San Diego es una ciudad azul, fresca y soleada. Sus freeways nos impactan al ingreso. Las luces de los autos se deslizan a gran velocidad y logran amedrentarnos, transmitiéndonos una sensación de desconcierto y abandono. No deja de ser curioso que estemos haciendo el viaje en sentido contrario al usual. Viajamos desde Arizona, con mucha emoción e improvisación, con un mapa impreso y el trazado de la Interestatal 8, sentido Coronado. Hemos alquilado un carro sin navegador, o GPS. Llevamos una referencia telefónica del primo de Alma, nuestra amiga chihuahuense. Las carreteras están desiertas, bordeamos la bahía y ya estamos perdidos. Entramos y salimos de los highways, nos equivocamos una y otra vez y podríamos seguir extraviados hasta el infinito. Es extraña esta sensación de perderse en la maraña de reflectores de una ciudad desconocida mientras la noche teje sus sombras para enredarnos, el mapa que llevamos pierde su utilidad, no es posible detenerse y nos dejamos envolver por la marea. Los ruidosos autos policiales nos rodean, nos cercan, nos interrogan. La clave para salir del laberinto está en un nombre: José Cruz, quien llega al rescate. Mexicano en su porte y en su jerga, en el abrazo y en esa forma de acogernos como si fuéramos sus amigos de toda la vida, cuando en realidad nos acaba de conocer. «¡Bienvenidos a la frontera!»

La versión más difundida dice que la frontera México ─ Estados Unidos es la más extensa que pueda existir entre un mundo pobre y otro rico. ¿Qué significa esta interpretación simplificada y hasta ofensiva? Solemos hacer inferencias obvias y únicas para explicar realidades que difícilmente se pueden delimitar con precisión. Si prescindimos de la interpretación económica para designar lo que es ser rico o pobre, hallaremos la contradicción o el malestar que implica considerar que los herederos del antiguo Imperio azteca o de la riqueza cultural del pueblo tolteca, los hijos de Cuauhtémoc o de Moctezuma, los dueños de la obra religiosa y política más sólida de Mesoamérica, los grandes creadores de arte y literatura, los poseedores del más exquisito patrimonio culinario de América, puedan ser considerados parte de un mundo pobre. Y qué decir del sentido que puede tener la palabra riqueza cuando se aplica a la cultura norteamericana, como si fuese una sola.

Quienes analizan aquellas realidades fronterizas insisten en el peligro de caer en la trampa de lo binario, lo polar. Si bien las líneas divisorias existen en términos políticos, las dinámicas de esas zonas de intercambio son ricas y complejas, hacen que los límites se desdibujen y se reinventen de manera permanente. Siguiendo las convenciones, hemos de aceptar que el límite internacional entre México y los Estados Unidos puede ser el paso o filtro político y humano más extenso entre dos escenarios con un franco desequilibrio social y económico, en medio de un inocultable continuo cultural. Una frontera puede ser un camino o un puente entre realidades diversas, complementarias, o contrapuestas. Desequilibrio en este caso significa contención e interdependencia. Pero nada de eso impide reconocer que se trata de un solo cuerpo fracturado o de un alma rota que busca su utópica unidad. Esto se refleja en nombres híbridos de ciudades escindidas como Mexicali ─ Calexico.

Arbitrarios, traumáticos y feos son los muros, las líneas, las grietas, las rejas que separan el territorio mexicano del estadounidense, ya sea que se encuentren en la playa de Tijuana, en el desierto de Altar o de Arizona, en el canal de Mexicali, en el Río Bravo, en los puentes de Piedras Negras o de Ciudad Juárez, en las bardas y garitas de Nogales, Nuevo Laredo o El Paso. La línea fronteriza internacional es una afrenta para una vida cultural confluyente, un adefesio para el paisaje, un desatino para el desierto, un horror para la historia del continente, una cicatriz. Recuerda de manera permanente a los mexicanos la obra de sus gobernantes irredimibles, los autores de la larga herida que no para de sangrar.

