecto de un gobierno popular, fue aniquilado para dar paso al autoritarismo y la represión. Así también tuvo lugar la diáspora de la protesta, se regaron por el mundo los acetatos y casetes, la literatura y el arte con contenidos revolucionarios y el llamado a la militancia. La «música social» que nos llegaba de Chile, Argentina y Uruguay, representaba la resistencia, incitaba al combate. Esa ola llegó a nuestras casas y nos encontró en la edad ferviente de la rebeldía, nos llevó a gritar en las marchas, formó parte de nuestro estilo de vida contestatario y se mezcló con el rock, los bluyines, los pantalones de terlenka, la salsa, las rancheras y el vallenato. Eran nuestros días de radio y el ingreso de la televisión. «Poco, poco a poco…» como dice un huayno bailable, fueron tomando fuerza los aires andinos, las quenas y zampoñas, el charango. Poco a poco se fusionaba el norte y el sur, se cruzaban los ritmos negro, andino, sabanero, el rock urbano, la música indígena. Así hicimos el tránsito, hacia las canciones de Inti–Illimani, «de pie marchar, que vamos a triunfar», y de Quilapayún, «para hacer esta muralla tráiganme todas las manos». Nos sintonizamos con el tono lastimero de Violeta Parra y sus Gracias a la vida, con el dolor de Víctor Jara, «te recuerdo, Amanda, la calle mojada…» Interiorizamos estas canciones con su cuota de muerte, con el afán de saber, vivimos emociones cruzadas y en ebullición, vimos imágenes del horror al lado de cóndores cruzando Los Andes. Chile era la historia trunca, la memoria de lo apenas imaginado que lográbamos vivir intensamente.
Chile, territorio estrecho y profundo de Arica a Punta Arenas y más allá, hasta el misterio azul de La Antártida. Chile, «largo grito de hielo», país de los volcanes nevados, de grandes lagos verde azules donde no encuentra fondo el asombro. ¿Cómo describir Chile sin escuchar a Pablo Neruda? «cráteres cuyas cúpulas de tiza repiten su redondo vacío junto a la nieve pura», «enmarañado bosque», «antártica hermosura de intemperie y ceniza». Chile, su corazón de cobre, su aroma de salitre, el brillo lapislázuli, la alucinante paradoja que va de los glaciares a la Tierra del Fuego. ¿Cómo entender el desierto, las cordilleras, las playas, la gente, la historia de Chile, sin su poesía? Raúl Zurita dice que «los desiertos de Atacama son azules» y que «toda la playa se iba haciendo una pura llaga en sus ojos», que su país es «largo y angosto como todos los seres tristes y reales», mientras que Violeta Parra maldice la cordillera de los Andes, la Costa, «la angosta y larga faja de tierra…»

Chile y su archipiélago dorado, su Patagonia misteriosa, los islotes de cisnes blancos con cuello negro, sus garzas como pinceladas en el agua. Chiloé, la Isla Grande, ha construido sus casas de madera colorida para enfrentarse al soplo gris del océano. Los racimos de pingüinos conversan entre ellos, mientras una cortina de hielo, un vaho de misterio, los protege de las cámaras, del grito. Solo el hechizo logra retratarlos. Nos alejamos y el cielo se tiñe de gaviotas. Navegar el lago de Todos los Santos es una experiencia mística. Deslumbra el verde esmeralda, rodeado por cerros coronados de nieve. Su silencio insondable nos recuerda el tiempo eterno de la tierra, nuestra infinita pequeñez.

La memoria se zambulle en las aguas heladas, boga por el lago Llanquiue y allí se estremece con la visión majestuosa. Al fondo del inmenso lago se levantan dos volcanes: El Osorno y el Calbuco. El Osorno, cubierto de nieve, habitado por una misteriosa leyenda mapuche. Cuentan que dentro de él habita un espíritu perverso que vomitaba azufre y fuego, cubriéndolo todo de terror y desolación. Era toda una explosión de celos que el temido personaje sentía porque la bella princesa Licarayén estaba a punto de casarse. El pueblo Huilliche tuvo que sacrificarla, sacándole el corazón, para que un cóndor lo devorara y luego arrojara una rama de canelo en el cráter del volcán. De ese modo el Osorno y el Calbuco se apaciguaron y la nieve los cubrió. Así los encontramos en Puerto Varas, congelados. Junto al lago, de cara a los volcanes, vimos también una gigantesca princesa, hecha de hierro y aire, extendiendo sus brazos, como reclamando su corazón.
Chile, tierra de poetas. Neruda como capitán llevando el timón, dirigiendo las mareas e invitando a bordo a sus seguidores y detractores. Nicanor Parra se niega a subir, construye su propio bote, convoca la disidencia, el desorden de las palabras. Vicente Huidobro, el traductor de las olas, Enrique Lihn, ancho y profundo, horadando en su alma. Gonzalo Rojas, flotando eternamente en su gran casa de aire. Raúl Zurita, sus playas asesinadas y la esperanza de la poesía. Y podríamos seguir sin parar. Justamente en la Alameda, corazón verde de Santiago, hay una escultura y una fuente dedicadas a Rubén Darío, el padre de los poetas hispanoamericanos. Aquel a quien un día de 1933 Federico García Lorca y Pablo Neruda hicieron un homenaje en Buenos Aires con un «discurso al alimón», en el que iban entrelazando frases hasta armar una sola voz para exaltar su obra. Y los dos preguntaban en dónde estaba la fuente, la estatua, el parque, el jardín, erigidos en su honor, y terminaron elevando una estatua de aire hecha de admiración y poesía para exaltar al autor nicaragüense. Por eso resultó tan grato hallar este monumento a Rubén Darío en Santiago. Junto a la fuente se leen estos versos en piedra: «Por eso ser sincero es ser potente./ De desnuda que está brilla la estrella./ El agua dice el alma de la fuente/ en la voz de cristal que fluye della».

Santiago, procesiones de gente en calles y avenidas. Conversan a gritos, se apiñan en las estaciones del metro, pasean en bicicletas, se toman los parques bajo el sol de noviembre que arranca los abrigos e invita a dorar el color de la piel. Hay sudor y brillo en los rostros y un ademán desenfadado que invita al encuentro y a la música. Bellavista es un barrio bohemio de intensa vida nocturna en donde bellas casas tradicionales han sido adecuadas como restaurantes o bares, las aceras se llenan de mesas, flores y objetos artísticos, músicos callejeros interpretan sus temas, danzarines o tamboras incesantes por doquier, la gastronomía local en su variedad de preparaciones de mariscos o las gigantes empanadas, toda una tentación para el viajero ávido de sabores y texturas.

En otros sectores de la ciudad multitudes de jóvenes marchan, llevan carteles, los trabajadores de las oficinas públicas protestan. Por todos lados se siente hervir la colectividad, interrogar, cuestionar. Hay una convulsa vida política en Santiago. El cerro Santa Lucía es testigo de una historia fracturada, remendada. Allí fundó la ciudad Pedro de Valdivia en 1541 y por sus laderas se extendieron los primeros sarmientos, la vid, el fruto más deseado del país, la delicia vinícola que enciende pasiones. ¿Quién no disfruta un vino chileno?

