Viaje en contravía

Basílica del Voto Nacional, Quito – Ecuador

ÚLTIMO DÍA: EL INFIERNO

La calzada es oscura y sinuosa. Muy pocos vehículos acompañan nuestra marcha. A esta hora la gente no suele viajar, quizá por miedo a las sorpresas que puedan surgir en la carretera, seguramente por las últimas noticias que vienen del sur. Hemos aprendido a imaginar el mal y a huir de él como ratas horrorizadas. Este país está sitiado en su centro, en sus vísceras, en todos sus tendones. La gente es cauta, aprende de la experiencia, menos nosotros, tan campantes, guiados por los impulsos. Conduces a prisa. Llevas fijos los ojos en la carretera que se abre después de cada giro. Agustín Lara canta «noche de ronda, qué triste pasas, qué triste cruzas por mi balcón» De repente una curva cerrada y brota de la oscuridad un cuerpo color humo, color asfalto. Un perro salpicado de noche se dispone a cruzar la carretera cuando se encuentra de frente con la defensa del auto que intentas frenar, sin lograrlo.

Escuchamos el golpe seco. Sabemos que hemos dado contra el cráneo de un pobre animal perdido en la carretera. Nuestra sorpresa se convierte en dolor, arrepentimiento. ¡Qué hemos hecho! Siempre seríamos víctimas, nunca victimarios. «¡Qué he hecho! ¡Le hemos dado al perrito!» –dices–. ¡Lo hemos matado! –estoy a punto de llorar–. Ya hemos avanzado un buen trecho cuando frenas en seco. «¡Debemos volver para llevarlo a una clínica!» – Insistes casi con llanto en la voz–. ¡Es una locura!respondo–. Es peor tener que verlo aplastado o moribundo. No hay nada que podamos hacer. «¡No! ¡Tenemos que volver!»insistes–. ¡Estás loco! Trato de contenerte, pero en ese momento no escuchas más que tu angustia. Giras la dirección a la izquierda y regresamos por la misma oscuridad. Tú en busca del animal herido, yo en busca de una mancha roja en el asfalto.

Lo vemos al otro lado de la vía, caminando lentamente, sin rastros de herida alguna en su cuerpo. Es una perra con sus mamas crecidas pero secas. Seguramente ha salido en busca de comida para luego amamantar a sus crías. Avanza sin dificultad, mira las luces del carro, sin inmutarse. Quisiéramos saber cómo se siente. Es peligroso detenerse en este punto, pero lo haces. Se te ocurre que debemos montarla al carro. Me niego a hacerlo, no lo creo sensato. Qué ganaríamos con llevarla, a dónde, a esta hora, no conocemos la ruta, no existen hospitales de perros en los pueblos, deambularíamos toda la noche llevando su quejido, su reclamo, su hambre, no tenemos derecho a sustraerla de su entorno. La discusión nos ocupa varios minutos. Reprochas mi supuesta indolencia y la perra se oculta entre los matorrales. Entonces aceleras bruscamente, como queriendo sacudirme, reiterando tu molestia. Continuamos la marcha contra tu voluntad.

Pienso de pronto en el azar. En ese azar que atravesó al animal en el momento justo cuando pasábamos por ese trecho de la carretera. Tal vez haya sido una señal, quizá más adelante nos aguardaba una infausta sorpresa. Esa coincidencia del perro que con certeza golpeamos y cuya herida no logramos ver, quizá nos ha librado de algo, nos ha salvado el regreso. Imagino a la perra con sus crías y me convenzo de que ella tampoco habría querido treparse al auto para abandonar definitivamente el lugar al que pertenece. Me consuelo pensando que seguramente aquella noche un niño esperaba su retorno. En ese momento todavía no puedo comprender que el suceso aciago ya ha llegado. Es la atmósfera que nos invade desde hace algunos días y que solo ahora se materializa con toda su contundencia. Es el bulto negro en la travesía, las heridas que no asoman y laceran adentro. Son las palabras no dichas que agrian el ánimo. Es el anuncio de lo que viene. La certeza de que el fin del viaje será también el final de una historia, de este recorrido en contravía. Es el desenlace del conflicto que nos aguarda amordazado y con doble llave dentro de la casa.

La mañana de aquel día habíamos empacado las cosas, ya sin entusiasmo. Lo habíamos hecho tantas veces que ahora resultaba una tarea fatigante. Recoger la ropa, las sobras de las provisiones, doblar la carpa, las mantas, sacudir las sombras, los sueños, los sonidos, los recuerdos. Mientras amarraba los cordones de mis zapatos me preguntaba qué final nos depararía. Desde muy chica, siempre que vivía un acontecimiento feliz me asaltaba el temor de estar perdiendo algo irrecuperable. En medio de una fiesta me encerraba en el cuarto para escuchar las risotadas y la música, y mientras miraba hacia algún punto del techo, me entregaba al extrañamiento, a vivir el recuerdo de ese momento. Era la conciencia del paso ineluctable del tiempo que cobraba su cuota de abandono. En plena luz me empecinaba por anticipar la llegada de las sombras. Era un ejercicio tremendamente solitario y cómo explicarlo a mis ocho años.

Pronto comienzan a aparecer las señales de advertencia: descenso difícil, revise frenos, curvas peligrosas, desprendimiento de rocas, peligro resaltos, derrumbes, vía resbalosa, abismos, inundación… A pesar de los llamados de precaución no disminuyes la velocidad. Una niebla espesa viene hacia nosotros. Se acompaña de una lluvia pertinaz. Hay baches en el pavimento, atravesamos ríos negros, quebradas crecidas, parajes de soledad. Desde hace varias horas no dices nada, aunque habla tu cuerpo. Veo tu ceño fruncido, tus brazos crispados, me esfuerzo por hilar palabras, pero se me enredan antes de llegar a la garganta. Empiezo a enmudecer. La oscuridad es una boca que nos traga.

No entiendo cómo ni en qué momento nos hemos metido en este abismo de ira y desazón. Si ahora mismo pudiéramos dar marcha atrás, cambiar el instante que nos envolvió en esta bruma que me impide mirarte… Todas las dudas se precipitan para ahogarnos, para quitarme la risa, las ganas, para ocultarnos los lagos, los volcanes, los pueblos que conocimos, las gentes que nos anunciaron desastres o nos desearon suerte. Todo ha quedado atrás y se ha hecho polvo. Otra vez el amor en la picana, en la picota, en el mísero banquillo. Otra vez el sabor amargo, el revés imprevisto, el graznido del ave negra: «Never more, never more, never more…» Las palabras se dispararon como flechas certeras a quebrar el corazón y lo destrozaron sin dejar huella.

Ahora somos dos extraños en busca de un destino discordante. Hemos entrado al infierno. No al de Dante con su círculo de lujuriosos o adúlteros al que aspiraba llegar. Es el infierno al que van a parar las culpas, la cobardía, toda la vergüenza de los que un día maltrataron el amor. En mitad de nosotros se abre un abismo.

DÍA PREVIO: EL VANO PARAÍSO

No querías arribar al paraíso. Algo impronunciable te quebraba los sueños. Es el día previo al regreso. El esplendor fértil del Valle del Cauca no se cree ante los sucesos del sur del país. Uno diría que se han inventado la guerra para no ver la plenitud de la tierra, su generosa imponencia como una señal de que una vez existió una raza de necios. Nos extraviamos entre los cañaduzales en busca del Paraíso. Algunos nos dan razón, otros nos desvían, al avanzar parece que retrocediéramos. El poeta nos indica el lugar del silencio, el sitio de la historia.

Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma empalidecidas por la memoria infiel.

Aquellas «selvas del valle» que se abren después del «terciopelo azul» de la cordillera, las palmeras proyectadas en el fondo sin fondo del cielo, los prados bien cuidados, los árboles frondosos, nos anuncian que hemos llegado a la hacienda El Paraíso. Allí están todavía los rosales que María, la niña que murió de amor, visitaba todas las mañanas para cortar las flores que adornarían la habitación del hombre que amaba. Efraín, o Jorge Isaacs, el poeta, soldado y viajero que hizo el relato romántico de lo acaecido en aquellos parajes magníficos. La atmósfera de mediados del siglo XIX nos contagia.

Allí está la casa colonial con verjas y vigas de oscura madera, paredes blancas y tejas de barro, rodeada de jardines, de imponentes samanes, de caminos de agua, cantos de pájaros y fuentes. Fresca y acogedora, invita a recorrer sus corredores, las salas y cuartos en donde se invoca la historia de sus personajes. María, larga cabellera castaña divida en dos trenzas, anchos párpados, talle delgado y sonrisa dulce, prototipo de mujer ingenua, «seductivo recato de la virgen cristiana». Mujer silencio, mujer espera, mujer desprovista de ambiciones y conocimientos, flor transitoria, mujer que ve muy lejos el mundo pasar. Efraín, soterrado conquistador, maestro sensual, siempre al acecho de la belleza, alma soñadora, alter ego del escritor. Aquel emporio de haciendas en donde también transcurrió la historia negra de la esclavitud, aquel amor vergonzante, enfermo, prematuramente herido, asaltado a intervalos por el ave negra que anuncia la tragedia.

Un halo de trivialidad, de aroma dulzón y artificio nos envuelve en el recorrido por la casa. Muebles recién lustrados, pisos y paredes intactas, aposentos y corredores ya desprovistos de misterio. Vienen la foto, la pose, el rédito, el usufructo de una fábula. Solo es cierto el rumor del agua, la piedra de los deseos imposibles. Solo queda el recurso de la imaginación y la literatura para poblar nuevamente estos parajes.

DÍAS BORRADOS: LA PRISA

Dejamos Quito cuando apenas el sol se asoma. Salimos de prisa, sin rituales de despedida, sin misterio, sin ganas de continuar, tampoco de permanecer. Las avenidas nos expulsan, las construcciones y las gentes no nos ven pasar, los árboles son apenas manchas verdes en el vidrio empañado al que estoy casi pegada. Voy del sueño al agobio y de nuevo al sueño. Si algo sucediera ahora, nadie nos extrañaría.

Por fin dices algo. Me recuerdas que queríamos ver «la mitad del mundo». Pienso que ya no me importa, que en realidad quería ver el mundo entero. Respondo que me da igual. Persistes en el plan inicial y te diriges allá. A esa hora se encuentra cerrado el ingreso al monumento. Nada memorable o sorprendente. Una foto por encima de las rejas quizá alivie esta sensación de derrota. He dicho adiós a la capital de Ecuador y avanzamos velozmente hasta encontrar San Luis de Otavalo. Veo a la distancia sus colinas, sus verdes praderas, los indígenas que aprovechan cualquier parada para ofrecernos sus artesanías y se estrellan contra mi indiferencia o mi tristeza. Enarbolan mantas, ponchos, bolsos, sonajeros, sombreros, sus manos coloridas. Pido perdón por no querer ver. Luego aparece San Antonio de Ibarra, hecha de lagos y montañas. El viento sopla con aquel aire de música andina, cruje el maíz entre los dientes, el humo de los ranchos se disuelve en el azul. Callo la promesa de volver.

DÍAS OCHO Y NUEVE: QUITO

El centro histórico lleno de iglesias, calles adoquinadas, balcones, plazas, museos, ventas ambulantes, pasajes comerciales, locales de discos y ropa, santos, crucifijos, repuestos y toda suerte de artículos, enquistados en imponentes construcciones del siglo XVIII, en lo que fueron conventos y palacios. Se quiere un centro histórico vivo, dicen los quiteños. Por eso no es raro encontrar talabarterías en el piso bajo de la hermosa iglesia gótica que sobresale en la panorámica de la ciudad, restaurantes populares donde hubo palacios, ventas de chucherías en casonas otrora distinguidas. Se diría un sacrilegio a la arquitectura, o la vida práctica y necesaria, las casas para quien las trabaja, el rebusque en su justa materia. Benalcázar, la calle estrecha, atorada de vehículos, invadida por la masa de turistas europeos, indios, mulatos, negros. Nosotros, intrusos, olisqueamos, trazamos espirales con los pies. Carteles escritos a mano y con mala ortografía ofrecen fanesca, empanadas de moro, fritadas, asado de chivo, especialidades quiteñas para los paladares. No hay tiempo de saborear los bocados. Nos atragantamos de preguntas. Los pies se fatigan, los ojos lo apresan todo. Mi mano en tu mano, a intervalos, sin ninguna certeza.

La catedral se impone sobre las demás construcciones en la plaza de la Independencia. Numerosos guías revolotean, enseñan las obras de arte que contiene cada capilla, el brillo del pan de oro por todos lados. El resplandor de vida que confiere la técnica de vejiga de borrego en los rostros de santos y vírgenes nos sorprenden. Desde sus ojos parecen interrogarnos, ruborizarse con tanto mirón. El arte barroco pulula en rincones, cenefas, columnas, arcos, mausoleos de famosos obispos y personajes ilustres. El cielo del templo, habitado por querubines y soles. Cientos de arcángeles, santos y vírgenes hechos por indios anónimos, artistas ocultos que tallaban figuras para adornar los altares de la aristocracia colonial y luego republicana. Caspicara, el único nombrado entre todos ellos, sus esculturas de talla humana se esparcieron por todas las provincias hasta llegar a adornar templos del Virreinato de Lima, de la Nueva Granada o del Imperio español.

En el convento de San Francisco, verdadera joya de la historia quiteña, encontraremos la Virgen de Quito, la que esculpió en madera el artista barroco Bernardo de Legarda en 1734 usando la técnica del repujado y el estilo encarnado. Sus ojos de vidrio nos miran con tal dulzura que siento vergüenza. El pan de oro ilumina sus hábitos, su tabernáculo. Una réplica suya guarda la ciudad desde el cerro El Panecillo. La única virgen alada del mundo, nos dicen. Legarda es autor de muchas esculturas y su obra cumbre preside el altar mayor con su danza perpetua, antes del vuelo. Sus zapatillas pisotean el mal, representado por el dragón. Recorremos los pisos de piedra que han soportado el peso de más de cuatro siglos. Nos sorprende la cervecería de los franciscanos con su maquinaria del siglo XVI. Allí están los barriles, las embotelladoras, las bandejas. Cuántas manos trabajaron en ella y cuántos muertos bebieron la exquisita cebada que era donada por los lugareños, a modo de limosna. La receta se fue a la tumba con el último capuchino de la época.

Al final del recorrido nos espera la sorpresa del coro de la iglesia. El monumental órgano nunca fue interpretado porque su vibración amenazaba con derrumbar la bóveda del techo, construida como un rompecabezas de madera y en la que no se usó ni goma ni clavos. La insertaron a presión y allí se conserva todavía, como una muestra de inteligencia y arte. Una loa para los franciscanos por su legado a la arquitectura religiosa.

Es momento de caminar por la calle de La Amargura, la nuestra y la de quienes nos precedieron. Se dice que cientos de enfermos la bautizaron así por ser la ruta obligada de los muertos. El nombre se repite en numerosas ciudades coloniales y remite a la historia de los tormentos, al oscuro tiempo de la inquisición. Por ella desandarán nuestras almas a la hora de masticar agravios, presentimientos, rencor.

El atardecer nos lleva a Buenavista, la zona más alta de la ciudad. Algo del entorno nos devuelve el sosiego. Contemplamos casonas con jardines y fuentes junto a bellas construcciones modernas, calles estrechas y sinuosas, edificios de apartamentos celosamente vigilados. Después de ascender por varios minutos y de dar rodeos, hallamos por fin el Museo Guayasamín. Las tres galerías muestran colecciones completas de arqueología y hacen un recorrido por los distintos momentos del pintor. Del tiempo del llanto vamos a dar con la ternura. Me pregunto por qué a veces llega a doler tanto la ternura, me estremecen los gestos de las manos, la expresión de emociones con tan solo unos cuantos trazos. Siento que después de recorrer el corazón de este artista, su herencia a los pobres mortales, sería imperdonable dejar pasar el tiempo sin usar las manos para ahorcar las palabras que nos matan. Entonces podemos hablar y hablamos tanto que al final hemos curado las heridas y recuperamos transitoriamente la capacidad de amar. Heroísmos que nos alejan momentáneamente del infierno.

DÍA SIETE: IPIALES, CAMINO A QUITO. 

Ipiales nos recibe cuando apenas está abriendo los ojos al sol. El pueblo nos resulta desprovisto de gracia, un tanto hosco. Buscamos el descenso al Santuario de las Lajas, su mayor atracción. En el camino vemos los colegiales que llenan la vía con sus risas y juegos. Nos abrimos paso hasta el sitio donde miles de vendedores ofrecen estatuillas, estampas, postales, recuerdos de la Virgen. Bajamos por escaleras llenas de peregrinos, en medio del zumbido de los personajes que atosigan con sus ofertas, junto a ancianos y enfermos que son conducidos por sus familias al encuentro de la santa, con la esperanza de que su visión les devuelva la salud. Es la fe que mueve montañas pero no logra hacer caminar a la viejecita que se tambalea intentando llegar.

Al fondo, el río Guáitara corre raudo en medio de las rocas. El cañón alberga la magnífica catedral construida desde 1920, por trechos, casi dos siglos después de que una virgen surgiera en el filo de la montaña para hacerse visible ante una niña sordomuda que viajaba en brazos de su madre y que, al ver la aparición, gritó que la señora la llamaba. Así surgió Nuestra Señora de Las Lajas. En el museo vemos la metamorfosis de una choza que se convertiría en uno de los santuarios más visitados de Colombia. Se dice que es el más exótico de los Andes, por su peculiar situación geográfica. La cripta nos invita a la oración aprendida en la boca de mamá y más tarde olvidada en brazos del escepticismo. Tomamos las fotografías que nos dejarán para siempre abrazados frente a la boca de la catedral.

De prisa vamos hacia la frontera. El puente de Rumichaca nos da la bienvenida a Ecuador y retomamos el sur, siguiendo la ruta de los Andes. Anchas cadenas de montañas que imponen su cuerpo verde–amarillo, parajes desérticos, valles en los que se pierden los ojos. El auto se desliza por una carretera casi desolada. De pronto, un alto en el camino en un puesto de control para mostrar que somos extranjeros y quizá locos, pues viajamos tantos kilómetros solo para saludar Quito. El policía no entiende razones distintas a los papeles en regla y el vehículo no cuenta con permiso de salida. Podrían devolvernos, sería fácil cortarnos el camino, decir hasta aquí llegaron. Entonces el dinero lo arregla todo de la manera más ágil y cordial. Surge la discusión entre nosotros. Nos enfrascamos en una lucha de pareceres, de razonamientos éticos, de caprichos repentinos. El viaje continúa, pero el paisaje se ensombrece, se oculta.

DÍA SEIS: RUMBO A PASTO, LAGO GUAMUÉS

Contra todos los malos augurios hemos tomado la carretera Popayán–Pasto. La guerra instalada en ese territorio, asaltos a vehículos, robos, secuestros, balaceras, nos advierten acerca del peligro que enfrentaremos en la ruta. Hay miedo en el camino. Nos han dicho en Popayán que la gente evita transitar por esa carretera, a menos que sea por fuerza mayor. No es nuestro caso. Te aferras al volante, presionas el acelerador al paso del viento por las curvas solitarias. Solo surgen montañas más altas que la mirada, sólo el río Patía, su espléndido valle, el paisaje que no creemos merecer y que hizo crecer la voz de Aurelio Arturo: «Yo subí a las montañas, también hechas de sueños, / Yo subí, yo subí a las montañas donde un grito / persiste entre las alas de palomas salvajes… donde el verde es de todos los colores».

Estamos en El Bordo, valle interandino del Patía, clima agradable y seco, 26 grados centígrados, lo bañan y lo cruzan grandes ríos, su fauna y su flora dejan una «sensación de paraíso». Pero allí están los desdichados. Salen de lado y lado en una recta de la carretera. Por grupos emergen de los caminos mujeres oscuras, encorvadas, suplicantes, manos huesudas salidas de un cuadro de Guayasamín, se atraviesan, avanzan en dirección al auto. He aquí el hambre, el abandono: blancas cabezas, cuerpos trémulos en busca de monedas que haces llover por la ventanilla. Tras ellas vienen los niños, harapientos, semidesnudos, quemados por el sol. Junto a sus madres y abuelas aprenden el oficio de la súplica, los trabajos de la miseria, que de vez en cuando se ven recompensados. El vehículo no puede parar, al instante se abalanzarían para cobrar una deuda ajena, mucho tiempo aplazada. Nosotros encarnamos la culpa, el castigo. Después de los ruegos puede venir la exigencia, la amenaza. A lo lejos, quizás atisban los hombres con sus hachas de penuria. Por lado y lado surgen de los matorrales, de remedos de casuchas sin puertas ni ventanas. Otros han robado su figura de un cuadro de Goya. Siento la vergüenza de ser quien soy, de estar pasando de largo por el espectáculo de su desgracia. Dar o no dar. Cierro los ojos cuando ya han desaparecido y me hundo en el silencio.

San Juan de Pasto emerge al fin, en medio de una paleta de verdes, azules y violetas. Oscurece y recorremos sus calles frías, sin destino. Muchas gentes caminan agitando los ramos de la Semana Santa. Salen de la misa, comen helados y soplan el frío entre los dientes. Decidimos tomar la carretera que nos llevará a la laguna de la Cocha o lago Guamués.

La Cocha se abre casi virgen, húmeda y llena de cielo por todas partes. Jaime, el lanchero, nos enseña el cauce de El Encano, uno de los ríos que desemboca en la laguna. Nos dice que sus aguas llegan a ella, pero no se funden, marchan impecables con un tono que no admite confusión. El agua de La Cocha es fría y su vientre está lleno de plantas acuáticas. Imagino el piso alfombrado, las algas enredadas en los bronquios de los cuerpos flotantes. Son uno que otro al año, ebrios, ciegos, que caen al lecho profundo. En la noche de los ahogados el montículo aflora frente al espanto de los pescadores. Cuando eso sucede nadie sale a pescar, nos cuenta Jaime, dejando flotar una sonrisa. La laguna circunda el santuario de flora que brota de las aguas: encinos que se tocan en la altura, rompecabezas de hojas, helechos, musgos, orquídeas, miles de bromelias que te enseño, emocionada.

El Sindamanoy es el remedo de algún gótico hotel alpino, en las faldas del nudo de Los Pastos. O la versión criolla del Overlook de El resplandor de Stephen King, conocido por la película de Kubrick. El hotel está trepado en el montículo, junto al lago. Allí conocemos a Germán, hombre extraño, que nos evoca al personaje que encarna Jack Nicholson. Vive solo y administra el inmenso hotel que se encuentra vacío. En medio de la penumbra, vemos el resplandor de la luna en el lago, largos pasillos, habitaciones cerradas en las que habita el misterio. Decidimos pasar la noche allí. «No por mucho madrugar amanece más temprano». El hombre nos ofrece el mejor cuarto, nos enseña el balcón que parece penetrar en el agua, el lecho grande desde el cual se contempla el esplendor de la laguna, nos seduce con el fuego de la leña que traquetea y promete un oasis en este paraje helado. Somos los únicos huéspedes en aquella enorme construcción y privilegiados espectadores de tanta belleza.

La oscuridad nos convierte en niños a punto del espanto, hay fuego en tus ojos, veo tu miedo, huelo tu infancia, tu ternura. Oímos los pasos de fantasmas por los corredores desolados y nuestras manos se buscan ciegas, aferrándose con la fuerza de una inocencia que recién estrenamos. Ya se aproxima Jack con su hacha. Quieres escapar, pero lentamente volvemos a crecer y entonces nuestros cuerpos se meten uno dentro del otro, se escarban, se socavan. Nuestros gemidos alejan a los espantos, el gozo de nuestra sangre vertiginosa hace llorar las almas en pena, lloran por el tiempo perdido, por el amor que dejaron ir o que mataron, por la vida que se esfumó. Un día nosotros seremos los fantasmas y no tendremos ojos para llorar.

DÍAS CUATRO Y CINCO: PUEBLOS DEL CAUCA Y POPAYÁN

Rumbo a Popayán pasamos por Santander de Quilichao, Piendamó y Morales. El pueblo Misak viste colores alegres. Ellos llevan en la mirada su historia dura, no son de sonrisa fácil, pero son afables al trato de extraños. Los hombres con camisa blanca de algodón, dos ruanas de color oscuro con bordes fucsia, falda de un azul encendido, sombrero de fieltro, bufanda corta rojo fiesta que cae sobre la espalda. Caminan ligeros y seguros con sus botas sobre los caminos de piedra. Las mujeres llevan los mismos colores, aunque de manera invertida. Sobre sus cuerpos flexibles cargan el hijo a la espalda, sostenido firmemente con una faja. Todos colorean el paso de la tarde. Es curioso verlos acaballados con sus faldas sobre una motocicleta. Otros van amontonados en camionetas, con sus mercados, sus gallinas, sus pensamientos hechos de tierra, puestos en sus trabajos, en sus temores o en sus sueños.

En Santander de Quilichao recorremos el parque principal y hacemos nuestras primeras fotografías. Me planto ante la iglesia, asombrada y feliz. Le pides a un anciano alto, como una palma, que tome en sus manos la cámara y nos congele para siempre en el tiempo. El anciano camina con dificultad, tiemblan sus dedos al sostener el aparato que le enseñas a operar, hace una mueca dulce y le regalo mi mejor sonrisa. Estamos de paso y partimos veloces, en busca de otro lugar dónde recrear la emoción.

A mis diez años supe del advenimiento de una virgen en un bosque del Cauca, en medio de las piedras. Una más. Me preguntaba entonces por qué la Virgen escoge los sitios escarpados y las rocas para aparecer, como emergiendo de las entrañas de la tierra y esta vez en territorio indígena. El hecho es que se plantó frente a una adolescente a quien luego llamaron «Aurita, la niña de Piendamó». El espectro se le reveló una tarde, o tal vez la niña fue quien se hizo presente ante ella, o las dos se confabularon en una complicidad que otros llamaron religiosa. ¿Cuál de las dos necesitaba decir existo y aquí estoy? Por el hambre de fe se desencadenó la romería. Miles de pobladores, cientos de periodistas, monjas y curas, crédulos e incrédulos llegaron al lugar para comprobar lo que se creyó un milagro. El bosque es espeso, alto, casi no deja ver el cielo. La niña creció alucinada para siempre por la visión de una virgen anónima que robó su nombre y el del pueblo entero. Ahora vive en una ficción que ha sido su sustento, su historia y razón de ser.