La casa de José y María, nuestros anfitriones en San Diego, es un tráiler situado en un lote parking para este tipo de viviendas. Allí se encuentran apiñados cientos de remolques, como las pequeñas piezas amontonadas de un juego de mesa, o las pequeñas casas de cincuenta metros cuadrados o menos, de las urbanizaciones «de interés social» bogotanas. Pero estas casas móviles están hechas a la usanza de las residencias norteamericanas, remedos de las casonas típicas de suburbios de la East Coast americana, hechas a escala, como de juguete. Un mínimo antejardín con su casillero postal, un porche, un garaje, atrás un par de metros para el pícnic, una cocina, un comedor y una sala, un baño común, dos habitaciones y la alcoba principal con su baño privado. Nos recibe la pantalla gigante de televisión en el estrecho living y el ladrido de una perra diminuta. José y su familia nos hacen sentir como en casa. María va directo a la cocina para servirnos unos tamales picosos preparados para la navidad. Preguntas de ida y vuelta, mapas y consejos, planes y encargos.

Y es que antes de poder hablar de México o de Estados Unidos, antes de la idea misma de América, en aquellos «lugares de rocas secas» y en los esculpidos acantilados sobre el cálido mar que Magallanes llamara Pacífico, en aquellos desiertos y fértiles valles, ya había una inmensa red de araña, un gigantesco atrapasueños que retenía fantasías y construía realidades, y que desde entonces no para de manifestarse. Se trata de una gran extensión que incluye los desiertos de Sonora, Arizona, Chichuahua y Mojave. Un continuo en el espacio y el tiempo que separa con nombres una misma realidad: Monument Valley, Green Valley, Death Valley o Silicon Valley y que representa un espacio tallado por el viento y los seres humanos, con ciclos en los que se alternan vida y muerte, lo exuberante y lo inhóspito, esplendor y ruina. Es el mundo de la cueva madre de los chichimecas, de la mujer de peinado de mariposa, de los guerreros y jugadores de pelota que aún están representados en petroglifos y pictografías. Aún hoy con el cálido viento se escucha el eco de los pasos de comerciantes que rondaban ciudades de piedra, ya sin nombre. Entre las rocas siguen visibles las huellas de los caminos trazados que conectaban tierras lejanas, los surcos de canales que encausaban el agua entre chaparrales.

Aquellos valles y llanuras siempre han sido zonas de tránsito de riquezas de norte a sur, de sur a norte, cuando no existían ni «el Sur» ni «el Norte». Lugares de paso actual de campesinos y aventureros, de amas de casa devenidas en sirvientas, de mulas traficantes y contrabandistas, de niños y niñas hechos fuerza laboral. Antes fueron rutas de intercambio de piedras verdes y azules, hoy llamadas turquesas, de pipas rituales, tejidos y cerámicas, finos y mágicos ornamentos, aves de plumaje vistoso. Bellas y tristes leyendas y fantasías persisten estampadas en cascabeles de cobre o en cerámicas policromas. Con ellas se guardó la memoria de aventuras de enamorados perdidos entre los cañones. Estas historias duermen en la piedra, en las máscaras de barro, en malacates modelados. La obsidiana narra leyendas de amantes y dioses. Por esos desiertos se movía kokopelli con su flauta y su joroba, un dios o un diablillo que invitaba al baile y a la alegría para propiciar la fertilidad.