LAS VERDADES VERDADERAS

Pero estamos aquí para hacer un viaje por la memoria que duele. No se trata solamente de conocer sus avenidas limpias, los edificios históricos preservados, su plaza de Armas y el Palacio de la Moneda, que irremediablemente nos recuerda el oprobio. Lo encontramos cercado por armazones de hierro, inaccesible. Nos iremos sin conocer sus salones multicolores, el patio de Los Naranjos, debemos imaginar el olor de la madera, la imponencia de los mobiliarios, las obras de arte en su derroche. Presentimos el movimiento de los funcionarios en su ajetreo cotidiano, mientras los carabineros nos vigilan por sus cámaras y a través de los numerosos ventanales. En otro lugar estará la información que buscamos.

La plaza y el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos nos reciben con su área generosa, rampa y graderías abiertas al sol y a las multitudes. El edificio forrado en vidrio refleja el brillo verde intenso de la tarde y parece flotar sobre sus bases. A la entrada se encuentra este aviso: «No podemos cambiar nuestro pasado; sólo nos queda aprender de lo vivido. Esa es nuestra responsabilidad y nuestro desafío». Ya en su interior se empieza el recorrido por la amarga historia que parte del 11 de septiembre de 1973 con la voz de los militares que anuncian la toma del Palacio de la Moneda, el estruendo de las balas y la voz serena y firme del presidente Salvador Allende, que tiene tiempo todavía para despedirse del pueblo chileno, de sus asistentes y amigos, de agradecerles por haberlo acompañado y de entregarles su negra mirada antes de inmolarse de cara a la historia. Su lucidez aterra y hace vibrar los huesos. Su voz se extiende por la sala, se repite: «Estas son mis últimas palabras, teniendo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una sanción moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición». Los audios y las imágenes parecen ficción. La infamia recorre las calles, rostros despavoridos, cuerpos empujados hacia el paredón, como si se tratara de un juego de pistoleros, camiones en los que miles de hombres son empacados hacia el matadero, ráfagas en cualquier esquina, uno que otro francotirador gastando las últimas balas de la resistencia.

Pablo Neruda exaltó la obra de gobierno de Allende, lloró su asesinato y se negó a creer en su suicidio. Escribió que fue acribillado «por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile». La catástrofe se veía venir: «la cruzada de la amenaza y el miedo, el despliegue de todas las armas del odio contra el porvenir».

Se recorren las salas del museo con una pesada certidumbre, con la conciencia amarga de que esa ola de crímenes, esa marejada de gritos y esas cordilleras de cadáveres tuvieron lugar en estas mismas calles donde ahora se saludan sonrientes los vecinos, donde deambulan entusiastas los jóvenes hinchas de la selección campeona de la Copa América. Afiches, titulares de prensa, declaraciones, fotografías de escenas dantescas o desoladas, entrevistas a los torturados, cartas de los niños que nunca conocieron a sus padres. Mientras recorremos el laberinto, la voz de una mujer nos taladra una y mil veces diciendo: «sangraba por la boca, sangraba por los senos, sangraba por el ombligo, sangraba por la vagina…» Como si no fuera suficiente con vivirlo y ahora quisiera hacer que sangremos por todos los agujeros.
Víctor Jara, «golpeado como jamás creí se podría golpear a un ser humano», su toque final e inmortal en el Estadio Chile con las manos rotas, arañando sus últimos versos rojos: «Canto, que mal me sales cuando tengo que cantar espanto». Víctor, el que morirá cantando «las verdades verdaderas».

Aquellos días, meses y años aciagos mataron la esperanza, no solo de una gran parte de los chilenos, sino de muchos luchadores y soñadores de América Latina. El proceso político de la Unión Popular chilena fue exterminado y nos quedó el canto doloroso y la poesía: «Yo cruzaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada, y en una hermosa plaza liberada me detendré a llorar por los ausentes», canta Pablo Milanés con su voz fracturada. El arte como bálsamo, como cicatriz de la herida. De un gran muro penden miles de fotografías de víctimas, como en una gigantesca vitrina de la fatalidad, mientras la gran sala, que funge como balcón, está enmarcada por luces, a modo de velas, para recordar los múltiples velatorios callejeros hechos como ritual de duelo y como protesta. Quienes sean los rostros que cuelgan, están recobrando su espacio en el mundo. Promete el cantor: «Retornarán los libros, las canciones / que quemaron las manos asesinas./ Renacerá mi pueblo de su ruina / y pagarán su culpa los traidores».

A medida que se asciende dentro del edificio se va aliviando la carga. Ahora las imágenes y videos aluden al proceso de transición, a las manifestaciones del «No» que se desarrollaron en 1988 cuando los chilenos votaron en un plebiscito para decidir la continuación del gobierno impuesto por Pinochet. Se trataba de la posibilidad de que saliera el dictador, después de quince años de represión, de silencio, de persecuciones. Muchos jóvenes no conocían otra forma de gobierno, otro orden social. La campaña del «No» apostaba a la esperanza y más del cincuenta y cinco por ciento marcaron el arcoíris en contra del «Sí» de las tradicionales consignas por el orden conservador, representado por la imagen de la familia del déspota. Hubo miedo a las represalias, a las presiones y desapariciones. Pero ganó el cambio. La fiesta se trasladó a las calles, se hicieron marchas por la vida y la euforia de las mayorías se tomaba los escenarios cotidianos de la vida chilena. Parejas de enamorados detenían el tráfico para bailar en mitad de las vías, obreros suspendían su trabajo para sumarse al entusiasmo de la manifestación. En el museo se cuenta aquella conmovedora historia del concierto organizado por Amnistía Internacional en Mendoza, Argentina, en octubre de aquel año.

Al salir del museo tenemos que recomponer la sonrisa. La sensación de sacudida nos impide por un momento volver a la normalidad del presente. Es como haber sido tragados por el túnel del tiempo y ser arrojados de repente al pavimento para continuar el recorrido por unas calles en donde nadie recuerda nada. ¿Conoce el Museo de la Memoria?, preguntamos a jóvenes meseros y a algunos transeúntes en el camino de regreso. Para ese momento ninguno de ellos había estado allí, aunque había sido inaugurado hacía cuatro años. No sabían qué había allí dentro. Nos miraban como diciendo «¿de qué me están hablando?» Es cierto. Estábamos evocando un pasado del que apenas se encuentran rastros en Santiago. Llevamos la pregunta por la memoria a lo largo de nuestro viaje. La hicimos a jóvenes y a adultos. Quizás los mayores nos entiendan, dijimos, quizá los viejos recuerden.

Rosario, que ya pasa de los setenta y es nuestra anfitriona en Viña del Mar, nos dice con tono desolador, como si hablara para sí misma: «Nosotros no sabíamos nada, no sabíamos lo que estaba pasando durante esos años de la dictadura… nos inundaron la casa de telenovelas y de programas de concursos… los supermercados volvieron a llenarse de productos, llegaron muchas compañías extranjeras y teníamos la sensación de que todo estaba bien. Solo muchos años después vinimos a enterarnos acerca de las viudas, las torturas, las desapariciones…» Roque, el hijo de Rosario, quien fue nuestro acompañante en Puerto Varas, cree que la dictadura fue una transición necesaria, que «Pinochet sacó el país adelante… después tuvo el honor de irse. Se habría podido quedar, claro, pero fíjate que no se impuso». Dos personas, dos generaciones, dos visiones en la misma familia.

