Semuc–Champey, Lanquín, Guatemala.

Llegamos a Cobán, pueblo distante cinco horas de Ciudad de Guatemala, atraídos por algunas ofertas turísticas que informaban que allí se puede visitar un biotopo en el que habita el quetzal, ave que por su bello colorido forma parte de la mitología mesoamericana, pues su plumaje es el de Quetzalcóatl, el dios de los mayas. Tener la posibilidad de ver sus colores y apreciar su vuelo legendario, es un honor, una gloria y una emoción para cualquiera. Teníamos muy pocas referencias del lugar, nuestra imaginación volaba más alto que el quetzal, pensábamos dormir aquella noche en el pueblo, pasear por sus calles y plazas. El bus se detuvo en una calle enfangada. La llovizna hacía gélido el ambiente, el cielo era más oscuro de lo esperado para las cinco de la tarde. Cuando nos dijeron: «¡Aquí es Cobán!» no pudimos disimular nuestra decepción. Ni sombra de lo que esperábamos ver allí. Qué falta de ganas y de fuerzas para quedarnos.

El azar, siempre presente en las rutas inciertas, tomó el cuerpo de un muchacho con rastas, quien venía con su novia en el mismo bus desde la capital. Nos preguntó si también íbamos hacia Lanquín, pues a media cuadra salía el transporte que nos llevaría a ese sitio. Sin saber de qué lugar nos estaba hablando, dijimos que sí. Fuimos detrás de ellos hacia un garaje en donde había un microbús a punto de partir. Ellos lo abordaron a toda prisa, pero nosotros decidimos esperar el siguiente vehículo, como si adivináramos que nuestro destino dependía de Checha, el conductor del próximo micro. Ahí se inició la aventura.

«¿Así que quieren ver el quetzal? Ese es un plan para engañar turistas, miren, nosotros somos de aquí, tenemos muchos años y nunca hemos podido ver un quetzal. ¡Ese pájaro nunca se deja ver!» «¿Usted ha visto un quetzal?», le preguntó Checha a un hombre mayor que estaba sentado cerca de nosotros y que escuchaba atentamente la conversación, mientras exhibía una sonrisa socarrona. No, nunca había visto un quetzal, lo dijo sin hablar, sacudiendo la cabeza varias veces y riéndose ahora con más ganas ante la pregunta.

«¡No sabemos cómo es un quetzal!», seguía ironizando el conductor. Claro, pensaba yo, ahora lo entiendo, ese pájaro es una deidad maya. Estar frente a un quetzal debe ser como encontrarse de pronto con la serpiente emplumada o con el ave fénix. «¡Nunca hemos visto un quetzal!», seguía haciendo énfasis. «Dicen que en el biotopo cada año aparece, pero para verlo hay que tener suerte y los ojos bien abiertos, porque de pronto se percibe un vuelo en lo alto y cuando uno mira hacia allá, ya se ha ido. Entonces le dicen que ese era el quetzal y habrá que esperar al otro año para poder verlo. ¡Créanme que así es! ¡Ustedes no van a ver nada en Cobán!» Quedamos aburridos con las palabras de este hombre de ojos negros y brillantes, que agitaba en su mano unas láminas, mientras nosotros en ese movimiento veíamos irse el vuelo del quetzal.

«En cambio, ¡este sí es un paraíso!», continuó diciendo Checha, enseñándonos el catálogo con fotos de pozos verdes y transparentes. «¡Lanquín es el lugar más lindo de la tierra! Miren, ustedes pueden bañarse en estos pozos naturales que están en Semuc–Champey. Pueden ir a las cuevas en las que viven millones de murciélagos, la población de murciélagos más grande del mundo. Miles de turistas vienen a ver ese espectáculo. Hacia allá puedo llevarlos en diez minutos».

