
Basílica del Voto Nacional, Quito – Ecuador
ÚLTIMO DÍA: EL INFIERNO
La calzada es oscura y sinuosa. Muy pocos vehículos acompañan nuestra marcha. A esta hora la gente no suele viajar, quizá por miedo a las sorpresas que puedan surgir en la carretera, seguramente por las últimas noticias que vienen del sur. Hemos aprendido a imaginar el mal y a huir de él como ratas horrorizadas. Este país está sitiado en su centro, en sus vísceras, en todos sus tendones. La gente es cauta, aprende de la experiencia, menos nosotros, tan campantes, guiados por los impulsos. Conduces a prisa. Llevas fijos los ojos en la carretera que se abre después de cada giro. Agustín Lara canta «noche de ronda, qué triste pasas, qué triste cruzas por mi balcón…» De repente una curva cerrada y brota de la oscuridad un cuerpo color humo, color asfalto. Un perro salpicado de noche se dispone a cruzar la carretera cuando se encuentra de frente con la defensa del auto que intentas frenar, sin lograrlo.
Escuchamos el golpe seco. Sabemos que hemos dado contra el cráneo de un pobre animal perdido en la carretera. Nuestra sorpresa se convierte en dolor, arrepentimiento. ¡Qué hemos hecho! Siempre seríamos víctimas, nunca victimarios. «¡Qué he hecho! ¡Le hemos dado al perrito!» –dices–. ¡Lo hemos matado! –estoy a punto de llorar–. Ya hemos avanzado un buen trecho cuando frenas en seco. «¡Debemos volver para llevarlo a una clínica!» – Insistes casi con llanto en la voz–. ¡Es una locura! –respondo–. Es peor tener que verlo aplastado o moribundo. No hay nada que podamos hacer. «¡No! ¡Tenemos que volver!» –insistes–. ¡Estás loco! Trato de contenerte, pero en ese momento no escuchas más que tu angustia. Giras la dirección a la izquierda y regresamos por la misma oscuridad. Tú en busca del animal herido, yo en busca de una mancha roja en el asfalto.
Lo vemos al otro lado de la vía, caminando lentamente, sin rastros de herida alguna en su cuerpo. Es una perra con sus mamas crecidas pero secas. Seguramente ha salido en busca de comida para luego amamantar a sus crías. Avanza sin dificultad, mira las luces del carro, sin inmutarse. Quisiéramos saber cómo se siente. Es peligroso detenerse en este punto, pero lo haces. Se te ocurre que debemos montarla al carro. Me niego a hacerlo, no lo creo sensato. Qué ganaríamos con llevarla, a dónde, a esta hora, no conocemos la ruta, no existen hospitales de perros en los pueblos, deambularíamos toda la noche llevando su quejido, su reclamo, su hambre, no tenemos derecho a sustraerla de su entorno. La discusión nos ocupa varios minutos. Reprochas mi supuesta indolencia y la perra se oculta entre los matorrales. Entonces aceleras bruscamente, como queriendo sacudirme, reiterando tu molestia. Continuamos la marcha contra tu voluntad.
Pienso de pronto en el azar. En ese azar que atravesó al animal en el momento justo cuando pasábamos por ese trecho de la carretera. Tal vez haya sido una señal, quizá más adelante nos aguardaba una infausta sorpresa. Esa coincidencia del perro que con certeza golpeamos y cuya herida no logramos ver, quizá nos ha librado de algo, nos ha salvado el regreso. Imagino a la perra con sus crías y me convenzo de que ella tampoco habría querido treparse al auto para abandonar definitivamente el lugar al que pertenece. Me consuelo pensando que seguramente aquella noche un niño esperaba su retorno. En ese momento todavía no puedo comprender que el suceso aciago ya ha llegado. Es la atmósfera que nos invade desde hace algunos días y que solo ahora se materializa con toda su contundencia. Es el bulto negro en la travesía, las heridas que no asoman y laceran adentro. Son las palabras no dichas que agrian el ánimo. Es el anuncio de lo que viene. La certeza de que el fin del viaje será también el final de una historia, de este recorrido en contravía. Es el desenlace del conflicto que nos aguarda amordazado y con doble llave dentro de la casa.
La mañana de aquel día habíamos empacado las cosas, ya sin entusiasmo. Lo habíamos hecho tantas veces que ahora resultaba una tarea fatigante. Recoger la ropa, las sobras de las provisiones, doblar la carpa, las mantas, sacudir las sombras, los sueños, los sonidos, los recuerdos. Mientras amarraba los cordones de mis zapatos me preguntaba qué final nos depararía. Desde muy chica, siempre que vivía un acontecimiento feliz me asaltaba el temor de estar perdiendo algo irrecuperable. En medio de una fiesta me encerraba en el cuarto para escuchar las risotadas y la música, y mientras miraba hacia algún punto del techo, me entregaba al extrañamiento, a vivir el recuerdo de ese momento. Era la conciencia del paso ineluctable del tiempo que cobraba su cuota de abandono. En plena luz me empecinaba por anticipar la llegada de las sombras. Era un ejercicio tremendamente solitario y cómo explicarlo a mis ocho años.
Pronto comienzan a aparecer las señales de advertencia: descenso difícil, revise frenos, curvas peligrosas, desprendimiento de rocas, peligro resaltos, derrumbes, vía resbalosa, abismos, inundación… A pesar de los llamados de precaución no disminuyes la velocidad. Una niebla espesa viene hacia nosotros. Se acompaña de una lluvia pertinaz. Hay baches en el pavimento, atravesamos ríos negros, quebradas crecidas, parajes de soledad. Desde hace varias horas no dices nada, aunque habla tu cuerpo. Veo tu ceño fruncido, tus brazos crispados, me esfuerzo por hilar palabras, pero se me enredan antes de llegar a la garganta. Empiezo a enmudecer. La oscuridad es una boca que nos traga.