No sucede igual con Claudia, psicopedagoga de la Universidad de Chile, que pasa de los cuarenta años. Su familia vivió la represión de manera directa. Heredó un espíritu altivo y una mirada crítica que también transmitió a sus dos hijos, que ahora son veinteañeros. Se armó de coraje y de conocimientos para participar en los procesos de la vida universitaria y en los movimientos que empujaron el cambio. Su hija, amamantada con la misma rebeldía, frunce el ceño, fuma un cigarrillo que no aspira, utiliza una voz grave y un tono desenfadado para dar su opinión sobre el presente político de Chile. Parece tenerlo todo muy claro. Claudia se emociona al contar lo que se vivió en el tiempo de la transición. Cuando triunfó el «No» la gente salió a las calles y al poco tiempo fueron en masa a sacarse de encima el miedo y el rencor en el concierto de Mendoza. Sí. Aquel espectáculo de Amnistía Internacional se iba a realizar en Santiago y Pinochet no lo permitió. Por eso aquella ciudad argentina fue el escenario de desfogue y liberación de muchos chilenos que tenían necesidad de celebrar el deseado cambio. Gritaron y vitorearon a Peter Gabriel, Bruce Springteen, Tracy Chapman, a Inti–Illimani y Los Prisioneros… Los ojos de Claudia se iluminan al relatar el viaje, las caravanas de jóvenes, también los obstáculos que tuvieron para pasar la frontera, las amenazas y finalmente el júbilo por haberlo logrado. Aquel 88 estuvieron allí unos quince mil chilenos que por fin pudieron sacudirse frenéticamente la impotencia, cantar, saltar hasta el paroxismo, llorar al recordar sus amigos idos y perdidos, las víctimas, unir manos y lágrimas al compás de Sting para decir «Ellas bailan solas».

La vida en la democracia no ha sido mejor a nivel económico, nos dicen. El sistema de salud, el costo del transporte, las dificultades para acceder a vivienda, las deudas que asumen para estudiar, la insatisfacción del día a día, la presión del sistema financiero. La huella de la dictadura y su modelo económico siguen vivos, difícilmente se borran. En el presente de este recorrido la inconformidad se levanta y lleva a nuevas protestas, manifestaciones, destrozos, saqueos, detenciones, asesinatos, en una rueda dentada que gira una y otra vez, como si no aprendiéramos, como si no fuera suficiente con el pasado, como si el olvido se impusiera y nunca bastara. Tal vez ya se han olvidado las palabras de Allende: «Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa, la seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria».

LAS CASAS DE NERUDA

Yo construí la casa.
La hice primero de aire.
Luego subí en el aire la bandera
y la dejé colgada
del firmamento, de la estrella,
de la claridad y de la oscuridad.

Si, como escribe Juan Gelman, «en cada pared que levanté hay restos de mi corazón», visitar las casas de Neruda es hacer un viaje a los intersticios del poeta, penetrar en sus más recónditos rincones, asaltar su intimidad, acechar sus secretos, sus pasiones ocultas, desnudar su vanidad. Es el ejercicio de curiosidad morbosa al que no podemos sustraernos porque no nos bastan las palabras o los versos. Queremos atisbar, robar con los ojos, agujerear, entrometernos, tocar, tomar la fotografía. No importa que con ello estemos quebrantando la voluntad de los muertos. El mismo Pablo Neruda fue un permanente fisgón, un voyeur, un buscador de objetos y de historias, merodeaba por los mercados, los puertos, los acantilados, los edificios en ruinas, las callejuelas y los grandes salones; visitaba los palacios abandonados para encontrar los secretos de príncipes y duquesas, se internó en los dormitorios y en los baños de las damas para aspirar los restos de perfume o para descubrir algún verso. Lo apasionaba darse «un festín con la mirada».

Viajar por la memoria reciente de Chile es también zambullirse de palabra y de obra por lo que fue la vida de Pablo Neruda, ese poeta inmenso que se identificó con los humildes, aunque él mismo no lo fuera. El poeta que no solo creyó, sino que ayudó a construir y vivió por lapsos la utopía emancipadora. Su fe comunista le significó persecuciones, cárcel, amenazas, enemistades, desprestigio, dolor y quizá la muerte. El relato que hace de su vida muestra que para él no había separación entre el ser poético y el ser político, hasta el punto de haber cometido suicidios poéticos como en su Canto de amor a Stalingrado y en aquel poema que hizo para exaltar al mariscal Tito. Porque una vez publicado el poema, los acontecimientos políticos entre la Unión Soviética y Yugoslavia cambiaron y Neruda tuvo que modificar también su Oda a Tito por una diatriba. Pero un tiempo después las relaciones diplomáticas dieron un giro y el poeta se vio en la disyuntiva de cuál de los dos poemas publicar en las siguientes ediciones. La anécdota la cuenta Jorge Amado. Estos desatinos y muchos de sus panfletos poéticos son yerros humanos de quien es uno de los más grandes creadores de la palabra. No se trata de mirar hacia atrás, con gafas y guantes intactos, para enjuiciar la pasión y las decisiones de los protagonistas, sin entender su inmersión en el momento histórico que vivieron.

Pablo tomó partido, en sentido literal, hizo de ello su opción de vida, y hasta el último instante se mantuvo en sus convicciones. «Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo», escribe tres días después del golpe militar y nueve días antes de su propia muerte, en circunstancias aún turbias. Toda su vida fue dedicada a la poesía y a la política, sin establecer separaciones entre ellas. También fue amante del mar y de todos sus símbolos. Fue un viajero, un gozador, un coleccionista de cosas y de historias, cocinero, abierto opositor del fascismo, solidario de escritores perseguidos, adorador de mujeres en sus versos, maltratador de otras en episodios de su vida. Su ego, sus maneras de sibarita, su fama y sus posiciones radicales le propiciaron adversarios. Desde Vicente Huidobro, Juan Ramón Jiménez, Pablo de Rokha, hasta el ícono cubano y también comunista Nicolás Guillén… Este dijo, con su característica ironía, a propósito del título de la autobiografía de Neruda, que debería haberse titulado «Confieso que he bebido».

El amor poético, la fuerza de la memoria, la necesidad de conocer, de oler, de regodearse fisgonamente por la vida de Neruda, nos llevaron hasta sus casas, o lo que queda de ellas, ahora convertidas en museos. Las tres casas que administra y lucra la Fundación Pablo Neruda, que se autoproclama dueña de la obra y de la memoria del poeta, son La Chascona en Santiago, La Sebastiana en Valparaíso y la casa de Isla Negra. Son el testimonio fehaciente de la desenfrenada fascinación del poeta por coleccionar objetos provenientes de los más apartados rincones del mundo y del tiempo. Su descomunal obsesión por poseer un pedazo de cada rincón que visitaba, por rodearse de un ejército de creaciones naturales y humanas, desde un pájaro rojo suspendido en su vuelo hasta caracolas de todos los mares, esculturas, máscaras, pinturas, tallas africanas, puertas, sus amados mascarones, barcos dentro de botellas, vajillas, sillones, mapas antiguos, copas de todos colores y procedencias, el pupitre de la infancia y tantos objetos imposibles de nombrar en su fantástica abundancia, una pléyade que habla de buen gusto, de vanidades, de caprichos. Él los nombra «mis juguetes» y ¡vaya si lo son!

