UNO. EL DESIERTO

La palabra desierto se ha usado como sinónimo de la nada, sinónimo de soledad, de ausencia de vida. Sin embargo, pocas palabras entrañan con tanta intensidad la sensación de paradoja. Ella misma parece ser su negación. Exuberancia e imponencia natural, enigma, matriz del mundo y confín siniestro, jardín y «anti–edén», amenaza y refugio, tentación y prueba, peligro y éxtasis, muerte y promesa, laberinto y espacio abierto, soledumbre y vaciedad. Todo esto es y ha sido el desierto. Alguien dijo que el desierto «no tiene otra alma que la arena». En la escritura poética es una metáfora de la desolación interior, del desamor o el abandono. Uno de los poemas más bellos sobre lo que entraña el desierto es el de Jorge Luis Borges. Porque nunca deja de sorprenderme y porque me siento incapaz de fragmentarlo, lo transcribo en su totalidad:

Antes de entrar en el desierto
los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna.
Hierocles derramó en la tierra
el agua de su cántaro y dijo:
Si hemos de entrar en el desierto,
ya estoy en el desierto.
Si la sed va a abrasarme,
que ya me abrase.
Ésta es una parábola.
Antes de hundirme en el infierno
los lictores del dios me permitieron que mirara una rosa.
Esa rosa es ahora mi tormento
en el oscuro reino.
A un hombre lo dejó una mujer.
Resolvieron mentir un último encuentro.
El hombre dijo:
Si debo entrar en la soledad
ya estoy solo.
Si la sed va a abrasarme,
que ya me abrase.
Ésta es otra parábola.
Nadie en la tierra
tiene el valor de ser aquel hombre.

Entrar en el desierto es abandonarse en sus brazos estériles, renunciar a la humedad, a la caricia del agua. Se convierte en héroe quien logra salir vivo de la travesía, si es que no cuenta con las medidas indispensables que le permitan sobrevivir, si no es nativo de la zona y se encuentra desprovisto del conocimiento imprescindible para manejar la inclemencia del clima o el misterio de la jojoba. La naturaleza cobra cara la ignorancia o la temeridad.

Pero hay otra cara del desierto que es descubierta por la filosofía y por la literatura cuando estas ahondan en sus múltiples significados. Chantal Maillard es una poeta belga–española que en sus Diarios indios explora otras formas de contemplar el desierto:

El desierto no tiene sombras, por lo cual no puede medirse el tiempo ni la distancia de las estrellas a no ser que el propio cuerpo haga oficio de gnomon. Uno es su propio tiempo. Alrededor el tiempo no existe. El tiempo de las cosas se mide por su sombra, y solo el que no tiene sombra es eterno. El desierto, por eso, es eterno. Con el sol en el cenit un hombre pierde su sombra. Puede decirse que entonces se le otorga la posibilidad de estar en su propio centro, de no distinguirse de sí mismo. Por un instante, es un iluminado.

El sol y el desierto componen una alianza que puede ir de la saña a la iluminación trascendental del yo. Depende del punto de contemplación, depende de si estamos caminando desnudos en busca de una grieta para refugiarnos o para escarbar, inútilmente, una gota de agua que haya sido reservada para nosotros desde una lluvia legendaria. El sol desnudo se extiende y penetra las cavidades de la tierra y de los cuerpos y el viento aleja la esperanza del agua. Que no haya sombra puede ser una calamidad o una hermosa parábola sobre la identidad. Jean Baudrillard dice que «el silencio del desierto también es visual. Lo conforma la extensión de la mirada que no encuentra sitio donde reflejarse. Al contrario, en las montañas no puede haber silencio porque gritan mediante su relieve».

Un desierto no se parece a otro y por eso debemos abandonar los convencionalismos cuando lo nombramos. Es la primera lección que me ha dado el desierto de Arizona. En él la nada no existe y todo en él se encuentra habitado. Decir cactus es hablar de una familia no solo numerosa sino pródiga y diversa. Los hay aterciopelados, empinados, serpenteantes, antropomórficos, de vientres redondeados, con uñas felinas, de verdes inagotables, con flores inverosímiles, cactus enmarañados como la memoria.