No entiendo cómo ni en qué momento nos hemos metido en este abismo de ira y desazón. Si ahora mismo pudiéramos dar marcha atrás, cambiar el instante que nos envolvió en esta bruma que me impide mirarte… Todas las dudas se precipitan para ahogarnos, para quitarme la risa, las ganas, para ocultarnos los lagos, los volcanes, los pueblos que conocimos, las gentes que nos anunciaron desastres o nos desearon suerte. Todo ha quedado atrás y se ha hecho polvo. Otra vez el amor en la picana, en la picota, en el mísero banquillo. Otra vez el sabor amargo, el revés imprevisto, el graznido del ave negra: «Never more, never more, never more…» Las palabras se dispararon como flechas certeras a quebrar el corazón y lo destrozaron sin dejar huella.
Ahora somos dos extraños en busca de un destino discordante. Hemos entrado al infierno. No al de Dante con su círculo de lujuriosos o adúlteros al que aspiraba llegar. Es el infierno al que van a parar las culpas, la cobardía, toda la vergüenza de los que un día maltrataron el amor. En mitad de nosotros se abre un abismo.
DÍA PREVIO: EL VANO PARAÍSO
No querías arribar al paraíso. Algo impronunciable te quebraba los sueños. Es el día previo al regreso. El esplendor fértil del Valle del Cauca no se cree ante los sucesos del sur del país. Uno diría que se han inventado la guerra para no ver la plenitud de la tierra, su generosa imponencia como una señal de que una vez existió una raza de necios. Nos extraviamos entre los cañaduzales en busca del Paraíso. Algunos nos dan razón, otros nos desvían, al avanzar parece que retrocediéramos. El poeta nos indica el lugar del silencio, el sitio de la historia.
Así el cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden a un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma empalidecidas por la memoria infiel.
Aquellas «selvas del valle» que se abren después del «terciopelo azul» de la cordillera, las palmeras proyectadas en el fondo sin fondo del cielo, los prados bien cuidados, los árboles frondosos, nos anuncian que hemos llegado a la hacienda El Paraíso. Allí están todavía los rosales que María, la niña que murió de amor, visitaba todas las mañanas para cortar las flores que adornarían la habitación del hombre que amaba. Efraín, o Jorge Isaacs, el poeta, soldado y viajero que hizo el relato romántico de lo acaecido en aquellos parajes magníficos. La atmósfera de mediados del siglo XIX nos contagia.
Allí está la casa colonial con verjas y vigas de oscura madera, paredes blancas y tejas de barro, rodeada de jardines, de imponentes samanes, de caminos de agua, cantos de pájaros y fuentes. Fresca y acogedora, invita a recorrer sus corredores, las salas y cuartos en donde se invoca la historia de sus personajes. María, larga cabellera castaña divida en dos trenzas, anchos párpados, talle delgado y sonrisa dulce, prototipo de mujer ingenua, «seductivo recato de la virgen cristiana». Mujer silencio, mujer espera, mujer desprovista de ambiciones y conocimientos, flor transitoria, mujer que ve muy lejos el mundo pasar. Efraín, soterrado conquistador, maestro sensual, siempre al acecho de la belleza, alma soñadora, alter ego del escritor. Aquel emporio de haciendas en donde también transcurrió la historia negra de la esclavitud, aquel amor vergonzante, enfermo, prematuramente herido, asaltado a intervalos por el ave negra que anuncia la tragedia.
Un halo de trivialidad, de aroma dulzón y artificio nos envuelve en el recorrido por la casa. Muebles recién lustrados, pisos y paredes intactas, aposentos y corredores ya desprovistos de misterio. Vienen la foto, la pose, el rédito, el usufructo de una fábula. Solo es cierto el rumor del agua, la piedra de los deseos imposibles. Solo queda el recurso de la imaginación y la literatura para poblar nuevamente estos parajes.
DÍAS BORRADOS: LA PRISA
Dejamos Quito cuando apenas el sol se asoma. Salimos de prisa, sin rituales de despedida, sin misterio, sin ganas de continuar, tampoco de permanecer. Las avenidas nos expulsan, las construcciones y las gentes no nos ven pasar, los árboles son apenas manchas verdes en el vidrio empañado al que estoy casi pegada. Voy del sueño al agobio y de nuevo al sueño. Si algo sucediera ahora, nadie nos extrañaría.
Por fin dices algo. Me recuerdas que queríamos ver «la mitad del mundo». Pienso que ya no me importa, que en realidad quería ver el mundo entero. Respondo que me da igual. Persistes en el plan inicial y te diriges allá. A esa hora se encuentra cerrado el ingreso al monumento. Nada memorable o sorprendente. Una foto por encima de las rejas quizá alivie esta sensación de derrota. He dicho adiós a la capital de Ecuador y avanzamos velozmente hasta encontrar San Luis de Otavalo. Veo a la distancia sus colinas, sus verdes praderas, los indígenas que aprovechan cualquier parada para ofrecernos sus artesanías y se estrellan contra mi indiferencia o mi tristeza. Enarbolan mantas, ponchos, bolsos, sonajeros, sombreros, sus manos coloridas. Pido perdón por no querer ver. Luego aparece San Antonio de Ibarra, hecha de lagos y montañas. El viento sopla con aquel aire de música andina, cruje el maíz entre los dientes, el humo de los ranchos se disuelve en el azul. Callo la promesa de volver.
DÍAS OCHO Y NUEVE: QUITO
El centro histórico lleno de iglesias, calles adoquinadas, balcones, plazas, museos, ventas ambulantes, pasajes comerciales, locales de discos y ropa, santos, crucifijos, repuestos y toda suerte de artículos, enquistados en imponentes construcciones del siglo XVIII, en lo que fueron conventos y palacios. Se quiere un centro histórico vivo, dicen los quiteños. Por eso no es raro encontrar talabarterías en el piso bajo de la hermosa iglesia gótica que sobresale en la panorámica de la ciudad, restaurantes populares donde hubo palacios, ventas de chucherías en casonas otrora distinguidas. Se diría un sacrilegio a la arquitectura, o la vida práctica y necesaria, las casas para quien las trabaja, el rebusque en su justa materia. Benalcázar, la calle estrecha, atorada de vehículos, invadida por la masa de turistas europeos, indios, mulatos, negros. Nosotros, intrusos, olisqueamos, trazamos espirales con los pies. Carteles escritos a mano y con mala ortografía ofrecen fanesca, empanadas de moro, fritadas, asado de chivo, especialidades quiteñas para los paladares. No hay tiempo de saborear los bocados. Nos atragantamos de preguntas. Los pies se fatigan, los ojos lo apresan todo. Mi mano en tu mano, a intervalos, sin ninguna certeza.
