Largo do Pelourinho – Baixa dos Sapateiros. Vista desde la casa de Jorge Amado. Salvador de Bahia, Brasil.

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UNO. ¿CÓMO LLEGAR A LA REPÚBLICA DE LOS SUEÑOS?

Una tarde la profesora de geografía de segundo bachillerato, con sus gafas gruesas, su vientre redondo y sus piernas como bastones a punto de quebrarse, entró arrastrando un mapa gigante de Suramérica, nos lo clavó frente a los ojos y nos dijo, mientras señalaba con la regla una gigantesca mancha verde: «Este es Brasil, el país de mis sueños». No preguntamos por qué, quizá la profesora había tenido un sueño en Brasil, cuestión que resultaba razonable pues aquella mujer llevaba muchos años enseñando geografía de América, repitiendo las mismas historias sobre las cordilleras y los climas, y no era raro que tuviera pesadillas en los cráteres de los volcanes o sueños en las playas de países que nunca visitaría.

Hasta aquella tarde Brasil era para mí sólo una palabra familiar, los colores verde y amarillo que ponían a los pies de los jugadores en el álbum de fútbol de mi hermano. Por eso cuando vi ese inmenso espacio verde que empezaba en la cola de Colombia y llegaba un poco más abajo de las rodillas de la maestra, sentí que algo se me desajustaba en la cabeza. Era la creencia sobre el tamaño enorme de mi país. ¿Podemos ir a Brasil por tierra, profesora? –le pregunté al finalizar la clase–, pues en nuestro medio el avión era una posibilidad inalcanzable. Me dio un «sí» dudoso, mientras arrastraba el mapa hacia el salón de profesores. Al ver que le ofrecía mi ayuda, agregó en un tono más coloquial: «Dicen que en el futuro harán una carretera por la selva». Y remató: «de todos modos habrá que navegar un trecho grande por el río». Cuando regresé al salón, Colombia se me había reducido en la cabeza mientras Brasil crecía en mi imaginación.

Comencé a consultar las enciclopedias, a examinar el mapa con detalle. Todo era cuestión de llegar a Leticia y atravesar el Amazonas. ¿Pero cómo cruzar la selva? ¿Cuánto tiempo tomaría llegar a Brasil desde Bucaramanga? Nadie sabía responderme. Mis padres habían escuchado la palabra «Brasil» pero imaginaban un país en algún punto impreciso del globo terráqueo y se sorprendieron cuando les dije que éramos vecinos. Así que la única fuente de información eran los pocos libros de la biblioteca municipal y la cabeza de mi profesora. El hombre que prestaba los libros me pasó unas láminas de playas y selvas, estadios de fútbol, el río Amazonas, animales salvajes, hombres musculosos con plumas en la cabeza, mujeres exhibiendo su cuerpo portentoso. «Todo eso es Brasil» –me dijo–. ¿Usted ha ido a Brasil? «¡No! –respondió asombrado por mi pregunta–, es muy difícil ir a Brasil». ¡Pero si somos vecinos! –le dije–. «¡Y qué! Es como si para visitar la vecindad tuviéramos que treparnos al techo, rompernos tres huesos, exponernos a que llamen la policía, caer en un patio ajeno y encima ¡no entender nada de lo que nos dicen!» Quedé derrotada con su explicación.

Muchos años después reviví esta historia al leer una novela en la que una pareja, Madruga y Venancio, se embarcan en un puerto de Galicia hacia América porque están alucinados por un sueño llamado Brasil. No habían dejado la infancia y ya se dirigían hacia la otra orilla del Atlántico, con la misma obsesión de sus antepasados por explorar tierras vírgenes. A medida que se acercaban a sus costas imaginaban «criaturas de atuendos abigarrados, piernas y brazos descomunales y dientes salientes de tanto comer carne humana cruda». El olor del océano se les confundía con un fuerte aroma de axilas que venía del puerto. Brasil era el paraíso deseado, pero también la América que abría su pecho a los puñales de los conquistadores. Desde Europa se les «había advertido que la posesión de América exigía un corazón manchado y sangriento. Marchaban hacia un país lleno de bandoleros, asesinos, desterrados». Pero pronto serían ellos los conquistados; no mediante la fuerza sino a través de los aromas, el color de las pieles, el sabor de sus frutos y sus almas, la voluptuosidad de las formas y los paisajes, la música de su lengua y la fuerza de su historia. Brasil los acogió para invadirles la vida entera. El viejo olor de Europa quedó atrás y ya no quisieron recuperarlo.