La frontera, que es oportunidad de intercambios, es también una triste leyenda que se repite. Los españoles, seguidores de Hernán Cortés, llegaron tronchando cabezas y expulsando rayos por las puntas de sus brazos para someter al indio y fulminar a sus dioses. Siglos después, el dios verde del dólar compró forzadamente lo que no estaba en venta. El gringo añadió el señuelo del dinero, la tentación del consumo, la manida promesa de la abundancia, ese otro espejismo de «la tierra prometida». Lo fue para el pionero del Este, para los migrantes, allende los mares, del Sur hispano o el Sur africano, que llegaron desde cualquier rincón y a través de cualquier «hueco». Son las quimeras de fama y lujo en Hollywood, el sueño libertario de miles de jóvenes de los sesenta que decoraban sus combies y sus pelos largos con flecos y flores, mientras rodaban por la Ruta 66.

Antes de ser América, estas bahías, estas montañas escarpadas y suaves terraplenes fueron escenario de ciudades increíbles, revestidas de oro, en la imaginación de los europeos. Hay un claro enlace entre el mito tolteca chichimeca sobre el origen de los hombres y mujeres del desierto en Chicomóztoc o las siete cuevas y los fascinantes rumores llegados a oídos del virrey de la Nueva España sobre Cíbola y sus siete ciudades de oro. Este espejismo empujará a Francisco Vásquez de Coronado, «el conquistador perdido», tras su sueño dorado. Cientos, miles de hombres y mujeres, como en la epopeya de Coronado, irán tras el oropel. Verán esfumarse el sueño de Cíbola y armarán la siguiente expedición para alcanzar la Gran Quivira, y la verán deshacerse de nuevo. Como en la condena de Sísifo, verán «rodar las piedras» y volverán a intentarlo, y caerán, en un sinfín, en busca de la utopía.

Nuestros anfitriones de San Diego no logran traducirnos el mundo en el que se han insertado desde hace varios años. La comodidad que han alcanzado en esa sociedad les parece natural y les hace incomprensibles nuestra curiosidad y afán de indagación. Con la misma facilidad con la que conducen por expressways, calles y avenidas interestatales, se mueven hábilmente por las costumbres y el ritmo de vida norteamericanos. Conocen los códigos indispensables no solo para sobrevivir sino para ser felices. Alma es de Chihuahua, José y María vienen de Tijuana y ninguno de ellos sueña con regresar a vivir en México. Estar aquí, entre California y Arizona, no solo define un estilo de vida al que no desean renunciar, sino que representa una ruptura con esos mexicanos que no han logrado traspasar la frontera. Ante la supuesta y remota posibilidad de derrumbar el muro y permitir el libre tránsito hacia Estados Unidos, ellos responden de manera enfática que sería «el acabose para todos», no quisieran que esto llegara a suceder porque creen que México entero se volcaría sobre Estados Unidos y sus condiciones de vida se verían afectadas.

Hay una lógica perversa que depende no solo de la existencia del muro sino de las condiciones aciagas a las que se enfrenta un inmigrante. Al mismo tiempo que se mejoran los controles para que la frontera no pueda ser traspasada de manera ilegal, se generan las trampas, las posibilidades de violar las medidas, el negocio de los coyotes. Pero alrededor de ello también existen organizaciones civiles o religiosas que trabajan para menguar el padecimiento de los inmigrantes, e inclusive pululan los oportunistas que dependen de la desgracia de la inmigración fallida. Se diría que la frontera también llega a ser un negocio del que se nutren por igual mexicanos y gringos. Esos múltiples rostros de la frontera, esa leyenda forjada y repetida a través de canciones, novelas, películas y artículos de prensa, nos han llevado hasta allí para conocer el punto de cruce entre los dos países. Lila Downs lo dice mejor…

Cuando yo salí del rancho no llevaba ni calzones

pero sí llegué a Tijuana de puritos aventones,

como no traía dinero me paraba en las esquinas

para ver a quién gorreaba los pescuezos de gallina.

Yo quería cruzar la línea de la Unión Americana,

yo quería ganar dinero porque esa era mi tirada,

como no traía papeles, mucho menos pasaporte,

me aventé cruzar los cerros yo solito y sin coyote.