La catedral se impone sobre las demás construcciones en la plaza de la Independencia. Numerosos guías revolotean, enseñan las obras de arte que contiene cada capilla, el brillo del pan de oro por todos lados. El resplandor de vida que confiere la técnica de vejiga de borrego en los rostros de santos y vírgenes nos sorprenden. Desde sus ojos parecen interrogarnos, ruborizarse con tanto mirón. El arte barroco pulula en rincones, cenefas, columnas, arcos, mausoleos de famosos obispos y personajes ilustres. El cielo del templo, habitado por querubines y soles. Cientos de arcángeles, santos y vírgenes hechos por indios anónimos, artistas ocultos que tallaban figuras para adornar los altares de la aristocracia colonial y luego republicana. Caspicara, el único nombrado entre todos ellos, sus esculturas de talla humana se esparcieron por todas las provincias hasta llegar a adornar templos del Virreinato de Lima, de la Nueva Granada o del Imperio español.
En el convento de San Francisco, verdadera joya de la historia quiteña, encontraremos la Virgen de Quito, la que esculpió en madera el artista barroco Bernardo de Legarda en 1734 usando la técnica del repujado y el estilo encarnado. Sus ojos de vidrio nos miran con tal dulzura que siento vergüenza. El pan de oro ilumina sus hábitos, su tabernáculo. Una réplica suya guarda la ciudad desde el cerro El Panecillo. La única virgen alada del mundo, nos dicen. Legarda es autor de muchas esculturas y su obra cumbre preside el altar mayor con su danza perpetua, antes del vuelo. Sus zapatillas pisotean el mal, representado por el dragón. Recorremos los pisos de piedra que han soportado el peso de más de cuatro siglos. Nos sorprende la cervecería de los franciscanos con su maquinaria del siglo XVI. Allí están los barriles, las embotelladoras, las bandejas. Cuántas manos trabajaron en ella y cuántos muertos bebieron la exquisita cebada que era donada por los lugareños, a modo de limosna. La receta se fue a la tumba con el último capuchino de la época.
Al final del recorrido nos espera la sorpresa del coro de la iglesia. El monumental órgano nunca fue interpretado porque su vibración amenazaba con derrumbar la bóveda del techo, construida como un rompecabezas de madera y en la que no se usó ni goma ni clavos. La insertaron a presión y allí se conserva todavía, como una muestra de inteligencia y arte. Una loa para los franciscanos por su legado a la arquitectura religiosa.
Es momento de caminar por la calle de La Amargura, la nuestra y la de quienes nos precedieron. Se dice que cientos de enfermos la bautizaron así por ser la ruta obligada de los muertos. El nombre se repite en numerosas ciudades coloniales y remite a la historia de los tormentos, al oscuro tiempo de la inquisición. Por ella desandarán nuestras almas a la hora de masticar agravios, presentimientos, rencor.
El atardecer nos lleva a Buenavista, la zona más alta de la ciudad. Algo del entorno nos devuelve el sosiego. Contemplamos casonas con jardines y fuentes junto a bellas construcciones modernas, calles estrechas y sinuosas, edificios de apartamentos celosamente vigilados. Después de ascender por varios minutos y de dar rodeos, hallamos por fin el Museo Guayasamín. Las tres galerías muestran colecciones completas de arqueología y hacen un recorrido por los distintos momentos del pintor. Del tiempo del llanto vamos a dar con la ternura. Me pregunto por qué a veces llega a doler tanto la ternura, me estremecen los gestos de las manos, la expresión de emociones con tan solo unos cuantos trazos. Siento que después de recorrer el corazón de este artista, su herencia a los pobres mortales, sería imperdonable dejar pasar el tiempo sin usar las manos para ahorcar las palabras que nos matan. Entonces podemos hablar y hablamos tanto que al final hemos curado las heridas y recuperamos transitoriamente la capacidad de amar. Heroísmos que nos alejan momentáneamente del infierno.

DÍA SIETE: IPIALES, CAMINO A QUITO.
Ipiales nos recibe cuando apenas está abriendo los ojos al sol. El pueblo nos resulta desprovisto de gracia, un tanto hosco. Buscamos el descenso al Santuario de las Lajas, su mayor atracción. En el camino vemos los colegiales que llenan la vía con sus risas y juegos. Nos abrimos paso hasta el sitio donde miles de vendedores ofrecen estatuillas, estampas, postales, recuerdos de la Virgen. Bajamos por escaleras llenas de peregrinos, en medio del zumbido de los personajes que atosigan con sus ofertas, junto a ancianos y enfermos que son conducidos por sus familias al encuentro de la santa, con la esperanza de que su visión les devuelva la salud. Es la fe que mueve montañas pero no logra hacer caminar a la viejecita que se tambalea intentando llegar.
Al fondo, el río Guáitara corre raudo en medio de las rocas. El cañón alberga la magnífica catedral construida desde 1920, por trechos, casi dos siglos después de que una virgen surgiera en el filo de la montaña para hacerse visible ante una niña sordomuda que viajaba en brazos de su madre y que, al ver la aparición, gritó que la señora la llamaba. Así surgió Nuestra Señora de Las Lajas. En el museo vemos la metamorfosis de una choza que se convertiría en uno de los santuarios más visitados de Colombia. Se dice que es el más exótico de los Andes, por su peculiar situación geográfica. La cripta nos invita a la oración aprendida en la boca de mamá y más tarde olvidada en brazos del escepticismo. Tomamos las fotografías que nos dejarán para siempre abrazados frente a la boca de la catedral.
De prisa vamos hacia la frontera. El puente de Rumichaca nos da la bienvenida a Ecuador y retomamos el sur, siguiendo la ruta de los Andes. Anchas cadenas de montañas que imponen su cuerpo verde–amarillo, parajes desérticos, valles en los que se pierden los ojos. El auto se desliza por una carretera casi desolada. De pronto, un alto en el camino en un puesto de control para mostrar que somos extranjeros y quizá locos, pues viajamos tantos kilómetros solo para saludar Quito. El policía no entiende razones distintas a los papeles en regla y el vehículo no cuenta con permiso de salida. Podrían devolvernos, sería fácil cortarnos el camino, decir hasta aquí llegaron. Entonces el dinero lo arregla todo de la manera más ágil y cordial. Surge la discusión entre nosotros. Nos enfrascamos en una lucha de pareceres, de razonamientos éticos, de caprichos repentinos. El viaje continúa, pero el paisaje se ensombrece, se oculta.