Nélida Piñón en su novela República de los sueños hace un recorrido por la historia del Brasil del siglo XX a través de la intimidad de una familia de inmigrantes. Brasil es la obsesión constante y el misterio, la fuerza que arrastra a los personajes y les construye su identidad. Al pisar tierras brasileras estos hombres han optado por el asombro de un mundo impredecible, dispuesto a dejarse modelar al ritmo de la pasión. En este acto de posesión repiten la historia de aquellos que cuatro siglos antes llegaron con el corazón inflamado por el delirio de encontrar el paraíso terrenal. Todo indicaba que Brasil era el lugar elegido por Dios para situar su «huerto deleitoso», esa tierra de árboles infinitos, gigantescos, que no pierden hoja, llenos de cítricos que curan la peste de los mares; el lugar de los hombres cuyos pies miran al revés, de tal suerte que cuando van parece que vienen; el sitio de las mujeres con los pechos de acero y el deseo desbordado.

Sergio Buarque de Holanda lo advierte en su Visión del paraíso: no era solamente el sueño del edén el que empujaba las embarcaciones; era que la astronomía, la cartografía, la literatura y hasta la religión apuntaban a que el paraíso se situaba en la zona tórrida, por debajo de la línea equinoccial y del río grande. Este lugar en el que se situaba la felicidad del principio de los tiempos y al que apuntaban, aunque por razones distintas, los poetas y los teólogos; esta utopía creada desde la antigüedad y fortalecida en la Edad Media, por unos instantes dejó de serlo, pues se hizo realidad en las tierras de lo que empezaba a llamarse América y especialmente en las verdes extensiones de lo que luego se llamaría Brasil.

Pero lo que asombra no es el convencimiento de aquellos personajes acerca de la realidad física del edén; lo que sorprende es que esta suerte de impronta idílica, esta asociación entre el paraíso y Brasil, siga incólume en el imaginario hasta el presente. Es imposible pronunciar el nombre de ese país sin ver la abundancia del verde, sin sentir la fuerza del agua, el sabor de las raíces, la música que entra y sale de los cuerpos, la voluptuosidad de las formas y la piel. No importa que no hayamos estado en Brasil, quizá con mayor fuerza si no lo hemos visitado, la visión de ese paraíso nos persigue. Su samba, su poesía, la belleza mitológica de su gente, el sertón, la historia de los cangaçeiros, tan cercana a nuestras insurrecciones y a nuestros bandoleros, los santeros, el clandestino candomblé y los rituales de tributo a sus dioses africanos. Un largo, bello y doloroso proceso de mestizaje que nos hermana.

Dicen que Colombia y Brasil son vecinos, pero esa es otra ficción. Hay caminos que no pueden medirse con metros sino con deseos o con sueños. Entre Europa y América estaba por medio la codicia pero también la quimera del paraíso. Entre un punto «A» y otro muy cercano «B», Kafka ve una posibilidad infinita de extravío. ¿Qué distancia hay entre Colombia y Brasil? ¿Cómo nombrar la brecha que existe entre las dos repúblicas? No es la esquiva selva que guarda una historia común; no es la gran serpiente del Amazonas que trae y lleva noticias; no es la lengua que nos trajeron los alucinados navegantes. ¿De qué está hecha esa distancia?

A Vigo y Río de Janeiro las separan semanas de navegación; a Cartagena y a Salvador de Bahía las unen fatigosas escalas, varias horas de vuelo, una larga ruta de palabras, toques de tambores y danzas, Chambacú y Pelourinho, personajes como Pedro Archanjo, tiendas de los milagros en las que conspira el amor y la magia negra, el olor del clavo y la canela, las raíces de los árboles inmemoriales, la serpiente del gran río por el que navega una profunda historia común. La literatura, como los viajes, teje vínculos y abrevia trayectos. Si no es posible viajar, hay muchas formas de llegar al patio del vecino. Estoy segura de que hablamos el mismo idioma: el lenguaje de los sueños.