Para llegar al lugar del acontecimiento se desciende por un camino de piedra en medio de ese bosque tupido. Encontramos allí unos pocos devotos. El agua que brota del estanque cae en un chorro helado sobre la cabeza de un bebé a quien la madre sostiene con su mano derecha, mientras con la otra baña su frente murmurando oraciones o deseos. Te duele el frío en la cabeza del niño y su llanto de queja, su llanto inútil entre las manos de su madre piadosa, quien tal vez piensa: «serás grande y feliz en medio de esta tierra dura que nos tocó por patria». Cuando la mujer se retira con el hijo y trata de calmarlo, sin secarle la frente, yo también recojo agua con mi mano y juego a bautizarte, a llamarte amado. Esta vez el golpe de hielo te hace reír. Antes de partir, visitamos la capilla que «la niña» ha construido con las donaciones de los creyentes. Aurita es hoy una mujer madura y entregada a una santa de su propiedad. Las paredes de la capilla están llenas de ofrendas, placas, aditamentos para caminar, relicarios, férulas, mensajes de agradecimiento, plegarias. La fe al servicio de todos. Abandonamos el lugar mientras me dices que nunca escuchaste hablar de esta virgen. Te repito que aquello fue noticia nacional. Hoy he querido estar allí en honor a ese recuerdo.

Es nuestra primera vez en Popayán. La ciudad surge como una perla entre las montañas, se viste con una lluvia delgada, el sol se ha trepado a los techos, lentamente las gotas se evaporan sobre los adoquines. En el centro histórico se respira un olor a cosa vieja. Se inicia la Semana Santa y es la época de mayor afluencia de turistas por las tradiciones que han hecho de esta ciudad un santuario religioso. Vamos en busca de las iglesias, pero aquella tarde todas están cerradas porque se preparan para sus celebraciones. Esto no opacará nuestra visita y nos fotografiamos frente a sus grandiosas puertas de madera, junto a las fuentes, en mitad de los patios de los conventos.

En las partes traseras de los templos encontramos las mujeres que visten los santos. Pienso que nunca había visto una mujer que vistiera santos, aquel popular oficio con el que amenazaban a las jóvenes que no encontraban marido. Veo sus rostros ajados, la expresión absorta mientras sacuden el polvo de cuellos y axilas, quitan lagañas y manchas en los rostros de las efigies, les espantan el sueño, maquillan las sombras, componen sus rezos o tal vez piensan en algún amor perdido, hacen un ruego y mueven sus labios como besando el aire. Quizá los santos son su objeto de amor y hemos fisgoneado el momento más íntimo. Nos entrometemos en medio de benditos y beatos de caras suplicantes, recién emperifollados para las procesiones en las que volverán a ver el cielo. Una vez más serán alabados y se renovará la fe. Nos retratamos junto al Señor Caído, frente a La Dolorosa, hacemos piruetas de amor ungidos con agua bendita, purgamos las culpas entre los confesionarios.

En el Museo de Arte Religioso nos plantamos frente al rubor de la Inmaculada Concepción, nuestro beso altanero desata su respiración agitada, que contemplamos incrédulos. «¡Mira cómo respira!» –me dices– y contra todo escepticismo compruebo que su pecho se ondula y parece que su carne temblara bajo los hábitos. Queremos creer en la fuerza de su sangre que busca salida en el color de sus labios. Luego vienen los apóstoles con su muerte tortuosa. Pedro apaleado, Andrés en el cepo, Santiago desollado y la elegante cabeza de Juan que llega a colmar el hambre de Salomé, bella y despiadada. Nuestros ojos beben todo del cáliz milenario que custodia las ganas de vivir. Mientras Popayán se viste de blanco para su ritual de novia que espera la llegada de la cruz, nuestros cuerpos detrás del balcón se averiguan, se penetran con dulces espadas que traspasan el corazón. Aún no hemos perdido la fe en el amor.

DÍA TRÉS: SAN AGUSTÍN, EL MISTERIO DE LAS TUMBAS. 

Nadie sabe con certeza cómo surgió «la cultura» que llamamos San Agustín. Los estudiosos se refieren a diversos puntos de origen de los pobladores, se dice que las características de la región y su ubicación geográfica eran propicias para el encuentro de los pueblos. Lo cierto es que esos parajes del valle del Alto Magdalena fueron escogidos como un centro ceremonial y lugar de eterno descanso. El patrimonio arqueológico que allí se encuentra da lugar a la exaltación de esta extraña cultura que pobló esa región y cuyos vestigios se remontan a un período sin memoria. Cientos de tumbas excavadas, sarcófagos, estatuas, piezas de cerámica y objetos de orfebrería han convocado la admiración de visitantes e investigadores. San Agustín es patrimonio de la humanidad y, sin embargo, la situación política y social de nuestro país lo mantiene aislado, hasta el punto que en sus calles no divisamos forasteros.

Después de pasar por Gigante, Garzón, Timaná y Pitalito, la carretera a San Agustín se torna accidentada. Los baches en el asfalto nos anuncian que nos aproximamos a nuestro destino. Una vez en sus calles, nos detenemos en un desolado puesto de información, con carteles y fotografías desteñidos, en donde varios hombres aguardan el arribo de visitantes para ofrecer sus viajes a caballo o en jeep, sus hoteles y diversos productos de la región. Requerimos un lugar para tender nuestra carpa y llueven los ofrecimientos, varían los precios. Se diría que todos los sitios están vacantes. Pedro, un hombre de edad media que nos aborda sin miramientos, nos conduce hacia el hotel que ha construido con sus propias manos, una casa ubicada en las afueras, en donde aspira a hospedar a todo el que se deje atrapar por su verbo afilado. Nos sorprende tanto su afán por alojarnos como la oscuridad y la humedad de los cuartos, especie de cuevas con camas e improvisadas chimeneas. Declinamos la oferta. El mismo Pedro nos acompaña al sitio de camping más grande y atractivo del pueblo. Allí armamos nuestra carpa y nos bañamos en una ducha que tiene la fuerza de una catarata.

Ha llegado el momento de estrenar el antiguo ritual de cocinar con leña y carbón. Con alegría nos tiznamos el rostro. Te trepas al fogón para batir el viento mientras yo me quemo los dedos, las pestañas. Saboreamos la comida con tanto placer que al día siguiente hemos de repetir la ceremonia del fuego, frente a la tecnología de nuestro vecino que viaja en un carro–casa, saca su estufa de gas para montarla al lado de nuestra leña húmeda y degusta sus platos mientras charla animadamente con su acompañante. Entre humillados y agradecidos, aceptamos utilizar su estufa para terminar la cocción y ahí se acaba el encanto.

Finalizada la visitada de rigor al parque arqueológico, estamos listos para hacer el paseo por la región. Experiencia emocionante, casi traumática por los violentos saltos que da el vehículo cuando avanza por la trocha, por ese polvo que nos cubre de pies a cabeza y el sol que cumple su abrasadora tarea. Las montañas forman cañones por donde corren ríos y quebradas. El primer sitio al que llegamos es conocido como el Estrecho del Magdalena, lugar emblemático porque allí el «río Grande» se adelgaza a su mínima cintura de dos metros. Alguien podría atravesarlo con un paso o un salto largo, si no se intimidara por el ímpetu de sus aguas. Impresionan las inmensas rocas que rodean el lecho del río, pero sobre todo el caudal. Los promotores turísticos dicen que en este punto el río alcanza unos doscientos metros de profundidad, quizá exageran la cifra para imprimirle mayor emoción. Si algo cayera en su interior nunca podría ser rescatado. Por eso, dicen, es escogido por suicidas para cumplir su deseo fatal.

Me sobrecoge la historia que nos cuenta Manuel, el conductor y guía. Llevaba un grupo de turistas, entre los que se encontraba una pareja que hacía su viaje de luna de miel. El hombre era campeón de salto alto y quiso llevar a cabo su audacia dando diferentes saltos sobre el río, todos exitosos y aplaudidos por sus acompañantes. «Cuando llevaba como veinte saltos –cuenta el hombre– hacia delante, hacia atrás, con los ojos cerrados, insistió en dar el último. Entonces fue cuando equivocó la distancia y cayó de bruces al estrecho. La mujer estaba a mi lado, observando a su novio, y en el momento en que él cayó al río, ella quiso también tirarse para rescatarlo o para morir con él. Yo la detuve, la sujeté fuerte y contemplé su transformación, sufrió una crisis nerviosa y se quedó tendida por largo tiempo…» Tal vez debió dejarla saltar detrás de él –pensé–. Imagino el dolor de la mujer y creo que la muerte habría sido su mayor consuelo. Creo ver a Julián –lo acabo de bautizar así– saltando sobre el Magdalena, siendo tragado por las aguas y siento esa mezcla de estremecimiento y ansiosa provocación.

Más adelante probamos la delicia del maíz en las arepas que asa una señora sobre una piedra gigante que humea. Continuamos el viaje rumbo a Obando, un caserío a doce kilómetros de San Agustín, que guarda el misterio de tumbas excavadas a las que se desciende por grandes escalones para contemplar la cavidad, el lugar oscuro donde los indígenas sepultaban a sus muertos. Penetramos a las tumbas, hechas un museo en medio de la montaña, como niños que regresan al vientre de la madre. Hacemos bromas y allí hasta un beso resulta una profanación. Obando está aislado en pleno corazón del Macizo Colombiano. Sus habitantes dicen que hace muchos años no ven un policía o un soldado, y que su alcalde gobierna desde Neiva porque en ese momento el lugar está bajo el mando de la guerrilla.

Continuamos el viaje hacia el Alto de los Ídolos en San José de Isnos, otro lugar que surge como una postal, verde en toda su extensión, arriba dos montículos que también contienen tumbas, sarcófagos, estatuas. El ascenso fatiga. Hay ingenio y arte en el culto de la muerte. Los arqueólogos interpretan las formas y significados, pero siempre queda una grieta por donde se cuela la duda. El lugar está desolado, somos sus únicos visitantes. Después de almorzar en este lugar escondido en la montaña, en donde Rosa sirve su sancocho caliente y su porción de arroz, visitamos el Alto de Las Piedras, otro lugar ceremonial, en el que se encuentran las estatuas más famosas e impactantes de la cultura agustiniana: El doble Yo y la que se supone es una mujer embarazada. Quizá son bello testimonio de la sensibilidad y la sabiduría de estos pueblos extraviados en el tiempo. Hay armonía con el arte universal en la idea de representar la dualidad: el bien y el mal, lo masculino y lo femenino, el Yo y el Ello, o cuantas lecturas queramos hacer de esta escultura que es un legado de la inteligencia.

El paisaje que sigue no es menos majestuoso: el salto de Bordones, la segunda catarata más alta de Colombia. El río Bordón se precipita desde cuatrocientos metros de altura, brota del vientre de la montaña y se hace vapor en la caída, diluyéndose abajo, entre las piedras y las plantas. Adivinamos su transparencia por la distancia que nos separa. Lejana, soberbia, por fortuna casi inaccesible. El acceso a ella está reservado a expertos caminantes por la peligrosidad en los senderos y abismos que la rodean. Impresiona su belleza y dan ganas de dejarse derrumbar por su fuerza. Aquel día terminamos el paseo con la visión del salto del Mortiño, hermana menor de la cascada anterior, doscientos metros de altura, igualmente sorprende su hermosura, rodeada del verde intenso. El privilegio de su visión lo tiene el cuidador de una finca que ha resuelto cobrar peaje para dejar contemplar la maravilla desde su predio. Nos cuenta que un hombre pagó para ver el salto y después de mirarlo por largo tiempo, sacó una cuerda de su morral, la hincó en un árbol bajito y allí se colgó como un fruto. Inexplicable estrategia: ahorcarse en un árbol para desperdiciar la ofrenda del agua. O tal vez quiso llevarse para siempre aquella visión. El Mortiño es otro lugar sublime del amplio álbum postal para el uso romántico en un país de suicidas.

DÍA DOS: EL FRUTO DE LA PASIÓN

Entre los municipios de Hobo y Gigante se abre un paisaje de montañas multicolores. Entre ellas el río serpentea oscuro y turbulento, cargado de la tierra que arrastra a su paso. El sol castiga la piel, el camino se abre en medio de cultivos de tomate, plátano, maíz, yuca y juncos que obstaculizan el paso. Don Hernando, un hombre afable, con su entonación y su jerga opitas, lo ha dispuesto todo para que los acompañemos a él y a su familia a la jornada de siembra del maracuyá, en la ribera del río Magdalena. Es tentadora la invitación a sembrar el fruto de la pasión. El sitio donde el maracuyá verá la luz se encuentra ubicado a un kilómetro de la carretera. Allí conocemos a Abdías Andrade, un hombre mayor, de aspecto sereno y pocas palabras, quien sale a recibirnos y nos da la bienvenida a su campamento.

Los hombres con los que hemos arribado se instalan en el lugar y se disponen a iniciar la jornada en la que sembrarán hectárea y media con las plántulas. Hacen cálculos, se afanan, sueñan. En semanas verán los nuevos brotes, surgirán las grandes hojas que se enredarán entre las cañas. En seis meses las matas serán una maraña de enredaderas que se alzarán hacia el sol, coronadas de verdes y amarillos. Vendrán los arrumes de frutos, las cuentas, la felicidad. Con esta proyección, César, Wilson, José Libardo y Hernando inician su labor de preparación de la tierra, azadón en mano, fumigación, quema y siembra. Todos con la fe que abre montañas y la inquebrantable convicción de no estar sembrando un fruto sino su propia pasión.

A este embrujo no escapamos nosotros, repentinos invasores, despistados transeúntes, que nos entregamos de lleno a las trampas de la tierra, y en pocas horas estamos enfrentados al Magdalena, sumergidos en una mezcla de delirio y temor, aguas espesas color chocolate que nos cubren de barro, dilema entre la sed y tanta extensión de agua que transcurre sin que pueda beberse, por la costumbre que tenemos de pensar que el agua debe ser transparente. Pero para los hombres que trabajan la tierra el agua siempre es agua y es bendita, así lo dice José Libardo, con sus ojos brillantes y su sabiduría. Por eso ellos la beben con los ojos cerrados después de decantarla en sus vasijas. Aprendemos a ingerirla en su estado natural, no hay otra opción, no hemos traído nada y deliramos de sed. Qué grato aprender de los hombres que no tienen dilemas de marcas o sabores.

He aquí que llega la noche y la luna se enciende de pronto sobre un tapete estrellado. Comienza la danza de luciérnagas, ojos de la oscuridad. Te sorprenden los fulgores nocturnos y me dices que nunca antes viste una luciérnaga. Ofendo a una de ellas con la luz de la linterna para que puedas observar al insecto maravilloso, que de pronto ha perdido su magia y su luz, pues ahora se protege de la agresión. La oscuridad, el rumor del río, el cielo desnudo, invitan al conciliábulo de historias. «Una noche hice una lámpara con cientos de luciérnagas» –nos cuenta César–. Imagino esa lámpara en sus manos y tengo ganas de robarla. Se evocan los terrores nocturnos, La Patasola, El Descabezado. Caminamos siguiendo el rastro de la luna. Sabemos que es el mismo camino del día, pero ahora mis pasos son temerosos, tengo miedo a una aparición, temo que el suelo se abra para tragarme o dejarme caer. ¡Cuántos misterios esconden las tinieblas! Las sombras son gigantes que quieren devorarnos. En la noche somos chiquillos timoratos. El sonido del Magdalena se traga el silencio y penetra en los sueños de aquellos hombres vestidos de polvo y sudor.

Dormimos en la carpa, junto al cambuche de Abdías Andrade, cama de leños y madera silvestre, cubierta con toldillo, estremecida por el viento. Nos abrazamos escuchando los sonidos del monte, el paso del río y sus fantasmas, el roce de los insectos que luchan para penetrar la carpa, el silencio del gusano que avanza con paciencia hacia su destrucción. Todos los sonidos se mezclan en el sueño, sellamos nuestros cuerpos desnudos para que no pase el mal, para que no se quede. Días después recordaremos aquella noche y nos contaremos los miedos y embrujos que nos invadieron. Ahora mismo estoy en esa noche, la repaso, la repito, regreso para hablar con los jornaleros sobre hechos y espantos, sobre la magia de vivir con las manos en la tierra.

En la mañana abandonamos la ribera del Magdalena, bajo el ojo fijo del sol que humedece los rostros de los campesinos. Nuestros huéspedes se preguntan a qué se debe nuestro prematuro regreso. Venimos tan cargados de equipaje que parecía que nuestra estadía se fuera a prolongar por varios días. Pero hemos levantado nuestra carpa y nos vamos sin tener claro a dónde. Como siempre, el camino nos abre puertas. Después de meter las cargas en el auto, nos despiden con afecto y repetidamente nos desean el pronto regreso. Lo que dicen tiene un dejo de cariño. Seguimos viendo sus ojos y sus manos cuando desaparecemos en la carretera. A esa hora los jornaleros del campo del lado luchan brazo a brazo con el monte, a manos llenas recogen el tomate. Más allá, los pescadores van a su cita con el río. Su camino siempre será de agua y de agua será su regreso.

DÍA UNO: SE HACE CAMINO AL HUIR

Los conocimos aquella tarde en la que nuestro viaje tenía un destino impredecible. Dónde pasaremos la noche, nos preguntábamos, después de haber rodeado la Represa de Betania sin encontrar un sitio atractivo y seguro para instalar la carpa en la que dormiríamos. La carne, el arroz, y otros alimentos que la noche previa habíamos empacado, estaban a punto de dañarse con aquella temperatura que sobrepasaba los treinta y ocho grados. Después de dejar Neiva decidimos ir a Rivera, un pueblo conocido por sus aguas termales. Llegamos como halados por el mismo destino impredecible que hasta ese momento dominaba nuestro estado de ánimo.

Después de atravesar el pueblo, continuamos ascendiendo por la carretera hasta dar con el sitio de los termales. Parqueamos el auto, pero al saber que allí no tenían sitio para campamento decidimos regresar a Rivera. En el camino algo nos hizo detener: Los Guáimaros, un asadero cercano al balneario. La brasa humeante y el hambre nos impulsó. Sin mayores preámbulos, comunicamos a Ricardo, quien estaba al frente de la parrilla, nuestra necesidad de preparar la comida, pues no teníamos claro en dónde pararíamos aquella noche, habíamos equivocado nuestro destino y nos urgía comer.

Ricardo era un hombre de mediana edad, bonachón, con su hablar musical, quien además de ofrecernos un lugar en el brasero, nos abrió una puerta simbólica por la que iniciamos una amena conversación sobre los lugares más bellos del Huila, puerta que luego se convertiría en puente para entablar amistad con toda la familia. Así fue como Hernando, el patriarca, de manera espontánea nos invitó a instalar la carpa en la cancha de tejo del restaurante y nos convidó a acompañarlos al día siguiente a la jornada de siembra del maracuyá. Todo se hizo de acuerdo con su generoso ofrecimiento y después de relajarnos en las aguas termales pasamos allí nuestra primera noche, sintiendo que el azar nos había llevado al lugar propicio a la aventura.

Muy temprano en la mañana habíamos atravesado Bogotá, dejando atrás el ruido, los trancones, la prisa. Nos cercioramos de dejar bajo llave la disyuntiva que nos consumía por aquellos días y nos lanzamos a un viaje que sería decisivo. Huíamos, tomábamos distancia de la realidad que nos estaba carcomiendo. Era también nuestra forma de redimir los días que zozobraban entre oficinas ruidosas, reuniones inútiles, montañas de papeles, informes engañosos, párrafos y discusiones insustanciales. Todas las tretas que merodeaban por módulos de gabinetes oficiales, los documentos reciclados que semana tras semana archivaba en el ordenador bajo el título «discursos Ministro», y a los que solo cambiaba nombres, lugares, fechas, pues no importaba el ministro, todos decían lo mismo: «estamos trabajando en eso», «vamos avanzando», «es nuestra preocupación», o «es nuestro objetivo reglamentar…» Lo demás se completaba por añadidura. El viaje era la ilusión de escapar a la rutina y nuestro modo de evadir la resolución del dilema.

Superada la congestión urbana, por fin el carro avanza por la carretera. Una lluvia fina salpica los vidrios. El descenso es sinuoso y la luz brilla en las copas de los árboles. Llevas el rostro dulce, tu perfil está iluminado, tocas mi pierna izquierda y dices que la lluvia es bonita. La ruta que seguimos es como nuestra vida en común: incierta. La jugaremos al azar. Todo lo que aparezca al frente será parte de la aventura, así lo hemos prometido. Dices que este viaje será inolvidable y que merece un diario. Te respondo que no sé escribir diarios, que cuando era adolescente escribí uno, pero terminó cansándome ese monólogo con el papel. Agrego que el diario tiene un carácter íntimo y eso es contradictorio porque uno escribe para ser leído y escuchado, no para atragantarse las palabras como quien prepara bocados que nadie tendrá el gusto de probar.

Sigue un largo silencio y pienso que si escribiera algo sobre este viaje comenzaría retratando la luz en tu rostro cuando me dices que hagamos un diario para no olvidar esta historia que hemos iniciado contra la fatalidad y los malos augurios de los amigos. Piensan que somos insensatos o locos. Dicen que queremos escapar a esa realidad que nos tiene maniatados, a las evidencias que nos separan. Como si la vida misma no fuera un albur. Nos empecinamos en continuar juntos en esta travesía de final dudoso. Tal vez terminemos despedazados y solo estamos prolongando la agonía, dicen. Respiramos deseo y cosechamos confusión.

La tarde empieza a despejarse a nuestro paso. El verde se crece de pronto y ahora es una larga cadena de montañas. La mirada se me ensancha y decido escribir un diario de este viaje, como si se tratara de un relato de colegiales ilusos, tontos; de chiquillos que se roban un fragmento del mundo para echarlo en sus mochilas, para ponerlo bajo sus botas. Prometo que he de escribirlo todo, sin escrúpulos.

El testamento del sol

Piedra del sol. Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México

Por fin hemos arribado a Mérida, Yucatán, hermosa ciudad colonial, clima ciclotímico que en el día puede azotar con un calor de treinta grados y en la noche baja hasta diez. Llegamos allí una madrugada desde Palenque, después de atravesar la frontera con Guatemala navegando por el río Usamacinta. El bus en que viajamos por varias horas nos dejó en el terminal de transportes. No contábamos con alojamiento. Nuestro cansancio pedía una tregua después de la jornada iniciada en Petén, con la tensión propia del paso internacional, los trasbordos, la incertidumbre, los tiempos de espera. Un hombre mayor, de rostro áspero y extrañamente amarillento, nos abordó para ofrecernos alojamiento en su casa de huéspedes. Sin dudarlo mucho aceptamos su ofrecimiento. Nos condujo a una vieja casona colonial, patio central de ladrillos y paredes gastadas, rodeado de habitaciones oscuras con varios camarotes. Allí el hombre se mostró mucho más amable, nos condujo a la única habitación con baño privado, colchón doble en el piso, mesa rústica y ganchos de hierro incrustados en los muros. Aunque todo se veía limpio, el aire era lúgubre, gótico. Había un patio central del que antaño fuera un elegante caserón, marquesinas con apliques de herrajes, restos de adoquines, baldosas trajinadas. Todo aquello hablaba de antiguos moradores, parientes muertos, litigios legales, abandono. Otrora casona familiar, ahora conventillo, alojamiento de pasajeros ocasionales, breve refugio de emigrantes urgidos de un techo en la breve escala de sur a norte. Ciertamente no éramos los únicos huéspedes, aunque nunca nos cruzamos con nadie y tampoco volvimos a ver al extraño hombre durante los cuatro días de nuestra permanencia en la ciudad.

Al mediodía estábamos de pie, con la sorpresa de encontrarnos en pleno centro histórico, mezcla de estilos, tiempos y sucesos. Caminando por calzadas coloniales dimos con iglesias y conventos, reliquias religiosas, entre ellas la imponente y muy antigua catedral. El sello francés en el paseo de Montejo, hecho a imagen y semejanza de los Campos Elíseos parisinos, da muestras de los gustos eclécticos del poder mexicano en tiempos del Porfiriato, a comienzos del siglo XX. Allí nos sorprendieron las inmensas y coloridas mansiones coloniales, ermitas, cuidados jardines con fuentes, arcos, balcones que se asoman al sol, plazas, terrazas y portales que invitan a quedarse. El espectáculo urbano de Mérida atestigua la historia aristocrática de la que fuera capital de Mesoamérica hispana. Muchas de aquellas viejas construcciones estaban deshabitadas y en venta, otras ocupadas por bancos o restaurantes.

La ciudad, alzada sobre las ruinas de asentamientos mayas, mantiene su piso adoquinado y sus gentes en movimiento constante, que desfilan en todas direcciones, llenan cafés y restaurantes por doquier. Al lado de la belleza monumental es evidente la marca del tiempo en distintos sectores, venidos a menos o transformados, diríase mejor, arrasados por la arrogante modernización, rasgo común de tantas urbes de esa América, la nuestra.

En sectores más alejados del centro histórico y de la zona turística, Mérida es una ciudad modesta, semejante a cualquier otra ciudad latinoamericana. Bien podría ser Bucaramanga por su clima cálido, sus calles estrechas en donde los buses casi rozan los andenes, los señores con camisas de mangas cortas parados en las puertas y saludando de paso a los caminantes. Pero Mérida podría ser también Cali y sus calles comerciales, o un barrio cualquiera de Buenos Aires en verano podría confundirse con una parte de Mérida, o quizá la Alameda limeña. Nuestros países y ciudades a veces se confunden, las ventas ambulantes son iguales, los buhoneros ofrecen del mismo modo sus productos, «te vendo tres por cinco», toda su labia ancestral del toma y daca. Aquí venden «volcanes calientitos con cebolla y chile», allá «empanadas calienticas con ají». Nos iremos sin saber a qué saben los volcanes. Los cajeros de bancos, las secretarias de cualquier ciudad latinoamericana son iguales, salen de las oficinas hacia el mismo lugar para almorzar o cenar, hablan de las mismas cosas, en la noche tal vez mastican los mismos pensamientos.

La bella y contrastante Mérida, destino turístico y lugar de paso de muchos mexicanos en el fin de año, impresiona además por su gran oferta de paseos ecológicos, recorridos históricos y por su vida cultural. A veinte minutos en autobús está El Progreso, balneario tradicional de los yucatecos desde fines del siglo XIX, con su infaltable malecón y el pintoresco faro, que es uno de sus orgullos regionales. Allí el mar es una bandeja azul, las mínimas olas no estallan, acarician los pies, la arena es blanca y el sol hiere, sin compasión.

Visitantes se congregan alrededor de los quioscos y sillas para el bronceado, abren sus sombrillas, participan en juegos, animados por una voz proveniente de un altoparlante. Pero allá, más allá, la playa está más desnuda. Como diría José Martí…

… Pero está con estos modos

tan serios, muy triste el mar

Lo alegre es allá, al doblar,

¡en la barranca de todos!…

las aguas son más salobres,

donde se sientan los pobres,

donde se sientan los viejos…

Allá están los mexicanos reunidos alrededor de pollos y tortillas, anchas sus espaldas coloradas, arrancando los huesos con sus dedos untados de grasa con los que dan de comer a los niños. Allí es donde escurren en la arena las aguas sabrosas de la vida. Se puede nadar serenamente viendo el blanco juguetón de las gaviotas y el tiempo parece estar detenido, no se afana el sol por dejar el malecón, allí, como en cualquier mar, uno quisiera quedarse para siempre.