¡Así que nos proponía cambiar quetzales por murciélagos! Nos mirábamos sin saber qué decir. La lluvia seguía enfriando la atmósfera. Lo que habíamos visto de Cobán eran unas callecitas feas y sin rastro de hospitalidad. Queríamos cerrar los ojos y hallarnos de repente en el «lugar más lindo de la tierra». Los abrimos para aceptar la propuesta de Checha y en la silla delantera del micro nos fuimos conversando con él sobre Lanquín, lugar prometido al que arribaríamos en tres horas.

Viajamos por una carretera con un largo trecho destapado, una vía angosta y en tinieblas. A lado y lado, piedras pintadas de blanco semejando fantasmas que guardaban la carretera, bultos amortajados regados por el camino, o qué se yo. Entre brincos y presentimientos escuchaba al hombre que no paró de hablar durante todo el recorrido, contándonos historias sobre los guatemaltecos:

«Que la selección de fútbol de Guatemala no clasificó para el Mundial, igualito que le pasó a Colombia, por eso aquí ni queremos ver la selección, nada queremos con ellos. ¿Cómo es eso de que en Colombia lavan dólares? ¡Yo no entiendo qué quiere decir eso! No me imagino cómo se lava el dinero, explíquenme eso… Claro, ahora lo entiendo mejor, dicen que allá lavan mucho dinero, yo lo veo en la televisión, siempre van diciendo lo peor de los colombianos. ¡Ah!, pero allá se puede vivir tranquilo y salir a la esquina. ¡No es que haya guerra en todos lados! Ahora lo entiendo. ¡No se van a arrepentir de haber venido!» Y dale con las historias sobre las rivalidades entre los pueblos de Centroamérica: «A los salvadoreños les decimos guanacos, a los hondureños catrachos, los nicas son los de Nicaragua y los ticos de Costa Rica… a nosotros nos dicen chapines. ¿Que cómo les decimos a los de México? ¡Pinches mexicanos cabrones! ¡Aquí no queremos a los mexicanos!»

Y así, entre curvas, parloteo y oscuridades, Checha nos dejó a la entrada de Lanquín, en un hotel que se encontraba en tinieblas porque el pueblo se había quedado sin luz. No era posible ver el sitio en donde nos encontrábamos. A ojo cerrado habíamos caído en el embrujo de Semuc–Champey.

En la mañana nos informaron que el único medio disponible para viajar era el camión rural, que resultó ser un arca de Noé. Dentro de la carrocería del vehículo íbamos de pie y tuvimos que apretujarnos unas a otros, compartir la experiencia con los animales y las canastas llenas de alimentos, el papel higiénico, los platones, el pan, los helados, mientras el camión se balanceaba del abismo derecho al barranco izquierdo de la carretera. Mi mano se lastimaba contra la varilla de la carrocería, tratando de aferrarse para ayudarme a guardar el equilibrio. Se me cruzaban pensamientos funestos sobre la posibilidad de que el vehículo se volcara, imaginaba la montaña de colores y olores confundidos, un solo grito retorcido y nuestro anonimato sepultado y vuelto a sepultar.

Mientras tanto, unos ocupantes del vehículo iban trepados a lado y lado sobre las barandas, parecían volar sobre el camión, flotando en sus pensamientos. Otros lucían divertidos en sus conversaciones en lengua quiché, muertos de la risa, mirándonos con curiosidad como a extraños invasores, bichos raros y feos, con olor a desodorante, ropa de ciudad y cara de sobresalto. Ni siquiera cuando una llanta se pinchó hicieron un gesto de molestia, se rieron todavía más y siguieron charlando. Mientras esperábamos que el conductor y su ayudante reemplazaran la llanta, los hombres colaboraron bajando alguna carga pesada del vehículo, las mujeres abrieron sus bolsas y repartieron pan y frutas a sus hijos, otra amamantaba su bebé, las más viejas se sentaron en el piso del camión, desparramando sus faldas.