DOS: LA PLAZA ROJA 

Acabo de llegar a Moscú y ya soy una estatua de hielo. La chaqueta impermeable rellena de espuma y algodón que me regaló Clara una semana antes del viaje, sacada a hurtadillas del armario de su madre, es apenas un velo que me cubre los huesos de la lluvia blanca que cae sobre la plaza. Intento sujetarme el gorro para cubrir completamente el cabello –me han dicho que bajo la nieve el pelo se quiebra como una cáscara–. Entonces siento el dolor en las manos, la rigidez en los dedos, no logro cubrirme la frente y ahora las manos son dos piedras entre los bolsillos. Olvidé los guantes. Me advirtieron que no me podían faltar, pero siendo una prenda tan extraña en el trópico, fui aplazando su búsqueda y solo ahora comprendo su enorme valor. Hace muy pocas horas aterricé en esta ciudad con la que sueño desde hace cinco años. Estoy sola por primera vez, pero ni aun así puedo sentirme libre. Estoy sujeta al frío y al azar. No soy nadie en medio de la gran Plaza Roja que ha preparado su más sutil nevada para recibirme. En el corazón del símbolo de la Revolución, frente a la Catedral de San Basilio, soy una estaca que el tesón ha plantado. Aquí erigiré mi estatua esculpida por el frío, la conmoción, el deseo, el hambre de otro mundo. Antes de que pueda darme cuenta, estoy llorando. Mamá, he volado más de treinta horas para llegar hasta aquí, perdí la conciencia de las agujas del reloj, todavía tengo la imagen de sus ojos al atravesar el ventanal que me separa del pasado. Pasé muchas horas en aeropuertos sin nombre, atravesé el océano, volé sobre ríos desconocidos, crucé cordilleras sin entender la dirección de la brújula, probé alimentos desaliñados y amargos. Entendí lo que es usar la boca solo para comer porque las palabras que traje conmigo dejaron de tener sentido, tan pronto llegué al primer aeropuerto de tránsito. Decidí que debía callar para guiarme por las señas y los movimientos de los viajeros, para seguir las flechas, los colores y los códigos, para captar el sonido de lenguas sucesivas, hasta llegar a este país en donde debo olvidar mi historia. Cerré los ojos e imaginé que empezaba a nacer para apresar el sonido de lo elemental, para confiar en la piel, en los ojos que no me ven, en manos enguantadas que me señalan la ruta. He soñado toda mi vida con estar aquí y por fin llegaron mis veinte. Cuando tenga esta carta en sus manos habrán pasado muchos años y para entonces estaré en un lugar que ignoro. Sé que va a llorar imaginando cosas que ya sucedieron. Porque en mi futuro hay cosas que solo usted adivinará cuando sean pasado. Para ese momento seguirá sin saber nada de mí, porque esta carta tal vez se extravíe en alguna estación de correos. Cómo encontrar una ruta que no existe, que es trazada tan solo por la imaginación o por el deseo. Esa ruta que va del centro helado de la Plaza Roja, estatua del sueño, a la casa azul número treinta y cinco cuarenta, dos cuadras abajo de la iglesia de San Laureano, parque García Rovira, Ciudad de los Parques. ¿Cómo leerá esta carta extraviada en la memoria?