Después verán cómo me fue…

San Diego, llamada «la ciudad más fina de América», es una de las más codiciadas por los estadounidenses. Su posición geográfica atenúa los rigores de las estaciones, el océano Pacífico embellece su perfil con sus playas llenas de gaviotas, tiene sitios acogedores como el Seaport Village en donde los árboles de raíces desnudas se despeinan con la brisa; Old Town donde se conservan las primeras casas y haciendas desde la fundación de la ciudad; Down Town con sus bellos cafés y restaurantes; Coronado Island, ese lugar de casas millonarias a donde se llega por un puente levadizo sobre el mar. También está el sitio de los museos, Balboa Park, con jardines, estanques y fuentes, en donde por momentos uno cree estar deambulando por los jardines de Versalles.

Si San Diego está llena de mexicanos es porque en muchos sentidos sigue siendo mexicana. Hay una fuerza viva que emparenta la historia actual del condado californiano con las rutas de indios, con las misiones franciscanas y jesuitas, sus intentos de concreción de la utopía cristiana en el más acá, con los ranchos y haciendas de tiempos de la construcción de México, antes de la concesión forzada, es decir de la guerra. Pero también porque el impresionante crecimiento de San Diego, como de California en general, es el resultado de las distintas olas migratorias desde el sur a lo largo del último siglo.

Braceros, mojados, pachucos o chicanos son rostros de una realidad compleja que rodea la frontera y que conforma la historia de dinámica binacional. El arrojo y la temeridad del inmigrante, que en numerosos casos raya con la inmolación, son directamente proporcionales a las fieras medidas de control implantadas por las autoridades estadounidenses. Si no hay dinero para los coyotes es probable que el río, el mar o el desierto, terminen con el american dream.

Ciertamente el llamado fenómeno de la migración mexicana tiene muchos semblantes difícilmente abarcables con unas pocas explicaciones. En los años cuarenta, sabemos, tuvo lugar esa historia dolorosa conocida como el «programa Bracero». Fue la oportunidad del gobierno del Norte de contar con trabajadores agrícolas a muy bajo costo. Miles de campesinos mexicanos se lanzaron a la «aventura» y muchos de ellos encontraron el hambre, la humillación y la muerte por las difíciles condiciones de subsistencia en centros de contratación injusta y por los rigores del clima. Estas historias permanecen aún sepultadas en el anonimato y el olvido. Los braceros debían escoger entre miserias, pero una de ellas incluía la posibilidad de ayudar a sus familias alquilando sus brazos al otro lado del muro. Nunca renunciaron a su cultura, a su lengua o su religión, aunque por sus condiciones de pobreza ya habían sido desterrados en su propio territorio. A su lado, los pachucos, mexicanos de doble nacionalidad, seducidos por la sociedad que los acogía, quisieron declinar su cultura sin adoptar del todo aquella extraña en donde empezaban a sentirse cómodos. Esto les significó el resentimiento de sus hermanos y además un doble rechazo: el de sus compatriotas y el de los norteamericanos. Según Octavio Paz, ser pachuco es ser rebelde. Ellos «afirman sus diferencias, las subrayan, procuran hacerlas notables». Son mexicanos «huérfanos de valedores y de valores» que han perdido toda su herencia, que tienen el alma a la intemperie y pueden convertirse tanto en mártires como en héroes malditos. Quizá la cultura chicana de hoy haya surgido de los pachucos. Para algunos, ser chicano no alude necesariamente a una cuestión étnica. Puede serlo cualquier persona que es consciente de la necesidad de justicia social con relación a la población latina, hispana, en los Estados Unidos.

Pero a los millones que han concretado este sueño americano, la idea del regreso se opone a la idea del progreso. No les cabe en la cabeza, aunque tengan nostalgia por su pueblo, aunque sigan arraigados a sus costumbres y a su lengua y no estén dispuestos a perder ni un pelo de su historia. Estos hombres y estas mujeres que se han quedado en el país del norte, sin saberlo, son los encargados de reconquistar cotidianamente el territorio perdido. Difunden su cultura como esparciendo sus chiles y enchiladas en cada sitio al que llegan. Se niegan a ser nombrados como meros proveedores económicos o remitentes de remesas a su país y se nombran a sí mismos «productores de remesas culturales».

