Nunca soñé con visitar este país y, sin embargo, una vez que estuve en las calles de Santiago de Chile, descubrí que este lugar estaba lleno de sentidos y contenidos de mi historia simbólica, aquella formada de canciones, versos, insignias e ideales que había ido construyendo con mis lecturas, con la música y la poesía que venían del sur del continente, con esos personajes que me prestaban las palabras para decir lo que sentía. ¿Qué mujer no ha sido por una vez Albertina, la amada que provoca alguno de los veinte poemas de amor o quizá la canción desesperada? Con el libro en las manos le temblaba la risa al enamorado que estampaba su firma apropiándose del verso para pedir un beso. O aquel tímido camarada que, copiando a Benedetti, me decía: «Compañera, usted sabe que puede contar conmigo. No hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo».

Los latinoamericanos estamos marcados por la historia oscura de las dictaduras del Cono Sur en el último tercio del siglo XX. Alimentamos nuestra propia rebeldía con versiones, entre trágicas y heroicas, de la caída de Salvador Allende. El experimento de la llamada «izquierda democrática», el proyecto de un gobierno popular, fue aniquilado para dar paso al autoritarismo y la represión. Así también tuvo lugar la diáspora de la protesta, se regaron por el mundo los acetatos y casetes, la literatura y el arte con contenidos revolucionarios y el llamado a la militancia. La «música social» que nos llegaba de Chile, Argentina y Uruguay, representaba la resistencia, incitaba al combate. Esa ola llegó a nuestras casas y nos encontró en la edad ferviente de la rebeldía, nos llevó a gritar en las marchas, formó parte de nuestro estilo de vida contestatario y se mezcló con el rock, los bluyines, los pantalones de terlenka, la salsa, las rancheras y el vallenato. Eran nuestros días de radio y el ingreso de la televisión. «Poco, poco a poco…» como dice un huayno bailable, fueron tomando fuerza los aires andinos, las quenas y zampoñas, el charango. Poco a poco se fusionaba el norte y el sur, se cruzaban los ritmos negro, andino, sabanero, el rock urbano, la música indígena. Así hicimos el tránsito, hacia las canciones de Inti–Illimani, «de pie marchar, que vamos a triunfar», y de Quilapayún, «para hacer esta muralla tráiganme todas las manos». Nos sintonizamos con el tono lastimero de Violeta Parra y sus Gracias a la vida, con el dolor de Víctor Jara, «te recuerdo, Amanda, la calle mojada…» Interiorizamos estas canciones con su cuota de muerte, con el afán de saber, vivimos emociones cruzadas y en ebullición, vimos imágenes del horror al lado de cóndores cruzando Los Andes. Chile era la historia trunca, la memoria de lo apenas imaginado que lográbamos vivir intensamente.
Chile, territorio estrecho y profundo de Arica a Punta Arenas y más allá, hasta el misterio azul de La Antártida. Chile, «largo grito de hielo», país de los volcanes nevados, de grandes lagos verde azules donde no encuentra fondo el asombro. ¿Cómo describir Chile sin escuchar a Pablo Neruda? «cráteres cuyas cúpulas de tiza repiten su redondo vacío junto a la nieve pura», «enmarañado bosque», «antártica hermosura de intemperie y ceniza». Chile, su corazón de cobre, su aroma de salitre, el brillo lapislázuli, la alucinante paradoja que va de los glaciares a la Tierra del Fuego. ¿Cómo entender el desierto, las cordilleras, las playas, la gente, la historia de Chile, sin su poesía? Raúl Zurita dice que «los desiertos de Atacama son azules» y que «toda la playa se iba haciendo una pura llaga en sus ojos», que su país es «largo y angosto como todos los seres tristes y reales», mientras que Violeta Parra maldice la cordillera de los Andes, la Costa, «la angosta y larga faja de tierra…»

Chile y su archipiélago dorado, su Patagonia misteriosa, los islotes de cisnes blancos con cuello negro, sus garzas como pinceladas en el agua. Chiloé, la Isla Grande, ha construido sus casas de madera colorida para enfrentarse al soplo gris del océano. Los racimos de pingüinos conversan entre ellos, mientras una cortina de hielo, un vaho de misterio, los protege de las cámaras, del grito. Solo el hechizo logra retratarlos. Nos alejamos y el cielo se tiñe de gaviotas. Navegar el lago de Todos los Santos es una experiencia mística. Deslumbra el verde esmeralda, rodeado por cerros coronados de nieve. Su silencio insondable nos recuerda el tiempo eterno de la tierra, nuestra infinita pequeñez.