Clara hace estallar el escándalo de su risa en el salón, ante el gesto adusto que no logran ocultar las gafas de la profesora de geografía. Todas dibujamos el mapa de Eurasia y yo he pintado sobre el punto de Moscú un corazón rojo que le muestro a mi cómplice de sueños. Clara, como yo, es la menor de la familia, su hermano Carlos está becado en la Universidad Patricio Lumumba y, sin saberlo, es el responsable de que ella y yo nos reunamos una vez por semana para hacer los planes de un viaje inalcanzable, que hacemos posible con las palabras. Tenemos quince años y después de hacer las tareas del colegio nos dedicamos a leer ¿Qué hacer?, El origen de la vida, la biografía de Vladimir Ilich Ulianov Lenin y, por supuesto, el Manifiesto del Partido Comunista, nuestra biblia, nuestra iniciación en ese mundo de ficción. Tres noches a la semana Clara acude al centro de capacitación de la Juventud Comunista para recibir clases de ruso. Yo, presa del control de mis padres, no puedo darme esa libertad. Los sermones de papá me caerían como pedradas, sería encerrada y convertida en monja de clausura si llegara a salir de la casa, después de las seis de la tarde, para ir a un lugar de nombre impronunciable. Hemos hecho un pacto. Mi compañera asistirá a las clases de ruso y al otro día oficiará de profesora. Yo, con devoción religiosa, aprenderé a través suyo y querré superar sus enseñanzas, porque con mis ahorros de las onces he comprado el Испанско-русский словарь, Diccionario Ruso–Español. Ya hemos aprendido a saludarnos con la expresión товарищ, camarada, que pronunciamos tabarish, nos decimos Спасибо, gracias, y aprendemos a escribir el imprescindible я тебя люблю, yo te amo. La única forma posible de embarcarnos en esa aventura, que es la contracara de lo que esperan de nosotras al final del bachillerato, es entablar relaciones con gente del Partido Comunista, pues las becas de la Patricio Lumumba solo se tramitan a través de este. No conozco a nadie del partido, pero mientras tanto leo, repaso mis notas, forro mis libros con portadas de revistas, no sea que a papá se le ocurra espiar mis lecturas. En las noches me reúno con mi hermano, en su habitación, para discutir sobre los coacervados, la formación de las proteínas y la evolución de la vida en los mares, para concluir que Dios no existe, o que, si alguna vez existió, fue derribado por las teorías evolucionistas. Mi mundo da un súbito vuelco. En lugar de ir a las misas, paso mi tiempo de recreo en la biblioteca. De los cánticos y comuniones salto a pegar avisos y comunicados en las paredes del colegio. Las exposiciones y tareas escolares se convierten en un pretexto para abordar temas políticos. Me siento con el deber de adoctrinar a mis compañeras sobre la lucha de clases, cuestiono sus gustos musicales, sus diversiones, sus proyectos de vida. Desde ahora empezaré a marchar a contracorriente, hasta sentirme aislada, completamente sola en el salón y en el colegio. Y cuando mi hermano se haya marchado, seré un ovillo de silencio en la casa. Mi amiga cuenta noticias de Carlos: vive en una residencia de estudiantes procedentes del mundo entero, soporta temperaturas de menos veinte grados, se baña cada semana con una pasta de jabón azul, como el de lavar la ropa, dice. Recibe clases intensivas de ruso, tiene que hacer un curso de historia de la revolución y todavía no conoce la Plaza Roja. Esto último me parece inadmisible. Cada noticia, en vez de amedrentarme, hace crecer mi imaginación, mi sueño. Invento calles, veo edificios como colmenas, recibo duchas heladas que se congelan antes de tocar mi cuerpo, imagino señoras gordas envueltas con pañolones, huellas sucias en la nieve, ejércitos que enarbolan banderas rojas, que me defienden de la voz de mi padre, corredores oscuros en los que me pierdo «para ser libre» por primera vez. El viaje a la libertad tenía que ser, no solo al lugar más distante, sino a un sitio inalcanzable, un lugar que representara la utopía, aunque aún no sepa qué significa esta palabra. Solo allí nacería de nuevo, libre del yugo que me aguardaba en el futuro. Solo allí quedaría atrás mi condición de mujercita temerosa del abuso de los hombres, condenada a tomar dictados en taquigrafía para transcribirlos en la Remington, a doscientos caracteres por minuto, con el teclado cubierto. Si lo destapas, te raja la instructora de mecanografía. Esa que llamamos profe y se pasea por las filas del salón en actitud vigilante, con esa mueca de quien está a punto de llorar. La misma que un día antes de iniciar la clase, con los ojos aguados, nos dio un discurso sobre la inexorabilidad de la muerte y el imperativo de la vida. Como una forma de agradecimiento, o quizá porque sentí compasión por ella, en lugar de los ejercicios propuestos para la clase, me dediqué a transcribir de memoria el Muerto alegre de Charles Baudelaire y al final se lo puse en las manos, diciéndole que todo lo que ella nos había dicho ya había sido escrito y estaba contenido en ese poema. Sabía que en vez de teclear letras de cambio o facturas, quería dedicarme a escribir lo que ordenaba mi imaginación. En lugar de tomar dictados con taquigrafía, sería cazadora de historias. Eso hacía en las noches, a la hora en que ya todos se encontraban encamados. Me sentaba en el patio, armada con un cuaderno, un lapicero y una tabla sobre las piernas, a modo de escritorio. Así me escapaba de la realidad. En mi diario de adolescente hacía el relato de mis infortunios cotidianos, dejaba testimonio de mis sueños. El papel era el fiel confidente y la luna mi asidua interlocutora. Erraban todos en la fórmula de mi proyecto de vida. Ni secretaria, ni ingeniera, ni profesora a punto de llorar, ni esposa sacrificada. Estudiar, escribir y viajar era lo que quería. Solo eso me haría libre. A los diecisiete ya no creía en Dios, me había liberado de las misas de domingo, presentía la fuerza transformadora de las palabras, profesaba amor al proletariado sobre todas las cosas, la fe en «La Revolución», creía en los profetas que me hablaban de que era posible un mundo mejor. Pero en mi condición romántica había algo que no rimaba con los versos de Bécquer o Neruda y era que el tránsito hacia el paraíso pasara por las armas y la muerte. Se trataba de mundos irreconciliables que escindía para soñar tranquila. Y lo que fantaseaba no era otra cosa que mudarme de planeta, aunque la canción de Joan Manuel Serrat me dijera: «¿Qué va a ser de ti lejos de casa? Nena, ¿qué va a ser de ti?»