La cultura es dinámica o no lo es. Y el sur de Estados Unidos y el norte de México son un dramático y fascinante laboratorio de transculturación. La vida cotidiana de los norteamericanos, aún de aquellos que se resisten a vincularse con sus dicharacheros vecinos, es el cuestionamiento permanente de la frontera. En todos los lugares que recorrimos encontramos restoranes con un aviso de neón que anuncia, como un señuelo, mexican cuisine. Los platos o ingredientes mexicanos están presentes en las cartas de comida, aunque la preparación haya sufrido grandes transformaciones, pues el paladar de los estadounidenses no puede tener el mismo mapa gustativo de sus vecinos, pero cada vez recibe con mayor placer sus mezclas y necesita cada vez más los productos del sur. Simbólicamente la frontera se va borrando, el muro se desploma lenta e irremediablemente, a fuerza de palabras, de sabores, de colores, de hijos y de afectos.

En el corazón de Phoenix hay una plaza de mercado en la que se vive el sentido de estas palabras. Una vez que se deja la zona de estacionamiento, propia de los malls gringos, después de traspasar la puerta de vidrio, uno tiene la sensación de estar arribando a un típico rancho de cualquier pueblo mexicano. La música ranchera y norteña lo invade todo con sus alaridos de gozo, los guitarrones marcan el ritmo de los compradores, quienes después de descender de sus camionetas y autos estadounidenses, repentinamente descubren sus rostros mestizos, sus lisos cabellos azabache, sus sonrisas campechanas, las panzas de mariachis que llenan plácidamente con tacos al pastor, chorizos, guacamoles, junto a las variedades de chiles que forman montañas en el supermercado. «¡Pásele no más!, tenemos pozole, pancita, enchiladas, flautas…», las mismas voces de las ventas callejeras en Coyoacán o en Xochimilco. Los pasillos están repletos de productos mexicanos, con sus fuertes olores que excitan la sangre y el apetito. Las frutas arman fiestas de formas y colores, un zumo de cualquiera de ellas o de todas juntas borra el sabor de las sodas o de las bebidas saturadas de azúcar que se toman en cualquier otro lugar y nos recuerda el sabor de la tierra.

En esta placita uno siente que todo le pertenece, que algo se reacomoda, vuelve a su lugar, como si la lengua reclamara su origen y su tiempo, como si la memoria regresara al sitio de la infancia, cuando nos arrullaban con rancheras y nos hacían reír con Cantinflas o Capulina. No es solamente la música, ni tampoco el olor o los sabores, es la actitud abierta y desenfadada, la sonrisa de dientes grandes y el acento cálido que te invita a probar, a chuparte los dedos.

San Diego es el lugar ideal para los inmigrantes que vienen del norte de México porque muchos tienen su familia en Tijuana o en ciudades cercanas y permanentemente pueden ir de un país a otro, siempre que cuenten con la ciudadanía o la residencia estadounidenses. Es el caso de nuestros anfitriones, quienes tienen a sus familias en Tijuana y viven a diez minutos de la frontera. Nos cuentan que muchos mexicanos que tienen visa de entrada o residencia trabajan en San Diego, pero prefieren vivir en Tijuana, porque así pueden ganar dólares y gastar pesos, ya que San Diego es una de las ciudades más caras de los Estados Unidos. Pero también hay mexicanos millonarios que viven en Coronado Island y tienen sus negocios en la caótica Tijuana.