Cuando la llanta estuvo montada, los hombres subieron y se acomodaron otra vez en las barandas, siempre con la sonrisa, como si nada hubiera pasado. Me preguntaba por qué nuestra costumbre de fruncir el ceño ante el más mínimo contratiempo, por qué la manía del miedo, de estar temiendo que pase lo peor, que el bus se desbarranque, que no podamos llegar, que no alcance el tiempo, que salgan mal las cosas. Es claro que las preocupaciones de ellos son otras, los imprevistos no dañan nada, no hay ningún apremio de tiempo, la vida fluye mientras se fluye con ella, la tensión está fuera de lugar.

Semuc–Champey quiere decir sumidero, el sitio en donde el río se esconde bajo la tierra, en lengua Q´eqchi. El río Cahabón se interna en una cueva natural y el agua de la superficie forma una escalera de pozos y cascadas que en su conjunto componen el paraíso prometido por Checha. Cuando el escenario natural se abrió, tuvimos la certeza de que todo lo vivido hasta el momento había sido el preludio de esta emoción, de esta sensación de plenitud. Es un paisaje de aguas transparentes, tibias, color esmeralda. Los pequeños peces nos hacen cosquillas en las piernas, nos invitan a nadar con ellos. Entonces experimentamos un miedo más dulce. Somos niños temblorosos que se toman de la mano para avanzar en el pozo. Somos sapos que van de piedra en piedra y extienden su cuerpo bajo los rayos del sol. Podemos ver el fondo del pozo perfectamente y sin embargo tenemos miedo de nadar. Así somos: pobres habitantes de ciudad, la belleza nos paraliza.

Todavía nos faltaba otro asombro, más allá de esta maravilla lacustre. Extrañas y bonitas esculturas formadas por estalactitas y estalagmitas. Torres, águilas, altares, jaguares, fantasmas, todo tipo de formaciones. Son las gigantescas grutas de Lanquín. En ellas todo crece hacia abajo, como las gotas de agua en su caída que van creando su obra de arte. Dicen que a esta gruta no se le ha encontrado fondo. Huele a tierra, a barro, a prehistoria, a sal, a humedad, a planeta, a misterio. Por momentos falta el aire. Subir y bajar, perderse en los laberintos, encontrarse de frente con cualquier animal mitológico. Las sombras nos confunden. Por un momento y desde alguna distancia estuve hablando con una estalagmita, diciéndole que viniera ya, que era hora de regresar, sin entender por qué no se movía.

En la boca de la gruta esperamos el vuelo de los murciélagos. Antes de las seis comenzaron su desfile. La oscuridad los arrebata. Nuestra presencia era ignorada por completo. Salieron por miles, por millones, hacia el monte, hacia el río, hacia el sueño de los animales y los humanos. Oscuro vuelo de pequeños vampiros, templadas sus alas frente a los destellos de las cámaras, rojizos sus ojos y siniestra su imagen al ampliar la fotografía. Son la sombra de los pájaros y la vergüenza de los mamíferos, la noche los ampara del espanto que provoca su visión. Pero hicimos una calle de ojos para escoltar el vuelo de los ciegos. ¡Sí! En lugar de un quetzal vimos millones de murciélagos.

¿POR QUÉ HAY TANTOS (C)OLORES?

El relato exige un alto en el camino para hablar de aromas. La cosmética moderna ha envasado los olores bajo sellos comerciales y nos enseñó a enmascararlos, a uniformarnos con unos cuantos. Lo poco que queda del aroma de cada uno sólo se percibe en la intimidad, si es que nuestra vergüenza aprendida lo permite. Se diría que nos obsesionamos por rechazar lo auténtico de los humores. No es el caso de la Guatemala que conocimos. En la ruta que va de Antigua, a Chimaltenango, de Tecpan a Párramos, de Chichicastenango a Solola, a Panajachel, a Lanquín y Semuc–Champey, de Cobán a Flores, en cada trayecto chocamos, siempre de narices, con el peculiar almizcle del paisano, con la fragancia del pasto y la fruta recién cortados y el vaho de los caminos. Tal vez no lo saben los indígenas y campesinos que conocimos, pero ellos, de manera explícita, diríase descarada, explayaban su exhibicionismo oloroso ante nosotros, los de fuera. Y esa franqueza de su cuerpo resultaba estimulante, aunque no siempre fuera agradable.