El viaje ha llegado contra todo ruego, contra toda fatalidad y malos augurios. Hace varias semanas vengo reuniendo cosas, desechando muñecos, envolviendo retratos, libros, ropa que perderá sentido tan pronto cambie de geografía. No puede haber añoranza de lo que estoy a punto de dejar, si la vida reclama mi presencia, si el mundo se me abre como ese libro interminable, cuya lectura siempre posponemos. Ese viaje es como la puerta que solo se ha creado para mí, igual que en el relato de Kafka, y si no entro, jamás sabré lo que el destino me reserva. Decisión y destino son la cara y el sello con los que ahora he de jugar. Voy en el bus hacia Bogotá. Todavía tengo un nudo en la garganta y las lágrimas tienen un sabor agridulce. Papá estaba sentado en el patio, en la oscuridad. con la actitud severa y distante de siempre, quizá aguardando el momento de mi partida para detenerme con un grito. A la hora señalada me acerqué a su mejilla para darle un beso de despedida y lo que encontré me sobrecogió: dos lágrimas le resbalaban por el rostro. Me había preparado para su maltrato, para su displicencia o su mirada recia, pero lo que vi me sacudió las vísceras. No pudo decirme nada y di media vuelta para no desplomarme. Ahora voy por la carretera recordando esa imagen que me lacera el estómago. El llanto de mamá era dulce y mi abrazo lograba detenerlo. Pero no estaba preparada para el gemido de una montaña: Papá sentado en su silencio, desmoronándose, hecho un terremoto. La noche cubre el paisaje y el bus serpentea rodeando la cordillera. Caigo en un abismo lleno de espinas y rocas que esperan mis huesos para sepultarlos. Trato de gritar, pero tengo la boca llena de hojarasca. Voy al precipicio sin remedio, pero al tocar fondo, floto en un mar cálido. Cuando abro los ojos veo el amanecer y me siento liviana. Las voces y las lágrimas se han congelado en el tiempo. Una ciudad extraña me recibe. Siento la emoción de estar viviendo un momento soñado. No es lo que me espera más allá, en esa vida en ciernes que está naciendo con el golpeteo del corazón. Es lo que ya tengo aquí, en este punto, a esta hora que muevo mi maleta y la caja de cartón con todas mis fuerzas. Ahora, cuando llego a las residencias estudiantiles en donde seré un número en un cuarto compartido, ocuparé una cama, una cobija, un mueble de tocador. Aquí es donde empieza el destino que he escogido. Tengo en la cabeza el lápiz que ha de trazarlo. Tengo la arrogancia necesaria para enfrentar el reto y he soltado las amarras para saltar al vacío. Clara aún no se aparta de la Remington. Aunque no lo sabe, ella ha sido mi motor. Todavía llevo el diccionario de ruso y sus alas dobladas en mi cuaderno. 