La memoria se zambulle en las aguas heladas, boga por el lago Llanquiue y allí se estremece con la visión majestuosa. Al fondo del inmenso lago se levantan dos volcanes: El Osorno y el Calbuco. El Osorno, cubierto de nieve, habitado por una misteriosa leyenda mapuche. Cuentan que dentro de él habita un espíritu perverso que vomitaba azufre y fuego, cubriéndolo todo de terror y desolación. Era toda una explosión de celos que el temido personaje sentía porque la bella princesa Licarayén estaba a punto de casarse. El pueblo Huilliche tuvo que sacrificarla, sacándole el corazón, para que un cóndor lo devorara y luego arrojara una rama de canelo en el cráter del volcán. De ese modo el Osorno y el Calbuco se apaciguaron y la nieve los cubrió. Así los encontramos en Puerto Varas, congelados. Junto al lago, de cara a los volcanes, vimos también una gigantesca princesa, hecha de hierro y aire, extendiendo sus brazos, como reclamando su corazón.
Chile, tierra de poetas. Neruda como capitán llevando el timón, dirigiendo las mareas e invitando a bordo a sus seguidores y detractores. Nicanor Parra se niega a subir, construye su propio bote, convoca la disidencia, el desorden de las palabras. Vicente Huidobro, el traductor de las olas, Enrique Lihn, ancho y profundo, horadando en su alma. Gonzalo Rojas, flotando eternamente en su gran casa de aire. Raúl Zurita, sus playas asesinadas y la esperanza de la poesía. Y podríamos seguir sin parar. Justamente en la Alameda, corazón verde de Santiago, hay una escultura y una fuente dedicadas a Rubén Darío, el padre de los poetas hispanoamericanos. Aquel a quien un día de 1933 Federico García Lorca y Pablo Neruda hicieron un homenaje en Buenos Aires con un «discurso al alimón», en el que iban entrelazando frases hasta armar una sola voz para exaltar su obra. Y los dos preguntaban en dónde estaba la fuente, la estatua, el parque, el jardín, erigidos en su honor, y terminaron elevando una estatua de aire hecha de admiración y poesía para exaltar al autor nicaragüense. Por eso resultó tan grato hallar este monumento a Rubén Darío en Santiago. Junto a la fuente se leen estos versos en piedra: «Por eso ser sincero es ser potente./ De desnuda que está brilla la estrella./ El agua dice el alma de la fuente/ en la voz de cristal que fluye della».

Santiago, procesiones de gente en calles y avenidas. Conversan a gritos, se apiñan en las estaciones del metro, pasean en bicicletas, se toman los parques bajo el sol de noviembre que arranca los abrigos e invita a dorar el color de la piel. Hay sudor y brillo en los rostros y un ademán desenfadado que invita al encuentro y a la música. Bellavista es un barrio bohemio de intensa vida nocturna en donde bellas casas tradicionales han sido adecuadas como restaurantes o bares, las aceras se llenan de mesas, flores y objetos artísticos, músicos callejeros interpretan sus temas, danzarines o tamboras incesantes por doquier, la gastronomía local en su variedad de preparaciones de mariscos o las gigantes empanadas, toda una tentación para el viajero ávido de sabores y texturas.

En otros sectores de la ciudad multitudes de jóvenes marchan, llevan carteles, los trabajadores de las oficinas públicas protestan. Por todos lados se siente hervir la colectividad, interrogar, cuestionar. Hay una convulsa vida política en Santiago. El cerro Santa Lucía es testigo de una historia fracturada, remendada. Allí fundó la ciudad Pedro de Valdivia en 1541 y por sus laderas se extendieron los primeros sarmientos, la vid, el fruto más deseado del país, la delicia vinícola que enciende pasiones. ¿Quién no disfruta un vino chileno?

LAS VERDADES VERDADERAS

Pero estamos aquí para hacer un viaje por la memoria que duele. No se trata solamente de conocer sus avenidas limpias, los edificios históricos preservados, su plaza de Armas y el Palacio de la Moneda, que irremediablemente nos recuerda el oprobio. Lo encontramos cercado por armazones de hierro, inaccesible. Nos iremos sin conocer sus salones multicolores, el patio de Los Naranjos, debemos imaginar el olor de la madera, la imponencia de los mobiliarios, las obras de arte en su derroche. Presentimos el movimiento de los funcionarios en su ajetreo cotidiano, mientras los carabineros nos vigilan por sus cámaras y a través de los numerosos ventanales. En otro lugar estará la información que buscamos.