DÍA SEIS: RUMBO A PASTO, LAGO GUAMUÉS
Contra todos los malos augurios hemos tomado la carretera Popayán–Pasto. La guerra instalada en ese territorio, asaltos a vehículos, robos, secuestros, balaceras, nos advierten acerca del peligro que enfrentaremos en la ruta. Hay miedo en el camino. Nos han dicho en Popayán que la gente evita transitar por esa carretera, a menos que sea por fuerza mayor. No es nuestro caso. Te aferras al volante, presionas el acelerador al paso del viento por las curvas solitarias. Solo surgen montañas más altas que la mirada, sólo el río Patía, su espléndido valle, el paisaje que no creemos merecer y que hizo crecer la voz de Aurelio Arturo: «Yo subí a las montañas, también hechas de sueños, / Yo subí, yo subí a las montañas donde un grito / persiste entre las alas de palomas salvajes… donde el verde es de todos los colores».
Estamos en El Bordo, valle interandino del Patía, clima agradable y seco, 26 grados centígrados, lo bañan y lo cruzan grandes ríos, su fauna y su flora dejan una «sensación de paraíso». Pero allí están los desdichados. Salen de lado y lado en una recta de la carretera. Por grupos emergen de los caminos mujeres oscuras, encorvadas, suplicantes, manos huesudas salidas de un cuadro de Guayasamín, se atraviesan, avanzan en dirección al auto. He aquí el hambre, el abandono: blancas cabezas, cuerpos trémulos en busca de monedas que haces llover por la ventanilla. Tras ellas vienen los niños, harapientos, semidesnudos, quemados por el sol. Junto a sus madres y abuelas aprenden el oficio de la súplica, los trabajos de la miseria, que de vez en cuando se ven recompensados. El vehículo no puede parar, al instante se abalanzarían para cobrar una deuda ajena, mucho tiempo aplazada. Nosotros encarnamos la culpa, el castigo. Después de los ruegos puede venir la exigencia, la amenaza. A lo lejos, quizás atisban los hombres con sus hachas de penuria. Por lado y lado surgen de los matorrales, de remedos de casuchas sin puertas ni ventanas. Otros han robado su figura de un cuadro de Goya. Siento la vergüenza de ser quien soy, de estar pasando de largo por el espectáculo de su desgracia. Dar o no dar. Cierro los ojos cuando ya han desaparecido y me hundo en el silencio.
San Juan de Pasto emerge al fin, en medio de una paleta de verdes, azules y violetas. Oscurece y recorremos sus calles frías, sin destino. Muchas gentes caminan agitando los ramos de la Semana Santa. Salen de la misa, comen helados y soplan el frío entre los dientes. Decidimos tomar la carretera que nos llevará a la laguna de la Cocha o lago Guamués.
La Cocha se abre casi virgen, húmeda y llena de cielo por todas partes. Jaime, el lanchero, nos enseña el cauce de El Encano, uno de los ríos que desemboca en la laguna. Nos dice que sus aguas llegan a ella, pero no se funden, marchan impecables con un tono que no admite confusión. El agua de La Cocha es fría y su vientre está lleno de plantas acuáticas. Imagino el piso alfombrado, las algas enredadas en los bronquios de los cuerpos flotantes. Son uno que otro al año, ebrios, ciegos, que caen al lecho profundo. En la noche de los ahogados el montículo aflora frente al espanto de los pescadores. Cuando eso sucede nadie sale a pescar, nos cuenta Jaime, dejando flotar una sonrisa. La laguna circunda el santuario de flora que brota de las aguas: encinos que se tocan en la altura, rompecabezas de hojas, helechos, musgos, orquídeas, miles de bromelias que te enseño, emocionada.
El Sindamanoy es el remedo de algún gótico hotel alpino, en las faldas del nudo de Los Pastos. O la versión criolla del Overlook de El resplandor de Stephen King, conocido por la película de Kubrick. El hotel está trepado en el montículo, junto al lago. Allí conocemos a Germán, hombre extraño, que nos evoca al personaje que encarna Jack Nicholson. Vive solo y administra el inmenso hotel que se encuentra vacío. En medio de la penumbra, vemos el resplandor de la luna en el lago, largos pasillos, habitaciones cerradas en las que habita el misterio. Decidimos pasar la noche allí. «No por mucho madrugar amanece más temprano». El hombre nos ofrece el mejor cuarto, nos enseña el balcón que parece penetrar en el agua, el lecho grande desde el cual se contempla el esplendor de la laguna, nos seduce con el fuego de la leña que traquetea y promete un oasis en este paraje helado. Somos los únicos huéspedes en aquella enorme construcción y privilegiados espectadores de tanta belleza.
La oscuridad nos convierte en niños a punto del espanto, hay fuego en tus ojos, veo tu miedo, huelo tu infancia, tu ternura. Oímos los pasos de fantasmas por los corredores desolados y nuestras manos se buscan ciegas, aferrándose con la fuerza de una inocencia que recién estrenamos. Ya se aproxima Jack con su hacha. Quieres escapar, pero lentamente volvemos a crecer y entonces nuestros cuerpos se meten uno dentro del otro, se escarban, se socavan. Nuestros gemidos alejan a los espantos, el gozo de nuestra sangre vertiginosa hace llorar las almas en pena, lloran por el tiempo perdido, por el amor que dejaron ir o que mataron, por la vida que se esfumó. Un día nosotros seremos los fantasmas y no tendremos ojos para llorar.