TRES: DESDE EL BALCÓN DE LAS MUJERES

Estoy en el balcón de las mujeres y desde aquí contemplo el gran tapete del tiempo, la inmensa alfombra que acaricia los pasos de los creyentes y que fue construida con billones de nudos por las manos de legendarias mujeres durante muchos años de silencio. Cientos de pies dejan sus huellas sobre las flores y los colores que amortiguan el cansancio, la angustia, el gris del pavimento y la soledad. Allí están los pies desnudos que buscan su lugar en el centro del templo, después de depositar sus zapatos en las estanterías de madera adosadas a las paredes y dispuestas para tal fin. Las zapateras rápidamente se llenan, al punto que, si fueran vistas con un efecto de cámara rápida, sus listones de madera desaparecerían para convertirse en montones, montañas de colores. Cientos de pares de zapatos de todos los materiales y estilos tienen su momento de descanso y parecen conversar entre ellos, pisarse entre sí, compartir la tierra de las calles y sacudirse la prisa para entrar en un letargo muy parecido al sublime recogimiento de sus dueños. Se diría que en esos estantes tiene lugar la peregrinación de los zapatos, libres por un momento del yugo de los pies.

¿Qué pasaría si en un asalto de humanidad quisieran cambiar de lugar o intercambiarse entre ellos para hacer una broma a sus dueños? Quizá se produciría un caos portentoso, un revuelo semejante a una revelación. Pero estos zapatos son tan fieles como sus dueños y no intentarán el desorden, irán al templo cuantas veces sea necesario para expiar sus andanzas y sus ganas de patear la tierra contra el cielo.

Afuera he visto las filas de creyentes que se descalzan y luego se dirigen a las zapateras. He contemplado también la aglomeración frente a las magníficas fuentes de la Mezquita de Solimán, apodado «El magnífico», construida por el arquitecto otomano Mimar Sinan hacia el año mil quinientos cincuenta. Esta portentosa y bella mezquita está rodeada de jardines. Las pilas con sus grifos son arte sobre la piedra. Los hombres aguardan su turno para la ablución, se lavan pies, manos y rostros. Parecen murmurar alguna oración. Algunos lo hacen de prisa, otros con parsimonia y fervor, con la concentración y entrega que exige todo ritual. Han llegado allí conducidos por el adhan, o azan, cántico que sale de los minaretes, con su conmovedor y sentido llamado a la oración. Logra detener el día por cinco veces para recordar la necesidad de ir al encuentro de Alá. La voz que canta los salmos de El Corán es vibrante y sublime, traspasa el lenguaje, penetra, estremece las fibras más sensibles a la música y la espiritualidad:

Allah es el más grande, Allahu Akbaru, اللهُ أكبرُ, / Declaro que no hay más dios que Allah, Ashhadu an la ilaha illa Llah, أشهدُ أن لا إلهَ إلاّ الله / Declaro que Muhammad es el enviado de Allah, Ashhadu anna Muhammadan Rasulu Llah, أشهدُ أنَّ محمّداً رسولُ الله

Cinco veces al día Estambul se estremece por todos los costados, pues de todas las mezquitas y sus alminares vienen los llamados, los cantos, las voces se tocan unas a otras, se cruzan, se responden, se juntan en un coro que impulsa el vuelo de las golondrinas sobre el Bósforo. En ese momento se detiene el transeúnte, se arrodilla el creyente y se asombra el impío visitante.

Esos adhanes me han halado a la Mezquita de Solimán y tengo las piernas cruzadas sobre la alfombra. Veo a través del biombo el desfile de los hombres hacia el centro del templo, en dirección a ese nicho enmarcado de azulejos que resulta ser el altar y que mira siempre hacia La Meca. Un imán dirige la oración. Es viernes al mediodía y tiene lugar el rezo más importante de la semana. Eso explica la gran cantidad de feligreses. Los hombres tocan la alfombra con la frente, se incorporan, se arrodillan, hacen reverencias o simplemente permanecen sentados en actitud de escucha o de oración. Rápidamente el centro de la mezquita se cubre, cada espacio libre pasa a ser ocupado por hombres que siguen entrando después de haber dejado sus zapatos y sus mujeres al ingreso. Porque ni a los zapatos ni a las mujeres les está permitido acceder al lugar central del templo. Ellas deben ubicarse en los balcones, o rincones contra la fachada, separados de la zona común por biombos de madera acanalada. A través de agujeros, grietas o canales, ellas ven la entrada pero no alcanzan a observar el centro de la mezquita y menos el altar. Si nos situamos de frente, solo veremos sus bellísimos ojos espiando por los orificios, como cientos de mariposas centelleantes que pugnan por salir a la infinitud.