BIENVENIDOS A TIJUANA

Pasar de los Estados Unidos a México en este punto puede ser tan simple como complicado en el sentido contrario. Ir por la Interstate Highway 5 que atraviesa San Diego, avanzar por debajo de un puente, entrar por una calle sencilla y saber que ya estamos al otro lado, sin grandes carteles que anuncien el territorio mexicano, sin agentes de control que pregunten o requisen. Con el rostro, el vehículo y los papeles indicados la frontera se hará invisible. Unos bombillos verdes que dan vía libre son la única señal. Entonces uno puede adentrarse en el corazón de Tijuana, aparecer en la Avenida de La Revolución donde los vendedores callejeros y los dependientes de tiendas y restaurantes te asedian con sus mercancías, te hablan en inglés para invitarte a pasar a los bares, prometiendo todos los placeres por un único precio en dólares, bar abierto, el masaje azteca. «Bienvenido a Tijuana. Tequila, sexo y marihuana», canta Manu Chau.

Hemos llegado de noche, cuando la ciudad empieza a despertar a su sordidez. Más de cincuenta prostíbulos infantiles según datos de internet, y las muchachas descubren sus cuerpos como carnada para los gringos o los mexicanos venidos del otro lado de la línea. La atmósfera que se respira es de comercio y cacería de dinero, taxis de todos los colores que se detienen en las esquinas para avizorar el ritmo de la noche, luces intermitentes, discotecas venidas a menos, bares clausurados, limosneros y basura en las esquinas. Bienvenido a Tijuana, la otra cara de San Diego, su contraparte oscura y vergonzante, su otro rostro imprescindible.

San Diego y Tijuana son cara y sello de una realidad en la que unos son los aventajados y otros los que se esfuerzan por alcanzar lo que consideran el éxito, unos los cómodos y otros los expuestos, aquellos usufructúan la historia de estos a quienes les interesa ascender sobre los hombros de los que siguen mirando desde el otro lado, esperando el momento para saltar y así ocupar el lugar de sus hermanos. «Llegar hasta aquí nos ha costado sangre y lágrimas, pero ya nadie nos puede sacar, ahora nos hemos vuelto a apoderar de este territorio», parecen decir los residentes, los ciudadanos de un país que les ofrece oportunidades que nunca tuvieron al sur de la frontera. Como si siempre hubieran sido eso que son ahora, estos seres bifrontes mezclan su lenguaje, se desplazan cómodos y felices en los grandes autos de un lado al otro, para visitar a sus parientes de ojos abismados y un tanto resentidos, y que horas más tarde regresan hablando en inglés a los alguaciles gringos, con la seguridad de que al otro día estarán a tiempo en sus factorías, en las tiendas o en las oficinas en donde se comportan como ciudadanos ejemplares.

Un muro doble separa las casuchas de Tijuana de los expressways de San Diego. Los niños y los perros juegan en los peladeros que circundan la fea muralla, una calle corre paralela a la línea mexicana y a lo lejos pueden verse los reflectores de algún vehículo que inspecciona permanentemente. En la playa el espectáculo es sobrecogedor para quienes nos estrenamos en esa visión. El faro de Tijuana proyecta su luz hacia el océano y las olas golpean porfiadamente las rejas que hieren la arena. Que haya muros sobre la tierra no es extraño, pero sí lo es un muro que semeja una cárcel para el océano, que separa las aguas, que divide la espuma, los peces. «Esa arena no nos pertenece, estos caracoles son ilegales». Las altas rejas se clavan en el alma de la arena, los barrotes separan lo que el viento se encarga de unir, de revolver. La división del océano parece una ironía a su vastedad, una burda cachetada a sus aguas abarcadoras. Cortar el agua con el hierro, decir de cuál lado saltan las caracolas, a qué lado deben volar las garzas.