POR LOS CAMINOS DEL PALADAR 

Más allá de su belleza paisajística y su fuerza histórica y arquitectónica, Yucatán se define por sus delicias culinarias. Algunas como los frijoles de olla, los tamales, moles o pipianes, ya estaban anunciadas. Otras nos resultan insólitas. La ya emblemática «sopa de lima» es una de esas exquisitas rarezas que se vende tanto en la plaza de mercado como en los más finos restaurantes de la ciudad. Hay que decir que la lima yucateca no tiene un equivalente en Colombia. Podríamos decir que tiene el color y la forma de un limón, el tamaño de una mandarina y el sabor que sólo puede tener la lima, esa mezcla ácida y dulce. La sopa se prepara en un fondo de pollo al que se le añaden trozos de pechugas, la lima se agrega al final, entera y con cáscara, hasta que la cocción la ablande y se disuelva regando su sabor y olor. Al servir se ve la taza humeante y acompañada de tortillas. En el caldo se integran de manera exquisita los sabores y los aromas, la lima suelta su ácido mejorando los jugos del pollo, en el paladar se siente un cosquilleo parecido al deseo. Salivo al intentar transmitir la sensación, no hay nada tan difícil como describir los sabores porque estos deben escribirse con la lengua y el paladar. Esta sopa se toma al desayuno, en la comida, en la cena, a todas horas. Si se come en la plaza de mercado, tiene un valor de treinta y cinco pesos. Si es en el restaurante Los Almendros, su costo se duplica. En los dos casos se acompaña de comentarios elogiosos por parte de la señora con su delantal o del mesero con su corbatín. Es un orgullo de la región y es imposible no dejarse seducir.

Y es que el mapa gastronómico de México es multicolor, abundante en variedad de picantes, palabras extrañas, raras composiciones, exóticos ornamentos, olores fuertes que hablan del pasado. En la plaza de mercado de Yucatán las señoras se pelean los clientes y cantan de manera interminable su menú: «Hay caldo de res, caldo de pollo, sopa de lima, pollo empanizado huevos a la mexicana, panuchos, salbutes, huevos motuleños, volcanes, cochinita pibil, queso relleno, batidos, aguas frescas». Ávidos de probar la comida yucateca, los nombres nos repican en las glándulas, pedimos lo que suena más raro para explorar sabores, que algunas veces nos encantan, otras nos desconciertan, y casi siempre nos hieren con su intenso picor. Tendemos a buscar un parangón en los productos conocidos: ¿A qué sabe esta fruta? quizás a ciruela, no, a mango con ciruela, esta yerba parece cilantro, pero no, es una mezcla de rúgula con perejil, y así, inútil comparación. Tal como las palabras, los sabores no siempre tienen su equivalente en las distintas regiones, sencillamente porque la tierra que los produce es la misma que los nombra y cada lugar les imprime un giro, una entonación, un picor, un aroma único. La lengua explora, se retuerce como un molusco, se enreda entre la palabra y el sabor y no encuentra nada conocido. La lengua debe saber que está aprendiendo, que acaba de probar algo por primera vez aunque lleve cincuenta años dándole vueltas a los sabores consabidos.

La sopa de elote, así es como llaman a la mazorca tierna, es una crema dulce que se acompaña con aguacate y tortillas. La cochinita pibil es un lomo de cerdo preparado con especias y envuelto en hoja de plátano. Preferiblemente se cuece bajo la tierra y se sirve con cascos de lima, cebolla roja, mole y tortillas. El but es un rollo de carne de cerdo con especias y bien prensado. El queso holandés se rellena también con carne de cerdo molida, almendras, alcaparras, especias, pimienta negra, uvas pasas y aceitunas. El pavo en escabeche de pueblo es pavo deshebrado y combinado con cebollas picantes, laurel, canela, pimienta y menta. Se sirve sobre hojas de lechuga y se adorna con aros de cebolla roja frita. La imaginación se abre a las sorpresas en colores y aromas.

Siguiendo los caminos del paladar, en Cancún probaríamos también los nopales o chumberas en múltiples presentaciones, cactus silvestres milenarios, unidos a la historia de México y, sin duda, uno de sus emblemas. Cómo pasar por alto que hasta el asentamiento de los aztecas en lo que hoy es Ciudad de México, Tenochtitlán, posee en su nombre las palabras te, piedra, y nochtli que es nopal. Esta planta se encuentra en el escudo de los Estados Unidos Mexicanos bajo las garras del águila. Para un colombiano medio, acostumbrado a las habichuelas, a quien le cuesta un poco de esfuerzo comer brócolis, palmitos o alcachofas, le resultará mucho más espinoso el comer unas grandes y verdes hojas de cactus, que a simple vista podrían servir para decorar el jardín o para ser ingeridas por dinosaurios. El nopal forma parte de la dieta de los mexicanos. Los aztecas sabían de sus propiedades medicinales y nutritivas, confirmadas por la ciencia moderna. Usaban su jugo, su raíz, la penca, la pulpa, las espinas, para tratar distintas afecciones. Las pencas tiernas se preparan como verduras, se añaden en caldos, sopas, ensaladas o guisados. Su sabor es uno de aquellos imposibles de reconocer por la lengua o el paladar neófitos. En un ejercicio de sinestesia, podríamos decir que el nopal tiene un sabor verde, seco, opaco, desabrido, baboso. Se lleva muy bien con la cebolla, el jitomate, los chiles y otras verduras. Distintos guisos y carnes lo incluyen como ingrediente. Nopal en quesadillas, en tacos, nopal con carnes asadas y guisadas; nopal en jugos verdes que disfrutan las bocas sonrientes y que nosotros miramos con asombro.

En un parque del centro de Cancún degustaríamos todas las variedades de quesadillas y escucharíamos hablar por primera vez de la tinga. El niño que nos atendía no lograba explicarnos qué cosa era la tinga, ya que una tinga es una tinga, es decir, una especie de guiso. Hay tinga de pollo, tinga de cerdo, tinga de carne y tantas tingas como lo permita la imaginación. Los restaurantes populares del parque se llenan de comensales, la gente espera con paciencia que se desocupe alguna mesa, tres señoras fríen sus quesadillas, los niños son los meseros, hilos interminables de queso derretido salen de las bocas de los clientes, otra quesadilla de pollo, una más de nopal, más allá se venden papas fritas, churros, barquillos de queso de Oaxaca. Hay una larga fila para comprar, clientes para todos los productos, imposible no vender en medio de esta multitud que se mueve por las calles de Cancún.

En esos puestos de comidas disfrutamos también el caldo de camarón, fondo rosado y picante en el que nadan los bichos al lado de unas papas pequeñas que se cocinan enteras y con cáscara, se añade cilantro para un delicioso aroma, y el sudor empieza a brotar de los poros: «¡Qué calor hace en Cancún!» «No, es que este caldo es especial para los novios en la luna de miel», dice Ricardo, el mesero jovial del quiosco, mientras sonríe con picardía, «aquí tienen tortillas, mole y arroz». Es la hora del desayuno y el caldo de camarón nos sostiene el día entero.

De la plaza de Cancún saltemos a una plaza de Coyoacán en Ciudad de México, en donde también abundan los puestos callejeros de comida. La competencia es dura porque los olores y letreros se extienden a lado y lado de la calle. Nunca faltan los tacos, las birrias y enchiladas. Nuestro propósito de aquel día era tomar pozole, caldo o sopa hecha con granos de maíz cocido y trozos de carne de cerdo o pollo, ajos, chile y limón. Al plato caen trozos de rábano, lechuga, cebolla, orégano y más chile. En esta plaza no están únicamente los olores y colores. También están los cantos repetidos de las señoras que invitan a los mirones y comensales a sentarse a su mesa, frente a ollas enormes que humean:

¡Pásele señorita a ver qué le servimos, tenemos pozole, quesadillas, tacos, flautas, enchiladas, pancita, pambazos… pásele joven a ver qué le servimos, aquí hay lugar, tenemos pancita, pozole, enchiladas, tacos, quesadillas, flautas, sopes, pancita… pásele a ver qué le servimos, tenemos…!

Y toda la familia está trabajando detrás del mostrador, sirviendo los refrescos, trayendo el agua en garrafas, fritando las flautas, entregando el pozole, cantando sus ofertas de manera interminable hasta que anochezca. Y otra vez seguirá cantando en sueños y al despertar, al día siguiente y toda la vida, porque aquí está desde la nieta hasta la bisabuela atendiendo a los clientes que vamos y venimos a través de los años.

De modo que este es un lugar de hallazgos y descubrimientos para una lengua adormecida, un paladar perezoso y lleno de caprichos. Abrimos las papilas ante los ajos cocidos y sazonados que nos enseñaron a comer los amigos en un bar del zócalo, compramos los chiles en la plaza de mercado de Xochimilco: morita, chipotle, cascabel, catarina, puya, chile ancho... el picor se siente en los labios como una quemadura. Y con tal escozor dejo también a la imaginación de las papilas la continuación de esta estación de sabores de ese inmenso y diverso continente llamado México.

EL LIBRO DE PIEDRA 

Satisfecho el gusto, es hora de enderezar el relato nuevamente hacia Yucatán para llegar a Chichén Itzá, que justamente significa la boca del pozo de los Itzáes. Esta ciudadela fue habitada entre el año 600 y el 1250. Fue el centro político, económico, religioso y militar de las civilizaciones de lo que hoy llamamos Mesoamérica. Se calcula que llegó a tener unos cincuenta mil habitantes. El esplendor de esta ciudad maya es sólo comparable con Machu Picchu en el mundo Inca. Quizás por eso se siente el mismo arrobamiento cuando se está dentro de ella. Sus palacios, sus templos, el cenote sagrado o pozo en el que se hacían ceremonias rituales y la cancha del juego de la pelota, son el testimonio más elocuente de la cultura de nuestra América central. José Martí escribió sobre ella:

La ciudad de Chichén Itzá… es como un libro de piedra. Un libro roto, con las hojas por el suelo, hundidas en la maraña del monte, manchadas de fango, despedazadas. Están por tierra las quinientas columnas; las estatuas sin cabeza, al pie de las paredes a medio caer; las calles, de la yerba que ha ido creciendo en tantos siglos; están tapiadas…

En tiempos de Martí todavía el lugar no había perdido completamente su impronta. Experiencia casi religiosa contemplar estas ruinas mayas, aunque hoy se hayan convertido en objeto comercial. Adentro nos acosan los vendedores de burdas réplicas y feas esculturas de cascajo. Impresiona el tiempo congelado en las piedras portentosas, las historias sepultadas, la elocuencia de sus manchas, sus grises, sus filos, sus juntas, la fría y e inmutable eternidad. Al pararse en la mitad de la cancha del juego de pelota se experimenta un sobrecogimiento, una sensación contundente de pasado milenario, algo de la estructura de piedra, quizá los jeroglíficos de los muros o los labrados de los anillos, toda la fuerza de ese espacio ritual, se apoderan de los sentidos. Una vez allí no es fácil abandonar el lugar, como si un magnetismo nos llevara hacia el centro, hacia el lugar en que nace el eco. Un sonido de palmas inicia la repetición escalonada del sonido que se reproduce varias veces. Siete veces. No conozco otro escenario en donde sean siete las veces que nuestra voz rebota en las paredes y retorna como si fuera un quejido procedente del más allá. El efecto hace parar pelos y relojes. Es quizá una escalera de sonidos, una sombra de nuestros gritos que escapa del inframundo para volver a ocultarse dentro de nuestro cuerpo.

La cancha tiene forma de «I doble» o de «T» y su nombre era tlachco. En uno de los extremos está el sitial desde donde las autoridades observaban el juego que tenía una función ritual. Alude a la creación del sol y la luna después de un partido entre los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué contra los señores de Xibalba «el Inframundo», de acuerdo con la cosmovisión y cosmogonía maya–quiché, descrita en el Popol Vuh. El propósito del juego era determinar los peligros a los que se enfrentaba el sol en el plano celeste y conjurar su posible destrucción. Era también la oportunidad del nuevo comienzo, del renacimiento maya, del mundo, del Sol, la Luna y Venus en su cuarta era: «Luego subieron en medio de la luz y al instante se elevaron al cielo. Al uno le tocó el Sol y al otro la Luna. Entonces se iluminó la bóveda del cielo y la faz de la tierra. Y ellos moran en el cielo».

El mito se recrea mediante una competencia en la que se enfrentan dos bandos, cada uno con siete jugadores, que deben pasar una pelota de hule por unos anillos de piedra dispuestos a gran altura en dos muros paralelos. Los jugadores no podían utilizar sus manos. Debían manipular la pelota únicamente con los codos, las caderas o las rodillas. Entre los mexicas «el juego de pelota» o Ullamaliztli, tenía la misma significación ritual. Simbolizaba el enfrentamiento de fuerzas contrarias. Su carácter sagrado también le daba atributos dramáticos, dada las sanciones que acarreaban las infracciones de las complejas reglas por parte de los participantes. El jugador que fallara moría decapitado.

Después de la experiencia emotiva de visitar semejantes construcciones, pirámides y templos, con ese cúmulo de relieves, esculturas, cabezas de animales, calaveras y seres mitológicos; luego de caminar por calzadas y escalinatas de piedra, rodeadas de una exuberante selva tropical, hay que desdoblar la imaginación, remontar el tiempo, reponerse del asombro, para salir y dirigirse al mundo de los vivos.

Ya estamos atravesando pueblos y barrios periféricos para entrar a Cancún y allí todo se encuentra sumido en la pobreza, casuchas con techos de paja, calles polvorientas, bosque arrasado, tumbado, doblegado por el huracán que arrasó la ciudad a finales del 2005. Los troncos de los árboles han quedado inclinados, a punto de salirse de la tierra, sus raíces arañan la superficie, como si la mano de un gigante los hubiera arrancado de golpe y de pronto se hubiera arrepentido para dejarlos mal puestos en el piso. Pero lo que más impresiona es la desidia de las autoridades para restaurar las casas y el contraste con el Cancún de postales y fotografías. Una lengua de tierra en forma de autopista, muchos kilómetros de una amplia vía que conduce a la opulencia, a los majestuosos hoteles y resorts, plazas y centros comerciales lujosísimos y vedados para los mexicanos del común. Allí todo está en reparación, reconstrucción y embellecimiento.

Los grandes hoteles no sintieron el ciclón, siguieron engreídos frente al mar, protegiendo su tajada de océano. Allí el dinero fluye a la velocidad de un Mercedes Benz o de un Rolls Royce. Hay dos Cancunes, como hay dos Cartagenas, dos Bogotás o dos Habanas. En esto no hay sorpresa, pero nunca nos debe abandonar el asombro. El mar de Cancún es lleno de bravura, estalla de furia contra los acantilados. Una que otra playa, algunos pocos metros quizá, para que se deleiten los lugareños. Lo demás está vedado y clausurado. Los mexicanos de a pie que transitan por allí son mucamas, vigilantes, limpiadores de pisos, una hueste de empleados hoteleros. Esta zona de Cancún es un lugar fabricado para extranjeros del Norte, europeos o ricos de Latinoamérica, odiosamente parecida a Miami, con sus letreros y música en inglés, impersonal y fría, a pesar del fuego de su cielo y los colores de sus playas. Cancún es una postal.

En nuestro gozo por la belleza marina iniciamos una caminata exploratoria por la playa. Avanzamos en busca del atardecer, sin medir tiempos ni distancias, sin percatarnos que nos internábamos entre el mar y las fachadas de los hoteles, con la alegría desprevenida de quien cree encontrar más allá una agradable sorpresa, o tal vez abandonarse entre la noche y la marea. Pronto tuvimos la evidencia de estar absurdamente encerrados, sin un callejón de salida hacia la vía por la que se accede al transporte público. ¡Horror! No existen salidas para los caminantes. La playa solo es accesible a través de los hoteles. El inútil avance, el cansancio y la oscuridad nos llevaron a solicitarle al empleado de un hotel que nos ayudara a encontrar un paso de escape. Pedir permiso para salir de una playa, de un océano que se supone pertenece a la humanidad entera. Parecía misión imposible. Consultas, dudas. Al fin un hombre, entre cómplice y receloso, nos escoltó en la particular travesía dentro de una de aquellas ostentosas edificaciones. Abordamos ascensores, recorrimos pasillos, impostados jardines, rodeamos piscinas, casinos, atravesamos salones, más ascensores, más puertas, cocinas, más y más corredores, hasta salir por fin al otro lado, a la gran avenida donde ya no se puede ver ni oír el mar. ¡Bienvenidos a Cancún!

Cuando ingresamos al autobús que nos llevaría hasta el centro de la ciudad, el contraste con el otro México fue contundente de nuevo: el vehículo iba lleno de obreros, señoras con trajes humildes, niños mocosos, los herederos de esa cultura maya, los gestores de esa tradición culinaria que tanto celebramos en el mundo, iban mirando por las ventanillas las luces de los hoteles, como quien mira lo inalcanzable, lo imposible, las puertas que nunca se abrirán para ellos.

 

MAGIA Y FATIGA DE LOS MUSEOS

Esta visión me trasladó lejos, muy lejos. Aquellos rostros humildes ya los había visto dentro de los murales de «los tres grandes»: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. Esos artistas que incendiaron edificios y museos con sus formas y colores, que protestaron en negros y violetas por el saqueo y la destrucción de la conquista, que revivieron a Cuauhtémoc al lado de Zapata y Pancho Villa; aquellos muralistas que cuentan en verdes y azules la belleza de las tierras en las que han goteado los rojos que cubren la historia de ignominia, que han gritado en blancos su condena y que embadurnaron de amarillos el miedo. En el Sueño de una tarde dominical en la Alameda central, Rivera se ha dejado tomar de la mano por la muerte, la Catrina, y se ha vengado de todos los tiranos. En La catarsis Orozco ha creado una mujer que se desternilla de la risa, cabeza abajo, sus piernas abiertas pariendo las armas, los puños y los puñales que irán a la fiesta de la muerte. Y la pregunta es inevitable: ¿De qué se ríe? Alfaro Siqueiros ha puesto a volar la imaginación en las figuras que parecen desprenderse de los muros para pasear por las praderas. Una leyenda atraviesa el mural: «El pueblo a la universidad, la universidad al pueblo».

Cancún queda atrás y este recuento se descamina hacia otros sitios de la memoria en los que se regodea el entendimiento. Porque en los viajes se complacen todos los sentidos y además se alimenta el intelecto. Las preguntas sobre temas históricos se responden solas durante el recorrido por museos, galerías y lugares históricos de la capital mexicana. La visita a los museos es tarea fatigosa pero allí se producen encuentros mágicos, son puertas en cascada que conducen a lugares y tiempos inusitados. El yaoyotl es el corazón humano que alimentaba al Sol. Quién dice que no hay relación entre el ritual de ofrecer corazones a dios para mantenerlo vivo manifestándole la fe, y la frase corriente del que dice «te doy mi corazón», como demostración de amor. De una práctica, sagrada para ellos y cruel para nosotros, se ha pasado a una representación verbal que tiene sus raíces en un hecho remoto protagonizado por humanos. Lo sagrado y lo cruel es propio de lo humano. Allí están los cuchillos de obsidiana con los que se consumaban los sacrificios, los cráneos perforados por los instrumentos que se introducían por ojos y narices.

Muy lejos en la historia y muy cerca de las manos, la Piedra del Sol, rescatada del corazón de Tenochtitlán, asombra e ilumina la Sala Mexicas del Museo Nacional de Antropología y es la que inspira los magníficos 584 endecasílabos de Octavio Paz.

…escritura del mar sobre el basalto,

escritura del viento en el desierto,

testamento del sol, granada, espiga,

rostro de llamas, rostro devorado,

adolescente rostro perseguido,

años fantasmas, días circulares

que dan al mismo patio, al mismo muro,

arde el instante y son un solo rostro

los sucesivos rostros de la llama…

Magnífica en su significado y sus formas, se ha llamado popularmente el «Calendario Azteca». Pero la Piedra del Sol encierra un misterio que va más allá del conteo del tiempo. Los guías del museo explican el significado de las figuras en los distintos círculos, y uno se pregunta si realmente esas explicaciones concuerdan con la mente y el alma de los mexicas.

Así cuentan el significado de la piedra: el sol emerge del centro, triunfante, porque ha vencido la oscuridad de los inframundos. Antes hubo cuatro mundos que sucumbieron ante la fuerza del agua, el fuego, el jaguar y el viento. En la Piedra también se representan los veinte días del mes que al transcurrir durante diez y ocho meses dan el cálculo exacto de trescientos sesenta días del año. ¿Y los otros cinco días? Están ocultos y representados por cinco círculos al lado de los cuatro mundos perdidos. Esta mezcla de matemáticas y cosmogonía, de ciencia y poesía, está contenida en la piedra dorada que también sufrió los rigores de la violencia y del tiempo. Permaneció enterrada doscientos setenta años y en 1790 fue rescatada bajo las ruinas del Templo Mayor. Gran injuria contra nuestra historia, la Piedra del Sol fue utilizada por los españoles para el tiro al blanco. Corrijo: tal vez sea mejor decir para el «tiro al indio».

Los ojos del sol producen una sensación de vértigo, de imposible. Esa piedra transmite señales de mundos que no caben en nuestra imaginación. La dualidad del día y la noche, las serpientes que la representan, las imágenes, los relieves, los colores, continúan mandando señales desde tiempos que no tienen espacio o palabras en nuestras cabezas. El águila, el sapo, las guacamayas, saben mucho más de ese misterio.

El castillo de Chapultepec se encuentra dentro del bosque o parque del mismo nombre, al que se llega por la homónima avenida. Su nombre significa «cerro de los Chapulines» o saltamontes y es un lugar histórico, como casi todos los de esta ciudad. El castillo se construyó en la cima del cerro en el mismo sitio en que en tiempos de los mexicas se encontraba un lugar para el descanso de los gobernantes. En La Colonia, se calcula que entre 1785 y 1787, un tal conde de Gálvez mandó construir el castillo que sirvió de residencia y recreación para El Virreinato. En el siglo siguiente la historia mexicana tiene un pasaje triste conocido como la batalla de los «Niños Héroes», sucedido en 1847, pues en aquella época el castillo de Chapultepec se había convertido en una sede del colegio militar y en una de sus incursiones el ejército norteamericano atacó sus instalaciones y llevó a cabo una masacre infantil.

El magnífico relato de Fernando del Paso en Noticias del imperio, ha despertado mi interés y curiosidad por conocer este castillo que desde 1944 es la sede del Museo Nacional de Historia. La monumental edificación fue la vivienda de Maximiliano de Habsburgo y de la princesa Carlota de Bélgica, la emperatriz de México, los trágicos personajes enviados para instaurar un Imperio francés en la otrora Nueva España, sucesos que tuvieron lugar entre 1863 y 1867. Por estos corredores y jardines se paseó Carlota. En sus comedores se sirvieron las fusiones propuestas por su cocinero húngaro, por sus pasteleros y reposteros, urgidos por halagar los paladares cortesanos. Allí están las tazas en las que la princesa probó el atole y la tina en la que repasaba su cuerpo mientras pensaba en Versalles. Allí está el estudio de Maximiliano, su mirada impecable, el presentimiento que fruncía su ceño y los poemas que escribió en el castillo de Miramar, cuando imaginaba cómo sería México, el lejano país a donde navegaría para convertirse, no en una gloria, sino en una sombra dentro de la historia mexicana.

En Chapultepec Maximiliano y Carlota pudieron soñar con ser los monarcas de un pueblo de sangre indígena, del que se sentían redentores, al cual querían salvar de su propia historia, pero al que no podían comprender, ni siquiera a través de las palabras. Desde las terrazas del castillo, Maximiliano miraba con sus binóculos el hermoso valle del Anáhuac, y se sentía como Dios. «Y así como no es posible distinguir entre una jirafa y otra, o entre un asno y otro, yo no podía, se lo juro, parole d´honneur, distinguir entre un negro y otro: todos son iguales».

Para decorar la residencia de los emperadores, los muebles y objetos fueron traídos desde Europa, así como la loza, la cristalería, los trajes y las conciencias. El lugar se convirtió en una réplica de su castillo de Miramar. Pero cuando el apoyo francés le fue retirado al emperador, cuando el ejército juarista lo fue cercando, cuando Carlota partió sin regreso hacia su locura, Chapultepec se quedó solo y adentro quedaron los recuerdos que hoy se conservan. La historia puso punto final con la ejecución de Maximiliano en el cerro del Campanario en Querétaro y la locura de Carlota, deambulando por las calles de Roma, por las salas del Vaticano, en busca de un apoyo para su marido, quien murió más de melancolía que de los impactos de las balas del escuadrón, o de la venganza personificada en Benito Juárez.

Estar en el castillo fue una experiencia mental y emocional. Sus jardines y fuentes, sus terrazas, la visión del bosque, los relucientes y ajedrezados pisos, todo el mobiliario y decoración cargados de la pátina, nata del pasado que se posa sobre los objetos, el misterio que habita los cuadros. El estudio de Maximiliano preparado para los visitantes, su retrato en el fondo, hecho de una luz inexplicable que mora en su frente y en el azul de su mirada.

De cualquier modo, la sangre y la muerte gotean por todos los rincones de los museos, el culto a los héroes es una suerte de fetichismo que fatiga la mirada y la inteligencia. Estas fueron las monedas con las que Francisco Madero pagó el café, estos los calzoncillos de lata del venerado don Hernán Cortés, primer marqués del Valle de Oaxaca. Aquí el reloj del Emperador Maximiliano, allá la bacinilla que usó el benemérito Juárez antes de morir y acullá la cama donde agonizó… Declaraciones, descoloridas banderas, firmas ilegibles, loas a la nación, monumentos a la patria. A su lado, los comales y las carrileras de balas de los revolucionarios, las charreteras y cazuelas de la soldadesca y, por supuesto, los emblemáticos sombreros. Todo nos entra por los ojos y se convierte en nuestro archivo visual, posiblemente en fantasmas que reaparecerán en los sueños o en la Comala de Rulfo.

Tal como lo dijo Brecht por boca de Galileo: «Desdichado el país que necesita héroes». La historia oficial de nuestros países es desdichada porque está llena de héroes, está hecha en blanco y negro: allá los malvados, los dominadores, aquí los buenos, los libertadores, los Maximiliano, Porfirio Díaz, Benito Juárez o Pancho Villa.

Hay algo erróneo en la idea de la Historia como cosa de museos, algo que huele a nafta, a formol, algo que está hecho de un papel amarillento. Ese culto a los objetos que pertenecieron a, la firma estampada en un sobre, el cinturón, las pantuflas que se puso por última vez, la bacinilla, el escupidero, todo ese regodearse en el pasado estático e irreparable, ese deseo de resucitar los muertos a la par que se momifican los héroes, es una costumbre que se va convirtiendo en norma y que nos hace experimentar un pasado congelado.