La cultura, la costumbre y el rito exigen la obediencia, el acatamiento de la norma. Por eso me he dirigido dócilmente al recinto de las mujeres. Pero estando allí me ha invadido una insoportable incomodidad. Vivo la segregación como quien lleva un yugo que le oprime la frente. Pienso en la niña que ha viajado hasta aquí después de atravesar tantos años de pugnas, después de superar tantas pruebas de resistencia para desvirtuar recelos, juicios de incompetencia, palabras de compasión… «¡No podrás!», «¡No es fácil!», «¡No lo lograrás!», «Una mujer no está hecha para eso». Estar sentada aquí es un modo de aceptar que algo en mi cuerpo me excluye. Asumo la obligación de apartarme de los hombres para situarme literalmente al margen del acontecimiento. Soy víctima inocente de mi biología, hembra curvilínea, jarra, olla de barro, cantimplora, lugar donde se cuecen los instintos que deben mantenerse alejados de lo sagrado. He tenido que cubrirme la cabeza para ingresar al templo, ocultar mis hombros, sellar mis labios y mis cavidades, esconder mi piel. Estoy sentada con las piernas cruzadas en el estrecho lugar donde se amontonan las mujeres que miran por los agujeros del biombo y que escuchan el sermón del imán sobre sus deberes y sus restricciones.

Los espacios entre nosotras se llenan de prisa, pues siguen ingresando hombres que les indican el lugar en que han de acomodarse. Muchas de ellas no esperan la orden, simplemente se apartan de su compañero y entran a buscar un sitio libre junto a nosotras, en la trastienda. Sigo guardando silencio, trato de pasar inadvertida para confundirme con ellas, esfuerzo inútil. Ellas saben que no soy quien aparenta: una devota. Seguramente es la forma de sentarme, el modo en que llevo la pashmina sobre la cabeza, mis hombros desnudos bajo el velo, el perfume que llevo puesto. Todo debe indicarles que soy una advenediza, una descarada intrusa. A pesar de mi conmoción, respiro de manera pausada, intento relajarme, permanezco con la cabeza baja mientras observo con el rabillo del ojo qué posición adoptan, qué movimientos realizan. Veo que guardan un fervoroso silencio para escuchar las palabras del oficiante. Esperan, atienden, se acomodan, cambian las piernas de posición, sitúan sus bolsas, sus carteras y sus hijos frente a ellas. Los más pequeños reclaman, lloran, se rebelan. Los más grandes se divierten, tocan las ventanas, se murmuran cosas al oído, ríen. Los varones que han venido con el padre tienen derecho a entrar con él para situarse en el centro del templo. Las niñas ya tienen clara su obediencia. Los pequeños ahora se trepan en las ventanas y arman pequeñas jugarretas en silencio.

Desde el balcón de las mujeres siento que una fuerza se apodera de mi cuerpo. No resisto la postura, no tolero esta visión de agujero ni esta clase de silencio. Me queda estrecho el lenguaje, la palabra mujer no basta para comunicarme con ellas. Mi vecina me pregunta algo y debo responder con un gesto de cabeza para indicarle que hablo otra lengua, una lengua en la que no puedo conjugar la sumisión, la reverencia. Tengo una voz que no puedo refrenar, que no comprende esta dimensión del deber, este espacio vedado.

Entonces me invade una sensación de zapatos que quieren gobernar sobre los pies, zapatos que van y vienen sin consentimiento, al antojo de esa fuerza superior que los empuja y estropea. Soy un zapato puesto al lado de otros, que comparte su suerte de tierra y silencio. Entonces descruzo las piernas, me incorporo, desacomodo los espacios, los pensamientos, el orden, me quito la pashmina y exhibo los hombros del pecado, atravieso biombos, mantos, oraciones, voy directamente al lugar de los zapatos para confabularme con ellos e ingreso al centro del templo.

Alcanzo a dar un alarido antes de que los guardianes de Alá me expulsen hacia el encuentro de la tarde sobre el Mármara. Con los zapatos bien puestos y la imaginación alta, camino erguida, busco entre rostros extraños imágenes de lo que soy, de lo que fui, como uniendo trozos de espejos. Le pregunto a mis pies por el camino y ellos prosiguen como acabados de nacer. Vengo de los sueños. Me preparo para volver a casa recogiendo migas de tiempo.