La plaza y el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos nos reciben con su área generosa, rampa y graderías abiertas al sol y a las multitudes. El edificio forrado en vidrio refleja el brillo verde intenso de la tarde y parece flotar sobre sus bases. A la entrada se encuentra este aviso: «No podemos cambiar nuestro pasado; sólo nos queda aprender de lo vivido. Esa es nuestra responsabilidad y nuestro desafío». Ya en su interior se empieza el recorrido por la amarga historia que parte del 11 de septiembre de 1973 con la voz de los militares que anuncian la toma del Palacio de la Moneda, el estruendo de las balas y la voz serena y firme del presidente Salvador Allende, que tiene tiempo todavía para despedirse del pueblo chileno, de sus asistentes y amigos, de agradecerles por haberlo acompañado y de entregarles su negra mirada antes de inmolarse de cara a la historia. Su lucidez aterra y hace vibrar los huesos. Su voz se extiende por la sala, se repite: «Estas son mis últimas palabras, teniendo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una sanción moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición». Los audios y las imágenes parecen ficción. La infamia recorre las calles, rostros despavoridos, cuerpos empujados hacia el paredón, como si se tratara de un juego de pistoleros, camiones en los que miles de hombres son empacados hacia el matadero, ráfagas en cualquier esquina, uno que otro francotirador gastando las últimas balas de la resistencia.

Pablo Neruda exaltó la obra de gobierno de Allende, lloró su asesinato y se negó a creer en su suicidio. Escribió que fue acribillado «por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile». La catástrofe se veía venir: «la cruzada de la amenaza y el miedo, el despliegue de todas las armas del odio contra el porvenir».

Se recorren las salas del museo con una pesada certidumbre, con la conciencia amarga de que esa ola de crímenes, esa marejada de gritos y esas cordilleras de cadáveres tuvieron lugar en estas mismas calles donde ahora se saludan sonrientes los vecinos, donde deambulan entusiastas los jóvenes hinchas de la selección campeona de la Copa América. Afiches, titulares de prensa, declaraciones, fotografías de escenas dantescas o desoladas, entrevistas a los torturados, cartas de los niños que nunca conocieron a sus padres. Mientras recorremos el laberinto, la voz de una mujer nos taladra una y mil veces diciendo: «sangraba por la boca, sangraba por los senos, sangraba por el ombligo, sangraba por la vagina…» Como si no fuera suficiente con vivirlo y ahora quisiera hacer que sangremos por todos los agujeros.
Víctor Jara, «golpeado como jamás creí se podría golpear a un ser humano», su toque final e inmortal en el Estadio Chile con las manos rotas, arañando sus últimos versos rojos: «Canto, que mal me sales cuando tengo que cantar espanto». Víctor, el que morirá cantando «las verdades verdaderas».

Aquellos días, meses y años aciagos mataron la esperanza, no solo de una gran parte de los chilenos, sino de muchos luchadores y soñadores de América Latina. El proceso político de la Unión Popular chilena fue exterminado y nos quedó el canto doloroso y la poesía: «Yo cruzaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada, y en una hermosa plaza liberada me detendré a llorar por los ausentes», canta Pablo Milanés con su voz fracturada. El arte como bálsamo, como cicatriz de la herida. De un gran muro penden miles de fotografías de víctimas, como en una gigantesca vitrina de la fatalidad, mientras la gran sala, que funge como balcón, está enmarcada por luces, a modo de velas, para recordar los múltiples velatorios callejeros hechos como ritual de duelo y como protesta. Quienes sean los rostros que cuelgan, están recobrando su espacio en el mundo. Promete el cantor: «Retornarán los libros, las canciones / que quemaron las manos asesinas./ Renacerá mi pueblo de su ruina / y pagarán su culpa los traidores».