Las tumbas mochicas en los Andes o las mayas en Yucatán guardan una visión distinta, si se toma en cuenta el sentido de la muerte como viaje, como paso a otro estado. No hay en ello la veneración a un pasado estático que gobierna sobre el presente. La historia disecada de los museos que pretende ser el símbolo de un país es esquizoide, está escindida. Por un lado, el culto a emperadores y conquistadores, a sus atuendos y armas refulgentes, a su soberbia; por el otro, la veneración reparadora a los dominados, a las víctimas. Unos y otros en salas o vitrinas, unos y otros sin enfrentarse o sobreponerse. Todos son buenos y bienvenidos para la historia oficial. Se da el mismo lugar al inmolado que al asesino.

En el año indígena uno «Caña», 1519 en las cuentas actuales, desembarcó en aquellas tierras Hernán Cortés. Moctezuma era el emperador de los Mexicas. Las cábalas anunciaban el tiempo en el que vendría Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, hecha persona. Moctezuma, fiel al augurio, recibió a Cortés como el dios y fue asesinado por este. Después vendría Cuauhtémoc, quien también sería sacrificado. Ahora Cuauhtémoc es una estación del Metro de la Ciudad de México, un nombre que se repite a través de generaciones y que se va destiñendo. Los ojos despavoridos miran hacia el futuro y siguen reclamando justicia en el Tormento de Cuauhtémoc, el hermoso mural de Alfaro Siqueiros. La Historia mexicana, como todas las historias nacionales, se alimenta de sangre y desatinos.

«Partir es morir un poco», escribe Sternberg. El fin del viaje es una pequeña muerte que vivimos en mitad de una plaza que estamos viendo por última vez. La tarde comienza a llenarse de sombras, la gente sale de los edificios como si se sintiera expulsada del infierno y es tragada velozmente por las bocas del tren. Hay prisa de regresar a la casa para recuperar las fuerzas que al día siguiente los conducirán a los mismos edificios, para repetir el ejercicio de manera interminable. Mis ojos repasan los lugares como queriendo estamparlos en la memoria, duele la música del organillero que repite su melodía frente al Palacio de Bellas Artes, araña en el pecho su manivela repetida, algo de nosotros se enreda con esa música, tenue la luz de los faroles que parecen velar una de las esquinas más lindas de la ciudad.

Decir viaje implica comienzo y fin. Sin embargo, me apena desprenderme de las calles, de los colores, de los nombres de los sitios, de la gente que no conozco. El viaje terminó y sólo queda este relato, estos retazos que uno privilegiando algunos sentidos. Pero el viaje no acaba aquí, continuará creciendo en la memoria, cambiará de dirección, habrá modificaciones en el itinerario, surgirán nuevos destinos y otros encuentros. Llegará el día en que no será posible separar el recuerdo de la imaginación. Por ahora diré que este viaje sucedió entre el diez y siete de diciembre de dos mil cinco y el catorce de enero de dos mil seis, año del gallo.

Trozos de espejos

Largo do Pelourinho – Baixa dos Sapateiros. Vista desde la casa de Jorge Amado. Salvador de Bahia, Brasil.

.

UNO. ¿CÓMO LLEGAR A LA REPÚBLICA DE LOS SUEÑOS?

Una tarde la profesora de geografía de segundo bachillerato, con sus gafas gruesas, su vientre redondo y sus piernas como bastones a punto de quebrarse, entró arrastrando un mapa gigante de Suramérica, nos lo clavó frente a los ojos y nos dijo, mientras señalaba con la regla una gigantesca mancha verde: «Este es Brasil, el país de mis sueños». No preguntamos por qué, quizá la profesora había tenido un sueño en Brasil, cuestión que resultaba razonable pues aquella mujer llevaba muchos años enseñando geografía de América, repitiendo las mismas historias sobre las cordilleras y los climas, y no era raro que tuviera pesadillas en los cráteres de los volcanes o sueños en las playas de países que nunca visitaría.

Hasta aquella tarde Brasil era para mí sólo una palabra familiar, los colores verde y amarillo que ponían a los pies de los jugadores en el álbum de fútbol de mi hermano. Por eso cuando vi ese inmenso espacio verde que empezaba en la cola de Colombia y llegaba un poco más abajo de las rodillas de la maestra, sentí que algo se me desajustaba en la cabeza. Era la creencia sobre el tamaño enorme de mi país. ¿Podemos ir a Brasil por tierra, profesora? –le pregunté al finalizar la clase–, pues en nuestro medio el avión era una posibilidad inalcanzable. Me dio un «sí» dudoso, mientras arrastraba el mapa hacia el salón de profesores. Al ver que le ofrecía mi ayuda, agregó en un tono más coloquial: «Dicen que en el futuro harán una carretera por la selva». Y remató: «de todos modos habrá que navegar un trecho grande por el río». Cuando regresé al salón, Colombia se me había reducido en la cabeza mientras Brasil crecía en mi imaginación.

Comencé a consultar las enciclopedias, a examinar el mapa con detalle. Todo era cuestión de llegar a Leticia y atravesar el Amazonas. ¿Pero cómo cruzar la selva? ¿Cuánto tiempo tomaría llegar a Brasil desde Bucaramanga? Nadie sabía responderme. Mis padres habían escuchado la palabra «Brasil» pero imaginaban un país en algún punto impreciso del globo terráqueo y se sorprendieron cuando les dije que éramos vecinos. Así que la única fuente de información eran los pocos libros de la biblioteca municipal y la cabeza de mi profesora. El hombre que prestaba los libros me pasó unas láminas de playas y selvas, estadios de fútbol, el río Amazonas, animales salvajes, hombres musculosos con plumas en la cabeza, mujeres exhibiendo su cuerpo portentoso. «Todo eso es Brasil» –me dijo–. ¿Usted ha ido a Brasil? «¡No! –respondió asombrado por mi pregunta–, es muy difícil ir a Brasil». ¡Pero si somos vecinos! –le dije–. «¡Y qué! Es como si para visitar la vecindad tuviéramos que treparnos al techo, rompernos tres huesos, exponernos a que llamen la policía, caer en un patio ajeno y encima ¡no entender nada de lo que nos dicen!» Quedé derrotada con su explicación.

Muchos años después reviví esta historia al leer una novela en la que una pareja, Madruga y Venancio, se embarcan en un puerto de Galicia hacia América porque están alucinados por un sueño llamado Brasil. No habían dejado la infancia y ya se dirigían hacia la otra orilla del Atlántico, con la misma obsesión de sus antepasados por explorar tierras vírgenes. A medida que se acercaban a sus costas imaginaban «criaturas de atuendos abigarrados, piernas y brazos descomunales y dientes salientes de tanto comer carne humana cruda». El olor del océano se les confundía con un fuerte aroma de axilas que venía del puerto. Brasil era el paraíso deseado, pero también la América que abría su pecho a los puñales de los conquistadores. Desde Europa se les «había advertido que la posesión de América exigía un corazón manchado y sangriento. Marchaban hacia un país lleno de bandoleros, asesinos, desterrados». Pero pronto serían ellos los conquistados; no mediante la fuerza sino a través de los aromas, el color de las pieles, el sabor de sus frutos y sus almas, la voluptuosidad de las formas y los paisajes, la música de su lengua y la fuerza de su historia. Brasil los acogió para invadirles la vida entera. El viejo olor de Europa quedó atrás y ya no quisieron recuperarlo.

Nélida Piñón en su novela República de los sueños hace un recorrido por la historia del Brasil del siglo XX a través de la intimidad de una familia de inmigrantes. Brasil es la obsesión constante y el misterio, la fuerza que arrastra a los personajes y les construye su identidad. Al pisar tierras brasileras estos hombres han optado por el asombro de un mundo impredecible, dispuesto a dejarse modelar al ritmo de la pasión. En este acto de posesión repiten la historia de aquellos que cuatro siglos antes llegaron con el corazón inflamado por el delirio de encontrar el paraíso terrenal. Todo indicaba que Brasil era el lugar elegido por Dios para situar su «huerto deleitoso», esa tierra de árboles infinitos, gigantescos, que no pierden hoja, llenos de cítricos que curan la peste de los mares; el lugar de los hombres cuyos pies miran al revés, de tal suerte que cuando van parece que vienen; el sitio de las mujeres con los pechos de acero y el deseo desbordado.

Sergio Buarque de Holanda lo advierte en su Visión del paraíso: no era solamente el sueño del edén el que empujaba las embarcaciones; era que la astronomía, la cartografía, la literatura y hasta la religión apuntaban a que el paraíso se situaba en la zona tórrida, por debajo de la línea equinoccial y del río grande. Este lugar en el que se situaba la felicidad del principio de los tiempos y al que apuntaban, aunque por razones distintas, los poetas y los teólogos; esta utopía creada desde la antigüedad y fortalecida en la Edad Media, por unos instantes dejó de serlo, pues se hizo realidad en las tierras de lo que empezaba a llamarse América y especialmente en las verdes extensiones de lo que luego se llamaría Brasil.

Pero lo que asombra no es el convencimiento de aquellos personajes acerca de la realidad física del edén; lo que sorprende es que esta suerte de impronta idílica, esta asociación entre el paraíso y Brasil, siga incólume en el imaginario hasta el presente. Es imposible pronunciar el nombre de ese país sin ver la abundancia del verde, sin sentir la fuerza del agua, el sabor de las raíces, la música que entra y sale de los cuerpos, la voluptuosidad de las formas y la piel. No importa que no hayamos estado en Brasil, quizá con mayor fuerza si no lo hemos visitado, la visión de ese paraíso nos persigue. Su samba, su poesía, la belleza mitológica de su gente, el sertón, la historia de los cangaçeiros, tan cercana a nuestras insurrecciones y a nuestros bandoleros, los santeros, el clandestino candomblé y los rituales de tributo a sus dioses africanos. Un largo, bello y doloroso proceso de mestizaje que nos hermana.

Dicen que Colombia y Brasil son vecinos, pero esa es otra ficción. Hay caminos que no pueden medirse con metros sino con deseos o con sueños. Entre Europa y América estaba por medio la codicia pero también la quimera del paraíso. Entre un punto «A» y otro muy cercano «B», Kafka ve una posibilidad infinita de extravío. ¿Qué distancia hay entre Colombia y Brasil? ¿Cómo nombrar la brecha que existe entre las dos repúblicas? No es la esquiva selva que guarda una historia común; no es la gran serpiente del Amazonas que trae y lleva noticias; no es la lengua que nos trajeron los alucinados navegantes. ¿De qué está hecha esa distancia?

A Vigo y Río de Janeiro las separan semanas de navegación; a Cartagena y a Salvador de Bahía las unen fatigosas escalas, varias horas de vuelo, una larga ruta de palabras, toques de tambores y danzas, Chambacú y Pelourinho, personajes como Pedro Archanjo, tiendas de los milagros en las que conspira el amor y la magia negra, el olor del clavo y la canela, las raíces de los árboles inmemoriales, la serpiente del gran río por el que navega una profunda historia común. La literatura, como los viajes, teje vínculos y abrevia trayectos. Si no es posible viajar, hay muchas formas de llegar al patio del vecino. Estoy segura de que hablamos el mismo idioma: el lenguaje de los sueños.

DOS: LA PLAZA ROJA 

Acabo de llegar a Moscú y ya soy una estatua de hielo. La chaqueta impermeable rellena de espuma y algodón que me regaló Clara una semana antes del viaje, sacada a hurtadillas del armario de su madre, es apenas un velo que me cubre los huesos de la lluvia blanca que cae sobre la plaza. Intento sujetarme el gorro para cubrir completamente el cabello –me han dicho que bajo la nieve el pelo se quiebra como una cáscara–. Entonces siento el dolor en las manos, la rigidez en los dedos, no logro cubrirme la frente y ahora las manos son dos piedras entre los bolsillos. Olvidé los guantes. Me advirtieron que no me podían faltar, pero siendo una prenda tan extraña en el trópico, fui aplazando su búsqueda y solo ahora comprendo su enorme valor. Hace muy pocas horas aterricé en esta ciudad con la que sueño desde hace cinco años. Estoy sola por primera vez, pero ni aun así puedo sentirme libre. Estoy sujeta al frío y al azar. No soy nadie en medio de la gran Plaza Roja que ha preparado su más sutil nevada para recibirme. En el corazón del símbolo de la Revolución, frente a la Catedral de San Basilio, soy una estaca que el tesón ha plantado. Aquí erigiré mi estatua esculpida por el frío, la conmoción, el deseo, el hambre de otro mundo. Antes de que pueda darme cuenta, estoy llorando. Mamá, he volado más de treinta horas para llegar hasta aquí, perdí la conciencia de las agujas del reloj, todavía tengo la imagen de sus ojos al atravesar el ventanal que me separa del pasado. Pasé muchas horas en aeropuertos sin nombre, atravesé el océano, volé sobre ríos desconocidos, crucé cordilleras sin entender la dirección de la brújula, probé alimentos desaliñados y amargos. Entendí lo que es usar la boca solo para comer porque las palabras que traje conmigo dejaron de tener sentido, tan pronto llegué al primer aeropuerto de tránsito. Decidí que debía callar para guiarme por las señas y los movimientos de los viajeros, para seguir las flechas, los colores y los códigos, para captar el sonido de lenguas sucesivas, hasta llegar a este país en donde debo olvidar mi historia. Cerré los ojos e imaginé que empezaba a nacer para apresar el sonido de lo elemental, para confiar en la piel, en los ojos que no me ven, en manos enguantadas que me señalan la ruta. He soñado toda mi vida con estar aquí y por fin llegaron mis veinte. Cuando tenga esta carta en sus manos habrán pasado muchos años y para entonces estaré en un lugar que ignoro. Sé que va a llorar imaginando cosas que ya sucedieron. Porque en mi futuro hay cosas que solo usted adivinará cuando sean pasado. Para ese momento seguirá sin saber nada de mí, porque esta carta tal vez se extravíe en alguna estación de correos. Cómo encontrar una ruta que no existe, que es trazada tan solo por la imaginación o por el deseo. Esa ruta que va del centro helado de la Plaza Roja, estatua del sueño, a la casa azul número treinta y cinco cuarenta, dos cuadras abajo de la iglesia de San Laureano, parque García Rovira, Ciudad de los Parques. ¿Cómo leerá esta carta extraviada en la memoria?

Clara hace estallar el escándalo de su risa en el salón, ante el gesto adusto que no logran ocultar las gafas de la profesora de geografía. Todas dibujamos el mapa de Eurasia y yo he pintado sobre el punto de Moscú un corazón rojo que le muestro a mi cómplice de sueños. Clara, como yo, es la menor de la familia, su hermano Carlos está becado en la Universidad Patricio Lumumba y, sin saberlo, es el responsable de que ella y yo nos reunamos una vez por semana para hacer los planes de un viaje inalcanzable, que hacemos posible con las palabras. Tenemos quince años y después de hacer las tareas del colegio nos dedicamos a leer ¿Qué hacer?, El origen de la vida, la biografía de Vladimir Ilich Ulianov Lenin y, por supuesto, el Manifiesto del Partido Comunista, nuestra biblia, nuestra iniciación en ese mundo de ficción. Tres noches a la semana Clara acude al centro de capacitación de la Juventud Comunista para recibir clases de ruso. Yo, presa del control de mis padres, no puedo darme esa libertad. Los sermones de papá me caerían como pedradas, sería encerrada y convertida en monja de clausura si llegara a salir de la casa, después de las seis de la tarde, para ir a un lugar de nombre impronunciable. Hemos hecho un pacto. Mi compañera asistirá a las clases de ruso y al otro día oficiará de profesora. Yo, con devoción religiosa, aprenderé a través suyo y querré superar sus enseñanzas, porque con mis ahorros de las onces he comprado el Испанско-русский словарь, Diccionario Ruso–Español. Ya hemos aprendido a saludarnos con la expresión товарищ, camarada, que pronunciamos tabarish, nos decimos Спасибо, gracias, y aprendemos a escribir el imprescindible я тебя люблю, yo te amo. La única forma posible de embarcarnos en esa aventura, que es la contracara de lo que esperan de nosotras al final del bachillerato, es entablar relaciones con gente del Partido Comunista, pues las becas de la Patricio Lumumba solo se tramitan a través de este. No conozco a nadie del partido, pero mientras tanto leo, repaso mis notas, forro mis libros con portadas de revistas, no sea que a papá se le ocurra espiar mis lecturas. En las noches me reúno con mi hermano, en su habitación, para discutir sobre los coacervados, la formación de las proteínas y la evolución de la vida en los mares, para concluir que Dios no existe, o que, si alguna vez existió, fue derribado por las teorías evolucionistas. Mi mundo da un súbito vuelco. En lugar de ir a las misas, paso mi tiempo de recreo en la biblioteca. De los cánticos y comuniones salto a pegar avisos y comunicados en las paredes del colegio. Las exposiciones y tareas escolares se convierten en un pretexto para abordar temas políticos. Me siento con el deber de adoctrinar a mis compañeras sobre la lucha de clases, cuestiono sus gustos musicales, sus diversiones, sus proyectos de vida. Desde ahora empezaré a marchar a contracorriente, hasta sentirme aislada, completamente sola en el salón y en el colegio. Y cuando mi hermano se haya marchado, seré un ovillo de silencio en la casa. Mi amiga cuenta noticias de Carlos: vive en una residencia de estudiantes procedentes del mundo entero, soporta temperaturas de menos veinte grados, se baña cada semana con una pasta de jabón azul, como el de lavar la ropa, dice. Recibe clases intensivas de ruso, tiene que hacer un curso de historia de la revolución y todavía no conoce la Plaza Roja. Esto último me parece inadmisible. Cada noticia, en vez de amedrentarme, hace crecer mi imaginación, mi sueño. Invento calles, veo edificios como colmenas, recibo duchas heladas que se congelan antes de tocar mi cuerpo, imagino señoras gordas envueltas con pañolones, huellas sucias en la nieve, ejércitos que enarbolan banderas rojas, que me defienden de la voz de mi padre, corredores oscuros en los que me pierdo «para ser libre» por primera vez. El viaje a la libertad tenía que ser, no solo al lugar más distante, sino a un sitio inalcanzable, un lugar que representara la utopía, aunque aún no sepa qué significa esta palabra. Solo allí nacería de nuevo, libre del yugo que me aguardaba en el futuro. Solo allí quedaría atrás mi condición de mujercita temerosa del abuso de los hombres, condenada a tomar dictados en taquigrafía para transcribirlos en la Remington, a doscientos caracteres por minuto, con el teclado cubierto. Si lo destapas, te raja la instructora de mecanografía. Esa que llamamos profe y se pasea por las filas del salón en actitud vigilante, con esa mueca de quien está a punto de llorar. La misma que un día antes de iniciar la clase, con los ojos aguados, nos dio un discurso sobre la inexorabilidad de la muerte y el imperativo de la vida. Como una forma de agradecimiento, o quizá porque sentí compasión por ella, en lugar de los ejercicios propuestos para la clase, me dediqué a transcribir de memoria el Muerto alegre de Charles Baudelaire y al final se lo puse en las manos, diciéndole que todo lo que ella nos había dicho ya había sido escrito y estaba contenido en ese poema. Sabía que en vez de teclear letras de cambio o facturas, quería dedicarme a escribir lo que ordenaba mi imaginación. En lugar de tomar dictados con taquigrafía, sería cazadora de historias. Eso hacía en las noches, a la hora en que ya todos se encontraban encamados. Me sentaba en el patio, armada con un cuaderno, un lapicero y una tabla sobre las piernas, a modo de escritorio. Así me escapaba de la realidad. En mi diario de adolescente hacía el relato de mis infortunios cotidianos, dejaba testimonio de mis sueños. El papel era el fiel confidente y la luna mi asidua interlocutora. Erraban todos en la fórmula de mi proyecto de vida. Ni secretaria, ni ingeniera, ni profesora a punto de llorar, ni esposa sacrificada. Estudiar, escribir y viajar era lo que quería. Solo eso me haría libre. A los diecisiete ya no creía en Dios, me había liberado de las misas de domingo, presentía la fuerza transformadora de las palabras, profesaba amor al proletariado sobre todas las cosas, la fe en «La Revolución», creía en los profetas que me hablaban de que era posible un mundo mejor. Pero en mi condición romántica había algo que no rimaba con los versos de Bécquer o Neruda y era que el tránsito hacia el paraíso pasara por las armas y la muerte. Se trataba de mundos irreconciliables que escindía para soñar tranquila. Y lo que fantaseaba no era otra cosa que mudarme de planeta, aunque la canción de Joan Manuel Serrat me dijera: «¿Qué va a ser de ti lejos de casa? Nena, ¿qué va a ser de ti?»

El viaje ha llegado contra todo ruego, contra toda fatalidad y malos augurios. Hace varias semanas vengo reuniendo cosas, desechando muñecos, envolviendo retratos, libros, ropa que perderá sentido tan pronto cambie de geografía. No puede haber añoranza de lo que estoy a punto de dejar, si la vida reclama mi presencia, si el mundo se me abre como ese libro interminable, cuya lectura siempre posponemos. Ese viaje es como la puerta que solo se ha creado para mí, igual que en el relato de Kafka, y si no entro, jamás sabré lo que el destino me reserva. Decisión y destino son la cara y el sello con los que ahora he de jugar. Voy en el bus hacia Bogotá. Todavía tengo un nudo en la garganta y las lágrimas tienen un sabor agridulce. Papá estaba sentado en el patio, en la oscuridad. con la actitud severa y distante de siempre, quizá aguardando el momento de mi partida para detenerme con un grito. A la hora señalada me acerqué a su mejilla para darle un beso de despedida y lo que encontré me sobrecogió: dos lágrimas le resbalaban por el rostro. Me había preparado para su maltrato, para su displicencia o su mirada recia, pero lo que vi me sacudió las vísceras. No pudo decirme nada y di media vuelta para no desplomarme. Ahora voy por la carretera recordando esa imagen que me lacera el estómago. El llanto de mamá era dulce y mi abrazo lograba detenerlo. Pero no estaba preparada para el gemido de una montaña: Papá sentado en su silencio, desmoronándose, hecho un terremoto. La noche cubre el paisaje y el bus serpentea rodeando la cordillera. Caigo en un abismo lleno de espinas y rocas que esperan mis huesos para sepultarlos. Trato de gritar, pero tengo la boca llena de hojarasca. Voy al precipicio sin remedio, pero al tocar fondo, floto en un mar cálido. Cuando abro los ojos veo el amanecer y me siento liviana. Las voces y las lágrimas se han congelado en el tiempo. Una ciudad extraña me recibe. Siento la emoción de estar viviendo un momento soñado. No es lo que me espera más allá, en esa vida en ciernes que está naciendo con el golpeteo del corazón. Es lo que ya tengo aquí, en este punto, a esta hora que muevo mi maleta y la caja de cartón con todas mis fuerzas. Ahora, cuando llego a las residencias estudiantiles en donde seré un número en un cuarto compartido, ocuparé una cama, una cobija, un mueble de tocador. Aquí es donde empieza el destino que he escogido. Tengo en la cabeza el lápiz que ha de trazarlo. Tengo la arrogancia necesaria para enfrentar el reto y he soltado las amarras para saltar al vacío. Clara aún no se aparta de la Remington. Aunque no lo sabe, ella ha sido mi motor. Todavía llevo el diccionario de ruso y sus alas dobladas en mi cuaderno. 

TRES: DESDE EL BALCÓN DE LAS MUJERES

Estoy en el balcón de las mujeres y desde aquí contemplo el gran tapete del tiempo, la inmensa alfombra que acaricia los pasos de los creyentes y que fue construida con billones de nudos por las manos de legendarias mujeres durante muchos años de silencio. Cientos de pies dejan sus huellas sobre las flores y los colores que amortiguan el cansancio, la angustia, el gris del pavimento y la soledad. Allí están los pies desnudos que buscan su lugar en el centro del templo, después de depositar sus zapatos en las estanterías de madera adosadas a las paredes y dispuestas para tal fin. Las zapateras rápidamente se llenan, al punto que, si fueran vistas con un efecto de cámara rápida, sus listones de madera desaparecerían para convertirse en montones, montañas de colores. Cientos de pares de zapatos de todos los materiales y estilos tienen su momento de descanso y parecen conversar entre ellos, pisarse entre sí, compartir la tierra de las calles y sacudirse la prisa para entrar en un letargo muy parecido al sublime recogimiento de sus dueños. Se diría que en esos estantes tiene lugar la peregrinación de los zapatos, libres por un momento del yugo de los pies.

¿Qué pasaría si en un asalto de humanidad quisieran cambiar de lugar o intercambiarse entre ellos para hacer una broma a sus dueños? Quizá se produciría un caos portentoso, un revuelo semejante a una revelación. Pero estos zapatos son tan fieles como sus dueños y no intentarán el desorden, irán al templo cuantas veces sea necesario para expiar sus andanzas y sus ganas de patear la tierra contra el cielo.

Afuera he visto las filas de creyentes que se descalzan y luego se dirigen a las zapateras. He contemplado también la aglomeración frente a las magníficas fuentes de la Mezquita de Solimán, apodado «El magnífico», construida por el arquitecto otomano Mimar Sinan hacia el año mil quinientos cincuenta. Esta portentosa y bella mezquita está rodeada de jardines. Las pilas con sus grifos son arte sobre la piedra. Los hombres aguardan su turno para la ablución, se lavan pies, manos y rostros. Parecen murmurar alguna oración. Algunos lo hacen de prisa, otros con parsimonia y fervor, con la concentración y entrega que exige todo ritual. Han llegado allí conducidos por el adhan, o azan, cántico que sale de los minaretes, con su conmovedor y sentido llamado a la oración. Logra detener el día por cinco veces para recordar la necesidad de ir al encuentro de Alá. La voz que canta los salmos de El Corán es vibrante y sublime, traspasa el lenguaje, penetra, estremece las fibras más sensibles a la música y la espiritualidad:

Allah es el más grande, Allahu Akbaru, اللهُ أكبرُ, / Declaro que no hay más dios que Allah, Ashhadu an la ilaha illa Llah, أشهدُ أن لا إلهَ إلاّ الله / Declaro que Muhammad es el enviado de Allah, Ashhadu anna Muhammadan Rasulu Llah, أشهدُ أنَّ محمّداً رسولُ الله

Cinco veces al día Estambul se estremece por todos los costados, pues de todas las mezquitas y sus alminares vienen los llamados, los cantos, las voces se tocan unas a otras, se cruzan, se responden, se juntan en un coro que impulsa el vuelo de las golondrinas sobre el Bósforo. En ese momento se detiene el transeúnte, se arrodilla el creyente y se asombra el impío visitante.

Esos adhanes me han halado a la Mezquita de Solimán y tengo las piernas cruzadas sobre la alfombra. Veo a través del biombo el desfile de los hombres hacia el centro del templo, en dirección a ese nicho enmarcado de azulejos que resulta ser el altar y que mira siempre hacia La Meca. Un imán dirige la oración. Es viernes al mediodía y tiene lugar el rezo más importante de la semana. Eso explica la gran cantidad de feligreses. Los hombres tocan la alfombra con la frente, se incorporan, se arrodillan, hacen reverencias o simplemente permanecen sentados en actitud de escucha o de oración. Rápidamente el centro de la mezquita se cubre, cada espacio libre pasa a ser ocupado por hombres que siguen entrando después de haber dejado sus zapatos y sus mujeres al ingreso. Porque ni a los zapatos ni a las mujeres les está permitido acceder al lugar central del templo. Ellas deben ubicarse en los balcones, o rincones contra la fachada, separados de la zona común por biombos de madera acanalada. A través de agujeros, grietas o canales, ellas ven la entrada pero no alcanzan a observar el centro de la mezquita y menos el altar. Si nos situamos de frente, solo veremos sus bellísimos ojos espiando por los orificios, como cientos de mariposas centelleantes que pugnan por salir a la infinitud.