Las casas de Neruda no solo están hechas de tierra y agua: en ellas se siente el flujo de su sangre, el ímpetu de su pasión y la forma exquisita como saboreaba las nubes y las olas. No hay una ventana en la que no esté el ojo del poeta, o por la que no se atisben el cielo o el mar. En el estudio de La Chascona se divisan los cerros de Santiago; el dormitorio de La Sebastiana es un mirador privilegiado en el que mar y cielo se conjugan en un solo sueño de blancos, azules y verdes; el viento y la marea embravecidos de Isla Negra golpean la casa, la campana y la inmensidad. El capitán poeta diseñó sus casas como barcos, como castillos de agua y aire. Se camina por ellas a través de pasadizos bajos y estrechos en los que sobresale alguna claraboya, por corredores secretos que conducen a otra magia impredecible, a otra alucinación poética. A falta de mar, La Chascona tenía una acequia interior y una fuente con mural de piedras, creación artística de su amiga María Martner. En La Sebastiana se hacen palpables, se hacen carne estos versos:

Y aún, entre largos caminos, fundamos en Valparaíso una torre,
por más que en tus pies encontré mis raíces perdidas
tú y yo mantuvimos abierta la puerta del mar insepulto
y así destinamos a La Sebastiana el deber de llamar los navíos
y ver bajo el humo del puerto la rosa incitante,
el camino cortado en el agua por el hombre y sus mercaderías.

Porque esta casa es como un navío encallado sobre una pequeña colina, todos sus ángulos y ventanales se inundan con la visión de un mar de colores cambiantes en cada momento del día. La espuma estrellándose contra la arena es un eterno embrujo, una imagen hipnótica que nos envuelve y casi nos obliga a quedarnos congelados de fascinación. Para llegar a la casa hay que ascender en espiral por calles estrechas de pobres construcciones, pues el poeta se alzaba como un dios sobre los ranchos y las tristes ventanas que no logran divisar el mar. En cada piso se agolpan visitantes, turistas conectados a la audioguía para escuchar las descripciones y la procedencia de los objetos y de algún verso. Por momentos tenemos los ojos abiertos en un gesto de incredulidad, a bordo y en altamar, en un afán de capturarlo todo, en otro instante los cerramos para imaginar y recrear la presencia de Pablo, para escuchar su paso lento sobre la alfombra, su sombra gigante escurriéndose por los pasadizos, con su pipa y sus manos manchadas con tinta verde sirviendo el vino, atizando el fuego, preparando sus platillos, o tejiendo las palabras en un amarillo papel. Se siente uno asaltante de atmósferas, ladrón de intimidad.

Era usual que el poeta diera fiestas a sus amigos en las que ofrecía toda clase de platos y bebidas, era desbordado y de puertas abiertas a conocidos y extraños. Cuenta en sus memorias su amigo Rafael Alberti que durante su visita en 1946 Pablo ofreció varias fiestas en su honor: «No olvido que en esta primera fiesta, él y yo abrimos de pronto la puerta de la cocina y vimos a unos extraños tipos que, acompañados de grandes vasos de vino, estaban friéndose algo así como una docena de huevos en una enorme sartén. Pablo, entre misterioso y divertido, me dijo al retirarnos sigilosamente: «Ellos sabrán lo que están preparando. No los conozco. Vámonos. Creo que es la primera vez que vienen por aquí”».

Al estilo de los centros de atracción gringos, ya exportados al mundo entero, las casas de Neruda al final del recorrido tienen la consabida tienda de souvenirs, en la que se vende al poeta en todas las formas posibles: rústicas réplicas de sus objetos más representativos como las conchas, mascarones y botellas con barco incluido, versos impresos en todo tipo de materiales, postales, afiches, copas de cristal colorido, móviles, cerámicas, el astrolabio con el legendario pez que parece flotar dentro de una esfera imaginaria enmarcada por una estructura metálica y que se ha constituido en el símbolo de la Fundación. Incluso el salero y el pimentero del comedor de La Chascona con sus leyendas de «marihuana» y «cocaína». Todo esto y más, amén de ediciones de sus libros.

Me detengo en Isla Negra porque estar allí es una verdadera experiencia poética y casi metafísica. Es el lugar donde Neruda escribió sus memorias y últimos poemas, sus versos de amor para Matilde. No es en realidad una isla, o por lo menos no en sentido literal. Quizás fue precisamente la ínsula prometida para pasar allí sus últimos años. La casa se encalla en un lugar aislado del litoral, al sur de Valparaíso, frente al mar abierto, junto a los acantilados y la vegetación silvestre. Las olas rompen con fuerza, amenazando reventar contra la casa. El viento es un estremecimiento, un zumbido violento que todo lo mece y lo sacude. En sus alrededores un caserío y unos cuantos hostales, tiendas y restaurantes que llevan el nombre del maestro, lugares que no existían en vida del poeta, que se construyeron mucho después amparándose en su gloria, pues viven de la curiosidad y el hambre de los turistas.

Llegamos a la casa después de un viaje de hora y media desde Valparaíso, en un bus pulman corriente que nos dejó sobre la avenida que lleva el nombre del poeta. No hace falta preguntar, todos saben a qué hemos venido. Nos indican ir hacia donde se escucha el mar. Recorremos varios metros haciendo crujir la tierra y la arena bajo nuestros pies y ante nosotros emerge la construcción de madera y piedra, el gigante astrolabio, el pez de ojos cristalinos de brillo casi humano, la gran barca detenida, lista para el viaje, la estructura de madera en la que cuelgan seis campanas azules que tintinean en un clamor, un canto o un quejido que apenas se escucha con los azotes del mar y el viento. No hemos ingresado y ya esta visión es sublime y amenazante al mismo tiempo. Majestuoso, el mar allí derrama sus colores mezclando el azul del cielo con el verde vegetal. El resultado es una gama de esmeraldas que degradan hacia el negro en el horizonte a la hora del poniente. Asalta esta movilidad, este vuelo de ramas y arena, estas formas que no pueden estar en su lugar. En tanto que la casa, con su estructura de madera y piedra, resiste el paso del tiempo y sigue contando una historia de versos, de ojos, de amor y de sueños. También el dolor y la soledad han instalado allí sus monumentos de piedra.

Afuera, amenazadas o acariciadas desde muy cerca por el oleaje y el rechinar del viento, se encuentran las tumbas del poeta y de su amada, enmarcadas por piedras. En la fecha de nuestra visita los restos de Matilde Urrutia están solos porque los de Neruda fueron exhumados dos años antes por orden judicial. El hombre que fuera su último conductor declaró que al poeta lo envenenó la dictadura, con la anuencia o complicidad de su esposa. Cuesta trabajo pensar que esa mujer que amó fuera un personaje oscuro de novela policial o «la maligna» del Tango del viudo. Según testimonio del hombre, el poeta se proponía partir para dirigir una resistencia internacional contra Pinochet y por eso aquella noche él condujo a Matilde hasta Isla negra… Lo que pasó allí solo lo saben el mar de entonces, los acantilados y el astrolabio. De allí lo sacaron enfermo, moribundo hacia el hospital. Luego fue cargado por sus amigos, asediados por militares, hacia el cementerio. Se dice que quienes participaron en su funeral fueron luego aprehendidos y desaparecidos.