¿Qué olores nos enseñó el viaje? una mezcla de ajos y picantes, el recuerdo de tortillas, enjundias y sales, fundido con lo frutal y lo herbal, que se adhiere a la lana y los hilos de sus trajes. El punzante tufo del alcohol, el penetrante sebo, las guindillas y el churre sobre más picantes, el tabaco, la boñiga de vaca, el café recién molido, el aliento ácido de una risa genuina, el olor del ciprés, el humo del carbón mientras se cuecen las confidencias de las mujeres; el hedor de aquellos hombres, que permanece como una sombra perturbadora cuando ya se han alejado; el olor único, irrepetible, imposible de traducir en palabras, el que se queda en la memoria y florece.

El de los aromas es otro viaje. Lo han dicho filósofos y escritores en las más bellas y variadas formas, nuestra aproximación al mundo es cuestión de olfato. El olfato es un órgano del recuerdo. Un olor es capaz de revivir el universo de la infancia. Al captar las esencias se accede a lo profundo. El aroma es seducción, conquista, territorio. «Se pueden cerrar los ojos, sí, pero no es posible escapar al olor». Esa orgía odorífera asalta la memoria y me traslada en el acto a un bus intermunicipal, rumbo al colorido mercado de artesanías de Chichicastenango.

En Bogotá vestimos de gris, café, azul, negro… pero sobre todo de disimulo. Los colores oscuros son más elegantes, más sobrios, más respetables, nos decimos. Es que el clima nos obliga a retener la luz, eso creemos. No soportamos que en la calle aparezca una falda de un verde que llamamos chillón, nos molesta el amarillo reflejando la claridad en los ojos. «¡Qué oso ─dicen los rolos─ un vestido solferino en plena cita nocturna!», o uno blanco que salga corriendo del hospital. Los bogotanos, de nacimiento o adopción, paulatinamente nos vamos volviendo opacos, como si quisiéramos ser invisibles. En la «tierra caliente» resplandecen los tonos claros y el calor del naranja se siente en la piel. Al llegar a Bogotá se ve uno casi forzado a abandonar estas ropas para uniformarse con el color de las nubes plomizas. Si alguien atraviesa una calle gris con un traje de colores fosforescentes, todas las miradas se concentran en esa figura, que parece extraña, que hace escapar la risa, a veces la burla. La vista se acostumbra a tener mínimos sobresaltos, a no tolerar más colores que los de los semáforos. Por eso las vacaciones son también una forma de reconciliarnos con las gamas del arco iris, de regalarle una caricia a la mirada.

En contraste, es imposible decir Guatemala sin que se desborden los colores. Basta nombrarla para que la tierra, el agua, la historia y el paisaje humano nos incendien los ojos. Nunca veremos tal explosión de tonalidades como en el mercado de Chichicastenango, al que cariñosamente le dicen «Chichi», donde mora el mágico pueblo Quiché. Allí los colores se visten, se comen, se tocan, se sienten, se rezan, se ríen, se revuelcan, se venden, se roban, se transforman.

Las mujeres llevan flores en sus huipiles, en los tzutes en los que transportan los hijos, en las fajas, en las cintas y tocados con que adornan su cabello. Hay tantos matices en sus ropas que nunca vi dos trajes idénticos. Ellas bordan con celo y coquetería. Ese arte milenario lo han aprendido de Ixchel, la Diosa de la Luna. Las tejedoras son únicas en su apariencia, aunque todas usen una falda de corte oscuro y recto que esconde sus formas. Quizá este tono es la celada perfecta porque inmediatamente hace desviar la mirada hacia el pecho, justamente el lugar en el que exhiben un jardín. Sobre su cabeza viajan mil colores. Cargan un envoltorio cubierto con una manta en la que guardan las prendas que ofrecerán en el mercado, en cualquier esquina. Cuando despliegan la manta surge un tesoro, una retahíla de bordados, tejidos, muñecos, cinturones, tapices, un carrusel de niños tomados de la mano, los perros, los patos, el quetzal, más flores, lagos, frutas, una explosión de soles.