La cultura, la costumbre y el rito exigen la obediencia, el acatamiento de la norma. Por eso me he dirigido dócilmente al recinto de las mujeres. Pero estando allí me ha invadido una insoportable incomodidad. Vivo la segregación como quien lleva un yugo que le oprime la frente. Pienso en la niña que ha viajado hasta aquí después de atravesar tantos años de pugnas, después de superar tantas pruebas de resistencia para desvirtuar recelos, juicios de incompetencia, palabras de compasión… «¡No podrás!», «¡No es fácil!», «¡No lo lograrás!», «Una mujer no está hecha para eso». Estar sentada aquí es un modo de aceptar que algo en mi cuerpo me excluye. Asumo la obligación de apartarme de los hombres para situarme literalmente al margen del acontecimiento. Soy víctima inocente de mi biología, hembra curvilínea, jarra, olla de barro, cantimplora, lugar donde se cuecen los instintos que deben mantenerse alejados de lo sagrado. He tenido que cubrirme la cabeza para ingresar al templo, ocultar mis hombros, sellar mis labios y mis cavidades, esconder mi piel. Estoy sentada con las piernas cruzadas en el estrecho lugar donde se amontonan las mujeres que miran por los agujeros del biombo y que escuchan el sermón del imán sobre sus deberes y sus restricciones.

Los espacios entre nosotras se llenan de prisa, pues siguen ingresando hombres que les indican el lugar en que han de acomodarse. Muchas de ellas no esperan la orden, simplemente se apartan de su compañero y entran a buscar un sitio libre junto a nosotras, en la trastienda. Sigo guardando silencio, trato de pasar inadvertida para confundirme con ellas, esfuerzo inútil. Ellas saben que no soy quien aparenta: una devota. Seguramente es la forma de sentarme, el modo en que llevo la pashmina sobre la cabeza, mis hombros desnudos bajo el velo, el perfume que llevo puesto. Todo debe indicarles que soy una advenediza, una descarada intrusa. A pesar de mi conmoción, respiro de manera pausada, intento relajarme, permanezco con la cabeza baja mientras observo con el rabillo del ojo qué posición adoptan, qué movimientos realizan. Veo que guardan un fervoroso silencio para escuchar las palabras del oficiante. Esperan, atienden, se acomodan, cambian las piernas de posición, sitúan sus bolsas, sus carteras y sus hijos frente a ellas. Los más pequeños reclaman, lloran, se rebelan. Los más grandes se divierten, tocan las ventanas, se murmuran cosas al oído, ríen. Los varones que han venido con el padre tienen derecho a entrar con él para situarse en el centro del templo. Las niñas ya tienen clara su obediencia. Los pequeños ahora se trepan en las ventanas y arman pequeñas jugarretas en silencio.

Desde el balcón de las mujeres siento que una fuerza se apodera de mi cuerpo. No resisto la postura, no tolero esta visión de agujero ni esta clase de silencio. Me queda estrecho el lenguaje, la palabra mujer no basta para comunicarme con ellas. Mi vecina me pregunta algo y debo responder con un gesto de cabeza para indicarle que hablo otra lengua, una lengua en la que no puedo conjugar la sumisión, la reverencia. Tengo una voz que no puedo refrenar, que no comprende esta dimensión del deber, este espacio vedado.

Entonces me invade una sensación de zapatos que quieren gobernar sobre los pies, zapatos que van y vienen sin consentimiento, al antojo de esa fuerza superior que los empuja y estropea. Soy un zapato puesto al lado de otros, que comparte su suerte de tierra y silencio. Entonces descruzo las piernas, me incorporo, desacomodo los espacios, los pensamientos, el orden, me quito la pashmina y exhibo los hombros del pecado, atravieso biombos, mantos, oraciones, voy directamente al lugar de los zapatos para confabularme con ellos e ingreso al centro del templo.

Alcanzo a dar un alarido antes de que los guardianes de Alá me expulsen hacia el encuentro de la tarde sobre el Mármara. Con los zapatos bien puestos y la imaginación alta, camino erguida, busco entre rostros extraños imágenes de lo que soy, de lo que fui, como uniendo trozos de espejos. Le pregunto a mis pies por el camino y ellos prosiguen como acabados de nacer. Vengo de los sueños. Me preparo para volver a casa recogiendo migas de tiempo. 

You must live sin fronteras

Límite internacional entre Tijuana – San Diego, Frontera México – EUA

San Diego es una ciudad azul, fresca y soleada. Sus freeways nos impactan al ingreso. Las luces de los autos se deslizan a gran velocidad y logran amedrentarnos, transmitiéndonos una sensación de desconcierto y abandono. No deja de ser curioso que estemos haciendo el viaje en sentido contrario al usual. Viajamos desde Arizona, con mucha emoción e improvisación, con un mapa impreso y el trazado de la Interestatal 8, sentido Coronado. Hemos alquilado un carro sin navegador, o GPS. Llevamos una referencia telefónica del primo de Alma, nuestra amiga chihuahuense. Las carreteras están desiertas, bordeamos la bahía y ya estamos perdidos. Entramos y salimos de los highways, nos equivocamos una y otra vez y podríamos seguir extraviados hasta el infinito. Es extraña esta sensación de perderse en la maraña de reflectores de una ciudad desconocida mientras la noche teje sus sombras para enredarnos, el mapa que llevamos pierde su utilidad, no es posible detenerse y nos dejamos envolver por la marea. Los ruidosos autos policiales nos rodean, nos cercan, nos interrogan. La clave para salir del laberinto está en un nombre: José Cruz, quien llega al rescate. Mexicano en su porte y en su jerga, en el abrazo y en esa forma de acogernos como si fuéramos sus amigos de toda la vida, cuando en realidad nos acaba de conocer. «¡Bienvenidos a la frontera!»

La versión más difundida dice que la frontera México ─ Estados Unidos es la más extensa que pueda existir entre un mundo pobre y otro rico. ¿Qué significa esta interpretación simplificada y hasta ofensiva? Solemos hacer inferencias obvias y únicas para explicar realidades que difícilmente se pueden delimitar con precisión. Si prescindimos de la interpretación económica para designar lo que es ser rico o pobre, hallaremos la contradicción o el malestar que implica considerar que los herederos del antiguo Imperio azteca o de la riqueza cultural del pueblo tolteca, los hijos de Cuauhtémoc o de Moctezuma, los dueños de la obra religiosa y política más sólida de Mesoamérica, los grandes creadores de arte y literatura, los poseedores del más exquisito patrimonio culinario de América, puedan ser considerados parte de un mundo pobre. Y qué decir del sentido que puede tener la palabra riqueza cuando se aplica a la cultura norteamericana, como si fuese una sola.

Quienes analizan aquellas realidades fronterizas insisten en el peligro de caer en la trampa de lo binario, lo polar. Si bien las líneas divisorias existen en términos políticos, las dinámicas de esas zonas de intercambio son ricas y complejas, hacen que los límites se desdibujen y se reinventen de manera permanente. Siguiendo las convenciones, hemos de aceptar que el límite internacional entre México y los Estados Unidos puede ser el paso o filtro político y humano más extenso entre dos escenarios con un franco desequilibrio social y económico, en medio de un inocultable continuo cultural. Una frontera puede ser un camino o un puente entre realidades diversas, complementarias, o contrapuestas. Desequilibrio en este caso significa contención e interdependencia. Pero nada de eso impide reconocer que se trata de un solo cuerpo fracturado o de un alma rota que busca su utópica unidad. Esto se refleja en nombres híbridos de ciudades escindidas como Mexicali ─ Calexico.

Arbitrarios, traumáticos y feos son los muros, las líneas, las grietas, las rejas que separan el territorio mexicano del estadounidense, ya sea que se encuentren en la playa de Tijuana, en el desierto de Altar o de Arizona, en el canal de Mexicali, en el Río Bravo, en los puentes de Piedras Negras o de Ciudad Juárez, en las bardas y garitas de Nogales, Nuevo Laredo o El Paso. La línea fronteriza internacional es una afrenta para una vida cultural confluyente, un adefesio para el paisaje, un desatino para el desierto, un horror para la historia del continente, una cicatriz. Recuerda de manera permanente a los mexicanos la obra de sus gobernantes irredimibles, los autores de la larga herida que no para de sangrar.

La casa de José y María, nuestros anfitriones en San Diego, es un tráiler situado en un lote parking para este tipo de viviendas. Allí se encuentran apiñados cientos de remolques, como las pequeñas piezas amontonadas de un juego de mesa, o las pequeñas casas de cincuenta metros cuadrados o menos, de las urbanizaciones «de interés social» bogotanas. Pero estas casas móviles están hechas a la usanza de las residencias norteamericanas, remedos de las casonas típicas de suburbios de la East Coast americana, hechas a escala, como de juguete. Un mínimo antejardín con su casillero postal, un porche, un garaje, atrás un par de metros para el pícnic, una cocina, un comedor y una sala, un baño común, dos habitaciones y la alcoba principal con su baño privado. Nos recibe la pantalla gigante de televisión en el estrecho living y el ladrido de una perra diminuta. José y su familia nos hacen sentir como en casa. María va directo a la cocina para servirnos unos tamales picosos preparados para la navidad. Preguntas de ida y vuelta, mapas y consejos, planes y encargos.

Y es que antes de poder hablar de México o de Estados Unidos, antes de la idea misma de América, en aquellos «lugares de rocas secas» y en los esculpidos acantilados sobre el cálido mar que Magallanes llamara Pacífico, en aquellos desiertos y fértiles valles, ya había una inmensa red de araña, un gigantesco atrapasueños que retenía fantasías y construía realidades, y que desde entonces no para de manifestarse. Se trata de una gran extensión que incluye los desiertos de Sonora, Arizona, Chichuahua y Mojave. Un continuo en el espacio y el tiempo que separa con nombres una misma realidad: Monument Valley, Green Valley, Death Valley o Silicon Valley y que representa un espacio tallado por el viento y los seres humanos, con ciclos en los que se alternan vida y muerte, lo exuberante y lo inhóspito, esplendor y ruina. Es el mundo de la cueva madre de los chichimecas, de la mujer de peinado de mariposa, de los guerreros y jugadores de pelota que aún están representados en petroglifos y pictografías. Aún hoy con el cálido viento se escucha el eco de los pasos de comerciantes que rondaban ciudades de piedra, ya sin nombre. Entre las rocas siguen visibles las huellas de los caminos trazados que conectaban tierras lejanas, los surcos de canales que encausaban el agua entre chaparrales.

Aquellos valles y llanuras siempre han sido zonas de tránsito de riquezas de norte a sur, de sur a norte, cuando no existían ni «el Sur» ni «el Norte». Lugares de paso actual de campesinos y aventureros, de amas de casa devenidas en sirvientas, de mulas traficantes y contrabandistas, de niños y niñas hechos fuerza laboral. Antes fueron rutas de intercambio de piedras verdes y azules, hoy llamadas turquesas, de pipas rituales, tejidos y cerámicas, finos y mágicos ornamentos, aves de plumaje vistoso. Bellas y tristes leyendas y fantasías persisten estampadas en cascabeles de cobre o en cerámicas policromas. Con ellas se guardó la memoria de aventuras de enamorados perdidos entre los cañones. Estas historias duermen en la piedra, en las máscaras de barro, en malacates modelados. La obsidiana narra leyendas de amantes y dioses. Por esos desiertos se movía kokopelli con su flauta y su joroba, un dios o un diablillo que invitaba al baile y a la alegría para propiciar la fertilidad.

La frontera, que es oportunidad de intercambios, es también una triste leyenda que se repite. Los españoles, seguidores de Hernán Cortés, llegaron tronchando cabezas y expulsando rayos por las puntas de sus brazos para someter al indio y fulminar a sus dioses. Siglos después, el dios verde del dólar compró forzadamente lo que no estaba en venta. El gringo añadió el señuelo del dinero, la tentación del consumo, la manida promesa de la abundancia, ese otro espejismo de «la tierra prometida». Lo fue para el pionero del Este, para los migrantes, allende los mares, del Sur hispano o el Sur africano, que llegaron desde cualquier rincón y a través de cualquier «hueco». Son las quimeras de fama y lujo en Hollywood, el sueño libertario de miles de jóvenes de los sesenta que decoraban sus combies y sus pelos largos con flecos y flores, mientras rodaban por la Ruta 66.

Antes de ser América, estas bahías, estas montañas escarpadas y suaves terraplenes fueron escenario de ciudades increíbles, revestidas de oro, en la imaginación de los europeos. Hay un claro enlace entre el mito tolteca chichimeca sobre el origen de los hombres y mujeres del desierto en Chicomóztoc o las siete cuevas y los fascinantes rumores llegados a oídos del virrey de la Nueva España sobre Cíbola y sus siete ciudades de oro. Este espejismo empujará a Francisco Vásquez de Coronado, «el conquistador perdido», tras su sueño dorado. Cientos, miles de hombres y mujeres, como en la epopeya de Coronado, irán tras el oropel. Verán esfumarse el sueño de Cíbola y armarán la siguiente expedición para alcanzar la Gran Quivira, y la verán deshacerse de nuevo. Como en la condena de Sísifo, verán «rodar las piedras» y volverán a intentarlo, y caerán, en un sinfín, en busca de la utopía.

Nuestros anfitriones de San Diego no logran traducirnos el mundo en el que se han insertado desde hace varios años. La comodidad que han alcanzado en esa sociedad les parece natural y les hace incomprensibles nuestra curiosidad y afán de indagación. Con la misma facilidad con la que conducen por expressways, calles y avenidas interestatales, se mueven hábilmente por las costumbres y el ritmo de vida norteamericanos. Conocen los códigos indispensables no solo para sobrevivir sino para ser felices. Alma es de Chihuahua, José y María vienen de Tijuana y ninguno de ellos sueña con regresar a vivir en México. Estar aquí, entre California y Arizona, no solo define un estilo de vida al que no desean renunciar, sino que representa una ruptura con esos mexicanos que no han logrado traspasar la frontera. Ante la supuesta y remota posibilidad de derrumbar el muro y permitir el libre tránsito hacia Estados Unidos, ellos responden de manera enfática que sería «el acabose para todos», no quisieran que esto llegara a suceder porque creen que México entero se volcaría sobre Estados Unidos y sus condiciones de vida se verían afectadas.

Hay una lógica perversa que depende no solo de la existencia del muro sino de las condiciones aciagas a las que se enfrenta un inmigrante. Al mismo tiempo que se mejoran los controles para que la frontera no pueda ser traspasada de manera ilegal, se generan las trampas, las posibilidades de violar las medidas, el negocio de los coyotes. Pero alrededor de ello también existen organizaciones civiles o religiosas que trabajan para menguar el padecimiento de los inmigrantes, e inclusive pululan los oportunistas que dependen de la desgracia de la inmigración fallida. Se diría que la frontera también llega a ser un negocio del que se nutren por igual mexicanos y gringos. Esos múltiples rostros de la frontera, esa leyenda forjada y repetida a través de canciones, novelas, películas y artículos de prensa, nos han llevado hasta allí para conocer el punto de cruce entre los dos países. Lila Downs lo dice mejor…

Cuando yo salí del rancho no llevaba ni calzones

pero sí llegué a Tijuana de puritos aventones,

como no traía dinero me paraba en las esquinas

para ver a quién gorreaba los pescuezos de gallina.

Yo quería cruzar la línea de la Unión Americana,

yo quería ganar dinero porque esa era mi tirada,

como no traía papeles, mucho menos pasaporte,

me aventé cruzar los cerros yo solito y sin coyote.

Después verán cómo me fue…

San Diego, llamada «la ciudad más fina de América», es una de las más codiciadas por los estadounidenses. Su posición geográfica atenúa los rigores de las estaciones, el océano Pacífico embellece su perfil con sus playas llenas de gaviotas, tiene sitios acogedores como el Seaport Village en donde los árboles de raíces desnudas se despeinan con la brisa; Old Town donde se conservan las primeras casas y haciendas desde la fundación de la ciudad; Down Town con sus bellos cafés y restaurantes; Coronado Island, ese lugar de casas millonarias a donde se llega por un puente levadizo sobre el mar. También está el sitio de los museos, Balboa Park, con jardines, estanques y fuentes, en donde por momentos uno cree estar deambulando por los jardines de Versalles.

Si San Diego está llena de mexicanos es porque en muchos sentidos sigue siendo mexicana. Hay una fuerza viva que emparenta la historia actual del condado californiano con las rutas de indios, con las misiones franciscanas y jesuitas, sus intentos de concreción de la utopía cristiana en el más acá, con los ranchos y haciendas de tiempos de la construcción de México, antes de la concesión forzada, es decir de la guerra. Pero también porque el impresionante crecimiento de San Diego, como de California en general, es el resultado de las distintas olas migratorias desde el sur a lo largo del último siglo.

Braceros, mojados, pachucos o chicanos son rostros de una realidad compleja que rodea la frontera y que conforma la historia de dinámica binacional. El arrojo y la temeridad del inmigrante, que en numerosos casos raya con la inmolación, son directamente proporcionales a las fieras medidas de control implantadas por las autoridades estadounidenses. Si no hay dinero para los coyotes es probable que el río, el mar o el desierto, terminen con el american dream.

Ciertamente el llamado fenómeno de la migración mexicana tiene muchos semblantes difícilmente abarcables con unas pocas explicaciones. En los años cuarenta, sabemos, tuvo lugar esa historia dolorosa conocida como el «programa Bracero». Fue la oportunidad del gobierno del Norte de contar con trabajadores agrícolas a muy bajo costo. Miles de campesinos mexicanos se lanzaron a la «aventura» y muchos de ellos encontraron el hambre, la humillación y la muerte por las difíciles condiciones de subsistencia en centros de contratación injusta y por los rigores del clima. Estas historias permanecen aún sepultadas en el anonimato y el olvido. Los braceros debían escoger entre miserias, pero una de ellas incluía la posibilidad de ayudar a sus familias alquilando sus brazos al otro lado del muro. Nunca renunciaron a su cultura, a su lengua o su religión, aunque por sus condiciones de pobreza ya habían sido desterrados en su propio territorio. A su lado, los pachucos, mexicanos de doble nacionalidad, seducidos por la sociedad que los acogía, quisieron declinar su cultura sin adoptar del todo aquella extraña en donde empezaban a sentirse cómodos. Esto les significó el resentimiento de sus hermanos y además un doble rechazo: el de sus compatriotas y el de los norteamericanos. Según Octavio Paz, ser pachuco es ser rebelde. Ellos «afirman sus diferencias, las subrayan, procuran hacerlas notables». Son mexicanos «huérfanos de valedores y de valores» que han perdido toda su herencia, que tienen el alma a la intemperie y pueden convertirse tanto en mártires como en héroes malditos. Quizá la cultura chicana de hoy haya surgido de los pachucos. Para algunos, ser chicano no alude necesariamente a una cuestión étnica. Puede serlo cualquier persona que es consciente de la necesidad de justicia social con relación a la población latina, hispana, en los Estados Unidos.

Pero a los millones que han concretado este sueño americano, la idea del regreso se opone a la idea del progreso. No les cabe en la cabeza, aunque tengan nostalgia por su pueblo, aunque sigan arraigados a sus costumbres y a su lengua y no estén dispuestos a perder ni un pelo de su historia. Estos hombres y estas mujeres que se han quedado en el país del norte, sin saberlo, son los encargados de reconquistar cotidianamente el territorio perdido. Difunden su cultura como esparciendo sus chiles y enchiladas en cada sitio al que llegan. Se niegan a ser nombrados como meros proveedores económicos o remitentes de remesas a su país y se nombran a sí mismos «productores de remesas culturales».

La cultura es dinámica o no lo es. Y el sur de Estados Unidos y el norte de México son un dramático y fascinante laboratorio de transculturación. La vida cotidiana de los norteamericanos, aún de aquellos que se resisten a vincularse con sus dicharacheros vecinos, es el cuestionamiento permanente de la frontera. En todos los lugares que recorrimos encontramos restoranes con un aviso de neón que anuncia, como un señuelo, mexican cuisine. Los platos o ingredientes mexicanos están presentes en las cartas de comida, aunque la preparación haya sufrido grandes transformaciones, pues el paladar de los estadounidenses no puede tener el mismo mapa gustativo de sus vecinos, pero cada vez recibe con mayor placer sus mezclas y necesita cada vez más los productos del sur. Simbólicamente la frontera se va borrando, el muro se desploma lenta e irremediablemente, a fuerza de palabras, de sabores, de colores, de hijos y de afectos.

En el corazón de Phoenix hay una plaza de mercado en la que se vive el sentido de estas palabras. Una vez que se deja la zona de estacionamiento, propia de los malls gringos, después de traspasar la puerta de vidrio, uno tiene la sensación de estar arribando a un típico rancho de cualquier pueblo mexicano. La música ranchera y norteña lo invade todo con sus alaridos de gozo, los guitarrones marcan el ritmo de los compradores, quienes después de descender de sus camionetas y autos estadounidenses, repentinamente descubren sus rostros mestizos, sus lisos cabellos azabache, sus sonrisas campechanas, las panzas de mariachis que llenan plácidamente con tacos al pastor, chorizos, guacamoles, junto a las variedades de chiles que forman montañas en el supermercado. «¡Pásele no más!, tenemos pozole, pancita, enchiladas, flautas…», las mismas voces de las ventas callejeras en Coyoacán o en Xochimilco. Los pasillos están repletos de productos mexicanos, con sus fuertes olores que excitan la sangre y el apetito. Las frutas arman fiestas de formas y colores, un zumo de cualquiera de ellas o de todas juntas borra el sabor de las sodas o de las bebidas saturadas de azúcar que se toman en cualquier otro lugar y nos recuerda el sabor de la tierra.

En esta placita uno siente que todo le pertenece, que algo se reacomoda, vuelve a su lugar, como si la lengua reclamara su origen y su tiempo, como si la memoria regresara al sitio de la infancia, cuando nos arrullaban con rancheras y nos hacían reír con Cantinflas o Capulina. No es solamente la música, ni tampoco el olor o los sabores, es la actitud abierta y desenfadada, la sonrisa de dientes grandes y el acento cálido que te invita a probar, a chuparte los dedos.

San Diego es el lugar ideal para los inmigrantes que vienen del norte de México porque muchos tienen su familia en Tijuana o en ciudades cercanas y permanentemente pueden ir de un país a otro, siempre que cuenten con la ciudadanía o la residencia estadounidenses. Es el caso de nuestros anfitriones, quienes tienen a sus familias en Tijuana y viven a diez minutos de la frontera. Nos cuentan que muchos mexicanos que tienen visa de entrada o residencia trabajan en San Diego, pero prefieren vivir en Tijuana, porque así pueden ganar dólares y gastar pesos, ya que San Diego es una de las ciudades más caras de los Estados Unidos. Pero también hay mexicanos millonarios que viven en Coronado Island y tienen sus negocios en la caótica Tijuana.

BIENVENIDOS A TIJUANA

Pasar de los Estados Unidos a México en este punto puede ser tan simple como complicado en el sentido contrario. Ir por la Interstate Highway 5 que atraviesa San Diego, avanzar por debajo de un puente, entrar por una calle sencilla y saber que ya estamos al otro lado, sin grandes carteles que anuncien el territorio mexicano, sin agentes de control que pregunten o requisen. Con el rostro, el vehículo y los papeles indicados la frontera se hará invisible. Unos bombillos verdes que dan vía libre son la única señal. Entonces uno puede adentrarse en el corazón de Tijuana, aparecer en la Avenida de La Revolución donde los vendedores callejeros y los dependientes de tiendas y restaurantes te asedian con sus mercancías, te hablan en inglés para invitarte a pasar a los bares, prometiendo todos los placeres por un único precio en dólares, bar abierto, el masaje azteca. «Bienvenido a Tijuana. Tequila, sexo y marihuana», canta Manu Chau.

Hemos llegado de noche, cuando la ciudad empieza a despertar a su sordidez. Más de cincuenta prostíbulos infantiles según datos de internet, y las muchachas descubren sus cuerpos como carnada para los gringos o los mexicanos venidos del otro lado de la línea. La atmósfera que se respira es de comercio y cacería de dinero, taxis de todos los colores que se detienen en las esquinas para avizorar el ritmo de la noche, luces intermitentes, discotecas venidas a menos, bares clausurados, limosneros y basura en las esquinas. Bienvenido a Tijuana, la otra cara de San Diego, su contraparte oscura y vergonzante, su otro rostro imprescindible.

San Diego y Tijuana son cara y sello de una realidad en la que unos son los aventajados y otros los que se esfuerzan por alcanzar lo que consideran el éxito, unos los cómodos y otros los expuestos, aquellos usufructúan la historia de estos a quienes les interesa ascender sobre los hombros de los que siguen mirando desde el otro lado, esperando el momento para saltar y así ocupar el lugar de sus hermanos. «Llegar hasta aquí nos ha costado sangre y lágrimas, pero ya nadie nos puede sacar, ahora nos hemos vuelto a apoderar de este territorio», parecen decir los residentes, los ciudadanos de un país que les ofrece oportunidades que nunca tuvieron al sur de la frontera. Como si siempre hubieran sido eso que son ahora, estos seres bifrontes mezclan su lenguaje, se desplazan cómodos y felices en los grandes autos de un lado al otro, para visitar a sus parientes de ojos abismados y un tanto resentidos, y que horas más tarde regresan hablando en inglés a los alguaciles gringos, con la seguridad de que al otro día estarán a tiempo en sus factorías, en las tiendas o en las oficinas en donde se comportan como ciudadanos ejemplares.

Un muro doble separa las casuchas de Tijuana de los expressways de San Diego. Los niños y los perros juegan en los peladeros que circundan la fea muralla, una calle corre paralela a la línea mexicana y a lo lejos pueden verse los reflectores de algún vehículo que inspecciona permanentemente. En la playa el espectáculo es sobrecogedor para quienes nos estrenamos en esa visión. El faro de Tijuana proyecta su luz hacia el océano y las olas golpean porfiadamente las rejas que hieren la arena. Que haya muros sobre la tierra no es extraño, pero sí lo es un muro que semeja una cárcel para el océano, que separa las aguas, que divide la espuma, los peces. «Esa arena no nos pertenece, estos caracoles son ilegales». Las altas rejas se clavan en el alma de la arena, los barrotes separan lo que el viento se encarga de unir, de revolver. La división del océano parece una ironía a su vastedad, una burda cachetada a sus aguas abarcadoras. Cortar el agua con el hierro, decir de cuál lado saltan las caracolas, a qué lado deben volar las garzas.