Encontramos en Isla Negra los magníficos objetos, la mesa lista para servir la cena, las copas anhelando el vino, el sillón con el hueco de su cuerpo, los frascos de tinta verde de la que brotaba el follaje de sus versos, los corredores forrados con vitrinas repletas de máscaras, pipas, libros antiguos; la alucinante colección de caracolas –acaso el rugido del mar las reclama–, los enormes mascarones de proa que invaden el salón –él las llamaba «mascaronas»–, que miran tristemente el mar, Guillermina entre ellos, con sus ojos abismales; el gran caballo de madera al que se le quemó la cola y que luego fue aparejado por los amigos. Pablo en su biografía dice: «He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche». Sus diminutos barcos embotellados, que navegaron por mares insondables y luego encallaron en una burbuja de cristal; los astrolabios, más bellos que su nombre; antiguos instrumentos de viaje, arena de tantas playas, animales mitológicos, piedras. Mares de cosas donde quiera que navegue la mirada. Atravesando salones, emergen a la vista todo tipo de objetos y obras de arte. La fiesta barroca para la vanidad del poeta. Este es apenas un muestrario de su pasión de recolector porque cuando cumplió cincuenta años donó a la Universidad de Chile su colección de caracolas y más de cuatro mil libros raros e incunables, que incluyen manuscritos y ediciones originales de autores como Rimbaud, Góngora, Lautrémont, Cervantes, y muchos otros tesoros de la humanidad.

Más allá de la imposibilidad de hacer un inventario de lo bello, de lo útil e inútil, más allá de esta visión, de esta atmósfera, de estos salones impregnados con la historia de Neruda, me invade una sensación trágica y amarga, un sentimiento de nulidad, de vacío, una certeza de lo vano, un sabor a ceniza, un miedo a los objetos, un espanto de tiempo. Imagino estos espacios cuando se hayan marchado los visitantes, cuando se hayan cerrado las puertas y partan los empleados. Los salones, libres ahora de curiosos, despliegan su historia de sombras ante el misterio de la noche. Se levanta un sopor, un vuelo de cosas inaprensibles, se respira una atmósfera lúgubre, las máscaras con sus ojos ausentes buscan una presencia familiar, los objetos recuperan sus colores y su movimiento invisible, las caracolas se llenan del sonido del mar, la oscuridad camina por los corredores, las vitrinas crujen, los trajes se llenan de aire, los zapatos recuerdan el rumbo, la arena, el viento ruge contra las ventanas, los ojos de los mascarones se dirigen a un punto del océano, se oye el tintineo de las copas, la música de las campanas, un pez se estrella contra el acantilado. Entonces los pasos del poeta salen torpemente de la casa y se dirigen a la tumba que a esta hora es golpeada por la furia del mar. Esos pasos lentos van en busca de Matilde.

Toda la noche he dormido contigo
Junto al mar, en la isla.
Salvaje y dulce eras entre el placer y el sueño,
entre el fuego y el agua…
He dormido contigo
toda la noche mientras
la oscura tierra gira
con vivos y con muertos…

Termina aquí este viaje febril por el sur de mi memoria que destila su mejor vino. Me atraviesa esta paz de lagos, ese asombro de nevados, esta pasión de volcanes adormecidos; vuelve el sabroso paladeo del salmón, el olor de algas en los puertos, el júbilo de espuma que golpea las rocas donde se albergan los pingüinos. Persiste el pasmo multicolor de azaleas en balcones, explanadas y laderas, esta euforia de Saltos de Petrohue. Va y viene la noticia del queltehue, el pájaro que predice catástrofes, su canto alerta sobre la llegada de humanos invasores, anuncia nuestro paso, nuestro crujir de madera esquivando los helechos. En el recuerdo, Valparaíso resplandece entre un polvo dorado de colinas y de azules que salpican a sus pies. Viña del Mar se incorpora entre sus esteros y terrazas, con su aristocrática forma de asomar la cabeza hacia el litoral. Vuelve Santiago, toda hecha de arboledas, de jóvenes, de calles convulsas. Estas impresiones son raíces que se arraigan y crecen en la memoria. Chile, su «largo grito de hielo», el horror de su historia se aloja en volcanes dormidos y un viejo dolor arde en el centro del sueño.

Preámbulo

A Efrén, por el viaje interminable

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PÁJARO del olvido
jamás te tuve más cierto en mi memoria.
JOSÉ ÁNGEL VALENTE

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Estas crónicas son una exploración en la memoria, en los sentidos, en la ficción del pasado. Sabemos que los recuerdos, como los sueños, son materia inestable y cambiante, caóticos, libres, se niegan a la linealidad espacial o temporal. Los relatos están atravesados por preguntas, o por saltos caprichosos del ensueño. Algunos surgen del recuerdo todavía tibio, otros de una distante evocación. En algunos puntos se teje con las hebras de la imaginación o del deseo, en otros con la poesía, con la literatura, que es otra forma de viajar. La memoria se compone, como diría Borges, de «unas cuantas tiernas imprecisiones», las mismas que conforman el mundo, la vida. Hay itinerarios y encuentros que solo son posibles en el papel, en los sueños, en el cine, en un mundo virtual. ¿Quién duda de estas realidades?

Las crónicas tienen múltiples tonos, ritmos, colores, voces. Así como un viaje nunca es igual a otro, quien viaja se transforma, deja de ser. «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». La voz que cuenta también se transfigura: la que alucina en el desierto, esa que tirita en la noche del lago; la que se espanta ante el exceso, o aquella que explora en el mapa para encontrar el país de los sueños, no son la misma voz. Todas y ninguna es la que ahora escribe. Cada una tiene su tiempo, su modo de vivir y contar. Todas tienen aquí la palabra.

Es posible que el lector, como el viajero, se sienta perdido. Quizá quiera anticipar el final, devolverse, cerrar el libro. O querrá seguir, dejarse llevar, tomar su propio rumbo, quedarse a explorar un solo lugar. Será como estar en situación. No hay otro orden que el deseo. Ojalá esta lectura pueda vivirse como un viaje…

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Los viajes realizados empiezan a formar parte de la ficción del recuerdo. Es la huella del déjà vu, esa sensación que nos invade a veces cuando llegamos a un lugar, o vemos una imagen, y tenemos la certeza de que ya habíamos estado allí, que esa situación ya la habíamos experimentado, y no logramos comprender si se trata de la memoria del pasado o de la memoria de un sueño. Para el cerebro no hay diferencia. Ambas son realidades vividas. Con la memoria de los viajes ocurre algo más: sabemos que estuvimos allí pero no logramos recordar los detalles o rescatar la sensación, es como si los hubiéramos soñado.