El mercado artesanal de Chichi es una hipérbole del arco iris y del paisaje: verdes, rosados, manteles, naranjas, máscaras, violetas, globos, plumas, tortillas, amatistas, frijoles, mandarinas, cubrecamas, azules, pinturas, rojos, gallinas, collares, tallas de madera, tazas, espejos, canutillos, blancos, lunas, santos que fuman, peces que sonríen, semillas, adornos, pájaros, bolsos, uvas, flautas, ángeles, bananos, vírgenes, guirnaldas, cilantro, canastos, aretes, papayas, pelotas, tigres, más soles, y todo lo anterior nuevamente en otro orden y desorden, en mil combinaciones, en cascadas, en pirámides y en montañas sucesivas, en manojos de manos y de chicos que exhiben su sonrisa. Y están las mazorcas con sus cuatro colores que contienen la simbología maya del universo: rojo al oriente por la salida del sol, negro cuando la luz se oculta y llega el descanso, el norte blanco como sabiduría, el amarillo de las cosechas que se ubica al sur.

Es domingo en la mañana y en el atrio de la iglesia de Santo Tomás se inicia el desfile de hombres con indumentarias rituales. Ellos amarran su cabeza con tocados y con mantas multicolores que caen en la espalda y terminan en borlas o cadejos de lanas. Llevan bastones en forma de custodias o soles con la imagen del Santo, cargan en hombros magníficos y gigantescos altares coronados de plumas con todos los colores imaginables. Flores, espejos, ángeles y frutas, en una gran cópula entre lo divino y lo terrenal, mientras la música de las flautas y tambores y el estallido de la pólvora acompañan su marcha. Es al mismo tiempo ritual y fiesta, culto católico y espíritu maya, la presencia imborrable de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, junto a la Virgen María.

Tal abundancia visual asalta y despierta. Hay formas y mezclas inesperadas, mixturas insólitas, superficies en las que se multiplica Kinich Ahau, el Dios del Sol, patrón de la música y de la poesía. Todo es posible en esa miscelánea en la que nada está quieto. Las calles estrechas y atiborradas de gentes, animales y cosas, obligan a caminar hacia distintos lados. Dan ganas de recorrer una y muchas veces los laberintos de artesanías. Se olvidan el hambre y el cansancio porque el estómago y los pies de pronto se ausentan. Nos convertimos en ojos gigantescos que ruedan y se extravían en esta fiesta de luz. Y estamos felices de integrarnos a un carrusel de personas diminutas que se toman de la mano para danzar, salidas de la manta que recién compramos.

Quauhtlemallan, «donde abundan los árboles», es la intensidad de los reflejos ancestrales. La plenitud de un cielo que sirve de escenario al espectáculo protagonizado por los volcanes que custodian y rodean la serenidad de lagos prodigiosos, que reinventan la gama del azul: Azul turquesa, azul celeste, azul petróleo, azul índigo, azul pie de luna, noche sobre azul, azul intenso, azul lago que sueña mientras lava los pies de cráteres dormidos. Estamos en San Pedro, Santiago y San Antonio. Desde el puerto de Panajachel navegamos sobre el brillo de los azules, en medio de los volcanes San Pedro, Atitlán, Tolima y Cerro de Oro. Las calles ascienden por sus faldas. Allí también los indígenas despliegan sus textiles y reparten su sonrisa, su forma más dulce de encantar. Uno termina enredado en sus telas y tortas de zanahoria, en sus guacamayas y sapos de chaquiras: «Cómpreme, señorita, yo hago esto en telar para comer, cómpreme, señor, un dólar, cómpreme, recuerdo de San Antonio».