A medida que se asciende dentro del edificio se va aliviando la carga. Ahora las imágenes y videos aluden al proceso de transición, a las manifestaciones del «No» que se desarrollaron en 1988 cuando los chilenos votaron en un plebiscito para decidir la continuación del gobierno impuesto por Pinochet. Se trataba de la posibilidad de que saliera el dictador, después de quince años de represión, de silencio, de persecuciones. Muchos jóvenes no conocían otra forma de gobierno, otro orden social. La campaña del «No» apostaba a la esperanza y más del cincuenta y cinco por ciento marcaron el arcoíris en contra del «Sí» de las tradicionales consignas por el orden conservador, representado por la imagen de la familia del déspota. Hubo miedo a las represalias, a las presiones y desapariciones. Pero ganó el cambio. La fiesta se trasladó a las calles, se hicieron marchas por la vida y la euforia de las mayorías se tomaba los escenarios cotidianos de la vida chilena. Parejas de enamorados detenían el tráfico para bailar en mitad de las vías, obreros suspendían su trabajo para sumarse al entusiasmo de la manifestación. En el museo se cuenta aquella conmovedora historia del concierto organizado por Amnistía Internacional en Mendoza, Argentina, en octubre de aquel año.

Al salir del museo tenemos que recomponer la sonrisa. La sensación de sacudida nos impide por un momento volver a la normalidad del presente. Es como haber sido tragados por el túnel del tiempo y ser arrojados de repente al pavimento para continuar el recorrido por unas calles en donde nadie recuerda nada. ¿Conoce el Museo de la Memoria?, preguntamos a jóvenes meseros y a algunos transeúntes en el camino de regreso. Para ese momento ninguno de ellos había estado allí, aunque había sido inaugurado hacía cuatro años. No sabían qué había allí dentro. Nos miraban como diciendo «¿de qué me están hablando?» Es cierto. Estábamos evocando un pasado del que apenas se encuentran rastros en Santiago. Llevamos la pregunta por la memoria a lo largo de nuestro viaje. La hicimos a jóvenes y a adultos. Quizás los mayores nos entiendan, dijimos, quizá los viejos recuerden.

Rosario, que ya pasa de los setenta y es nuestra anfitriona en Viña del Mar, nos dice con tono desolador, como si hablara para sí misma: «Nosotros no sabíamos nada, no sabíamos lo que estaba pasando durante esos años de la dictadura… nos inundaron la casa de telenovelas y de programas de concursos… los supermercados volvieron a llenarse de productos, llegaron muchas compañías extranjeras y teníamos la sensación de que todo estaba bien. Solo muchos años después vinimos a enterarnos acerca de las viudas, las torturas, las desapariciones…» Roque, el hijo de Rosario, quien fue nuestro acompañante en Puerto Varas, cree que la dictadura fue una transición necesaria, que «Pinochet sacó el país adelante… después tuvo el honor de irse. Se habría podido quedar, claro, pero fíjate que no se impuso». Dos personas, dos generaciones, dos visiones en la misma familia.

No sucede igual con Claudia, psicopedagoga de la Universidad de Chile, que pasa de los cuarenta años. Su familia vivió la represión de manera directa. Heredó un espíritu altivo y una mirada crítica que también transmitió a sus dos hijos, que ahora son veinteañeros. Se armó de coraje y de conocimientos para participar en los procesos de la vida universitaria y en los movimientos que empujaron el cambio. Su hija, amamantada con la misma rebeldía, frunce el ceño, fuma un cigarrillo que no aspira, utiliza una voz grave y un tono desenfadado para dar su opinión sobre el presente político de Chile. Parece tenerlo todo muy claro. Claudia se emociona al contar lo que se vivió en el tiempo de la transición. Cuando triunfó el «No» la gente salió a las calles y al poco tiempo fueron en masa a sacarse de encima el miedo y el rencor en el concierto de Mendoza. Sí. Aquel espectáculo de Amnistía Internacional se iba a realizar en Santiago y Pinochet no lo permitió. Por eso aquella ciudad argentina fue el escenario de desfogue y liberación de muchos chilenos que tenían necesidad de celebrar el deseado cambio. Gritaron y vitorearon a Peter Gabriel, Bruce Springteen, Tracy Chapman, a Inti–Illimani y Los Prisioneros… Los ojos de Claudia se iluminan al relatar el viaje, las caravanas de jóvenes, también los obstáculos que tuvieron para pasar la frontera, las amenazas y finalmente el júbilo por haberlo logrado. Aquel 88 estuvieron allí unos quince mil chilenos que por fin pudieron sacudirse frenéticamente la impotencia, cantar, saltar hasta el paroxismo, llorar al recordar sus amigos idos y perdidos, las víctimas, unir manos y lágrimas al compás de Sting para decir «Ellas bailan solas».