La deuda con la memoria empieza a saldarse cuando las palabras retienen aquello que se escurre, que se escapa por las grietas. Cuando logra nombrarse, lo vivido vuelve a ser parte de la realidad. El viaje se hace vida cuando se convierte en palabra incesante y retoma el movimiento del tiempo que lo alimenta hasta el infinito. Contar es volver a vivir. «El verbo se hace carne». Mientras el cuerpo se complace en su roer de huesos, en su ruta de aire y flujo de sustancias, la mente se alimenta de infinito, de sensaciones en las que coexisten soles, océanos y nieblas.

El viaje nunca concluye en el recuerdo. Vuelve a iniciarse en el relato para quien lo escribe, para quien lo escucha o lo lee…

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Los viajes se van acumulando en la memoria como un revoltillo de pequeños sucesos, recortes y fragmentos de lugares guardados en un cajón, retazos que reclaman una mano que los zurza. La memoria tiene un asunto pendiente, una espina que perturba sin que sepamos en qué lugar se aloja y dónde ha echado raíces. Hay una deuda con el tiempo ido; con esas horas que rápidamente se vuelven espuma, sonidos disueltos, alma de cosas ausentes, visiones que surgen en el insomnio o que se mezclan con los sueños.

Los viajes se desmoronan en la memoria y son como las migas de pan que en el cuento se dispersan por el camino. Son imágenes, voces, historias, sensaciones… Se siente la necesidad de atraparlas antes de que se desvanezcan, antes de que se conviertan en polvo y nadie, ni siquiera uno mismo, pueda creer que alguna vez tuvieron lugar. Entonces echamos mano de notas sueltas, colillas de tiquetes, postales, fotografías, esa forma congelada del tiempo, esas imágenes en las que a veces no nos reconocemos…

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Marco Polo en la cárcel siente la necesidad de contar ese viaje que ha hecho a territorios desconocidos, allende las fronteras. Entonces le dicta al amanuense sus aventuras y a medida que cuenta, surgen historias y personajes inusitados, reinicia la travesía, mezcla en su memoria lo visto con lo oído y lo imaginado, pues todo le resulta igualmente verídico y digno de ser creído. La realidad y la invención fundan los lugares, como en el caso de Ítalo Calvino y sus viajes imaginarios por Las ciudades invisibles.

En los viajes vemos lo que sabemos y además lo que imaginamos. Nadie viaja con la mente en blanco. No solo se camina horadando la tierra que pisamos, también se dan pasos hacia adentro. Así, un viaje es un trasegar interior, una exploración para dirigirse hacia algún territorio de la mente, del alma, del sentimiento, o como queramos llamar a ese adentro, en el que no estamos solos. Allí habita una multitud…

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En ocasiones, al hurgar en los recuerdos, así como en las fotografías, se nos revelan cosas que nunca vimos; otras veces se omiten las escenas que quisimos capturar con el visor. O quizá las dos realidades se superponen. Julio Cortázar nos recrea las dos posibilidades. En Las babas del diablo un fotógrafo descubre un delito, gracias a las imágenes que está revelando en su cuarto oscuro. Antonioni en Blow up, hace una versión libre de esta historia para el cine, y en ella la realidad y la fantasía se conjugan, de modo que no sabemos si creer al ojo de la cámara o a la visión del fotógrafo. En El Apocalipsis de Solentiname, otro cuento de Cortázar, el narrador descubre que ninguna de sus diapositivas ha capturado las escenas campesinas que retrató, y en su lugar aparecen imágenes de violencia política. Es el arte rebelándose en el momento de la revelación.

Este prodigio no pertenece al plano de la fantasía sino a la fantástica de la realidad, es decir, a otras dimensiones de lo real.

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Así como el cambio existe, así
en el paso de los años se alcanza la permanencia.

FRIEDRICH HÖLDERLIN

Escalofrío

Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna…

FEDERICO GARCÍA LORCA
«NEW YORK, OFICINA Y DENUNCIA»

Federico García Lorca se estremeció con «el alba mentida de New York» y aún sus gritos se oyen por las calles de Manhattan. Imagino sus gemidos en el Strip o en la calle Fremont de Las Vegas, sus enormes ojos de carnero, incrédulos y espantados en los casinos, compadeciendo a la mosca y a los trenes de dolor en los que viaja la carne de los cerdos hacia los restaurantes, hacia los vientres y la sangre de los apostadores, como tristes efigies de la miseria insaciable que los llena. Imagino su espanto frente a la marcha de los trajes que hablan todos los idiomas de la tierra y que todo lo ensucian con sus culos atiborrados. No es el placer, es la sevicia. No es el juego, es la miseria del indecible dinero que fluye, el dólar que los esclaviza. Las Vegas es la ciudad de los excesos, el mundo de la hipérbole, de los valores exponenciales.

Hemos rodado cuatro horas desde Flagstaff, ese pueblo blanco con casas de chocolate, en el que dormimos después de visitar el legendario Cañón del Colorado. Hemos atravesado el color del desierto, viendo los montículos de arena y la arena misma volando a través de la luz, convirtiéndose en un espectro amarillo como ese sol incendiado que desdibuja el color de la carretera. Penetramos por montañas sedientas, que por tramos son chorreadas por maquinarias operadas por hombres sin rostro, sed que no cesa y golpea los vidrios de los autos. Avanzamos tarareando con los Rolling Stones «Well if you ever plan to motor west/ Just take my way that the highway that the best/ Get your kicks on Route 66», «por la autopista del Oeste hasta su fin… a patadas por la 66». Es la 66, la carretera madre, como la llamaba Steinbeck, la ruta de huida hacia el oeste. Después de pasar por Hoover Dam, la gran represa que hiere el paisaje para vencer la aridez y surtir las ciudades circundantes, después de paliar la prevención sobre ese lugar erigido como un ambiguo oasis para el azar, finalmente allí están los freeways que nos impelen a penetrar en la metrópoli de neón y a dejarnos arrastrar por los tentáculos de la ciudad. «Welcome to fabulous Las Vegas, Nevada». Es en ese instante cuando siento el escalofrío.

Las Vegas Boulevard nos engulle con sus colores y sus vallas gigantescas. No alcanzan los ojos para ver, no es posible leer todos los carteles, las pantallas enormes, los videos publicitarios que exhiben cuerpos y anuncian aventuras, los letreros y señales indicando la mejor opción para divertirse, comer, comprar, para hospedarse o para asistir a los mil y un espectáculos que transcurren de manera simultánea en mil y un establecimientos. Bienvenidos a Nueva York sin Nueva York, al Palacio de César sin el César, a la moderna Edad Media, a la cristalina pirámide del Luxor desafiando al sol, a la Isla del tesoro sin la isla; bienvenidos para ver los tristes leones de la MGM, la Metro Goldwyn Mayer, que en su sopor no creen ser ciertos en medio de tanto artificio. Todos los lugares apócrifos ofrecen la ilusión de realidades interconectadas por escaleras eléctricas que trastocan el orden del tiempo y del espacio.