En las barras de hierro hay un aviso en caligrafía de molde que con errores de escritura anuncia: «Danger objects under wáter» «pilegro hierros bajo del auga». Alguien en plural ha clavado unos carteles de madera que muestran una calavera gigante y multicolor, dentro de ella miles de nombres de migrantes fallidos y en el centro la leyenda: «y más de 500 migrantes no identificados…» Al lado, otros carteles con nombres y nombres que representan las vidas perdidas por alcanzar el otro lado de los barrotes: Juan Antonio, Jesús Hedel, Fidel, Eugenio, Nicolás, Moisés… aquel que pudo caminar entre las aguas investido por un instante del divino poder. Estos anónimos murieron en la travesía. Cuentan que bajo el agua aguarda la trampa de hierro, en la que también suelen suicidarse los peces.

Hace unos años allí quedaban las famosas playas de Tijuana, había un malecón para los paseantes, pero una borrasca o la furia del mar arrasó las construcciones y se tragó la playa, de tal modo que ahora las olas golpean un callejón de luces desteñidas y de vez en cuando amenaza las casas humildes que vuelcan sus basuras en las esquinas. El mismo fenómeno natural invadió las playas de San Diego, pero cosa curiosa y predecible, allí no causó ningún daño lamentable, porque las extensas playas superaron la prueba. ¿Se ensañó el océano con Tijuana? Quizá la respuesta es de sentido común, no es la suerte sino la planeación, no es la desgracia sino la dejadez, no es la miseria sino el abandono.

Una gaviota se ha parado junto a las rejas y parece mirar hacia el otro lado, como dudando de atravesar el límite, su figura blanca se refleja en la arena y se pierde al lado de la espuma enfurecida. Un pescador viene con su caña del lado de Tijuana y de pronto el pez lo hala, lo conduce hacia el norte, lo obliga a atravesar los barrotes y, con naturalidad, guiado por la marea y por el pez juguetón que se creyó a salvo si se colocaba del lado de San Diego, mete su cabeza por entre los hierros y queda del lado de allá, sin darse cuenta, embrujado e inocente de su transgresión.

Unos metros arriba de la playa, ascendiendo por un camino de cemento, se encuentra un obelisco con esta leyenda: «Límite de la República Mexicana. La destrucción o dislocación de este monumento es un delito punible por México o los Estados Unidos». Y en una de sus caras laterales este otro letrero: «Punto inicial de límite entre México y los Estados Unidos fijado por la comisión unida, 10 de octubre de 1849 según el tratado concluido en la ciudad de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero de 1848 Pedro García Conde comisionado mexicano José Salazar agrimensor mexicano».

Dicen que por épocas se ven encuentros a través de estas rejas. Mexicanos de lado y lado se estrechan las manos, madres e hijos hablan largamente, enamorados se abrazan entre las bardas y se prometen un encuentro imposible, más allá de territorios ajenos, sin el peso de la llamada ilegalidad. El mar como testigo, el peso del dinero sobre la fuerza del amor, duelo sin vencedores, marca que se lleva en la piel.

Tijuana es un misterio que quisiera descifrar. Pasar la línea divisoria, la frontera absurda del oprobio, el «muro de la infamia». Este paisaje fragmentado hace parte de la vida normal de Tijuana, quizá ya nadie se pregunte o se aterre de su existencia, solo nosotros, los visitantes recién estrellados con la realidad de la frontera. Tijuana duerme un sueño sobresaltado, hace largas filas de automóviles para traspasar los controles, vende y canta mercancías en medio de los autos, pide limosna y codicia las luces de San Diego. Trabaja duro para que sus vecinos disfruten unas playas tranquilas, las largas avenidas arboladas en vez de las calles desnudas y todo el dinero que fluye con forma de hombres y mujeres que trabajan con tesón, mientras las lujosas camionetas americanas se llevan lo mejor de cada día.