La vida en la democracia no ha sido mejor a nivel económico, nos dicen. El sistema de salud, el costo del transporte, las dificultades para acceder a vivienda, las deudas que asumen para estudiar, la insatisfacción del día a día, la presión del sistema financiero. La huella de la dictadura y su modelo económico siguen vivos, difícilmente se borran. En el presente de este recorrido la inconformidad se levanta y lleva a nuevas protestas, manifestaciones, destrozos, saqueos, detenciones, asesinatos, en una rueda dentada que gira una y otra vez, como si no aprendiéramos, como si no fuera suficiente con el pasado, como si el olvido se impusiera y nunca bastara. Tal vez ya se han olvidado las palabras de Allende: «Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa, la seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria».

LAS CASAS DE NERUDA

Yo construí la casa.
La hice primero de aire.
Luego subí en el aire la bandera
y la dejé colgada
del firmamento, de la estrella,
de la claridad y de la oscuridad.

Si, como escribe Juan Gelman, «en cada pared que levanté hay restos de mi corazón», visitar las casas de Neruda es hacer un viaje a los intersticios del poeta, penetrar en sus más recónditos rincones, asaltar su intimidad, acechar sus secretos, sus pasiones ocultas, desnudar su vanidad. Es el ejercicio de curiosidad morbosa al que no podemos sustraernos porque no nos bastan las palabras o los versos. Queremos atisbar, robar con los ojos, agujerear, entrometernos, tocar, tomar la fotografía. No importa que con ello estemos quebrantando la voluntad de los muertos. El mismo Pablo Neruda fue un permanente fisgón, un voyeur, un buscador de objetos y de historias, merodeaba por los mercados, los puertos, los acantilados, los edificios en ruinas, las callejuelas y los grandes salones; visitaba los palacios abandonados para encontrar los secretos de príncipes y duquesas, se internó en los dormitorios y en los baños de las damas para aspirar los restos de perfume o para descubrir algún verso. Lo apasionaba darse «un festín con la mirada».

Viajar por la memoria reciente de Chile es también zambullirse de palabra y de obra por lo que fue la vida de Pablo Neruda, ese poeta inmenso que se identificó con los humildes, aunque él mismo no lo fuera. El poeta que no solo creyó, sino que ayudó a construir y vivió por lapsos la utopía emancipadora. Su fe comunista le significó persecuciones, cárcel, amenazas, enemistades, desprestigio, dolor y quizá la muerte. El relato que hace de su vida muestra que para él no había separación entre el ser poético y el ser político, hasta el punto de haber cometido suicidios poéticos como en su Canto de amor a Stalingrado y en aquel poema que hizo para exaltar al mariscal Tito. Porque una vez publicado el poema, los acontecimientos políticos entre la Unión Soviética y Yugoslavia cambiaron y Neruda tuvo que modificar también su Oda a Tito por una diatriba. Pero un tiempo después las relaciones diplomáticas dieron un giro y el poeta se vio en la disyuntiva de cuál de los dos poemas publicar en las siguientes ediciones. La anécdota la cuenta Jorge Amado. Estos desatinos y muchos de sus panfletos poéticos son yerros humanos de quien es uno de los más grandes creadores de la palabra. No se trata de mirar hacia atrás, con gafas y guantes intactos, para enjuiciar la pasión y las decisiones de los protagonistas, sin entender su inmersión en el momento histórico que vivieron.

Pablo tomó partido, en sentido literal, hizo de ello su opción de vida, y hasta el último instante se mantuvo en sus convicciones. «Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo», escribe tres días después del golpe militar y nueve días antes de su propia muerte, en circunstancias aún turbias. Toda su vida fue dedicada a la poesía y a la política, sin establecer separaciones entre ellas. También fue amante del mar y de todos sus símbolos. Fue un viajero, un gozador, un coleccionista de cosas y de historias, cocinero, abierto opositor del fascismo, solidario de escritores perseguidos, adorador de mujeres en sus versos, maltratador de otras en episodios de su vida. Su ego, sus maneras de sibarita, su fama y sus posiciones radicales le propiciaron adversarios. Desde Vicente Huidobro, Juan Ramón Jiménez, Pablo de Rokha, hasta el ícono cubano y también comunista Nicolás Guillén… Este dijo, con su característica ironía, a propósito del título de la autobiografía de Neruda, que debería haberse titulado «Confieso que he bebido».