Dentro de París está el afuera de París. En Venecia siempre serán las cuatro de la tarde bajo un cielo electrónico que enceguece a los pelícanos, y es posible que alguien crea que las góndolas realmente lo conducirán a la plaza de San Marcos, en donde siempre hay un concierto a las cuatro de la tarde. Los falsos gondoleros se ajustan su gorra para que la brisa del Adriático no se la arrebate y, entre tanto, cantan una canción italiana. Los visitantes creen ser libres turistas y no pequeñas marionetas conducidas por un sistema electrónico que hace circular siempre la misma agua que no lleva a sitio alguno. Entre la Tour Eiffel de latón y la falsa Piazza di San Marcos no hay más que unos pasos. Y para pasar de aquellos lugares a la Estatua de la Libertad solo basta con atravesar el boulevard por los puentes peatonales y allí lo estará esperando la pretenciosa esfinge con su antorcha apagada, que en medio de tantos avisos luminosos no es más que un símbolo baladí de algo que apenas se recuerda.

Y es que el verbo recordar no tiene razón de ser en medio de este despliegue de fugacidad, en este reino de lo efímero en donde priman las realidades virtuales, la apariencia de lo majestuoso, la burla de lo solemne o la imitación de lo sagrado. Todo aparece huérfano de contenido porque no se trata de una desacralización de los símbolos sino de su exhibición comercial. Las pirámides o los faraones egipcios son muñecos de feria que la gente retrata antes o después del Hard Rock Cafe, de algún McDonald´s o Burger King. Estas ostentosas copias del patrimonio universal exaltan el dinero y la arrogancia: ¡podemos tener aquí y ahora todas las maravillas del mundo y tendremos muchas más! Espere la próxima inauguración.

«Comprar es mucho más americano que pensar», dijo Andy Warhol alguna vez. «Ganar dinero es arte –dice el gurú de la pop culture– un buen negocio es el mejor arte». Se diría que dentro de la división internacional del trabajo a los estadounidenses les correspondió el entretenimiento, los estudios cinematográficos, la gran industria del circo, los enormes parques de diversión, los remakes de la historia, Micky Mouse en vez de Napoleón, el correcaminos en vez del Che Guevara. Y el epicentro, el top, está en «la rosa del desierto», «el espejismo más brillante», la ciudad de Las Vegas. Todo se ofrece, se rebaja, se vende. El futuro en primer lugar. Una escort por dos mil dólares la noche, algo para inyectar, algo por la nariz. Las tiendas de ropa y de cachivaches exhiben el verbo comprar, atraer, engullir, engañar. En la mesa redonda del rey Arturo están las tiendas de moda gringa, en el Luxor con una diosa Isis sintética se comercia con alfombras voladoras, en el Bagdad de Las Mil y una noches se instala una banda de rock y junto a los apócrifos canales venecianos hay una exhibición de olores que los clientes aspiran con máscaras. Todos fingen. Fingen dormir los tristes leones cautivos que están en el hall de la Metro, o permanecen dopados e intoxicados de gente que los captura con sus cámaras. Quizá en cualquiera de estos mundos artificiales vendan la máquina del tiempo de H. G. Wells, la bicicleta en donde viaja E. T., el despertador que vuela por el cuarto, las escaleras para que el perro suba a la cama, la urna de los masajes, la tarjeta para acceder a la felicidad, que seguramente dará su función después de lanzar los dados.

El espectáculo de los casinos llega más allá de la ficción. No es el infierno, es el laberinto de las máquinas; no es el azar, es el paraíso del artificio. Los jugadores están solos frente a los colores, pero no están allí los colores, apenas su ilusión. Un vodka con zumo de frambuesa en el Wynn o en Montecarlo. Fichas y sonidos que te desean suerte mientras te sacuden las vísceras tratando de vaciarlas. Muerde, muerde las entrañas del monstruo antes de que termine asfixiándote al ritmo del lucky lucky de las tragaperras. Cabezas sin cuerpo giran al ritmo de las ruletas que siempre señalan el rojo dos, a menos que alguien apueste al rojo dos. Ha perdido una vez más ese hombre, el otro, el otro y mil más que rodean las mesas y aspiran un largo tabaco de insomnio.

Los croupieres, hombres y mujeres casi ancianos, parecen retratos de sí mismos, siempre la misma sonrisa forzada, siempre sus pies bajo la mesa tratando de encontrar reposo, sus manos barriendo las fichas, repartiendo la baraja por cuadragésima vez antes de la media noche de una noche que tampoco existe, porque en el casino no oscurece nunca, el tiempo no pasa, solo transcurre el espectro de un tiempo que espera afuera, tras las grandes puertas de vidrio que conducen a la ficción de la calle. Mujeres envejecidas, con faldas que dejan ver sus muslos flácidos, reparten bebidas a los jugadores. Nadie ve sus cuerpos mofletudos o el temblor de sus bandejas en los salones de la ruina.

Los bares que hay dentro de los casinos se destacan por su peculiar disposición: En vez de una superficie para poner la bebida o descansar las manos, cada sitio de la barra es la pantalla de una máquina de apuestas, de tal modo que mientras bebes juegas sin levantar la cabeza, sin que tengas necesidad de mirar al vecino que también está clavado sobre sus propios colores y números. Porque en Las Vegas nadie necesita mirar a los ojos. Tampoco hay alguien que espere a alguien al final del laberinto, al final de los corredores atorados, cuerpos sin rostros que asesinan el sueño y se dejan conducir por esa mole que parece humana en la forma como mueve las manos al bajar las manivelas de las máquinas, en esos ojos que solo perciben formas electrónicas que engañan al azar, que lo ahuyentan. Un dirty martini en Bellagio o una Coca Cola en Treasure Island. Espanta tanto ruido que esconde la rendición de las palabras. Una caravana interminable de huéspedes sale y entra a los ascensores para perderse en pasillos y luego en habitaciones en donde las anchas camas no logran albergar la fatiga de los números.

Una ciudad que arrastra al «borde del precipicio absoluto», a la que muchos llegan en pos de una señal, antes de la soga o el disparo en la sien, buscan el golpe de suerte, un triple siete en la máquina traganíquel, la mano esperada en el blackjack, o simplemente una sonrisa comprada entre luces intermitentes y campanillas electrónicas con su monótona ansiedad. Pero la señal no llega, la habitación es gigante, idéntica a las mil de cada piso, todos idénticos entre sí, y esa soledad tan idéntica a ti mismo. Finalmente, el suicidio vencerá al azar. ¿Qué decir, Federico, de esta ciudad oasis? «Es inútil buscar el recodo/ donde la noche olvida su viaje/ y acechar un silencio que no tenga/ trajes rotos y cáscaras y llanto».

Este es el destino preferido para la anónima muerte o la anónima boda. Cásese en Sin City mientras pasea en una limusina, wedding while driving, el mejor sitio para su boda, bodas en tres minutos, bodas de película, bodas express, el amor incluido. Y los novios con sus vestidos de ceremonia entran y salen de los edificios o se toman fotos frente a las fuentes de aguas recicladas, que danzan con sus destellos luminosos. Una multitud de solitarios desfila por las aceras, los edificios vomitan y tragan gentes que se arrastran con sus patitas de hormigas, que miran hacia arriba para ver pasar los monorrieles que comunican los complejos comerciales. Te esperan el «Fashion Show», «Cupid´s Escorts», las orgías alimentadas con drogas de diseño. Las palmeras de artificio estiran sus cuellos intentando ver el desierto que cada vez es más desierto de sí mismo, que ve borradas sus dunas y su arena, y no logran ver sino los «montes de cemento», los miradores de los hoteles y un cielo desnudo, ávido de agua y oscuridad. Los cielos eléctricos engañan a los árboles, los árboles engañan a los pájaros y estos emiten sus chillidos electrónicos para engañar al niño de los ojos transparentes. «El cielo es el límite» es el lema de la urbe.