DÍAS CUATRO Y CINCO: PUEBLOS DEL CAUCA Y POPAYÁN
Rumbo a Popayán pasamos por Santander de Quilichao, Piendamó y Morales. El pueblo Misak viste colores alegres. Ellos llevan en la mirada su historia dura, no son de sonrisa fácil, pero son afables al trato de extraños. Los hombres con camisa blanca de algodón, dos ruanas de color oscuro con bordes fucsia, falda de un azul encendido, sombrero de fieltro, bufanda corta rojo fiesta que cae sobre la espalda. Caminan ligeros y seguros con sus botas sobre los caminos de piedra. Las mujeres llevan los mismos colores, aunque de manera invertida. Sobre sus cuerpos flexibles cargan el hijo a la espalda, sostenido firmemente con una faja. Todos colorean el paso de la tarde. Es curioso verlos acaballados con sus faldas sobre una motocicleta. Otros van amontonados en camionetas, con sus mercados, sus gallinas, sus pensamientos hechos de tierra, puestos en sus trabajos, en sus temores o en sus sueños.
En Santander de Quilichao recorremos el parque principal y hacemos nuestras primeras fotografías. Me planto ante la iglesia, asombrada y feliz. Le pides a un anciano alto, como una palma, que tome en sus manos la cámara y nos congele para siempre en el tiempo. El anciano camina con dificultad, tiemblan sus dedos al sostener el aparato que le enseñas a operar, hace una mueca dulce y le regalo mi mejor sonrisa. Estamos de paso y partimos veloces, en busca de otro lugar dónde recrear la emoción.
A mis diez años supe del advenimiento de una virgen en un bosque del Cauca, en medio de las piedras. Una más. Me preguntaba entonces por qué la Virgen escoge los sitios escarpados y las rocas para aparecer, como emergiendo de las entrañas de la tierra y esta vez en territorio indígena. El hecho es que se plantó frente a una adolescente a quien luego llamaron «Aurita, la niña de Piendamó». El espectro se le reveló una tarde, o tal vez la niña fue quien se hizo presente ante ella, o las dos se confabularon en una complicidad que otros llamaron religiosa. ¿Cuál de las dos necesitaba decir existo y aquí estoy? Por el hambre de fe se desencadenó la romería. Miles de pobladores, cientos de periodistas, monjas y curas, crédulos e incrédulos llegaron al lugar para comprobar lo que se creyó un milagro. El bosque es espeso, alto, casi no deja ver el cielo. La niña creció alucinada para siempre por la visión de una virgen anónima que robó su nombre y el del pueblo entero. Ahora vive en una ficción que ha sido su sustento, su historia y razón de ser.
Para llegar al lugar del acontecimiento se desciende por un camino de piedra en medio de ese bosque tupido. Encontramos allí unos pocos devotos. El agua que brota del estanque cae en un chorro helado sobre la cabeza de un bebé a quien la madre sostiene con su mano derecha, mientras con la otra baña su frente murmurando oraciones o deseos. Te duele el frío en la cabeza del niño y su llanto de queja, su llanto inútil entre las manos de su madre piadosa, quien tal vez piensa: «serás grande y feliz en medio de esta tierra dura que nos tocó por patria». Cuando la mujer se retira con el hijo y trata de calmarlo, sin secarle la frente, yo también recojo agua con mi mano y juego a bautizarte, a llamarte amado. Esta vez el golpe de hielo te hace reír. Antes de partir, visitamos la capilla que «la niña» ha construido con las donaciones de los creyentes. Aurita es hoy una mujer madura y entregada a una santa de su propiedad. Las paredes de la capilla están llenas de ofrendas, placas, aditamentos para caminar, relicarios, férulas, mensajes de agradecimiento, plegarias. La fe al servicio de todos. Abandonamos el lugar mientras me dices que nunca escuchaste hablar de esta virgen. Te repito que aquello fue noticia nacional. Hoy he querido estar allí en honor a ese recuerdo.
Es nuestra primera vez en Popayán. La ciudad surge como una perla entre las montañas, se viste con una lluvia delgada, el sol se ha trepado a los techos, lentamente las gotas se evaporan sobre los adoquines. En el centro histórico se respira un olor a cosa vieja. Se inicia la Semana Santa y es la época de mayor afluencia de turistas por las tradiciones que han hecho de esta ciudad un santuario religioso. Vamos en busca de las iglesias, pero aquella tarde todas están cerradas porque se preparan para sus celebraciones. Esto no opacará nuestra visita y nos fotografiamos frente a sus grandiosas puertas de madera, junto a las fuentes, en mitad de los patios de los conventos.
En las partes traseras de los templos encontramos las mujeres que visten los santos. Pienso que nunca había visto una mujer que vistiera santos, aquel popular oficio con el que amenazaban a las jóvenes que no encontraban marido. Veo sus rostros ajados, la expresión absorta mientras sacuden el polvo de cuellos y axilas, quitan lagañas y manchas en los rostros de las efigies, les espantan el sueño, maquillan las sombras, componen sus rezos o tal vez piensan en algún amor perdido, hacen un ruego y mueven sus labios como besando el aire. Quizá los santos son su objeto de amor y hemos fisgoneado el momento más íntimo. Nos entrometemos en medio de benditos y beatos de caras suplicantes, recién emperifollados para las procesiones en las que volverán a ver el cielo. Una vez más serán alabados y se renovará la fe. Nos retratamos junto al Señor Caído, frente a La Dolorosa, hacemos piruetas de amor ungidos con agua bendita, purgamos las culpas entre los confesionarios.
En el Museo de Arte Religioso nos plantamos frente al rubor de la Inmaculada Concepción, nuestro beso altanero desata su respiración agitada, que contemplamos incrédulos. «¡Mira cómo respira!» –me dices– y contra todo escepticismo compruebo que su pecho se ondula y parece que su carne temblara bajo los hábitos. Queremos creer en la fuerza de su sangre que busca salida en el color de sus labios. Luego vienen los apóstoles con su muerte tortuosa. Pedro apaleado, Andrés en el cepo, Santiago desollado y la elegante cabeza de Juan que llega a colmar el hambre de Salomé, bella y despiadada. Nuestros ojos beben todo del cáliz milenario que custodia las ganas de vivir. Mientras Popayán se viste de blanco para su ritual de novia que espera la llegada de la cruz, nuestros cuerpos detrás del balcón se averiguan, se penetran con dulces espadas que traspasan el corazón. Aún no hemos perdido la fe en el amor.