Al regreso los guardias gringos nos reciben los pasaportes y revisan nombres en las computadoras. Las luces atraviesan los vehículos para descubrir alguna sorpresa entre los autos. Si el guardia sospecha algo, remite a la requisa del vehículo. Se oyen unos gritos y algunas detonaciones, después el silencio y tres hombres con las manos en alto son conducidos hacia otro lugar. Hemos pasado la prueba y volvemos a ingresar en San Diego. Allí nos sentimos extrañamente incómodos, traspasamos la línea y nadie intenta detenernos.

Siento alivio por sentirme de paso, por tocar tangencialmente esta realidad que muchos añoran y por la que dejan sus huesos entre el muro. Siento alegría de entrar y salir, sin que nadie me detenga o me pregunte si tengo intenciones de quedarme, o de engrosar el ejército de inmigrantes. Experimento lo que significa la libertad de tránsito, el derecho de pasar y devolverme, de ir hacia el lugar en el que quiero estar. Hay rabia por aquellos que instalaron los hierros para partir el mar, dolor por los que se sienten impelidos a abandonar lo que aman, a dejar el lugar que no logra retenerlos.

ESTAR AL BORDE

Todos los habitantes de este territorio son hijos de la misma arena, de los desnudos rayos del sol, de esas esfinges verdes que esculpe la tierra y que surgen por todos lados, los juguetones saguaros como vigías del desierto, los verdaderos dueños del norte de México y del sur de Estados Unidos. Quizá como los saguaros, los habitantes son fuertes y espinosos, pero también son la nota amable del paisaje. Tal vez el desierto moldea su carácter, templa el espíritu para el porvenir.

Los mexicanos se expanden, extienden sus brazos y logran penetrar la sociedad norteamericana. Las palabras pretenden separarlos. Entonces inventan una tercera lengua que se ensambla y fluye en las calles, en las oficinas y en la cotidianidad. Aunque el espanglish hiere la gramática de los dos idiomas y resulta grotesco para los oídos académicos, es el abracadabra, el ábrete sésamo de la vida real: «Voy a pagar un bill», «llámame p´atrás», «estoy on call», «voy a cookinar», «dame time», «tengo un appoiment», «¿A qué horas están abiertos?» Reconquistar el territorio perdido requiere cierta dosis de humor y de ironía. Es como si dijeran «está bien, aprendo tu lengua, pero la convierto en otra, la hago también mía».

Neplanta es la expresión náhuatl que significa estar «en el medio», en el límite del territorio, del lenguaje, de la cultura. La chicana Gloria Anzaldúa resignifica la palabra para exaltar lo ambiguo, lo transcultural, esa «niebla de caos», ese «mestizaje espiritual» que enriquecía su historia, su cultura, su lengua, su identidad múltiple y caótica. Porque no se trata de romper la frontera para ser de aquí o de allá, sino de permanecer en el borde, en la mezcla literal y simbólica, estar en transición, en proceso, en cambio permanente. Ser el uno y el otro, estar aquí y allá al mismo tiempo.

To live in the borderlands means you

are neither hispana india negra Española

ni gabacha, eres mestiza, mulata…

you must live sin fronteras

be a croosroads.

El derrumbamiento del muro se siente lejos del paso internacional, debe sentirse en las escuelas y ya está en las casas en donde la mucama o la niñera es una mujer maciza que cuenta sus historias en una lengua que los niños y las niñas empiezan a incorporar a su vocabulario cotidiano y a sus recuerdos. No hace falta traspasar las rejas para estar en México. Basta con hurgar en las casas norteamericanas para comprender cómo se incorporan las remesas culturales. Como lo escribe Anzaldúa:

Pero nunca nos quitarán ese orgullo

de ser mexicana–Chicana– tejana

ni el espíritu indio.

Y cuando los gringos se acaban

–mira cómo se matan unos a los otros–

aquí vamos a parecer

con los horned toads y los lagartijos

survivors del First Fire Age, el Quinto Sol.

Todo se trastorna, menos el océano, que lame de manera interminable, paciente, los barrotes que hieren la playa y que algún día se convertirán en estatuas de sal.