Una mujer con un niño en brazos deja caer unas granadas que ruedan a sus pies. La fruta estalla en rosados y blancos. No deslumbra su sabor, un tanto seco y amargo; embelesa la acuarela que alberga su corazón, el detalle de sus semillas como pequeños dientes, como granos blancos de maíz. Es el granate, ese color que se come con los ojos y luego se disuelve en la boca. Granate, sonido sonrosado que revienta en el paladar.

En el lago Petén Itzá dormita una acuarela de aguas que mece a Flores, la acogedora isla en la que pasamos la navidad. Son las cinco de la mañana. El sueño me expulsa hacia la terraza en la que intento despertar a la visión de un lago que aún no acabo de descubrir. En la penumbra hay señales de pescadores, las luces van y vienen, ondean en las aguas oscuras. Está a punto de develarse un misterio. La brisa roza mi curiosidad. La paciencia es un animal que se despereza. De pronto, un leve ocre en la lejanía deja traslucir una herida que apenas se insinúa, una cortina se abre para mostrar un arriba y un abajo, una sugerencia de cielo y lago, un divorcio de firmamento y agua que luego se acentúa. El malva lentamente gana su firmeza, surge un leve brillo, una línea de oro pinta el horizonte, los pliegues de luz toman nombres, franjas de azules surgen de la nada, blanco plateado que asoma, amarillos que brotan y se extienden a lo alto y a lo ancho para manchar el agua.

Contemplo el nacimiento de los colores. Surgen caminos en el cielo inflamado. No tiene piedad el sol, hace doler la retina. Las aguas se hieren de rojos y amarillos, las nubes son bolas de fuego y en medio de ellas arden las siluetas de los pájaros. Petén entero se enciende desde el cielo hasta su lecho. Ahora el dorado se extiende sobre el escarlata y surge del agua el perfil del sol, mitad blanco, mitad encarnado, como una granada que en este momento flota sobre el negro de las montañas, o sobre el relieve gris que corona las colinas en la distancia. Luego un aguijón de luz se clava en el centro del lago y torna naranja los cielos. ¡Escándalo! Lentamente un blanco que viene del corazón mismo de la luz empieza su batalla por apagar el fuego. El dorado intenso se resiste, hasta que suavemente la blancura da paso a los tímidos azules, a la gama de grises que parecen ser la ceniza del paisaje. Una lancha surca el contorno del lago. El blanco abre el camino a los matices, los celestes despiertan y toman su lugar. El cuerpo del lago se descubre. Como si me encontrara en un gran cuarto oscuro, se ha revelado ante mí una fotografía. Amanecer sobre el lago Petén, titularía Van Gogh este lienzo en el que su pincel rebasaría el milagro del cielo.

LOS SONIDOS DEL VIAJE

Los viajes turísticos están diseñados especialmente para los ojos: «allí podrán ver, usted verá, aquí se puede ver…» Son las expresiones con las que se invita a conocer un lugar. Desde nuestra carencia sensitiva nos preguntamos qué puede conocer un viajero ciego, qué le mostrarán, cómo hace para ver los lugares. En el Museo de Armas de Antigua encontramos un muchacho ciego que recorría las salas mientras extendía sus manos como buceando en el vacío y permanecía atento al más mínimo sonido. ¿Qué estaría viendo? Seguramente percibía el tiempo y la historia con sus antenas maravillosas.

Solo por un instante me propongo prescindir de los ojos para contar sobre otras formas del viaje. En la plaza de Chichicastenango vibramos con el sonido de los árboles hechos marimbas. Son los golpes de las baquetas sobre tablillas que retumban estremeciendo no solo el aire sino las fibras del ánimo y del corazón. Es la sinfonía que brota de la madera del hormigo, del cedro y el ciprés, cuando es golpeada por los brazos del huitzitzil y la savia del caucho. Allí también sonaron los ancestrales tambores, las flautas y la pólvora que acompaña las procesiones. El jolgorio y la algarabía de vendedores y compradores es otro concierto en los días de mercado. La competencia es fuerte y el arte de convencer y de alabar los productos es fundamental. Imagino el silencio del pueblo tras un día de agitación. Tal vez lo único que se escuche sea la impasible risa de los lugareños y las campanas de la iglesia de Santo Tomás.