DÍA TRÉS: SAN AGUSTÍN, EL MISTERIO DE LAS TUMBAS.
Nadie sabe con certeza cómo surgió «la cultura» que llamamos San Agustín. Los estudiosos se refieren a diversos puntos de origen de los pobladores, se dice que las características de la región y su ubicación geográfica eran propicias para el encuentro de los pueblos. Lo cierto es que esos parajes del valle del Alto Magdalena fueron escogidos como un centro ceremonial y lugar de eterno descanso. El patrimonio arqueológico que allí se encuentra da lugar a la exaltación de esta extraña cultura que pobló esa región y cuyos vestigios se remontan a un período sin memoria. Cientos de tumbas excavadas, sarcófagos, estatuas, piezas de cerámica y objetos de orfebrería han convocado la admiración de visitantes e investigadores. San Agustín es patrimonio de la humanidad y, sin embargo, la situación política y social de nuestro país lo mantiene aislado, hasta el punto que en sus calles no divisamos forasteros.
Después de pasar por Gigante, Garzón, Timaná y Pitalito, la carretera a San Agustín se torna accidentada. Los baches en el asfalto nos anuncian que nos aproximamos a nuestro destino. Una vez en sus calles, nos detenemos en un desolado puesto de información, con carteles y fotografías desteñidos, en donde varios hombres aguardan el arribo de visitantes para ofrecer sus viajes a caballo o en jeep, sus hoteles y diversos productos de la región. Requerimos un lugar para tender nuestra carpa y llueven los ofrecimientos, varían los precios. Se diría que todos los sitios están vacantes. Pedro, un hombre de edad media que nos aborda sin miramientos, nos conduce hacia el hotel que ha construido con sus propias manos, una casa ubicada en las afueras, en donde aspira a hospedar a todo el que se deje atrapar por su verbo afilado. Nos sorprende tanto su afán por alojarnos como la oscuridad y la humedad de los cuartos, especie de cuevas con camas e improvisadas chimeneas. Declinamos la oferta. El mismo Pedro nos acompaña al sitio de camping más grande y atractivo del pueblo. Allí armamos nuestra carpa y nos bañamos en una ducha que tiene la fuerza de una catarata.
Ha llegado el momento de estrenar el antiguo ritual de cocinar con leña y carbón. Con alegría nos tiznamos el rostro. Te trepas al fogón para batir el viento mientras yo me quemo los dedos, las pestañas. Saboreamos la comida con tanto placer que al día siguiente hemos de repetir la ceremonia del fuego, frente a la tecnología de nuestro vecino que viaja en un carro–casa, saca su estufa de gas para montarla al lado de nuestra leña húmeda y degusta sus platos mientras charla animadamente con su acompañante. Entre humillados y agradecidos, aceptamos utilizar su estufa para terminar la cocción y ahí se acaba el encanto.
Finalizada la visitada de rigor al parque arqueológico, estamos listos para hacer el paseo por la región. Experiencia emocionante, casi traumática por los violentos saltos que da el vehículo cuando avanza por la trocha, por ese polvo que nos cubre de pies a cabeza y el sol que cumple su abrasadora tarea. Las montañas forman cañones por donde corren ríos y quebradas. El primer sitio al que llegamos es conocido como el Estrecho del Magdalena, lugar emblemático porque allí el «río Grande» se adelgaza a su mínima cintura de dos metros. Alguien podría atravesarlo con un paso o un salto largo, si no se intimidara por el ímpetu de sus aguas. Impresionan las inmensas rocas que rodean el lecho del río, pero sobre todo el caudal. Los promotores turísticos dicen que en este punto el río alcanza unos doscientos metros de profundidad, quizá exageran la cifra para imprimirle mayor emoción. Si algo cayera en su interior nunca podría ser rescatado. Por eso, dicen, es escogido por suicidas para cumplir su deseo fatal.
Me sobrecoge la historia que nos cuenta Manuel, el conductor y guía. Llevaba un grupo de turistas, entre los que se encontraba una pareja que hacía su viaje de luna de miel. El hombre era campeón de salto alto y quiso llevar a cabo su audacia dando diferentes saltos sobre el río, todos exitosos y aplaudidos por sus acompañantes. «Cuando llevaba como veinte saltos –cuenta el hombre– hacia delante, hacia atrás, con los ojos cerrados, insistió en dar el último. Entonces fue cuando equivocó la distancia y cayó de bruces al estrecho. La mujer estaba a mi lado, observando a su novio, y en el momento en que él cayó al río, ella quiso también tirarse para rescatarlo o para morir con él. Yo la detuve, la sujeté fuerte y contemplé su transformación, sufrió una crisis nerviosa y se quedó tendida por largo tiempo…» Tal vez debió dejarla saltar detrás de él –pensé–. Imagino el dolor de la mujer y creo que la muerte habría sido su mayor consuelo. Creo ver a Julián –lo acabo de bautizar así– saltando sobre el Magdalena, siendo tragado por las aguas y siento esa mezcla de estremecimiento y ansiosa provocación.
Más adelante probamos la delicia del maíz en las arepas que asa una señora sobre una piedra gigante que humea. Continuamos el viaje rumbo a Obando, un caserío a doce kilómetros de San Agustín, que guarda el misterio de tumbas excavadas a las que se desciende por grandes escalones para contemplar la cavidad, el lugar oscuro donde los indígenas sepultaban a sus muertos. Penetramos a las tumbas, hechas un museo en medio de la montaña, como niños que regresan al vientre de la madre. Hacemos bromas y allí hasta un beso resulta una profanación. Obando está aislado en pleno corazón del Macizo Colombiano. Sus habitantes dicen que hace muchos años no ven un policía o un soldado, y que su alcalde gobierna desde Neiva porque en ese momento el lugar está bajo el mando de la guerrilla.