El amor poético, la fuerza de la memoria, la necesidad de conocer, de oler, de regodearse fisgonamente por la vida de Neruda, nos llevaron hasta sus casas, o lo que queda de ellas, ahora convertidas en museos. Las tres casas que administra y lucra la Fundación Pablo Neruda, que se autoproclama dueña de la obra y de la memoria del poeta, son La Chascona en Santiago, La Sebastiana en Valparaíso y la casa de Isla Negra. Son el testimonio fehaciente de la desenfrenada fascinación del poeta por coleccionar objetos provenientes de los más apartados rincones del mundo y del tiempo. Su descomunal obsesión por poseer un pedazo de cada rincón que visitaba, por rodearse de un ejército de creaciones naturales y humanas, desde un pájaro rojo suspendido en su vuelo hasta caracolas de todos los mares, esculturas, máscaras, pinturas, tallas africanas, puertas, sus amados mascarones, barcos dentro de botellas, vajillas, sillones, mapas antiguos, copas de todos colores y procedencias, el pupitre de la infancia y tantos objetos imposibles de nombrar en su fantástica abundancia, una pléyade que habla de buen gusto, de vanidades, de caprichos. Él los nombra «mis juguetes» y ¡vaya si lo son!

Las casas de Neruda no solo están hechas de tierra y agua: en ellas se siente el flujo de su sangre, el ímpetu de su pasión y la forma exquisita como saboreaba las nubes y las olas. No hay una ventana en la que no esté el ojo del poeta, o por la que no se atisben el cielo o el mar. En el estudio de La Chascona se divisan los cerros de Santiago; el dormitorio de La Sebastiana es un mirador privilegiado en el que mar y cielo se conjugan en un solo sueño de blancos, azules y verdes; el viento y la marea embravecidos de Isla Negra golpean la casa, la campana y la inmensidad. El capitán poeta diseñó sus casas como barcos, como castillos de agua y aire. Se camina por ellas a través de pasadizos bajos y estrechos en los que sobresale alguna claraboya, por corredores secretos que conducen a otra magia impredecible, a otra alucinación poética. A falta de mar, La Chascona tenía una acequia interior y una fuente con mural de piedras, creación artística de su amiga María Martner. En La Sebastiana se hacen palpables, se hacen carne estos versos:

Y aún, entre largos caminos, fundamos en Valparaíso una torre,
por más que en tus pies encontré mis raíces perdidas
tú y yo mantuvimos abierta la puerta del mar insepulto
y así destinamos a La Sebastiana el deber de llamar los navíos
y ver bajo el humo del puerto la rosa incitante,
el camino cortado en el agua por el hombre y sus mercaderías.

Porque esta casa es como un navío encallado sobre una pequeña colina, todos sus ángulos y ventanales se inundan con la visión de un mar de colores cambiantes en cada momento del día. La espuma estrellándose contra la arena es un eterno embrujo, una imagen hipnótica que nos envuelve y casi nos obliga a quedarnos congelados de fascinación. Para llegar a la casa hay que ascender en espiral por calles estrechas de pobres construcciones, pues el poeta se alzaba como un dios sobre los ranchos y las tristes ventanas que no logran divisar el mar. En cada piso se agolpan visitantes, turistas conectados a la audioguía para escuchar las descripciones y la procedencia de los objetos y de algún verso. Por momentos tenemos los ojos abiertos en un gesto de incredulidad, a bordo y en altamar, en un afán de capturarlo todo, en otro instante los cerramos para imaginar y recrear la presencia de Pablo, para escuchar su paso lento sobre la alfombra, su sombra gigante escurriéndose por los pasadizos, con su pipa y sus manos manchadas con tinta verde sirviendo el vino, atizando el fuego, preparando sus platillos, o tejiendo las palabras en un amarillo papel. Se siente uno asaltante de atmósferas, ladrón de intimidad.