En Arizona los saguaros, como los frailejones en nuestros páramos, son los amos y señores de la vegetación, los vigías del desierto, los candelabros, los maniquíes, los fantasmas «atrapa pájaros», los gnomos, las criaturas mágicas que nos abrazan cuando queremos tocar su piel, que incitan, pero al mismo tiempo esquivan las caricias. Están por todos lados bebiendo el sol y jugando con los colores del atardecer, creciendo en el rojo, estiran sus brazos al violeta, ensanchan los amarillos o abren las cortinas del cielo para empezar a danzar a lo largo de la carretera, como llamando al viajero para que se detenga, para que abra sus ojos al espectáculo que surge en la oscuridad, en el momento en que todas las cosas, supuestamente quietas o vacías, recobran movimiento y profundidad. Igual que los desiertos, un saguaro no es igual a otro y sería necesario recorrerlos con asombro para entender el sentido de sus brazos esculpidos al capricho del viento, moldeados por la luz, para entender el misterio que recorre sus espinas, la fuerza con la que lamen el alma de agua de la tierra.

El cielo del desierto de Arizona está escandalosamente desnudo, aún en invierno. Por eso los atardeceres nos hacen correr, nos roban los ojos y nos llevan a exclamar esas palabras que no alcanzan, que se gastan o se queman bajo los escarlatas, los púrpuras o bermellones, pasando por los rubios y anaranjados que no se pueden describir en una hoja blanca con trazos negros y homogéneos. Hay que inventar otro lenguaje para contar la intensidad del atardecer en el cielo de Arizona. Una tarde tras otra se superponen con su brillo desafiante y estamos a punto de quedarnos ciegos de tanta exaltación. Las fotografías son copias imperfectas que no alcanzan a retener el grito, o ese silencio súbito que se ha convertido en sombra cuando posamos con el fondo del atardecer. La línea de la frente, el ángulo de la nariz, el croquis del pelo, las curvas de los labios. Allí estamos convertidos en espectros, mostrando ese rostro que nos resulta desconocido y que solo es posible ver en el espejo del crepúsculo.

En este lugar el paisaje asume la forma de parques y reservas naturales. Se pide no pisar la vegetación, no penetrar en áreas resguardadas. Los pobladores y los vecinos se enorgullecen de su entorno y destacan su geografía. Se saben dueños de uno de los territorios más hermosos de América, aunque esta belleza también debe pagarse con el rigor de la canícula. Sedona está hecha de montañas rojas como catedrales petrificadas, campanas que tañen la luz, fantasmas de eremitas que asoman en los picos rocosos, bosques de piedra que guardan los secretos de generaciones de apaches o del tiempo en que los coyotes y jaguares pintaban sus huellas sin temor a los cazadores. Las carreteras hieren el paisaje, pero este se impone y sobresale en los picos y en el escarlata que hace sangrar el cielo. Las construcciones se levantan tímidas, camaleónicas, imitando los colores y los guijarros; otras imponen sus columnas y sus fuentes, se erigen en mansiones de gloria incomprensible. Poblar el desierto sigue siendo una afrenta contra las dunas.

Estamos allí, trepando La Campana, pisando su arcilla húmeda, las rocas por las que descienden los hilos de agua, que de lejos brillan y de cerca juegan en las grietas, helados en su curso y más helados en su nacimiento. Perderse entre aquellas sinuosidades mientras se respira un aire de leyenda, sabiendo que nunca encontraremos el camino del origen, que estas montañas vienen de una edad remota de la tierra. La roja campana de Sedona es anterior al tañido del primer bronce que haya construido ser humano alguno, fue templada antes de la existencia de la música, gracias al arte del viento y el agua del desierto. Se escucha con claridad su vetusta melodía. La roja catedral antecede a cualquier templete, incluso a la devoción por seres sibilinos o cosas inanimadas. Ese ocre encendido, la forma como corta con el grisáceo de las nubes algún día, el modo como contrasta con el intenso azul en otro día, son imágenes que se mantienen en la memoria. La erosión, sinónimo de destrucción y de muerte en tantos lugares, aquí se ha encargado de tallar la suave roca para dejar su impronta. Es la belleza de la muerte que se vuelve vida en el grabado de aquel paisaje.