Continuamos el viaje hacia el Alto de los Ídolos en San José de Isnos, otro lugar que surge como una postal, verde en toda su extensión, arriba dos montículos que también contienen tumbas, sarcófagos, estatuas. El ascenso fatiga. Hay ingenio y arte en el culto de la muerte. Los arqueólogos interpretan las formas y significados, pero siempre queda una grieta por donde se cuela la duda. El lugar está desolado, somos sus únicos visitantes. Después de almorzar en este lugar escondido en la montaña, en donde Rosa sirve su sancocho caliente y su porción de arroz, visitamos el Alto de Las Piedras, otro lugar ceremonial, en el que se encuentran las estatuas más famosas e impactantes de la cultura agustiniana: El doble Yo y la que se supone es una mujer embarazada. Quizá son bello testimonio de la sensibilidad y la sabiduría de estos pueblos extraviados en el tiempo. Hay armonía con el arte universal en la idea de representar la dualidad: el bien y el mal, lo masculino y lo femenino, el Yo y el Ello, o cuantas lecturas queramos hacer de esta escultura que es un legado de la inteligencia.
El paisaje que sigue no es menos majestuoso: el salto de Bordones, la segunda catarata más alta de Colombia. El río Bordón se precipita desde cuatrocientos metros de altura, brota del vientre de la montaña y se hace vapor en la caída, diluyéndose abajo, entre las piedras y las plantas. Adivinamos su transparencia por la distancia que nos separa. Lejana, soberbia, por fortuna casi inaccesible. El acceso a ella está reservado a expertos caminantes por la peligrosidad en los senderos y abismos que la rodean. Impresiona su belleza y dan ganas de dejarse derrumbar por su fuerza. Aquel día terminamos el paseo con la visión del salto del Mortiño, hermana menor de la cascada anterior, doscientos metros de altura, igualmente sorprende su hermosura, rodeada del verde intenso. El privilegio de su visión lo tiene el cuidador de una finca que ha resuelto cobrar peaje para dejar contemplar la maravilla desde su predio. Nos cuenta que un hombre pagó para ver el salto y después de mirarlo por largo tiempo, sacó una cuerda de su morral, la hincó en un árbol bajito y allí se colgó como un fruto. Inexplicable estrategia: ahorcarse en un árbol para desperdiciar la ofrenda del agua. O tal vez quiso llevarse para siempre aquella visión. El Mortiño es otro lugar sublime del amplio álbum postal para el uso romántico en un país de suicidas.
DÍA DOS: EL FRUTO DE LA PASIÓN
Entre los municipios de Hobo y Gigante se abre un paisaje de montañas multicolores. Entre ellas el río serpentea oscuro y turbulento, cargado de la tierra que arrastra a su paso. El sol castiga la piel, el camino se abre en medio de cultivos de tomate, plátano, maíz, yuca y juncos que obstaculizan el paso. Don Hernando, un hombre afable, con su entonación y su jerga opitas, lo ha dispuesto todo para que los acompañemos a él y a su familia a la jornada de siembra del maracuyá, en la ribera del río Magdalena. Es tentadora la invitación a sembrar el fruto de la pasión. El sitio donde el maracuyá verá la luz se encuentra ubicado a un kilómetro de la carretera. Allí conocemos a Abdías Andrade, un hombre mayor, de aspecto sereno y pocas palabras, quien sale a recibirnos y nos da la bienvenida a su campamento.
Los hombres con los que hemos arribado se instalan en el lugar y se disponen a iniciar la jornada en la que sembrarán hectárea y media con las plántulas. Hacen cálculos, se afanan, sueñan. En semanas verán los nuevos brotes, surgirán las grandes hojas que se enredarán entre las cañas. En seis meses las matas serán una maraña de enredaderas que se alzarán hacia el sol, coronadas de verdes y amarillos. Vendrán los arrumes de frutos, las cuentas, la felicidad. Con esta proyección, César, Wilson, José Libardo y Hernando inician su labor de preparación de la tierra, azadón en mano, fumigación, quema y siembra. Todos con la fe que abre montañas y la inquebrantable convicción de no estar sembrando un fruto sino su propia pasión.
A este embrujo no escapamos nosotros, repentinos invasores, despistados transeúntes, que nos entregamos de lleno a las trampas de la tierra, y en pocas horas estamos enfrentados al Magdalena, sumergidos en una mezcla de delirio y temor, aguas espesas color chocolate que nos cubren de barro, dilema entre la sed y tanta extensión de agua que transcurre sin que pueda beberse, por la costumbre que tenemos de pensar que el agua debe ser transparente. Pero para los hombres que trabajan la tierra el agua siempre es agua y es bendita, así lo dice José Libardo, con sus ojos brillantes y su sabiduría. Por eso ellos la beben con los ojos cerrados después de decantarla en sus vasijas. Aprendemos a ingerirla en su estado natural, no hay otra opción, no hemos traído nada y deliramos de sed. Qué grato aprender de los hombres que no tienen dilemas de marcas o sabores.
He aquí que llega la noche y la luna se enciende de pronto sobre un tapete estrellado. Comienza la danza de luciérnagas, ojos de la oscuridad. Te sorprenden los fulgores nocturnos y me dices que nunca antes viste una luciérnaga. Ofendo a una de ellas con la luz de la linterna para que puedas observar al insecto maravilloso, que de pronto ha perdido su magia y su luz, pues ahora se protege de la agresión. La oscuridad, el rumor del río, el cielo desnudo, invitan al conciliábulo de historias. «Una noche hice una lámpara con cientos de luciérnagas» –nos cuenta César–. Imagino esa lámpara en sus manos y tengo ganas de robarla. Se evocan los terrores nocturnos, La Patasola, El Descabezado. Caminamos siguiendo el rastro de la luna. Sabemos que es el mismo camino del día, pero ahora mis pasos son temerosos, tengo miedo a una aparición, temo que el suelo se abra para tragarme o dejarme caer. ¡Cuántos misterios esconden las tinieblas! Las sombras son gigantes que quieren devorarnos. En la noche somos chiquillos timoratos. El sonido del Magdalena se traga el silencio y penetra en los sueños de aquellos hombres vestidos de polvo y sudor.
Dormimos en la carpa, junto al cambuche de Abdías Andrade, cama de leños y madera silvestre, cubierta con toldillo, estremecida por el viento. Nos abrazamos escuchando los sonidos del monte, el paso del río y sus fantasmas, el roce de los insectos que luchan para penetrar la carpa, el silencio del gusano que avanza con paciencia hacia su destrucción. Todos los sonidos se mezclan en el sueño, sellamos nuestros cuerpos desnudos para que no pase el mal, para que no se quede. Días después recordaremos aquella noche y nos contaremos los miedos y embrujos que nos invadieron. Ahora mismo estoy en esa noche, la repaso, la repito, regreso para hablar con los jornaleros sobre hechos y espantos, sobre la magia de vivir con las manos en la tierra.