Era usual que el poeta diera fiestas a sus amigos en las que ofrecía toda clase de platos y bebidas, era desbordado y de puertas abiertas a conocidos y extraños. Cuenta en sus memorias su amigo Rafael Alberti que durante su visita en 1946 Pablo ofreció varias fiestas en su honor: «No olvido que en esta primera fiesta, él y yo abrimos de pronto la puerta de la cocina y vimos a unos extraños tipos que, acompañados de grandes vasos de vino, estaban friéndose algo así como una docena de huevos en una enorme sartén. Pablo, entre misterioso y divertido, me dijo al retirarnos sigilosamente: «Ellos sabrán lo que están preparando. No los conozco. Vámonos. Creo que es la primera vez que vienen por aquí”».

Al estilo de los centros de atracción gringos, ya exportados al mundo entero, las casas de Neruda al final del recorrido tienen la consabida tienda de souvenirs, en la que se vende al poeta en todas las formas posibles: rústicas réplicas de sus objetos más representativos como las conchas, mascarones y botellas con barco incluido, versos impresos en todo tipo de materiales, postales, afiches, copas de cristal colorido, móviles, cerámicas, el astrolabio con el legendario pez que parece flotar dentro de una esfera imaginaria enmarcada por una estructura metálica y que se ha constituido en el símbolo de la Fundación. Incluso el salero y el pimentero del comedor de La Chascona con sus leyendas de «marihuana» y «cocaína». Todo esto y más, amén de ediciones de sus libros.

Me detengo en Isla Negra porque estar allí es una verdadera experiencia poética y casi metafísica. Es el lugar donde Neruda escribió sus memorias y últimos poemas, sus versos de amor para Matilde. No es en realidad una isla, o por lo menos no en sentido literal. Quizás fue precisamente la ínsula prometida para pasar allí sus últimos años. La casa se encalla en un lugar aislado del litoral, al sur de Valparaíso, frente al mar abierto, junto a los acantilados y la vegetación silvestre. Las olas rompen con fuerza, amenazando reventar contra la casa. El viento es un estremecimiento, un zumbido violento que todo lo mece y lo sacude. En sus alrededores un caserío y unos cuantos hostales, tiendas y restaurantes que llevan el nombre del maestro, lugares que no existían en vida del poeta, que se construyeron mucho después amparándose en su gloria, pues viven de la curiosidad y el hambre de los turistas.

Llegamos a la casa después de un viaje de hora y media desde Valparaíso, en un bus pulman corriente que nos dejó sobre la avenida que lleva el nombre del poeta. No hace falta preguntar, todos saben a qué hemos venido. Nos indican ir hacia donde se escucha el mar. Recorremos varios metros haciendo crujir la tierra y la arena bajo nuestros pies y ante nosotros emerge la construcción de madera y piedra, el gigante astrolabio, el pez de ojos cristalinos de brillo casi humano, la gran barca detenida, lista para el viaje, la estructura de madera en la que cuelgan seis campanas azules que tintinean en un clamor, un canto o un quejido que apenas se escucha con los azotes del mar y el viento. No hemos ingresado y ya esta visión es sublime y amenazante al mismo tiempo. Majestuoso, el mar allí derrama sus colores mezclando el azul del cielo con el verde vegetal. El resultado es una gama de esmeraldas que degradan hacia el negro en el horizonte a la hora del poniente. Asalta esta movilidad, este vuelo de ramas y arena, estas formas que no pueden estar en su lugar. En tanto que la casa, con su estructura de madera y piedra, resiste el paso del tiempo y sigue contando una historia de versos, de ojos, de amor y de sueños. También el dolor y la soledad han instalado allí sus monumentos de piedra.

Afuera, amenazadas o acariciadas desde muy cerca por el oleaje y el rechinar del viento, se encuentran las tumbas del poeta y de su amada, enmarcadas por piedras. En la fecha de nuestra visita los restos de Matilde Urrutia están solos porque los de Neruda fueron exhumados dos años antes por orden judicial. El hombre que fuera su último conductor declaró que al poeta lo envenenó la dictadura, con la anuencia o complicidad de su esposa. Cuesta trabajo pensar que esa mujer que amó fuera un personaje oscuro de novela policial o «la maligna» del Tango del viudo. Según testimonio del hombre, el poeta se proponía partir para dirigir una resistencia internacional contra Pinochet y por eso aquella noche él condujo a Matilde hasta Isla negra… Lo que pasó allí solo lo saben el mar de entonces, los acantilados y el astrolabio. De allí lo sacaron enfermo, moribundo hacia el hospital. Luego fue cargado por sus amigos, asediados por militares, hacia el cementerio. Se dice que quienes participaron en su funeral fueron luego aprehendidos y desaparecidos.