Los solitarios llegan a Las Vegas persiguiendo su desazón. En Flagstaff conocimos a un indio navajo, borracho y regordete, que al enterarse de que al otro día viajaríamos a Las Vegas, con un tono sarcástico y bebiendo a grandes sorbos su cerveza, nos dijo que lo que más le gustaba de ese lugar era la posibilidad de amanecer con «el culo floreado junto a una piscina». Descripción cruda de lo que puede significar Las Vegas, no por la oportunidad que ofrece para las transgresiones y los placeres de la carne, sino por la frivolidad de los excesos, por la pose y el morbo del fracaso. Es también un panóptico sin cárcel. Millones de lentes ocultos, pantallas, ejércitos de ojos te acechan y controlan. En el brazo de la silla, en la mesa, en la barra, en el broche del portero, en el anillo de la mucama. Todos te sonríen y el rayo de su risa te penetra.

No es la calle helada de Las Vegas, es el roce yerto de los cuerpos. No es la guerra, es el temblor del escarabajo anónimo que todos pisotean. No es la selva, es la agitación de los estómagos en grandes toneles de alimentos que se pudren dentro de vientres grasosos. No es el horror, son las cloacas de los hoteles atragantadas de usura. No es el odio, es la opulencia de los desperdicios. No es el reino fantástico, es el paroxismo de la electrónica, la angustia de que el tiempo no pase, de que todo se mueva hasta el infinito y atrape la voz y la conciencia.

Sí. Las Vegas, capital mundial del entretenimiento, del suicidio, es el mundo de la hipérbole, de los valores exponenciales en los que los seres humanos son apenas cifras recortadas y carentes de voluntad. De esta ciudad se dice que «es la respuesta, sin importar la pregunta»; en la que «todo lo que sucede, allí se queda». Pero he roto el pacto de silencio para contar el escalofrío. Kilómetros de sábanas sucias que ahorcan la mañana, toallas húmedas que cubrirían las montañas rocosas y el Gran Cañón, moles de papel despreciable que atasca las tuberías del continente, cincuenta millones de servilletas diarias untadas de hartura, el ruido de cien mil aspiradoras que lamen las huellas de las suelas, toneladas de ceniza que cubren el desierto, veinte millones de autos que atraviesan la ciudad dejando su rastro de humo e indolencia. Y la gente que todo lo devora, que todo lo compra y lo consume. La náusea al entrar a los restaurantes en donde siempre hay filas de gente esperando para llenar sus bandejas con los «cuatro millones de patos,/ cinco millones de cerdos,/ dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,/ un millón de vacas,/ un millón de corderos/ y dos millones de gallos/ que dejan los cielos hechos añicos».

No son los cerdos los que acaban de ser degollados, son cerdos quienes ahora devoran su propia carne, eructan y se preparan para digerir los cerebros que viajan atrapados en cabelleras de almizcle. Federico no estaba allí para ver los cien millones de cangrejos, los doscientos millones de camarones, las toneladas de calamares y pescados que saltan en palanganas infernales, el crepitar de los tallos y las hojas, el gemido inaudible de las langostas en el agua hirviente, la fiesta de las grasas y las toneladas de azúcar que hacen crecer los vientres y las ropas, todos en el desfile ansioso de las glándulas, en el bullicio de los molares y el glu glu de las gargantas, hasta que surge la náusea o la urgencia de la cañería y se renueva el ritual de los estómagos. ¿Y dónde se recicla la mierda de Las Vegas? Los túneles de desagües que sirven a la ciudad del pecado, a la gran capital del juego, es la más grande ciudad de mendigos de todo Estados Unidos. Una red de infinita vergüenza sirve de cobijo a los homeless.

Nuevos comensales repiten la orquesta de los cuchillos, las interminables filas de bocas no cesan a ninguna hora de ese tiempo inexistente, no cesa el asesinato de los corderos, ya sin «las alucinantes cacerías», ni los «terribles alaridos de las vacas estrujadas». Y «más vale sollozar afilando la navaja… que resistir en la madrugada/ los interminables trenes de leche,/ los interminables trenes de sangre» que el poeta denunció en Nueva York porque no conoció Las Vegas.

Y yo, que estoy allí, como todos, para ensuciar la ciudad, para atascar los sanitarios, para devorar los colores y las luces, para templar mi estómago en los bufetes, me estoy muriendo de pequeñez, estoy llorando de terror en una acera del Strip, soy un bicho al que todos pisotean y escupen, he perdido la mano que vino conmigo y de pronto estoy sola para resistir la mole humana que atropella con sus risas y sus lenguas extrañas, estoy en ese bote de basura que alguien tapa con displicencia, he llegado para quedarme arrinconada en algún corredor, lloro por el desierto y por los leones en su hall de escenografía. «Porque es justo que el hombre no busque su deleite/ en la selva de sangre de la mañana próxima./ El cielo tiene playas donde evitar la vida/ y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora./ Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño./ Este es el mundo, amigo, agonía, agonía./ Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades».

Invoco a Federico y con él «denuncio a toda la gente que ignora la otra mitad», a la gente que anula y atropella a los billones de habitantes del planeta que no conocen el bienestar. No hablo de los que mueren de hambre sino de los que ignoran el exceso. Qué pensarían de esta ignominia consentida, aplaudida y publicada, de esta falta de vergüenza. «Less is no more. More is more», sentencia el cartel en la puerta de un restaurante del Luxor. Es la filosofía de Las Vegas pero también la mentalidad del delirio americano. No puede ahorrarse nada en esta burbuja de abundancia, de despilfarro. Nada se escatima. Hasta la culpa suele multiplicarse en las mentes inhábiles para el consumo. Estás allí y debes cumplir con el ritual del parásito, debes sacar tus garras de bestia y devorar lo que necesitas para sobrevivir en este reino de las serpientes. «Llegaban los rumores de la selva del vómito/ con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,/ con árboles fermentados y camareros incansables/ que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva».

Por eso el estremecimiento y esta sensación de insecto en Las Vegas, esta cobardía de turista de cámara recién adquirida en Costco o en Best Buy. No es solo el sentimiento de la pequeñez sino la conciencia de haber nacido en un pedazo de mundo invertido, en donde todo se divide, se resta o se minimiza; un mundo en el que la gente aprende a repartir la miseria y a conjugar la mezquindad.

Las Vegas me amilana, me hace añicos las simetrías, desdibuja la equidad, me aguza la experiencia de la soledad colectiva. Soy una niña que grita ¡Auxilio! con su voz inaudible y sin embargo se deja llevar por la fuerza de la curiosidad a este lugar de imposible olvido. ¿Qué puedo hacer, Federico? ¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes? ¿Ordenar los amores que luego son fotografías, que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?

Ordeno las fotografías y los videos en donde me veo caminando con diez piernas y una falsa sonrisa. En ese rostro no se adivina el sinsabor. El escalofrío lo he traído aquí, lo he convertido en palabras.