En la mañana abandonamos la ribera del Magdalena, bajo el ojo fijo del sol que humedece los rostros de los campesinos. Nuestros huéspedes se preguntan a qué se debe nuestro prematuro regreso. Venimos tan cargados de equipaje que parecía que nuestra estadía se fuera a prolongar por varios días. Pero hemos levantado nuestra carpa y nos vamos sin tener claro a dónde. Como siempre, el camino nos abre puertas. Después de meter las cargas en el auto, nos despiden con afecto y repetidamente nos desean el pronto regreso. Lo que dicen tiene un dejo de cariño. Seguimos viendo sus ojos y sus manos cuando desaparecemos en la carretera. A esa hora los jornaleros del campo del lado luchan brazo a brazo con el monte, a manos llenas recogen el tomate. Más allá, los pescadores van a su cita con el río. Su camino siempre será de agua y de agua será su regreso.
DÍA UNO: SE HACE CAMINO AL HUIR
Los conocimos aquella tarde en la que nuestro viaje tenía un destino impredecible. Dónde pasaremos la noche, nos preguntábamos, después de haber rodeado la Represa de Betania sin encontrar un sitio atractivo y seguro para instalar la carpa en la que dormiríamos. La carne, el arroz, y otros alimentos que la noche previa habíamos empacado, estaban a punto de dañarse con aquella temperatura que sobrepasaba los treinta y ocho grados. Después de dejar Neiva decidimos ir a Rivera, un pueblo conocido por sus aguas termales. Llegamos como halados por el mismo destino impredecible que hasta ese momento dominaba nuestro estado de ánimo.
Después de atravesar el pueblo, continuamos ascendiendo por la carretera hasta dar con el sitio de los termales. Parqueamos el auto, pero al saber que allí no tenían sitio para campamento decidimos regresar a Rivera. En el camino algo nos hizo detener: Los Guáimaros, un asadero cercano al balneario. La brasa humeante y el hambre nos impulsó. Sin mayores preámbulos, comunicamos a Ricardo, quien estaba al frente de la parrilla, nuestra necesidad de preparar la comida, pues no teníamos claro en dónde pararíamos aquella noche, habíamos equivocado nuestro destino y nos urgía comer.
Ricardo era un hombre de mediana edad, bonachón, con su hablar musical, quien además de ofrecernos un lugar en el brasero, nos abrió una puerta simbólica por la que iniciamos una amena conversación sobre los lugares más bellos del Huila, puerta que luego se convertiría en puente para entablar amistad con toda la familia. Así fue como Hernando, el patriarca, de manera espontánea nos invitó a instalar la carpa en la cancha de tejo del restaurante y nos convidó a acompañarlos al día siguiente a la jornada de siembra del maracuyá. Todo se hizo de acuerdo con su generoso ofrecimiento y después de relajarnos en las aguas termales pasamos allí nuestra primera noche, sintiendo que el azar nos había llevado al lugar propicio a la aventura.
Muy temprano en la mañana habíamos atravesado Bogotá, dejando atrás el ruido, los trancones, la prisa. Nos cercioramos de dejar bajo llave la disyuntiva que nos consumía por aquellos días y nos lanzamos a un viaje que sería decisivo. Huíamos, tomábamos distancia de la realidad que nos estaba carcomiendo. Era también nuestra forma de redimir los días que zozobraban entre oficinas ruidosas, reuniones inútiles, montañas de papeles, informes engañosos, párrafos y discusiones insustanciales. Todas las tretas que merodeaban por módulos de gabinetes oficiales, los documentos reciclados que semana tras semana archivaba en el ordenador bajo el título «discursos Ministro», y a los que solo cambiaba nombres, lugares, fechas, pues no importaba el ministro, todos decían lo mismo: «estamos trabajando en eso», «vamos avanzando», «es nuestra preocupación», o «es nuestro objetivo reglamentar…» Lo demás se completaba por añadidura. El viaje era la ilusión de escapar a la rutina y nuestro modo de evadir la resolución del dilema.
Superada la congestión urbana, por fin el carro avanza por la carretera. Una lluvia fina salpica los vidrios. El descenso es sinuoso y la luz brilla en las copas de los árboles. Llevas el rostro dulce, tu perfil está iluminado, tocas mi pierna izquierda y dices que la lluvia es bonita. La ruta que seguimos es como nuestra vida en común: incierta. La jugaremos al azar. Todo lo que aparezca al frente será parte de la aventura, así lo hemos prometido. Dices que este viaje será inolvidable y que merece un diario. Te respondo que no sé escribir diarios, que cuando era adolescente escribí uno, pero terminó cansándome ese monólogo con el papel. Agrego que el diario tiene un carácter íntimo y eso es contradictorio porque uno escribe para ser leído y escuchado, no para atragantarse las palabras como quien prepara bocados que nadie tendrá el gusto de probar.
Sigue un largo silencio y pienso que si escribiera algo sobre este viaje comenzaría retratando la luz en tu rostro cuando me dices que hagamos un diario para no olvidar esta historia que hemos iniciado contra la fatalidad y los malos augurios de los amigos. Piensan que somos insensatos o locos. Dicen que queremos escapar a esa realidad que nos tiene maniatados, a las evidencias que nos separan. Como si la vida misma no fuera un albur. Nos empecinamos en continuar juntos en esta travesía de final dudoso. Tal vez terminemos despedazados y solo estamos prolongando la agonía, dicen. Respiramos deseo y cosechamos confusión.
La tarde empieza a despejarse a nuestro paso. El verde se crece de pronto y ahora es una larga cadena de montañas. La mirada se me ensancha y decido escribir un diario de este viaje, como si se tratara de un relato de colegiales ilusos, tontos; de chiquillos que se roban un fragmento del mundo para echarlo en sus mochilas, para ponerlo bajo sus botas. Prometo que he de escribirlo todo, sin escrúpulos.