Encontramos en Isla Negra los magníficos objetos, la mesa lista para servir la cena, las copas anhelando el vino, el sillón con el hueco de su cuerpo, los frascos de tinta verde de la que brotaba el follaje de sus versos, los corredores forrados con vitrinas repletas de máscaras, pipas, libros antiguos; la alucinante colección de caracolas –acaso el rugido del mar las reclama–, los enormes mascarones de proa que invaden el salón –él las llamaba «mascaronas»–, que miran tristemente el mar, Guillermina entre ellos, con sus ojos abismales; el gran caballo de madera al que se le quemó la cola y que luego fue aparejado por los amigos. Pablo en su biografía dice: «He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche». Sus diminutos barcos embotellados, que navegaron por mares insondables y luego encallaron en una burbuja de cristal; los astrolabios, más bellos que su nombre; antiguos instrumentos de viaje, arena de tantas playas, animales mitológicos, piedras. Mares de cosas donde quiera que navegue la mirada. Atravesando salones, emergen a la vista todo tipo de objetos y obras de arte. La fiesta barroca para la vanidad del poeta. Este es apenas un muestrario de su pasión de recolector porque cuando cumplió cincuenta años donó a la Universidad de Chile su colección de caracolas y más de cuatro mil libros raros e incunables, que incluyen manuscritos y ediciones originales de autores como Rimbaud, Góngora, Lautrémont, Cervantes, y muchos otros tesoros de la humanidad.

Más allá de la imposibilidad de hacer un inventario de lo bello, de lo útil e inútil, más allá de esta visión, de esta atmósfera, de estos salones impregnados con la historia de Neruda, me invade una sensación trágica y amarga, un sentimiento de nulidad, de vacío, una certeza de lo vano, un sabor a ceniza, un miedo a los objetos, un espanto de tiempo. Imagino estos espacios cuando se hayan marchado los visitantes, cuando se hayan cerrado las puertas y partan los empleados. Los salones, libres ahora de curiosos, despliegan su historia de sombras ante el misterio de la noche. Se levanta un sopor, un vuelo de cosas inaprensibles, se respira una atmósfera lúgubre, las máscaras con sus ojos ausentes buscan una presencia familiar, los objetos recuperan sus colores y su movimiento invisible, las caracolas se llenan del sonido del mar, la oscuridad camina por los corredores, las vitrinas crujen, los trajes se llenan de aire, los zapatos recuerdan el rumbo, la arena, el viento ruge contra las ventanas, los ojos de los mascarones se dirigen a un punto del océano, se oye el tintineo de las copas, la música de las campanas, un pez se estrella contra el acantilado. Entonces los pasos del poeta salen torpemente de la casa y se dirigen a la tumba que a esta hora es golpeada por la furia del mar. Esos pasos lentos van en busca de Matilde.

Toda la noche he dormido contigo
Junto al mar, en la isla.
Salvaje y dulce eras entre el placer y el sueño,
entre el fuego y el agua…
He dormido contigo
toda la noche mientras
la oscura tierra gira
con vivos y con muertos…

Termina aquí este viaje febril por el sur de mi memoria que destila su mejor vino. Me atraviesa esta paz de lagos, ese asombro de nevados, esta pasión de volcanes adormecidos; vuelve el sabroso paladeo del salmón, el olor de algas en los puertos, el júbilo de espuma que golpea las rocas donde se albergan los pingüinos. Persiste el pasmo multicolor de azaleas en balcones, explanadas y laderas, esta euforia de Saltos de Petrohue. Va y viene la noticia del queltehue, el pájaro que predice catástrofes, su canto alerta sobre la llegada de humanos invasores, anuncia nuestro paso, nuestro crujir de madera esquivando los helechos. En el recuerdo, Valparaíso resplandece entre un polvo dorado de colinas y de azules que salpican a sus pies. Viña del Mar se incorpora entre sus esteros y terrazas, con su aristocrática forma de asomar la cabeza hacia el litoral. Vuelve Santiago, toda hecha de arboledas, de jóvenes, de calles convulsas. Estas impresiones son raíces que se arraigan y crecen en la memoria. Chile, su «largo grito de hielo», el horror de su historia se aloja en volcanes dormidos y un viejo dolor arde en el centro del sueño.