En las barras de hierro hay un aviso en caligrafía de molde que con errores de escritura anuncia: «Danger objects under wáter» «pilegro hierros bajo del auga». Alguien en plural ha clavado unos carteles de madera que muestran una calavera gigante y multicolor, dentro de ella miles de nombres de migrantes fallidos y en el centro la leyenda: «y más de 500 migrantes no identificados…» Al lado, otros carteles con nombres y nombres que representan las vidas perdidas por alcanzar el otro lado de los barrotes: Juan Antonio, Jesús Hedel, Fidel, Eugenio, Nicolás, Moisés… aquel que pudo caminar entre las aguas investido por un instante del divino poder. Estos anónimos murieron en la travesía. Cuentan que bajo el agua aguarda la trampa de hierro, en la que también suelen suicidarse los peces.

Hace unos años allí quedaban las famosas playas de Tijuana, había un malecón para los paseantes, pero una borrasca o la furia del mar arrasó las construcciones y se tragó la playa, de tal modo que ahora las olas golpean un callejón de luces desteñidas y de vez en cuando amenaza las casas humildes que vuelcan sus basuras en las esquinas. El mismo fenómeno natural invadió las playas de San Diego, pero cosa curiosa y predecible, allí no causó ningún daño lamentable, porque las extensas playas superaron la prueba. ¿Se ensañó el océano con Tijuana? Quizá la respuesta es de sentido común, no es la suerte sino la planeación, no es la desgracia sino la dejadez, no es la miseria sino el abandono.

Una gaviota se ha parado junto a las rejas y parece mirar hacia el otro lado, como dudando de atravesar el límite, su figura blanca se refleja en la arena y se pierde al lado de la espuma enfurecida. Un pescador viene con su caña del lado de Tijuana y de pronto el pez lo hala, lo conduce hacia el norte, lo obliga a atravesar los barrotes y, con naturalidad, guiado por la marea y por el pez juguetón que se creyó a salvo si se colocaba del lado de San Diego, mete su cabeza por entre los hierros y queda del lado de allá, sin darse cuenta, embrujado e inocente de su transgresión.

Unos metros arriba de la playa, ascendiendo por un camino de cemento, se encuentra un obelisco con esta leyenda: «Límite de la República Mexicana. La destrucción o dislocación de este monumento es un delito punible por México o los Estados Unidos». Y en una de sus caras laterales este otro letrero: «Punto inicial de límite entre México y los Estados Unidos fijado por la comisión unida, 10 de octubre de 1849 según el tratado concluido en la ciudad de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero de 1848 Pedro García Conde comisionado mexicano José Salazar agrimensor mexicano».

Dicen que por épocas se ven encuentros a través de estas rejas. Mexicanos de lado y lado se estrechan las manos, madres e hijos hablan largamente, enamorados se abrazan entre las bardas y se prometen un encuentro imposible, más allá de territorios ajenos, sin el peso de la llamada ilegalidad. El mar como testigo, el peso del dinero sobre la fuerza del amor, duelo sin vencedores, marca que se lleva en la piel.

Tijuana es un misterio que quisiera descifrar. Pasar la línea divisoria, la frontera absurda del oprobio, el «muro de la infamia». Este paisaje fragmentado hace parte de la vida normal de Tijuana, quizá ya nadie se pregunte o se aterre de su existencia, solo nosotros, los visitantes recién estrellados con la realidad de la frontera. Tijuana duerme un sueño sobresaltado, hace largas filas de automóviles para traspasar los controles, vende y canta mercancías en medio de los autos, pide limosna y codicia las luces de San Diego. Trabaja duro para que sus vecinos disfruten unas playas tranquilas, las largas avenidas arboladas en vez de las calles desnudas y todo el dinero que fluye con forma de hombres y mujeres que trabajan con tesón, mientras las lujosas camionetas americanas se llevan lo mejor de cada día.

Al regreso los guardias gringos nos reciben los pasaportes y revisan nombres en las computadoras. Las luces atraviesan los vehículos para descubrir alguna sorpresa entre los autos. Si el guardia sospecha algo, remite a la requisa del vehículo. Se oyen unos gritos y algunas detonaciones, después el silencio y tres hombres con las manos en alto son conducidos hacia otro lugar. Hemos pasado la prueba y volvemos a ingresar en San Diego. Allí nos sentimos extrañamente incómodos, traspasamos la línea y nadie intenta detenernos.

Siento alivio por sentirme de paso, por tocar tangencialmente esta realidad que muchos añoran y por la que dejan sus huesos entre el muro. Siento alegría de entrar y salir, sin que nadie me detenga o me pregunte si tengo intenciones de quedarme, o de engrosar el ejército de inmigrantes. Experimento lo que significa la libertad de tránsito, el derecho de pasar y devolverme, de ir hacia el lugar en el que quiero estar. Hay rabia por aquellos que instalaron los hierros para partir el mar, dolor por los que se sienten impelidos a abandonar lo que aman, a dejar el lugar que no logra retenerlos.

ESTAR AL BORDE

Todos los habitantes de este territorio son hijos de la misma arena, de los desnudos rayos del sol, de esas esfinges verdes que esculpe la tierra y que surgen por todos lados, los juguetones saguaros como vigías del desierto, los verdaderos dueños del norte de México y del sur de Estados Unidos. Quizá como los saguaros, los habitantes son fuertes y espinosos, pero también son la nota amable del paisaje. Tal vez el desierto moldea su carácter, templa el espíritu para el porvenir.

Los mexicanos se expanden, extienden sus brazos y logran penetrar la sociedad norteamericana. Las palabras pretenden separarlos. Entonces inventan una tercera lengua que se ensambla y fluye en las calles, en las oficinas y en la cotidianidad. Aunque el espanglish hiere la gramática de los dos idiomas y resulta grotesco para los oídos académicos, es el abracadabra, el ábrete sésamo de la vida real: «Voy a pagar un bill», «llámame p´atrás», «estoy on call», «voy a cookinar», «dame time», «tengo un appoiment», «¿A qué horas están abiertos?» Reconquistar el territorio perdido requiere cierta dosis de humor y de ironía. Es como si dijeran «está bien, aprendo tu lengua, pero la convierto en otra, la hago también mía».

Neplanta es la expresión náhuatl que significa estar «en el medio», en el límite del territorio, del lenguaje, de la cultura. La chicana Gloria Anzaldúa resignifica la palabra para exaltar lo ambiguo, lo transcultural, esa «niebla de caos», ese «mestizaje espiritual» que enriquecía su historia, su cultura, su lengua, su identidad múltiple y caótica. Porque no se trata de romper la frontera para ser de aquí o de allá, sino de permanecer en el borde, en la mezcla literal y simbólica, estar en transición, en proceso, en cambio permanente. Ser el uno y el otro, estar aquí y allá al mismo tiempo.

To live in the borderlands means you

are neither hispana india negra Española

ni gabacha, eres mestiza, mulata…

you must live sin fronteras

be a croosroads.

El derrumbamiento del muro se siente lejos del paso internacional, debe sentirse en las escuelas y ya está en las casas en donde la mucama o la niñera es una mujer maciza que cuenta sus historias en una lengua que los niños y las niñas empiezan a incorporar a su vocabulario cotidiano y a sus recuerdos. No hace falta traspasar las rejas para estar en México. Basta con hurgar en las casas norteamericanas para comprender cómo se incorporan las remesas culturales. Como lo escribe Anzaldúa:

Pero nunca nos quitarán ese orgullo

de ser mexicana–Chicana– tejana

ni el espíritu indio.

Y cuando los gringos se acaban

–mira cómo se matan unos a los otros–

aquí vamos a parecer

con los horned toads y los lagartijos

survivors del First Fire Age, el Quinto Sol.

Todo se trastorna, menos el océano, que lame de manera interminable, paciente, los barrotes que hieren la playa y que algún día se convertirán en estatuas de sal.

Espíritus de montaña

El Titicaca es verde–azul inmensidad, tres mil ochocientos veinte metros sobre el nivel del mar. Desde allí lo correcto sería decir: el mar se encuentra a tres mil ochocientos veinte metros bajo el nivel del Titicaca. No hay datos exactos. Más de ocho mil kilómetros cuadrados de extensión, casi doscientos de longitud, sesenta y cinco de anchura. Dicen que en el lago se puede descender a trescientos cuarenta metros. El asombro al contemplarlo tiene dimensiones infinitas y las cifras apenas dan cuenta de su majestuosidad. Bien adentro subyace el misterio, el origen, las lágrimas de Inti, el Dios del Sol. Comentan que el sesenta por ciento del lago pertenece a Perú y lo restante a Bolivia. No es cierto. El Titicaca no pertenece a nadie, salvo a la Pachamama.

Sus aguas dan paso a la vida y a las culturas. Los pumas de piedra le dieron su nombre. De él nacieron Manco Cápac y Mama Ocllo para fundar el Tahuantinsuyu o las cuatro regiones del cielo: Oriente, Poniente, Septentrión y Mediodía, de acuerdo con el relato del Inca Garcilaso. No es posible estar allí sin sentir el magnetismo de su historia mítica, su poder de convocar la vida, la necesidad de adorarlo. Hoy es la Reserva Nacional del Titicaca y ese es el modo de proteger las especies nativas. ¿Acaso algo o alguien amenaza a Mama Cocha? Sí, la civilización. Sus islas son territorio sagrado para varios pueblos indígenas. La excursión que iniciaremos sale del puerto de Puno y ya estamos trepados en la lancha, presos del embrujo.

A Puno arribamos al caer la tarde del 23 de diciembre. Nos recibieron sus calles en penumbra, el viento frío y la promesa de una mañana soleada que disfrutamos desde un banco situado frente a la catedral. Desde allí vimos a los parroquianos deambular por la plaza de Armas y nos deleitamos con los colores de los atuendos. Queríamos ver la celebración de la navidad y pronto estábamos inmersos en ese paisaje humano multicolor. La calle del mercado se convierte en una peregrinación. Vimos el mismo afán, quizá compulsivo, de comprar y comprar. Se venden alimentos, juguetes, pólvora, vestidos, abalorios, toda suerte de mercancías. Lo particular es el escenario: el comercio tiene lugar en mitad de la calle, a lo largo de muchas cuadras por donde desfilan compradores frente a vendedores, todos ataviados con trajes indígenas. Aquí no hay sitio para los turistas. Aquí somos entremetidos. Los ríos de gente se agolpan y nosotros intentamos avanzar a contracorriente, somos arrastrados por anchas polleras, ponchos y chullos, por niños que halan sus juguetes, mientras los padres tratan de probarles los zapatos. Una señora ofrece sus adornos de navidad, un hombre busca pólvora, todo está envuelto en un barullo de voces y cuerpos que nos impelen hasta el fondo. Es un espectáculo de empujones, olores a chicharrón, a maíz, el tufillo de los trajes de lana, el vuelo de los sombreros, los humores picantes, las voces quechuas y estas ganas de celebrar. Me invade una sensación de reencuentro con algo perdido.

El barullo nos impide escuchar, nadie repara en nosotros, nadie nos ve, nada entendemos del quechua. Queremos mimetizarnos entre tantos colores, pero nuestra cara pálida refulge de tanto alelamiento. Al final logramos hacer nuestras compras: peras y manzanas diminutas cargadas de néctar, ciruelas, galletas, chocolate, dulces y cinco velas. Es nuestro regalo de navidad para la familia que nos recibirá al día siguiente.

Celebramos la nochebuena con una cena deliciosa en un restaurante de la calle Lima que anuncia comida italiana. Pejerrey a la plancha, uno de los peces que abundan en el Titicaca, preparado con salsa de romero, papas al vapor y ensalada. Al mediodía ya habíamos hecho la visita obligada a una típica picantería para comer cuy a la plancha. Estampillado sobre el plato, dorado, crocante, yacía el conejillo de indias, abundante en grasa y en historia, plato no apto para paladares escrupulosos. ¡Feliz navidad! brindamos desde el balcón del bar Ekekos, uno de tantos lugares posibles para tomar un pisco sour, ese cóctel tan peruano: un batido de pisco, clara de huevo, limón, hielo y azúcar.

Muy temprano, en la mañana del veinticinco, iniciamos la excursión por el Titicaca. Somos muchos en la embarcación, casi hacinados, una mole de cuerpos, sesenta ojos que miran el agua, trescientos dedos que buscan en las mochilas algo para comer, manos que sostienen cámaras para llevarse consigo el instante del azul, el surco del agua que nos atrae y nos contiene. Treinta bocas para forzar una sonrisa, para robar el aire. Sesenta pies que desfilan para subir la escalera y acomodarse en la cima de la lancha, para sentir el aire frío quemando las mejillas, o para recibir el sol que a esa altura se presenta desnudo y azota. Andrés Avelino, el guía de sangre, corazón y ascendentes aimaras, nos habla en español e inglés, mezclando en su relato palabras quechuas. Estamos sentados en los extremos de la lancha y clavamos los ojos en el gran lago. En tan estrecho espacio nos hemos reunido viajeros de varios países: Francia, Bélgica, Corea, China, Brasil, España, Estados Unidos, Australia, Alemania y Colombia.

Nuestro primer desembarque es en una de las ochenta islas flotantes de los Uros, pueblo que trabaja y vive de la totora, planta acuática superficial que abunda en el lago. Es un junco de múltiples usos: es el suelo que les da sustento, les sirve para construir sus balsas, tejer artesanías, hacer sus casas, la usan también como combustible y, cuando hace falta, también es su alimento. Los habitantes exhiben sus productos artesanales, tapices multicolores, balsas en miniatura, productos que cocinan al aire libre. Sus ingresos dependen del turismo y son diestros en las artimañas del comercio. Todo lo venden, todo lo cobran y algunos son muy hábiles para enredar.

Nos espera Amantaní, la isla mayor de aquel mundo acuático, donde pasaremos la noche, alojados por una familia Sancayuni, otro de los pueblos habitantes del lago. Hemos llegado sobre el medio día y aguardamos en el puerto el arribo de las mujeres que nos recibirán. Vienen vestidas con sus trajes típicos: ancha pollera roja o verde, chumpi o cinturón bordado, blusa blanca de manga larga con muchas flores en el pecho, manta negra, igualmente bordada, que cubre su cabeza y roza el suelo. Nos regalan su amplia sonrisa, nos saludan en su lengua, nos hacen sentir bienvenidos.

El desfile de turistas es largo y tortuoso. Debemos ascender la montaña bajo un sol penetrante, la altura nos agobia, nos debilita. La pareja de coreanos se rezaga, la mujer casi tiene que cargar al hombre, a quien constantemente había estado masajeándole las manos en la lancha. Los solitarios deben formar parejas, pues cada familia recibe a dos personas en su casa. Al fin es nuestro turno: Sofía Mamani Yanarico es nuestra anfitriona. Una joven de diecinueve años que no deja de sonreír, camina bamboleando su pollera, sube de prisa la montaña, esquiva piedras con gran habilidad. Nosotros la seguimos, obedientes, ansiosos por saber cuál será el sitio en el que pasaremos la noche, acunados por las aguas sagradas. Sofía no para de subir, de atravesar caminos, nos anima, nos contagia su risa. Por fin llegamos a su hogar.

A la entrada hay un corral con ovejas, una casa de adobe con puertas muy bajas y pequeñas ventanas. Sofía nos conduce al que será nuestro cuarto, un lugar pequeño, cálido, cómodo, dos camas con muchas mantas de lana virgen que nos anuncian el hielo de la noche. Pasamos a la cocina, el sitio de reunión de la familia, en donde Concepción, la madre, está acurrucada junto al fogón en el que arde la leña. El resplandor de la llamarada le ilumina el rostro. Ríe, nos habla con sus ojos y su lengua quechua, no entiende lo que decimos, Sofía es nuestra intérprete. Al momento entra Aviria, la hermana menor, doce años y rostro endurecido por el sol o por las condiciones de vida. La niña teje e intercala miradas y sonrisas. No hay hombres en la casa. ¿A dónde habrán ido?

Nos invitan a sentarnos sobre dos piedras cubiertas con mantas que usan a modo de asientos. Sofía pela las papas para la sopa de quinua que está preparando Concepción. Me ofrezco a colaborar en la preparación de los alimentos, Sofía me alcanza un cuchillo y a medida que pelo papas me enseñan los nombres de las cosas. Es un gesto de acogida por parte de la familia y una forma de distensión por nuestra presencia intrusiva en un sitio tan íntimo. El fogón cumple su ancestral papel de convocar, de conectar, de hacernos más cercanos. Se agregan habas. Observo que el contacto con la tierra es permanente. El suelo es la mesa. Sobre él se realizan todas las labores de la cocina: pelar o tajar los alimentos, lavar los trastos, servir y comer. El momento es de comunión, de confianza mutua. Hacemos entrega de nuestro regalo a la familia.

Una vez terminada la cocción, Sofía nos conduce al cuarto para servirnos el almuerzo sobre una mesa, dispuesta para dos, solo para los visitantes. Ellas prefieren privacidad a la hora de la comida. Nos lleva la sopa de quinua, papas cocidas con huevos duros, una pequeña ensalada de cebolla y tomate. Como sobremesa, un mate de muña, una planta aromática con propiedades medicinales, la principal es contrarrestar los efectos negativos de la altura. Cura además los padecimientos de estómago y es usada por las mujeres como anticonceptivo.

Después del almuerzo nos dirigirnos al sitio de reunión que es el estadio. Para llegar allí debemos seguir ascendiendo la montaña. Son quince minutos de camino desde la casa, con paso rápido y agitada respiración. Una vez allí, contemplamos otra montaña sobre cuya cima se encuentra el Templo de Pachatata, el cosmos. Ahora subimos el empinado cerro, bajo el sol abrasador de las cinco de la tarde. Emprendemos el ascenso por un camino de piedra que por momentos se torna interminable. Al coronar el cerro hemos alcanzado los cuatro mil doscientos metros, nos dice Andrés Avelino. El espectáculo es magnífico, pletórico de energía: el lago rodea la montaña con su azul intenso, las terrazas y campos verdes se extienden por Amantaní, los colores del atardecer se vierten sobre el agua. Aquella visión lo llena todo de magia y de misterio.

El templo es una construcción de piedra que se encuentra cerrada. En cierta época del año, cada tercer jueves de enero, tiene lugar allí una celebración ritual: la unión sexual y espiritual entre la Pachamama y el Pachatata, la madre tierra y el padre cielo, representados por los dos cerros tutelares de la isla. En la celebración los sacerdotes hacen sus consagraciones utilizando elementos sagrados como el fuego, el tabaco y la coca. Un aviso en la puerta del templo señala que no se puede traspasar. Quien profane este lugar ceremonial podría caer en desgracia, me dice Avelino. Traigo las palabras del Inca Garcilaso de la Vega cuando describe en sus Comentarios reales el templo sagrado construido en una isla del Titicaca:

Y así mandaron hacer en ella un riquísimo templo, todo aforrado con tablones de oro, dedicado al Sol, donde universalmente todas las provincias sujetas al Inca ofrecían cada año mucho oro y plata y piedras preciosas en hacimiento de gracia al Sol por los dos beneficios que en aquel lugar les había hecho.

La puesta del sol por un costado de la montaña nos arranca exclamaciones de gozo. Hay un impulso que insta a caer de rodillas para consagrarnos al dios de la luz amarilla, naranja, roja, púrpura. El cielo se tiñe a su antojo con los tonos posibles e imposibles del fuego. Un cielo flameante se refleja en Mama Cocha. Contemplamos la unión de los dos seres y una sensación mística nos invade. Mientras tanto, en el otro costado del templo, empieza a asomar su rostro plateado la luna, y con delicada majestad riela sus colores sobre el lago, tiende allí su escalera plateada. Aquí la cara del cielo se viste con toda la gama del azul y el violeta. Cuando descendemos el cerro, ante los ojos tenemos el alucinante esplendor, la conjunción de los dioses da nacimiento a una visión irrepetible. He ahí el sentido de la cópula sacra.

De regreso al estadio la oscuridad ya cubre las formas de Amantaní. Allí nos espera Aviria para guiarnos a la casa, pues es hora de comer y prepararse para la peña nocturna, la fiesta de celebración de la navidad en la que turistas y habitantes uniremos nuestras manos en la danza. Todo ha sido preparado de antemano. Nos ofrecen sus trajes tradicionales para la ocasión. Es una forma de comunión y una experiencia de consumo cultural para nosotros. Con entusiasmo me dejo vestir por Sofía, quien me acomoda las dos polleras, interior y exterior, la blusa, el chumpi y la manta que corona mi cabeza. Los hombres se ponen un poncho largo y el chullo o gorro tejido con lana de colores intensos, con tapa orejas.

Tomamos camino, esta vez bajo la luz de la luna. De nuevo subir, resoplar, sentir el viento frío perforando la nariz, ahora bajar, tropezar, seguir el hilo de una flauta que conduce al salón comunal. En su interior titila débilmente una lámpara de kerosene, pues en Amantaní no hay luz eléctrica. Allí apenas reconocemos los rostros de algunas personas, pues todos vestimos los mismos trajes. Un grupo de músicos toca ritmos andinos alegres y nuestras anfitrionas nos invitan al baile. Las parejas se toman de las manos y se halan hacia un lado y hacia otro en un movimiento rítmico, que al cabo de varios minutos se torna monótono. En otro momento se forma una gran ronda en la que todos nos empujamos, hasta casi caer muertos del cansancio y de la risa. La atmósfera es acogedora pero nuestros cuerpos son torpes para aquel baile. Aviria y Sofía no nos descuidan. La música, la danza y el cuerpo son el mejor alfabeto. Por momentos somos un solo cuerpo con todos, somos una trenza, somos polleras que van y vienen, manos fundidas, ojos juguetones, somos carcajadas y abrazos.

Antes de la media noche estamos tendidos en las camas, exhaustos y felices, con la certeza de estar viviendo algo singular e irrepetible, algo que recordaremos por siempre. No es fácil conciliar el sueño. El cuerpo se niega a la quietud. Quizá tememos perder la conciencia de esa noche singular. La certeza de estar flotando en brazos de Mama Cocha, sintiendo su energía suprema. El frío y el susurro del viento nos envuelven, la luna nos sosiega. Una quena rasga el silencio y su música es un llanto, una voz que viene del más allá, del canto triste del pasado, o del canto sagrado del otro intemporal.

En la mañana vienen las despedidas. Sofía nos acompaña hasta el puerto, cruzamos nombres, promesas imposibles, fotos, nudos, abrazos, olores, agitación de manos y la lancha zarpa hacia Taquile, isla de mujeres multicolores con sus manos llenas de tejidos y mantas, hombres con chalecos negros y chullos coloridos. Ascenderemos a la cima para ver el azul intenso de este mar, contemplaremos los arcos de piedra que enmarcan el cielo. Al anochecer diremos adiós al Titicaca, sentiremos la felicidad que se diluye en la última visión de sus aguas, nos llevaremos su color en el recuerdo, la pregunta por un incierto retorno.

HACIA EL OBLIGO DEL MUNDO

A la mañana siguiente iremos al encuentro de otro sueño. Hay seis horas de recorrido entre Puno y Cusco pero el tiempo mítico prolonga el recorrido porque a lo largo del camino se encuentran sitios arqueológicos y antiguos centros ceremoniales. Pukara con sus estatuas zoomórficas, la cruz andina que habla de la cosmogonía de los incas, las ruinas del templo de Wiracocha en Racchi, los restos de sus murallas de piedra. Retumba fuerte el corazón a medida que nos acercamos a Cusco. De paso, entraremos a la iglesia de Andahuaylillas, la Capilla Sixtina de los Andes, construida en el año 1600 por los jesuitas y consagrada a San Pedro y San Pablo. Bastará un leve soplo para que toda su estructura se convierta en polvo y los frescos pintados por la escuela cusqueña desaparezcan para siempre.

De las aguas del Titicaca salió la pareja fundadora y en la tierra donde se hundió la barra de oro que les dio su padre Sol se quedaron a vivir y a organizar a todas las gentes que vivían como bestias y en aquel valle fundaron la ciudad imperial. De este modo cuenta el Inca Garcilaso lo que le transmitieron sus antepasados: Manco Cápac y su mujer Mama Ocllo la llamaron Cuzco, «que en la lengua particular de los Incas quiere decir ombligo, y que sujetó aquellas naciones y les enseñó a ser hombres, y que de éste descienden todos los Incas».

Cusco, mitad inca, mitad española, ciudad piedra y ciudad madera, Templo del Sol, catedral, canal y fuente, cóndor y caballo, maíz y portales, montañas y balcones, lanas multicolores. Construida en forma de mazorca, al contemplarla desde lo alto uno cree ver el fruto regando sus granos por el Valle Sagrado. Cuando Francisco Pizarro y sus hombres llegaron a Cusco, su visión los llenó de asombro. Ciudad de palacios, de templos, almacenes de alimentos, calles y casas diseñadas de cara al sol. Ciudad sagrada, hoy atorada de turistas.

Su tierra amarilla no solo se pisa con los pies. Se pisa con la conciencia de su historia y con el sentimiento. Caminar hacia la plaza de Armas como descorriendo velos, retardar el momento del encuentro, como esa cita que postergamos con ansiedad hasta el último instante posible para prolongar la alegría. Cusco es una caja de sorpresas. En cada esquina surge una nueva plaza, un callejón largo y angosto que conduce a otro lugar encantador; un farol que chorrea su luz en los muros incas; un portal que invita a penetrar, que llama a ser recorrido; una fuente que abre o cierra secretos; un ángel de agua, un cruce de callejones, escalinatas de piedra, más y más puertas, sombras que van y vienen, lluvia o niebla que proyectan el misterio y preparan las flores del día siguiente. Cusco se deja amar, más aún en el recuerdo.

La plaza de Armas es amplia, rodeada de portales, en su centro está la fuente sonora. Las luces de navidad le añaden un toque coqueto en las noches. Estar en Cusco es cumplir una promesa de amor. Subir, cruzar, entrar, preguntar, bajar, perderse, sentir el frío, atisbar balcones, buscar formas en las piedras, imaginar presencias, hacer rodeos, descubrir sabores. Qoricancha o «templo de oro» fue elevado por los incas para la adoración del Sol, la Luna, las estrellas, el rayo y el Arco iris. Fue arrasado con la evangelización católica y sobre sus bases erigieron el claustro del convento de Santo Domingo. En su patio central hay una fuente de piedra que originalmente tenía una tapa de oro, los incas la llenaban de chicha y la ofrendaban al dios Inti. Su evaporación era muestra de que él la bebía.

Sorprende la arquitectura, no solo por su belleza sino por su estilo trapezoidal almohadillado, sismorresistente, que permite que las fuerzas se repartan lateral y verticalmente. Y es que las piedras tienen apariencia de suaves almohadas, tejidas con la técnica del machihembrado. Las ventanas que comunican distintos recintos coinciden entre sí, de tal modo que los rayos de luz penetran hasta la última habitación, a pesar del tamaño de sus grueso muros. En contraste, qué decir de nuestras construcciones que desconocen el más mínimo sentido espacial, ciegas a las fuerzas naturales, de espalda al sol en cualquier época del año, sin una ventana o un ojo que miren el cosmos o siquiera su débil reflejo.