El desierto es la mejor metáfora de la memoria: tan cargada de vida y al mismo tiempo tan esquiva, tan sola en su mudez. El desierto es un oxímoron: múltiple soledad. Se define por lo que no es, aunque lo llena todo.

DOS. EL BOSQUE DE LOS GIGANTES

Tal como esa estampa en la cartilla de la infancia que ilustra el cuento del ogro come niños; aquellos niños perdidos en el bosque regando migas de pan para no perder el camino de regreso, y tras ellos las aves que se alimentan de las suculentas huellas; así como esos cuentos donde temblábamos de espanto en el momento en que el gigante aplasta con sus «botas de siete leguas» las raíces de grandes árboles y aspira con su enorme nariz el olor de los chiquillos extraviados; con esa misma mezcla de curiosidad y asombro, con esas ganas de avanzar y ese miedo en las botas que hacen crujir la nieve, que penetran en el blanco del hielo con placer y temor de romperse los huesos. Así, hemos llegado al Bosque de los Gigantes, al Parque Nacional de las Secuoyas en California.

Dejamos el desierto de Arizona con su color dorado, su aire de arena, , su inmensidad de cactus y saguaros. Al oriente y al norte, vamos en busca de Isabella Lake y lo encontramos muy cerca de Kernville, después de dormir una noche en este pequeño pueblo en donde ya se dibuja la Sierra Nevada de California. Por un paisaje azul de montañas ascendemos al lugar donde nos aguardan los árboles más altos y más viejos del mundo: las magníficas secuoyas que alimentan siglos de vida y de historia.

El Bosque de los Gigantes, expresión literal que nos lleva a la ficción de la infancia; árboles en cuyos troncos hay grutas, caminos, en cuyos troncos se enrolla el gran libro del tiempo. La Secuoya es un mundo en sí misma, un reino, un imperio de la naturaleza. A la más antigua se le calculan tres mil doscientos años, tiene ochenta y cuatro metros de altura. ¡A esta hora sigue creciendo! y el diámetro de su tronco puede alcanzar diez metros, de modo que solo puede ser abrazado por veinte personas tomadas de la mano. Su nombre suena a batalla: General Sherman Tree. Pero podría llamarse «Milenia», «Gruta del tiempo», «Catedral», «Vía savia y sabia», «Vida», «Eternidad». Las secuoyas contienen la sabiduría de la inmortalidad, tienen la capacidad de reproducirse y renacer, resistiendo los cambios estacionales, pues sus hojas son perennes. Las viejas se acoplan a las que nacen en la primavera, siempre permanecen verdes,las corazas de sus troncos las protegen y tienen un mecanismo que parece encerrar el misterio de la aleación entre la vida y la muerte: las secuoyas necesitan de los incendios naturales para liberar sus semillas y para nutrir la tierra donde crecen. Los árboles nuevos surgen de los restos de troncos y ramas muertas, de los conos quemados brotan las semillas. Además del fuego, el escarabajo y la ardilla ponen su cuota de larvas y dientes para que sea posible la eternidad.

En ese recorrido de ficción, hemos visitado el Grant Tree y hemos visto al Monarca caído, ese gigante convertido en túnel vegetal, ahora cubierto de nieve, que alimenta millones de colonias de insectos y desde su condición terrena vigila a sus secuoyas hermanas que van camino del cielo. El musgo viste los troncos con ese verde recién nacido, en donde el sol se refleja. Y por doquier la increíble maraña de hongos y sus micelios, en la superficie y en el subsuelo, tejiendo las infinitas conexiones, estableciendo puentes, llevando y trayendo mensajes, conectando toda forma de vida. La niebla llena el espacio y penetra en los pulmones. La secuoya ni siquiera nos ve, somos menos que diminutos insectos que intentan escalar su falda de nieve. Agitamos los brazos para anunciar que existimos. Por fortuna, tenemos la voz para menguar esta sensación de seres invisibles, ínfimos, breves y casi ridículos.