Caminar por el interior de aquellas edificaciones transmite la fuerza de lo sagrado. Algunos corredores y muros están perfectamente alineados astronómicamente para que en ciertas épocas del año transiten por allí y se reflejen constelaciones como Las Pléyades. El Sol, gran guía y señor, al que todo le deben, toma posesión de su templo, recorre los senderos estrictamente diseñados para el Inti Raymi, en tiempos de solsticio, y renueva los ciclos de la vida en su eterno retorno.

Y ALLÍ TODO ERA SAGRADO 

El Valle Sagrado de los Incas se extiende entre dos extremos: Pisac y Machu Picchu. Su longitud es aproximadamente de cien kilómetros e incluye varios pueblos y ruinas que en tiempos incas constituían templos, ciudadelas, monumentos, lugares de siembra, almacenes y sitios de descanso. Es el valle del río Vilcanota o Wilcamayu que significa «río sagrado», lugar paradisíaco en donde había abundante flora y fauna. Por esa hermosa afinidad de los incas con el firmamento, en la que todo lo terrestre se considera un espejo del cielo, al Valle Sagrado se le encontró su simetría con la Vía Láctea y sus construcciones se hicieron como reflejo de figuras celestes. Así también el cauce del río Vilcanota es la proyección de un río de estrellas. Sus constructores aprovecharon la geografía para hacer andenes, observatorios astronómicos, canales, fuentes de agua, viviendas, murallas y sitios ceremoniales. La naturaleza no era un obstáculo para construir, era el centro, la fuente de inspiración.

Nuestro paso por el Valle Sagrado se inició en Pisac, treinta y dos kilómetros al noroeste de Cusco. El pueblo, edificado en el filo de una montaña, fue hecho de tal modo que semeja un cóndor gigantesco que está a punto de emprender el vuelo. Actualmente Pisac se encuentra en la ladera de la montaña. Es un gran mercado artesanal para deleite de visitantes e importante fuente de subsistencia para pobladores. En su zona rural sobresalen los verdes andenes agrícolas, esa otra obra de ingeniería incaica que permite desarrollar distintos tipos de cultivos en la misma época del año. Su racional diseño corrige los problemas de erosión en las montañas empinadas, configura microclimas resistentes a cambios atmosféricos y hace posibles sistemas de riego en cada área de cultivo. Ante los ojos de un experto agrícola estos andenes son motivo de asombro y admiración. Bien dicen que los andenes incas también obedecen a motivos estéticos y religiosos. Qué forma de acariciar la tierra, de amarla y respetarla.

En el complejo de Pisac también se edificaron barrios, un recinto que contiene una roca central, en la cual se leían los cambios de las estaciones. Por la proyección de las sombras entendían los solsticios y los equinoccios. Una versión poética dice que el Templo del Sol es Intihuatana que quiere decir donde se amarra el sol. Se levantaron altares, fuentes de agua y una plataforma ceremonial. Permanentemente las cabecitas de los turistas desfilan, entran y salen de las construcciones, cincuenta mil fotografías son tomadas cada hora. Pero la mejor foto es siempre esa que nos llevamos en la memoria, la de inútil reproducción cuando se quiere contar lo visto. Este lugar deja un sabor verde que casi nos sale por los ojos.

Vendrán sitios como Sacsayhuaman, que nos deja lelos, boquiabiertos, hasta el punto de querer hincar la rodilla con humildad para agradecer a los incas. Al contemplar ese laberinto zigzagueante, esa muralla hecha ya no con piedras sino con rocas de tamaño descomunal, nos vemos impelidos a hacer venias a Inti por el escenario que nos circunda.

Justamente allí se encuentra la piedra más grande utilizada por los incas en construcción alguna. Estas piedras son calizas de origen marino y es inevitable preguntarse por la fuerza que logró trasladarlas hasta allí o por el dios que lo hizo posible. Quizá el mar las fue abandonando a través de los milenios, a medida que se replegaba y abría paso al continente americano. Pero esta versión es la más simple de todas. Otros dicen que fueron cargadas desde las canteras cercanas por miles de hombres que hacían estos trabajos como tributo, lo que se conoce como la mita, y que para su transporte utilizaban rodillos de madera. Es más bello pensar que fue Wiracocha quien las hizo surgir, o que estas piedras fueron hombres y mujeres que desobedecieron su mandato y quedaron allí como un monumento pétreo a la disidencia, debido al desafío de algún mandato divino. Quién sabe. Cada uno escoge la versión que más se ajuste a su criterio, a su deseo o a sus sueños.

Alguna versión difundida dice que el conjunto de las construcciones de Cusco semejaba un puma y Sacsayhuaman era su cabeza. Se trataba de una verdadera fortaleza que, de acuerdo con la opinión del Inca Garcilaso, daba la idea de que no había sido hecha por hombres sino por demonios. Gran parte de las piedras de Sacsayhuaman fueron desmontadas por los españoles para construir lo que es actualmente la Catedral de Cusco. Y eso genera un sentimiento ambivalente, pues la posibilidad de admirar la belleza del templo católico se acompaña de la amargura por la destrucción del sagrado ícono indígena. En este lugar, como en casi todos los rincones de Cusco, se puede tocar esa fea palabra: sincretismo.

Hoy como nunca, mirando hacia atrás, superponiendo eras, tiempos y culturas, podemos leer las lógicas de dominación e imposición de unos pueblos sobre otros. Los incas fueron un imperio de violencia y sangre que se levantó sobre los despojos de otros pueblos. Aún se pueden rastrear elocuentes vestigios de los Collaguas y los Chimús o chimúes. De manera semejante, los chimúes acallaron a los Moches o mochicas y así… hasta la saciedad, en una rueda sinfín hacia adelante y hacia atrás. Si leemos al revés, tomaremos en cuenta los aportes que los pueblos dominados hacen a sus dominadores, la riqueza y el intercambio de pensamientos y obras, una amalgama cultural de gran magnitud.

Un magnífico ejemplo de los entrecruces de la colonización, de la plenitud barroca y el mestizaje, podemos verlo en las valiosas obras artísticas de la Catedral de Cusco. Es famosa la escuela cusqueña de pintores y escultores, que decoraron altares y difundieron sus obras por toda América. Uno de los cuadros más emblemáticos es aquella imponente y misteriosa Última cena que decora una de las bóvedas de la basílica y que hace volar la imaginación sobre lo que podríamos llamar rebeldía estética o el sublime arte de la resistencia. Firmado por un tal Marcos Zapata, el cuadro muestra un Jesucristo y once apóstoles de tez blanca. Contrasta un Judas Iscariote distinto, altivo, el único de color cobrizo, indio quizás, su mirada se dirige al observador, con un gesto de burla e irreverencia. Hay quienes reconocen en el rostro de Judas la estampa de Francisco Pizarro. Los alimentos que hay sobre la mesa son tubérculos, frutas del altiplano, en el centro un cuy patas arriba, algunos rocotos, y en vez de vino, un recipiente con chicha morada de los Andes.

¿Qué podríamos pensar de esta escena? ¿Una representación racista y maniquea en la que los buenos son blancos y extranjeros y el malo del cuadro resulta ser un nativo? ¿Será la sutil venganza del artista indio contra el conquistador al ubicarlo en el lugar del traidor? ¿O quizá Judas simboliza la resistencia y descreimiento frente a la dominación católica? Lo hermoso de la obra es su ambigüedad, es decir, su apertura a múltiples interpretaciones. Quizá los católicos se sintieron complacidos ante la representación del mal en un nativo; tal vez los nativos se identificaron con Iscariote, o denunciaron la perfidia del conquistador. El hecho es que Jesucristo y sus once blancos discípulos están disfrutando del cuy, el rocoto y la chicha. Y en ese momento sus panzas ya han sido conquistadas por los nativos.

Dentro de los hermosos lugares que emergen del Valle Sagrado, el asombro obliga a detener el relato en Ollantaytambo. Después de estar allí, queda claro que el inca vive, insiste y persiste. Muchas de las antiguas casas se mantienen habitadas hoy, sus pobladores actuales duermen dentro de las mismas paredes en las que dormían sus ancestros. Ollantaytambo significa lugar que alberga a muchas personas. Grandes cerros rodean y tutelan el pueblo, se encuentran cubiertos por la magnífica andenería que quisiéramos escalar a saltos de gigante. Ascendemos por el cerro hasta llegar a la ciudadela que se encuentra en la cumbre y que ha sido preservada para mostrarla al mundo entero. Detrás se encuentran las casas, los corredores por los que debieron deambular los gobernantes. A ambos lados, el valle y los caminos que conducen a las canteras de donde extraían las piedras.

De frente a las construcciones, la gran montaña Pinkuylluna, «donde se toca el pinkuyllo», una especie de quena llamada así por el sonido que hace el viento cuando pasa a través de ella. Este cerro tiene un gran valor mitológico porque en su falda la naturaleza y los incas esculpieron el perfil de Wiracocha, quien mira eternamente a los pobladores y sus obras. Una vez más, la armonía que buscaban los incas entre sus construcciones y la naturaleza, la mutua correspondencia entre las fuerzas naturales y su fuerza de trabajo, obedecía no sólo a razones religiosas sino a motivos prácticos, como favorecer las cosechas, preservar sus alimentos, y por ende, garantizar su vida. Esta sintonía maravillosa se hace patente en Ollantaytambo. El Templo del Sol, cuya fachada sigue hoy de pie, fue situado justamente en el lugar desde el cual pueden observarse los cambios de la luz sobre la silueta de Wiracocha, de tal modo que en los equinoccios y solsticios los rayos destacan lugares específicos del cerro, y a diferentes horas del día el dios cambia la expresión de su rostro, mostrándose vigilante o dormido, complacido o contrariado. La aparición de Las Pléyades en el solsticio de invierno, al lado de Wiracocha, anuncia el tiempo propicio para la cosecha del maíz. Lenguaje magnífico de luces y sombras con el que se comunicaban incas y montañas, pasmosa sensibilidad para observar, entender y aprender de la vida celeste y de la tierra.

Nosotros, habitantes de los Andes como ellos, hemos perdido esa capacidad para comunicarnos, esa conexión con el mundo celeste. La perdimos aquel día lejano en que dejamos de mirar hacia arriba para chocar con el techo o el muro de enfrente. Desdichada ceguera para el lenguaje de la luz. Sordos para distinguir los sonidos del agua y su eco susurrante, torpes en el hábito de abrir el grifo y ver salir el chorro, sin la posibilidad de fascinarnos con el milagro del agua que brota, sin el hechizo del rayo de luz que bebe en nuestro vaso. Porque hemos perdido todo contacto cósmico, toda relación con lo que rebase el mecanismo, la electricidad o la cuenta del teléfono. Nosotros, con la atrofia de los sentidos en el sinsentido de la inmediatez.

LAS PIEDRAS SECRETAS 

Solo faltaba un lugar para el éxtasis: Machu Picchu. Ollantaytambo se une a él por tres horas de tren. Decir tren es escuchar el arrullador tututu chacachacachaca que va cantando mientras saluda a los maíces, a las rocas, mientras viaja paralelo al río Urubamba, que no es otro que el mismo río sagrado, Vilcanota. Tren y río son dos muchachos que apuestan carreras, que se desviven por llegar primero al sitio en que el valle los premiará. Aguas Calientes es el pueblo que sirve de preludio. Allí hemos llegado antes del medio día. Es un pequeño caserío donde confluye el remolino de turistas de todo el mundo. Una multitud desciende del tren y otra multitud espera en la estación. El bus demora veinte minutos ascendiendo por una carretera zigzagueante, en medio de montañas gigantescas. Otra «subida al cielo», otro ascenso y cómo ocultar las ganas de gritar.

Subir escaleras de piedra, aspirar bien el aire y subir, apoyar bien los pies y subir, ver como se abre el valle y subir, esperar a que avance la fila india, subir, sentir la herida del sol y la caricia del aire, subir, tener conciencia de lo que significa cada paso, subir, pensar en todo el tiempo de mi vida que he soñado con ver este lugar, subir, convencerme de que ahora estoy aquí, subir, oír en la memoria el Canto General

Entonces en la escala de la tierra he subido

entre la atroz maraña de las selvas perdidas

hasta ti, Macchu Picchu.

Alta ciudad de piedras escalares,

Por fin morada del que lo terrestre

no escondió en las dormidas vestiduras.

En ti, como dos líneas paralelas,

la cuna del relámpago y del hombre

se mecían en un viento de espinas…

…Sube conmigo, amor…

Besa conmigo las piedras secretas…

Subir para contemplar la ciudad de piedra, subir, el corazón quiere salirse del pecho, subir, el aire se acaba, subir, subir otro escalón más… y entonces allí está: inabarcable, verde, generoso, mágico, cóndor, montaña, puma, piedras sobre piedras, terrazas, viento, valle, claridad, antiguo llamado, tierra en las manos, caricias en la tierra… alguien nos mira desde el pasado y nos invita a entrar en el encantamiento «…polen de piedra, pan de piedra, rosa de piedra, manantial de piedra…» Magnetismo que roba los ojos, las fuerzas, ganas de trepar, de volar, de ser insecto o reptil; ganas de que las manos se conviertan en barro, de fundirse en la roca y quedar atrapado por el hechizo de hombres de perfil aguerrido, por mujeres que tejen y dioses que llevan el color de los árboles. Machu Picchu no es un lugar, es un estado del alma, un poder de fascinación. Su visión transmite placidez, felicidad, infinito. Es la fusión entre lo humano y el paisaje…

Yo te interrogo, sal de los caminos,

muéstrame la cuchara, déjame, arquitectura,

roer con un palito los estambres de piedra,

subir todos los escalones del aire hasta el vacío,

rascar la entraña hasta tocar el hombre.

Estos versos de Neruda rasgan las piedras y tu nombre, Machu Picchu, tantas veces pronunciado, inaprensible, como un deseo de arena. Y ahora estoy aquí frente a él. Lejos, muy lejos, escucho las palabras del guía, mientras sopla fuerte el viento. Machu Picchu quiere decir montaña vieja y el cerro que tiene al frente, con forma de puma, es Waynapicchu, la montaña joven. Ambas, la pareja divina, están acompañadas por Putucusi, la montaña feliz. Y entre ellas, la maraña del «camino del inca», Qhapap Nan, el «del soberano», con sus escalinatas verdes para rendir honores a los Apus, espíritus de la montaña. La ciudadela se extiende en su seno. Ya había sido abandonada antes de la llegada de los conquistadores. La vegetación y el tiempo se encargaron de cubrirla y protegerla.

Machu Picchu fue un santuario. El paisaje, casi selvático, resultó propicio a los incas para representar allí sus símbolos religiosos. Los «espíritus de las montañas» surgieron y tomaron nombres. En sus cimas se erigieron templos y espacios rituales. Allí se daban condiciones de vida para la comunidad, pues lagos y ríos eran también seres con alma. Cerca se encontraban canteras de granito blanco, por lo que se llevó a cabo la deforestación de la selva y la construcción del que sería el otro extremo del Valle Sagrado.

Vemos allí admirables terrazas, edificaciones de fina mampostería, el Templo del Sol, el «observatorio astronómico», «el Templo de las Tres Ventanas», espacios rituales y las ruinas de muchas casas. Los cráneos cónicos de los nobles y las tumbas de mujeres hablan de un sitio de refugio de las vírgenes. ¿Refugio o confinamiento? Las mujeres, tejedoras y fabricantes de las mantas de los nobles, eran sacrificadas a las divinidades. Se deduce, se especula, se imagina, se inventa.

Y llegamos al reino de Pachamama y allí todo es verde: los costados, los pliegues, los abismos, el eco, la sombra. Verde roca coronada de blanco, surcos húmedos que bañan los pies de las montañas, que refrescan la fatiga y la prisa de aquellos seres esclavos del tiempo, huérfanos de las constelaciones, privados de misterio. El rumor del agua se confunde con el viento… Huayra y cocha en una sola melodía. Canto que relata lo sagrado, canto a la vida y a la muerte, a la memoria y a la niebla del olvido. ¿Qué será de nosotros, sordos a la voz de los árboles, sin ojos para los colores de la noche? Ríe la montaña que ha contemplado tantos amaneceres. ¿Qué será de nosotros, que ignoramos el tiempo y el lugar donde mora la eternidad? Solos en medio de tantos, ciegos entre miles de verdes, rubios, cobrizos, grises, azules, el antiguo color del granito. Ajenos en medio de tan ruidosa soledad, incapaces de escuchar la voz de las piedras, la sentencia del Sol, el consejo del Cóndor, del Puma, el aviso de la Serpiente. ¿Qué será de nosotros, mudos al alba, impasibles al aroma de la lluvia, distraídos a la invocación de la tarde, al quejido de la selva? Hemos traído nuestros cuerpos ataviados para la fiesta del agua. ¿Qué será de ti, que será de mí, frente a frente, incapaces de fundir nuestros cuerpos con nuestras sombras, nuestros seres con nuestros sueños? ¿Dónde hallarnos cuando no seamos siquiera una huella entre las piedras, cuando el murmullo del río silencie todo lo que fuimos y nadie recuerde nuestro nombre? La inmensidad se traga este grito, esta historia, esta tarde, esta memoria que será lo único que tendremos cuando nada tengamos…

Y la noche nos encontró lelos, ahítos de inmensidad, de piedra, de viento. Libertad, plenitud, son las palabras que oímos susurrar y traducimos a un alfabeto que no logra abarcarlas. No queremos abandonar Machu Picchu, volver a bajar al mundo, a ese tiempo que nos espera. Rogamos para que Wiracocha nos petrifique por los siglos de los siglos.

***

La senda de La Tatuana

Semuc–Champey, Lanquín, Guatemala.

Llegamos a Cobán, pueblo distante cinco horas de Ciudad de Guatemala, atraídos por algunas ofertas turísticas que informaban que allí se puede visitar un biotopo en el que habita el quetzal, ave que por su bello colorido forma parte de la mitología mesoamericana, pues su plumaje es el de Quetzalcóatl, el dios de los mayas. Tener la posibilidad de ver sus colores y apreciar su vuelo legendario, es un honor, una gloria y una emoción para cualquiera. Teníamos muy pocas referencias del lugar, nuestra imaginación volaba más alto que el quetzal, pensábamos dormir aquella noche en el pueblo, pasear por sus calles y plazas. El bus se detuvo en una calle enfangada. La llovizna hacía gélido el ambiente, el cielo era más oscuro de lo esperado para las cinco de la tarde. Cuando nos dijeron: «¡Aquí es Cobán!» no pudimos disimular nuestra decepción. Ni sombra de lo que esperábamos ver allí. Qué falta de ganas y de fuerzas para quedarnos.

El azar, siempre presente en las rutas inciertas, tomó el cuerpo de un muchacho con rastas, quien venía con su novia en el mismo bus desde la capital. Nos preguntó si también íbamos hacia Lanquín, pues a media cuadra salía el transporte que nos llevaría a ese sitio. Sin saber de qué lugar nos estaba hablando, dijimos que sí. Fuimos detrás de ellos hacia un garaje en donde había un microbús a punto de partir. Ellos lo abordaron a toda prisa, pero nosotros decidimos esperar el siguiente vehículo, como si adivináramos que nuestro destino dependía de Checha, el conductor del próximo micro. Ahí se inició la aventura.

«¿Así que quieren ver el quetzal? Ese es un plan para engañar turistas, miren, nosotros somos de aquí, tenemos muchos años y nunca hemos podido ver un quetzal. ¡Ese pájaro nunca se deja ver!» «¿Usted ha visto un quetzal?», le preguntó Checha a un hombre mayor que estaba sentado cerca de nosotros y que escuchaba atentamente la conversación, mientras exhibía una sonrisa socarrona. No, nunca había visto un quetzal, lo dijo sin hablar, sacudiendo la cabeza varias veces y riéndose ahora con más ganas ante la pregunta.

«¡No sabemos cómo es un quetzal!», seguía ironizando el conductor. Claro, pensaba yo, ahora lo entiendo, ese pájaro es una deidad maya. Estar frente a un quetzal debe ser como encontrarse de pronto con la serpiente emplumada o con el ave fénix. «¡Nunca hemos visto un quetzal!», seguía haciendo énfasis. «Dicen que en el biotopo cada año aparece, pero para verlo hay que tener suerte y los ojos bien abiertos, porque de pronto se percibe un vuelo en lo alto y cuando uno mira hacia allá, ya se ha ido. Entonces le dicen que ese era el quetzal y habrá que esperar al otro año para poder verlo. ¡Créanme que así es! ¡Ustedes no van a ver nada en Cobán!» Quedamos aburridos con las palabras de este hombre de ojos negros y brillantes, que agitaba en su mano unas láminas, mientras nosotros en ese movimiento veíamos irse el vuelo del quetzal.

«En cambio, ¡este sí es un paraíso!», continuó diciendo Checha, enseñándonos el catálogo con fotos de pozos verdes y transparentes. «¡Lanquín es el lugar más lindo de la tierra! Miren, ustedes pueden bañarse en estos pozos naturales que están en Semuc–Champey. Pueden ir a las cuevas en las que viven millones de murciélagos, la población de murciélagos más grande del mundo. Miles de turistas vienen a ver ese espectáculo. Hacia allá puedo llevarlos en diez minutos».

¡Así que nos proponía cambiar quetzales por murciélagos! Nos mirábamos sin saber qué decir. La lluvia seguía enfriando la atmósfera. Lo que habíamos visto de Cobán eran unas callecitas feas y sin rastro de hospitalidad. Queríamos cerrar los ojos y hallarnos de repente en el «lugar más lindo de la tierra». Los abrimos para aceptar la propuesta de Checha y en la silla delantera del micro nos fuimos conversando con él sobre Lanquín, lugar prometido al que arribaríamos en tres horas.

Viajamos por una carretera con un largo trecho destapado, una vía angosta y en tinieblas. A lado y lado, piedras pintadas de blanco semejando fantasmas que guardaban la carretera, bultos amortajados regados por el camino, o qué se yo. Entre brincos y presentimientos escuchaba al hombre que no paró de hablar durante todo el recorrido, contándonos historias sobre los guatemaltecos:

«Que la selección de fútbol de Guatemala no clasificó para el Mundial, igualito que le pasó a Colombia, por eso aquí ni queremos ver la selección, nada queremos con ellos. ¿Cómo es eso de que en Colombia lavan dólares? ¡Yo no entiendo qué quiere decir eso! No me imagino cómo se lava el dinero, explíquenme eso… Claro, ahora lo entiendo mejor, dicen que allá lavan mucho dinero, yo lo veo en la televisión, siempre van diciendo lo peor de los colombianos. ¡Ah!, pero allá se puede vivir tranquilo y salir a la esquina. ¡No es que haya guerra en todos lados! Ahora lo entiendo. ¡No se van a arrepentir de haber venido!» Y dale con las historias sobre las rivalidades entre los pueblos de Centroamérica: «A los salvadoreños les decimos guanacos, a los hondureños catrachos, los nicas son los de Nicaragua y los ticos de Costa Rica… a nosotros nos dicen chapines. ¿Que cómo les decimos a los de México? ¡Pinches mexicanos cabrones! ¡Aquí no queremos a los mexicanos!»

Y así, entre curvas, parloteo y oscuridades, Checha nos dejó a la entrada de Lanquín, en un hotel que se encontraba en tinieblas porque el pueblo se había quedado sin luz. No era posible ver el sitio en donde nos encontrábamos. A ojo cerrado habíamos caído en el embrujo de Semuc–Champey.

En la mañana nos informaron que el único medio disponible para viajar era el camión rural, que resultó ser un arca de Noé. Dentro de la carrocería del vehículo íbamos de pie y tuvimos que apretujarnos unas a otros, compartir la experiencia con los animales y las canastas llenas de alimentos, el papel higiénico, los platones, el pan, los helados, mientras el camión se balanceaba del abismo derecho al barranco izquierdo de la carretera. Mi mano se lastimaba contra la varilla de la carrocería, tratando de aferrarse para ayudarme a guardar el equilibrio. Se me cruzaban pensamientos funestos sobre la posibilidad de que el vehículo se volcara, imaginaba la montaña de colores y olores confundidos, un solo grito retorcido y nuestro anonimato sepultado y vuelto a sepultar.

Mientras tanto, unos ocupantes del vehículo iban trepados a lado y lado sobre las barandas, parecían volar sobre el camión, flotando en sus pensamientos. Otros lucían divertidos en sus conversaciones en lengua quiché, muertos de la risa, mirándonos con curiosidad como a extraños invasores, bichos raros y feos, con olor a desodorante, ropa de ciudad y cara de sobresalto. Ni siquiera cuando una llanta se pinchó hicieron un gesto de molestia, se rieron todavía más y siguieron charlando. Mientras esperábamos que el conductor y su ayudante reemplazaran la llanta, los hombres colaboraron bajando alguna carga pesada del vehículo, las mujeres abrieron sus bolsas y repartieron pan y frutas a sus hijos, otra amamantaba su bebé, las más viejas se sentaron en el piso del camión, desparramando sus faldas.

Cuando la llanta estuvo montada, los hombres subieron y se acomodaron otra vez en las barandas, siempre con la sonrisa, como si nada hubiera pasado. Me preguntaba por qué nuestra costumbre de fruncir el ceño ante el más mínimo contratiempo, por qué la manía del miedo, de estar temiendo que pase lo peor, que el bus se desbarranque, que no podamos llegar, que no alcance el tiempo, que salgan mal las cosas. Es claro que las preocupaciones de ellos son otras, los imprevistos no dañan nada, no hay ningún apremio de tiempo, la vida fluye mientras se fluye con ella, la tensión está fuera de lugar.

Semuc–Champey quiere decir sumidero, el sitio en donde el río se esconde bajo la tierra, en lengua Q´eqchi. El río Cahabón se interna en una cueva natural y el agua de la superficie forma una escalera de pozos y cascadas que en su conjunto componen el paraíso prometido por Checha. Cuando el escenario natural se abrió, tuvimos la certeza de que todo lo vivido hasta el momento había sido el preludio de esta emoción, de esta sensación de plenitud. Es un paisaje de aguas transparentes, tibias, color esmeralda. Los pequeños peces nos hacen cosquillas en las piernas, nos invitan a nadar con ellos. Entonces experimentamos un miedo más dulce. Somos niños temblorosos que se toman de la mano para avanzar en el pozo. Somos sapos que van de piedra en piedra y extienden su cuerpo bajo los rayos del sol. Podemos ver el fondo del pozo perfectamente y sin embargo tenemos miedo de nadar. Así somos: pobres habitantes de ciudad, la belleza nos paraliza.

Todavía nos faltaba otro asombro, más allá de esta maravilla lacustre. Extrañas y bonitas esculturas formadas por estalactitas y estalagmitas. Torres, águilas, altares, jaguares, fantasmas, todo tipo de formaciones. Son las gigantescas grutas de Lanquín. En ellas todo crece hacia abajo, como las gotas de agua en su caída que van creando su obra de arte. Dicen que a esta gruta no se le ha encontrado fondo. Huele a tierra, a barro, a prehistoria, a sal, a humedad, a planeta, a misterio. Por momentos falta el aire. Subir y bajar, perderse en los laberintos, encontrarse de frente con cualquier animal mitológico. Las sombras nos confunden. Por un momento y desde alguna distancia estuve hablando con una estalagmita, diciéndole que viniera ya, que era hora de regresar, sin entender por qué no se movía.

En la boca de la gruta esperamos el vuelo de los murciélagos. Antes de las seis comenzaron su desfile. La oscuridad los arrebata. Nuestra presencia era ignorada por completo. Salieron por miles, por millones, hacia el monte, hacia el río, hacia el sueño de los animales y los humanos. Oscuro vuelo de pequeños vampiros, templadas sus alas frente a los destellos de las cámaras, rojizos sus ojos y siniestra su imagen al ampliar la fotografía. Son la sombra de los pájaros y la vergüenza de los mamíferos, la noche los ampara del espanto que provoca su visión. Pero hicimos una calle de ojos para escoltar el vuelo de los ciegos. ¡Sí! En lugar de un quetzal vimos millones de murciélagos.

¿POR QUÉ HAY TANTOS (C)OLORES?

El relato exige un alto en el camino para hablar de aromas. La cosmética moderna ha envasado los olores bajo sellos comerciales y nos enseñó a enmascararlos, a uniformarnos con unos cuantos. Lo poco que queda del aroma de cada uno sólo se percibe en la intimidad, si es que nuestra vergüenza aprendida lo permite. Se diría que nos obsesionamos por rechazar lo auténtico de los humores. No es el caso de la Guatemala que conocimos. En la ruta que va de Antigua, a Chimaltenango, de Tecpan a Párramos, de Chichicastenango a Solola, a Panajachel, a Lanquín y Semuc–Champey, de Cobán a Flores, en cada trayecto chocamos, siempre de narices, con el peculiar almizcle del paisano, con la fragancia del pasto y la fruta recién cortados y el vaho de los caminos. Tal vez no lo saben los indígenas y campesinos que conocimos, pero ellos, de manera explícita, diríase descarada, explayaban su exhibicionismo oloroso ante nosotros, los de fuera. Y esa franqueza de su cuerpo resultaba estimulante, aunque no siempre fuera agradable.

¿Qué olores nos enseñó el viaje? una mezcla de ajos y picantes, el recuerdo de tortillas, enjundias y sales, fundido con lo frutal y lo herbal, que se adhiere a la lana y los hilos de sus trajes. El punzante tufo del alcohol, el penetrante sebo, las guindillas y el churre sobre más picantes, el tabaco, la boñiga de vaca, el café recién molido, el aliento ácido de una risa genuina, el olor del ciprés, el humo del carbón mientras se cuecen las confidencias de las mujeres; el hedor de aquellos hombres, que permanece como una sombra perturbadora cuando ya se han alejado; el olor único, irrepetible, imposible de traducir en palabras, el que se queda en la memoria y florece.

El de los aromas es otro viaje. Lo han dicho filósofos y escritores en las más bellas y variadas formas, nuestra aproximación al mundo es cuestión de olfato. El olfato es un órgano del recuerdo. Un olor es capaz de revivir el universo de la infancia. Al captar las esencias se accede a lo profundo. El aroma es seducción, conquista, territorio. «Se pueden cerrar los ojos, sí, pero no es posible escapar al olor». Esa orgía odorífera asalta la memoria y me traslada en el acto a un bus intermunicipal, rumbo al colorido mercado de artesanías de Chichicastenango.

En Bogotá vestimos de gris, café, azul, negro… pero sobre todo de disimulo. Los colores oscuros son más elegantes, más sobrios, más respetables, nos decimos. Es que el clima nos obliga a retener la luz, eso creemos. No soportamos que en la calle aparezca una falda de un verde que llamamos chillón, nos molesta el amarillo reflejando la claridad en los ojos. «¡Qué oso ─dicen los rolos─ un vestido solferino en plena cita nocturna!», o uno blanco que salga corriendo del hospital. Los bogotanos, de nacimiento o adopción, paulatinamente nos vamos volviendo opacos, como si quisiéramos ser invisibles. En la «tierra caliente» resplandecen los tonos claros y el calor del naranja se siente en la piel. Al llegar a Bogotá se ve uno casi forzado a abandonar estas ropas para uniformarse con el color de las nubes plomizas. Si alguien atraviesa una calle gris con un traje de colores fosforescentes, todas las miradas se concentran en esa figura, que parece extraña, que hace escapar la risa, a veces la burla. La vista se acostumbra a tener mínimos sobresaltos, a no tolerar más colores que los de los semáforos. Por eso las vacaciones son también una forma de reconciliarnos con las gamas del arco iris, de regalarle una caricia a la mirada.

En contraste, es imposible decir Guatemala sin que se desborden los colores. Basta nombrarla para que la tierra, el agua, la historia y el paisaje humano nos incendien los ojos. Nunca veremos tal explosión de tonalidades como en el mercado de Chichicastenango, al que cariñosamente le dicen «Chichi», donde mora el mágico pueblo Quiché. Allí los colores se visten, se comen, se tocan, se sienten, se rezan, se ríen, se revuelcan, se venden, se roban, se transforman.

Las mujeres llevan flores en sus huipiles, en los tzutes en los que transportan los hijos, en las fajas, en las cintas y tocados con que adornan su cabello. Hay tantos matices en sus ropas que nunca vi dos trajes idénticos. Ellas bordan con celo y coquetería. Ese arte milenario lo han aprendido de Ixchel, la Diosa de la Luna. Las tejedoras son únicas en su apariencia, aunque todas usen una falda de corte oscuro y recto que esconde sus formas. Quizá este tono es la celada perfecta porque inmediatamente hace desviar la mirada hacia el pecho, justamente el lugar en el que exhiben un jardín. Sobre su cabeza viajan mil colores. Cargan un envoltorio cubierto con una manta en la que guardan las prendas que ofrecerán en el mercado, en cualquier esquina. Cuando despliegan la manta surge un tesoro, una retahíla de bordados, tejidos, muñecos, cinturones, tapices, un carrusel de niños tomados de la mano, los perros, los patos, el quetzal, más flores, lagos, frutas, una explosión de soles.

El mercado artesanal de Chichi es una hipérbole del arco iris y del paisaje: verdes, rosados, manteles, naranjas, máscaras, violetas, globos, plumas, tortillas, amatistas, frijoles, mandarinas, cubrecamas, azules, pinturas, rojos, gallinas, collares, tallas de madera, tazas, espejos, canutillos, blancos, lunas, santos que fuman, peces que sonríen, semillas, adornos, pájaros, bolsos, uvas, flautas, ángeles, bananos, vírgenes, guirnaldas, cilantro, canastos, aretes, papayas, pelotas, tigres, más soles, y todo lo anterior nuevamente en otro orden y desorden, en mil combinaciones, en cascadas, en pirámides y en montañas sucesivas, en manojos de manos y de chicos que exhiben su sonrisa. Y están las mazorcas con sus cuatro colores que contienen la simbología maya del universo: rojo al oriente por la salida del sol, negro cuando la luz se oculta y llega el descanso, el norte blanco como sabiduría, el amarillo de las cosechas que se ubica al sur.

Es domingo en la mañana y en el atrio de la iglesia de Santo Tomás se inicia el desfile de hombres con indumentarias rituales. Ellos amarran su cabeza con tocados y con mantas multicolores que caen en la espalda y terminan en borlas o cadejos de lanas. Llevan bastones en forma de custodias o soles con la imagen del Santo, cargan en hombros magníficos y gigantescos altares coronados de plumas con todos los colores imaginables. Flores, espejos, ángeles y frutas, en una gran cópula entre lo divino y lo terrenal, mientras la música de las flautas y tambores y el estallido de la pólvora acompañan su marcha. Es al mismo tiempo ritual y fiesta, culto católico y espíritu maya, la presencia imborrable de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, junto a la Virgen María.

Tal abundancia visual asalta y despierta. Hay formas y mezclas inesperadas, mixturas insólitas, superficies en las que se multiplica Kinich Ahau, el Dios del Sol, patrón de la música y de la poesía. Todo es posible en esa miscelánea en la que nada está quieto. Las calles estrechas y atiborradas de gentes, animales y cosas, obligan a caminar hacia distintos lados. Dan ganas de recorrer una y muchas veces los laberintos de artesanías. Se olvidan el hambre y el cansancio porque el estómago y los pies de pronto se ausentan. Nos convertimos en ojos gigantescos que ruedan y se extravían en esta fiesta de luz. Y estamos felices de integrarnos a un carrusel de personas diminutas que se toman de la mano para danzar, salidas de la manta que recién compramos.

Quauhtlemallan, «donde abundan los árboles», es la intensidad de los reflejos ancestrales. La plenitud de un cielo que sirve de escenario al espectáculo protagonizado por los volcanes que custodian y rodean la serenidad de lagos prodigiosos, que reinventan la gama del azul: Azul turquesa, azul celeste, azul petróleo, azul índigo, azul pie de luna, noche sobre azul, azul intenso, azul lago que sueña mientras lava los pies de cráteres dormidos. Estamos en San Pedro, Santiago y San Antonio. Desde el puerto de Panajachel navegamos sobre el brillo de los azules, en medio de los volcanes San Pedro, Atitlán, Tolima y Cerro de Oro. Las calles ascienden por sus faldas. Allí también los indígenas despliegan sus textiles y reparten su sonrisa, su forma más dulce de encantar. Uno termina enredado en sus telas y tortas de zanahoria, en sus guacamayas y sapos de chaquiras: «Cómpreme, señorita, yo hago esto en telar para comer, cómpreme, señor, un dólar, cómpreme, recuerdo de San Antonio».

Una mujer con un niño en brazos deja caer unas granadas que ruedan a sus pies. La fruta estalla en rosados y blancos. No deslumbra su sabor, un tanto seco y amargo; embelesa la acuarela que alberga su corazón, el detalle de sus semillas como pequeños dientes, como granos blancos de maíz. Es el granate, ese color que se come con los ojos y luego se disuelve en la boca. Granate, sonido sonrosado que revienta en el paladar.

En el lago Petén Itzá dormita una acuarela de aguas que mece a Flores, la acogedora isla en la que pasamos la navidad. Son las cinco de la mañana. El sueño me expulsa hacia la terraza en la que intento despertar a la visión de un lago que aún no acabo de descubrir. En la penumbra hay señales de pescadores, las luces van y vienen, ondean en las aguas oscuras. Está a punto de develarse un misterio. La brisa roza mi curiosidad. La paciencia es un animal que se despereza. De pronto, un leve ocre en la lejanía deja traslucir una herida que apenas se insinúa, una cortina se abre para mostrar un arriba y un abajo, una sugerencia de cielo y lago, un divorcio de firmamento y agua que luego se acentúa. El malva lentamente gana su firmeza, surge un leve brillo, una línea de oro pinta el horizonte, los pliegues de luz toman nombres, franjas de azules surgen de la nada, blanco plateado que asoma, amarillos que brotan y se extienden a lo alto y a lo ancho para manchar el agua.

Contemplo el nacimiento de los colores. Surgen caminos en el cielo inflamado. No tiene piedad el sol, hace doler la retina. Las aguas se hieren de rojos y amarillos, las nubes son bolas de fuego y en medio de ellas arden las siluetas de los pájaros. Petén entero se enciende desde el cielo hasta su lecho. Ahora el dorado se extiende sobre el escarlata y surge del agua el perfil del sol, mitad blanco, mitad encarnado, como una granada que en este momento flota sobre el negro de las montañas, o sobre el relieve gris que corona las colinas en la distancia. Luego un aguijón de luz se clava en el centro del lago y torna naranja los cielos. ¡Escándalo! Lentamente un blanco que viene del corazón mismo de la luz empieza su batalla por apagar el fuego. El dorado intenso se resiste, hasta que suavemente la blancura da paso a los tímidos azules, a la gama de grises que parecen ser la ceniza del paisaje. Una lancha surca el contorno del lago. El blanco abre el camino a los matices, los celestes despiertan y toman su lugar. El cuerpo del lago se descubre. Como si me encontrara en un gran cuarto oscuro, se ha revelado ante mí una fotografía. Amanecer sobre el lago Petén, titularía Van Gogh este lienzo en el que su pincel rebasaría el milagro del cielo.

LOS SONIDOS DEL VIAJE

Los viajes turísticos están diseñados especialmente para los ojos: «allí podrán ver, usted verá, aquí se puede ver…» Son las expresiones con las que se invita a conocer un lugar. Desde nuestra carencia sensitiva nos preguntamos qué puede conocer un viajero ciego, qué le mostrarán, cómo hace para ver los lugares. En el Museo de Armas de Antigua encontramos un muchacho ciego que recorría las salas mientras extendía sus manos como buceando en el vacío y permanecía atento al más mínimo sonido. ¿Qué estaría viendo? Seguramente percibía el tiempo y la historia con sus antenas maravillosas.

Solo por un instante me propongo prescindir de los ojos para contar sobre otras formas del viaje. En la plaza de Chichicastenango vibramos con el sonido de los árboles hechos marimbas. Son los golpes de las baquetas sobre tablillas que retumban estremeciendo no solo el aire sino las fibras del ánimo y del corazón. Es la sinfonía que brota de la madera del hormigo, del cedro y el ciprés, cuando es golpeada por los brazos del huitzitzil y la savia del caucho. Allí también sonaron los ancestrales tambores, las flautas y la pólvora que acompaña las procesiones. El jolgorio y la algarabía de vendedores y compradores es otro concierto en los días de mercado. La competencia es fuerte y el arte de convencer y de alabar los productos es fundamental. Imagino el silencio del pueblo tras un día de agitación. Tal vez lo único que se escuche sea la impasible risa de los lugareños y las campanas de la iglesia de Santo Tomás.

Los guatemaltecos que conocimos reían permanentemente, su conversación se cortaba por intervalos de risa. A veces nos miraban y reían, nos revisábamos la ropa o el rostro tratando de buscar la razón. Teníamos la sensación de que se burlaban de nosotros, aunque su expresión era dulce. Reían como pájaros «¡ji, ji, ji!», transmitiendo una sensación de contento, de juego, de no saber qué decir, de libertad. Todavía los escucho: «¡ji, ji, ji!»

Volvamos a Cobán, lugar que fue negado a nuestros ojos por la fugacidad del recorrido, aunque resultó exquisito para el oído. Por ser un pueblo de paso obligado para distintos destinos, allí se vive la agitación, se escuchan las cornetas de los buses, los pitos de los carros y los anuncios de los hombres que viajan con medio cuerpo dentro del bus y la otra mitad como una bandera que invita al transeúnte a subir para llegar a cualquier lado. Los destinos tienen nombres impronunciables para el extranjero. En la terminal de transporte a la que llegamos después de haber sido desorientados por las indicaciones de los paisanos, había una agitación parecida a una fiesta. Tan pronto se detuvo el vehículo que nos condujo al lugar, cayeron en estampida muchos hombres pronunciando extraños nombres de pueblos en forma de pregunta y al mismo tiempo de afirmación, ante lo cual respondíamos con una muda indiferencia que tal vez los hizo pensar que no hablábamos su idioma.

Ciertamente, la población indígena y campesina, además de comunicarse en una de las versiones de la lengua maya quiché, habla un castellano que nos resulta difícil de comprender. Las palabras suenan igual pero el significado y la connotación que tienen son distintos. Si les preguntamos cuánto tiempo falta para llegar a Chichicastenango, ellos pueden respondernos que en un momento llegaremos, lo que no coincide exactamente con nuestra percepción del tiempo, pues más de media hora después no hay señales del pueblo. Si queremos que nos orienten sobre una ruta, dirán que sigamos derecho y agregarán algo que incluso puede hacernos cambiar la dirección.

Desde nuestro punto de vista no hay certezas. Sin embargo, todo tiene su curso, todo pasa sin necesidad de que alguien dé razón de esto o pueda explicar aquello. Nos dicen que un bus saldrá hacia el destino que necesitamos, pero no está claro de dónde sale ni a qué horas. Hay que acomodarse a las circunstancias y planear distintos escenarios posibles, sin otorgar especial certeza a ninguno.

Esta situación me hace pensar en Ryszard Kapuściński cuando dice que «el europeo y el africano tienen un sentido del tiempo completamente diferente; lo perciben de maneras dispares y sus actitudes son también distintas […] Los europeos están convencidos de que el tiempo funciona independientemente del hombre, de que su existencia es objetiva, en cierto modo exterior, que se halla fuera de nosotros y que sus parámetros son medibles y lineables». En cambio, dice el reportero polaco, para los africanos «el tiempo es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica y subjetiva […] el africano que sube a un autobús nunca pregunta cuándo arrancará, sino que entra, se acomoda en un asiento libre y se sume en el estado en que pasa gran parte de su vida: en el estado de inerte espera». Aquí no se trata del contraste entre la visión europea y la africana pero la descripción se ajusta de manera sorprendente.

Eran las once de la mañana y la demora en la terminal de Cobán se tornó angustiante, no solo por la incierta hora de arribo de algún bus que nos llevaría hacia la isla de Flores, sino por la duda de que tal bus existiera. Fueron más de dos horas de espera y el bus llegó por fin, para nuestro regocijo. Pero la incertidumbre continuaría dentro del vehículo, pues a pesar de haber preguntado varias veces para reconfirmar que sí era el bus de las doce del día, aunque hubiese llegado a la una de la tarde, seguíamos dudando. Repetían que saldría «en un momento» y que el destino era Petén. ¿Pero se referían al mismo lago de Petén Itzá al que queríamos llegar? El conductor se echó en su silla dispuesto a darse una siesta, mientras los demás pasajeros aguardaban con calma. Nosotros estábamos preocupados por el reloj, sentíamos que nos robaban el tiempo. ¿Por qué teníamos prisa? Por esa costumbre de tener prisa. Era nuestra absurda angustia la que nos robaba la posibilidad de escuchar. Lo mejor era relajarse y contemplar el desfile de vendedores que subían y bajaban del bus. Muchos eran niños. Si cerramos los ojos podremos escuchar sus voces:

Chicles dulces, dulces chicles… aguas, aguas, aguas… pollo a cinco, a cinco el pollo… diario, diario… aguas, aguas… agua pura, agua pura… comida por cinco, a cinco la comida… a quetzal el chicle, la menta, a quetzal… conos, radios, baterías, radios, calculadoras, llaveros, corta uñas, llaveros, tijeras. ¡A ver jefe! ¡A Flores Petén! dulces, chicles… diario… chicles… a cincuenta el chocolate… un Sony, jefe, hay calculadoras… helados, helados… los sánduches, hay sánduches…hay aguas de a tres, hay aguas…. para dolores musculares, calambres, dolor de muela… diario, diario, diario… sí hay comida a cinco, a cinco la porción de pollo con puré de papa, pollito compre a cinco, a cinco, a cinco la comida…. dulces, chicles, chicles… aguas, hay aguas a tres quetzales hay aguas, hay aguas de a tres, hay aguas… Tayuyos de chicharrón y de frijol, tayuyos de chicharrón y de frijol…. hay aguas de a tres… sánduches, sánduches de jamón y de pasta de pollo… el pañuelo de la virgen de Guadalupe… ¿No va a querer tayuyos?… pegamento… agüitas…. el pañuelo, reinita… ¿me da permiso? sanduchitos, sánduches… para barros, para la gastritis, para la úlcera, para el dolor de muela… las agüitas, mantelitos… las últimas…. jamón, jamón, las aguas…. permiso, permiso… sanduchito…. hay aguas…

Y esos personajes ocuparon nuestro tiempo, calmaron nuestra ansiedad. A la una y treinta el conductor empezó a desperezarse. Al fin encendió el motor e iniciamos un viaje de siete horas atravesando verdes paisajes por una carretera casi desolada, sacudidos por la velocidad y la emoción, al saber que llegaríamos a la ínsula prometida, en donde pasaríamos la nochebuena. Entre tanto, nos aturdía el ruido del motor, mezclado con la música del radio. Shakira y Juanes alternaban con nostálgicas marimbas.

En Flores nos aguardaba una celebración ruidosa: pólvora, pitos, chillidos, metralla y chispún. En todo el país se acostumbran las posadas, esas procesiones que representan la peregrinación de María y José. Chicos y grandes desfilan por las calles cantando, llevando las imágenes de la sagrada familia, velas, flores, palmas. Finalizan en una casa o en un lugar público para rezar la novena de aguinaldos. Y así los sonidos, la música, el estruendo de Guatemala en la memoria.

TOCAR Y SER TOCADO

En los rincones del viaje hay que tocar y ser tocados. En el viaje hay que untarse, restregarse y palpar, porque el verbo conocer también se conjuga con las manos y el cuerpo. Nuestra experiencia del tocar en Guatemala se dio en los medios de transporte público, conocidos como los chickenbuses, los micros, las camionetas o camiones en los que se transporta el pueblo. Para quienes venimos de una ciudad grande y acostumbramos a movernos en carros particulares, en taxis, o en vehículos públicos en donde la paranoia viaja al cien por mil, quizá no es fácil entrar en contacto con gente de un país desconocido, que además tiene fama de inseguro y violento: «Hay maras que matan por un reloj, hay violadores, no viajen con joyas, escondan el dinero», nos repetían en el hotel. En palabras nuestras, el conocido axioma: «no dar papaya». Cumplimos el abecé. En Colombia estamos armados de antenas para detectar ladrones o para esquivar calles inseguras. Pero fuera del país no creemos necesitarlas y en Guatemala estábamos desprevenidos y nos preparamos a vivir nuestra primera aventura de Antigua a Chichicastenango.

Lo primero que nos causa curiosidad es el diseño interior del bus. Los asientos de la fila que está detrás del conductor son para tres pasajeros. La otra fila tiene sillas para dos personas. El pasillo es angosto. Nuestra primera conjetura es que el bus está diseñado pensando en la comodidad, pues la mayoría de pasajeros van a viajar sentados. Después tendremos que tragarnos nuestras palabras y sorprendernos ante el incumplimiento de las leyes de la física. Las bancas se fueron llenando, rápidamente se transgredió el primer cálculo: en los puestos de tres se sentaron cuatro y cinco personas, mientras que en los de dos se acomodaron tres y cuatro, según fueran llegando, cada uno con su carga y con sus animales. Nuestra teoría se acabó de rebatir cuando el pasillo se fue llenando. Entraba más y más gente. Cuando parecía imposible que subieran más personas, el bus seguía recogiendo.

¿Qué pasaba? ¿Qué hacía posible este fenómeno? ¿Era que el bus tenía la propiedad de desdoblarse? La clave la tenía el ayudante del conductor. Lo había visto venir desde atrás, deslizándose entre los cuerpos mientras cobraba, pedía permiso para pasar sobre las sillas, abría con habilidad el espacio para luego empujar suavemente a la gente mientras repetía: «Córrase mamaíta, por favor, caballero, córrase hacia atrás, gracias mamaíta, por favor, señor, córrase un poco más…» Ante su pedido todos nos movíamos sin chistar palabra, poniendo los pies sobre un bulto o sobre otro pie, sintiendo que las convexidades y concavidades de los cuerpos terminarían encajando por inercia, o por una suerte de cálculo visceral. Era posible estar con los ojos cerrados, sostenidos por un pie y una mano ajenas, oteando para agarrarse de algo, con la certeza de no caer. Unos cuerpos servían de contención o como punto de equilibrio para otros, de modo que se desvirtuaba la ley, según la cual, dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio y desaparecía la frontera entre mi cuerpo y el del vecino.

El avance del ayudante desde la parte trasera hacia el frente del bus fue lógico la primera vez. Pero se trataba de un circuito continuo, sin volver de adelante hacia atrás. Lo repitió una y otra vez durante todo el viaje. Cada cierto trayecto el cobrador actuaba como un eficiente acomodador. Saltaba entre niños, señoras, canastos y gallinas, mientras repetía su estribillo y empujaba con sutileza a todos los paisanos. Nunca identifiqué una puerta trasera, por tanto, nadie podía descender por atrás. Quizás el auxiliar se trepaba por la bodega. El hecho es que inicié el recorrido atascada justo detrás del chofer y al final del viaje, cuando todos desalojaron el vehículo, me vi en el fondo del bus. ¿Surrealismo o una experiencia real maravillosa?

El resultado era una tocadera sin fin: yo te toco, tú me pisas, yo te empujo, tú me restriegas, yo te invado, tú me sudas, yo te embisto, tú me hueles, yo te respiro, tú me halas, yo te peso, tú me quemas, yo me abalanzo, el bus se menea, todos nos estrujamos, el bus se vuelca, todos morimos. Las sensaciones también se zarandeaban del absurdo, al miedo, a la risa. Pero los pasajeros viajaban plácidamente, muchos soñaban y roncaban de pie, recostados sobre los demás, unos sueños encajados dentro de los otros.

COLOFÓN

Al partir se produce un desprendimiento, una sensación de nunca más. Este relato termina en el misterio. El Museo de Armas de Antigua fue un sitio de reclusión en tiempos de conquista. En una de sus celdas conocí la leyenda de La Tatuana. Esa asombrosa mujer vivió en tiempos cercanos a la conquista, hacia principios de mil seiscientos. Por su belleza y sus costumbres generó un revuelo en la comunidad, que la consideraba contraria a la moral. Hacía fiestas, recibía en su casa a hombres que departían con ella hasta avanzadas horas de la noche. Tenía costumbres bohemias como escuchar música y esto rayaba con los hábitos de Santiago de los Caballeros, nombre de la población colonial que hoy se conoce como Antigua Guatemala. Una gran incógnita rodeaba a La Tatuana y era haber llegado al reino de Guatemala en un barco que no arribó a ninguna de sus playas. Como sucedía con las mujeres bellas, sabias, audaces, en tiempos de tinieblas, fue denunciada a la «Santa» Inquisición y fue puesta presa en una de las celdas del palacio de armas, lugar en el que estuvo incomunicada por mucho tiempo, atada de pies y manos. Finalmente fue condenada a muerte.

La noche anterior a su ejecución fue visitada por un sacerdote, quien en cumplimiento de su misericordia cristiana, le concedió su último deseo. La mujer, con entereza, pidió un carboncillo. Ante tan extraño y cándido deseo le fue entregado de inmediato lo solicitado. La mujer se dedicó toda aquella noche a la tarea de dibujar en la pared de su celda un barco al que le pintó hasta el más mínimo detalle. Al otro día, cuando fueron a su celda para llevarla al patíbulo, La Tatuana había desaparecido. Dicen que subió al barco y se fugó para siempre, sin dejar rastros en toda Guatemala, salvo sus trazos de carbón. El relato de su vida ha de ser otra embarcación que nos permita retornar al país mitológico que convive con el actual, entre picantes, colores y malas noticias.