De repente, una lluvia de plumas blancas ha empezado a caer y es el momento del salto y la algarabía. Nieva sobre los colosos y sobre nuestras cabecitas. Somos los infantes perdidos en el bosque, hollando la nieve con pasos inseguros, intentando penetrar en la gruta del gigante, haciendo una ronda con nuestros brazos quebrados, ávidos de tiempo, suplicando una gota de eternidad.

TRES. VERDE MÚLTIPLE CON COYOTE

La Sierra Nevada de California es una gran espina dorsal que nos guía al encuentro de ese lugar paradisíaco llamado Yosemite National Park, la reserva natural en la que habitan gran parte de las especies de Estados Unidos y que en su mayor proporción es todavía silvestre. Se dice que su nombre proviene de la tribu Miwok que habitaba la región y que tenía fama de asesina, de modo que Yosemite significaría literalmente «los que matan». Sus más de tres mil kilómetros cuadrados comprenden valles, ríos, cañones formados por estructuras majestuosas de granito coronadas con nieve, por cuyas faldas se precipitan cascadas heladas, saltos de agua de distintas proporciones y alturas, de modo que de las rocas azules respira vida por todos los costados.

El valle de Yosemite contiene una gran área boscosa, vegetación propia de diversos pisos térmicos, desde los seiscientos hasta los cuatro mil metros. El granito de sus rocas se formó hace diez millones de años, por los antiguos glaciares que al derramarse esculpieron los cañones, tallaron valles y montañas, hasta diseñar esa majestuosa obra de arte que hoy nos arranca un grito de conmoción.

Queremos devorarla con los ojos, mientras la boca se nos abre en un gesto de alelamiento, pero no alcanzamos a percibir siquiera la mínima parte del misterio que encierra. Yosemite nos recibe al anochecer y a medida que nos adentramos en el valle, sentimos una fuerza que nos succiona y nos introduce en un gran laberinto blanco. La nieve forma murallas a lado y lado de la carretera y la niebla se interpone, amenazante, para cerrarnos el paso. Avanzamos con temor y deseo, ávidos del vaho del hielo, de encontrarnos de frente con osos, hipogrifos, pájaros trueno, hadas o silfos, y pasará un tiempo largo (medido más por la ansiedad que por el reloj) para que encontremos rastros humanos. En la caseta de la entrada no hay nadie que atienda el ingreso. Igual que nosotros, otros visitantes indagan por alguna orientación para encontrar el lugar de hospedaje. Continuamos el camino en sentido contrario a la oscuridad, siguiendo la única luz que proviene de la nieve. A medida que avanza la noche, el blanco se hace más intenso, como reflejando la luna que no vemos.

En algún punto del laberinto se encienden algunas luces pero pasará un tiempo más para encontrar nuestra cabaña. En ella nos aguarda una chimenea encendida, aunque sin el crepitar de la madera ardiente, pues el fuego viene de un fogón de gas. El interior es cálido, amplios sillones confortables, adornos y lámparas. En la pared de madera, un gran reloj con campana, con números romanos, antiguo en apariencia. En realidad es eléctrico y ha quedado detenido a las once y siete minutos. Todo muy aparente, american style. La cocina bien equipada y con el confort necesario para sus huéspedes. Tenemos suficientes provisiones para armar una cena y suficiente hambre y sed para sentarnos a comer y a brindar por nuestra primera noche en Yosemite. Una escalera de madera nos conduce a las camas, dispuestas con sus mantas.

Aquella noche aun tendremos tiempo para vivir una historia de terror en la cabaña, rodeada de nieve, en medio de la nada. Vendrán personajes oscuros que asaltarán nuestro sueño, dejarán ver sus extrañas sombras tras las ventanas, como en aquella inolvidable primera noche de Lockwood en Cumbres borrascosas. Transitarán manos por el papel de colgadura de las paredes, como lagartijas, mientras el reloj, que nadie ha conectado, empezará a mover sus agujas para indicarnos que las once y diez era la hora señalada para el grito.

A la mañana siguiente, el misterioso lienzo gótico queda atrás. Al asomarnos al balcón, el espectáculo nos sorprende de nuevo: abajo la nieve nos cerca y arriba nos espera un cielo intensamente azul, en donde el sol ya ha puesto su llamado de urgencia para que salgamos del sueño y entremos en otro sueño. La euforia de las exclamaciones y los flashes de las cámaras hacen su primer acto. Nos deslizamos por la carretera y en el primer mirador nos detenemos para ver el gran cañón del río La Merced, en donde las rocas azules hacen su fiesta de hielo y agua. Su piel marmórea brilla como si se tratara de un traje de lentejuelas, por sus pliegues y concavidades bajan chorros de agua en ese deshielo permanente. Los verdes del valle se beben la luz y el agua para vestirse de profundidad; hilos cristalinos en una orquesta de colores. No es posible siquiera presentir la vida que se agita entre esos bosques como océanos. Vemos el pico llamado Catedral, el cerro Capitán, «¡Oh Captain, my Captain!» Seguimos el curso de las rocas para ir descubriendo cientos o miles de cascadas. Algunas antes de descender se evaporan y se convierten en humo y niebla. Otras forman riachuelos que buscan al gran río para seguir su curso. Hay senderos y recodos para los caminantes, lugares para jugar en la nieve, lagos con playas y las Islas de la Felicidad.

Uno de los senderos que se adentra en el bosque conduce hacia Mirror Lake. Como Narciso, queremos mirarnos en el lago. Pero ante la belleza el ego se encoge y retoza. La caminata hacia «El Espejo» es una experiencia metafísica.Su agua helada refleja el verde y es como si el bosque se hubiera hundido en el lago. Sensación visceral del placer, si es que existe placer que no se albergue en las vísceras. El paraje nos invita a tendernos sobre el piso de paja y musgo, junto al lecho del río, y nuestra mirada horizontal descubre grupos de venados, ardillas, mariposas, un pino diminuto que se incorpora como si acabara de nacer. Su delicado tallo se sacude el hielo que le ha aplastado la cabeza y justo ahora, frente a nuestro asombro, ha logrado vencer la gravedad y se incorpora, como si fuera un niño que se despereza y nos desborda la ternura. Mientras la escarcha gotea de sus ramas, el bebé pino se esfuerza por erigirse hacia el sol y tenemos la certeza del crecimiento de la hierba y recordamos otra vez al viejo hermoso Walt Whitman: «Gústanme los ecos, el vago zumbido de los murmullos silvestres. Gústame sentir el amoroso empuje de las raíces a través de la tierra…»

En el segundo atardecer, mientras regresamos a la cabaña, nos espera otro asombro al filo de la carretera: como una aparición, parado en el asfalto, un coyote gris, de ojos fijos, tan humanos, nos observa desde su marco de nieve. Ni las exclamaciones, ni las risas infantiles, ni los destellos de las cámaras parecen perturbarlo. Calcula y aguza la mirada, no advierte peligro ni expresa agresión. Solo se complace en mirarnos. Cambia de escenario, se da vuelta, avanza, nuevamente se detiene y continúa mirando. Desafiante hermosura, ofensiva belleza. ¿Qué ven sus ojos de coyote? ¿Qué somos en su paisaje? La bestia solitaria se ha ofrecido como un regalo y ha quedado para siempre detenida en algún sitio de nuestro cuerpo. Se ha hecho sentimiento, instinto, memoria, augurio, poesía. La tarde blanca en que habita ya forma parte de nuestra historia.

Nos iremos del Yosemite con una deuda pendiente por los sitios y paisajes que no vimos, que no veremos. Nos llevaremos el tatuaje de la luz, la seducción de la roca radiante, las caras del agua.. Al alejarnos jugaremos al verde múltiple: verde Amazonas, verde biche, verde manzana, verde esmeralda, verde ocre, verde brillante, verde tierno que se incorpora, verde oliva, verde limón, , verde sol, verde cristal, verde rana, verde oscuridad, verde gris coyote, verde musgo que viste los troncos de los pinos, verde ritmo de venado, verde hierba pata de ardilla, verde canto, verde mar, verde piedra, verde murmullo, verde Whitman, verde que te quiero Lorca. Y digo que si Dios es, verde es.