Los guatemaltecos que conocimos reían permanentemente, su conversación se cortaba por intervalos de risa. A veces nos miraban y reían, nos revisábamos la ropa o el rostro tratando de buscar la razón. Teníamos la sensación de que se burlaban de nosotros, aunque su expresión era dulce. Reían como pájaros «¡ji, ji, ji!», transmitiendo una sensación de contento, de juego, de no saber qué decir, de libertad. Todavía los escucho: «¡ji, ji, ji!»

Volvamos a Cobán, lugar que fue negado a nuestros ojos por la fugacidad del recorrido, aunque resultó exquisito para el oído. Por ser un pueblo de paso obligado para distintos destinos, allí se vive la agitación, se escuchan las cornetas de los buses, los pitos de los carros y los anuncios de los hombres que viajan con medio cuerpo dentro del bus y la otra mitad como una bandera que invita al transeúnte a subir para llegar a cualquier lado. Los destinos tienen nombres impronunciables para el extranjero. En la terminal de transporte a la que llegamos después de haber sido desorientados por las indicaciones de los paisanos, había una agitación parecida a una fiesta. Tan pronto se detuvo el vehículo que nos condujo al lugar, cayeron en estampida muchos hombres pronunciando extraños nombres de pueblos en forma de pregunta y al mismo tiempo de afirmación, ante lo cual respondíamos con una muda indiferencia que tal vez los hizo pensar que no hablábamos su idioma.

Ciertamente, la población indígena y campesina, además de comunicarse en una de las versiones de la lengua maya quiché, habla un castellano que nos resulta difícil de comprender. Las palabras suenan igual pero el significado y la connotación que tienen son distintos. Si les preguntamos cuánto tiempo falta para llegar a Chichicastenango, ellos pueden respondernos que en un momento llegaremos, lo que no coincide exactamente con nuestra percepción del tiempo, pues más de media hora después no hay señales del pueblo. Si queremos que nos orienten sobre una ruta, dirán que sigamos derecho y agregarán algo que incluso puede hacernos cambiar la dirección.

Desde nuestro punto de vista no hay certezas. Sin embargo, todo tiene su curso, todo pasa sin necesidad de que alguien dé razón de esto o pueda explicar aquello. Nos dicen que un bus saldrá hacia el destino que necesitamos, pero no está claro de dónde sale ni a qué horas. Hay que acomodarse a las circunstancias y planear distintos escenarios posibles, sin otorgar especial certeza a ninguno.

Esta situación me hace pensar en Ryszard Kapuściński cuando dice que «el europeo y el africano tienen un sentido del tiempo completamente diferente; lo perciben de maneras dispares y sus actitudes son también distintas […] Los europeos están convencidos de que el tiempo funciona independientemente del hombre, de que su existencia es objetiva, en cierto modo exterior, que se halla fuera de nosotros y que sus parámetros son medibles y lineables». En cambio, dice el reportero polaco, para los africanos «el tiempo es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica y subjetiva […] el africano que sube a un autobús nunca pregunta cuándo arrancará, sino que entra, se acomoda en un asiento libre y se sume en el estado en que pasa gran parte de su vida: en el estado de inerte espera». Aquí no se trata del contraste entre la visión europea y la africana pero la descripción se ajusta de manera sorprendente.

Eran las once de la mañana y la demora en la terminal de Cobán se tornó angustiante, no solo por la incierta hora de arribo de algún bus que nos llevaría hacia la isla de Flores, sino por la duda de que tal bus existiera. Fueron más de dos horas de espera y el bus llegó por fin, para nuestro regocijo. Pero la incertidumbre continuaría dentro del vehículo, pues a pesar de haber preguntado varias veces para reconfirmar que sí era el bus de las doce del día, aunque hubiese llegado a la una de la tarde, seguíamos dudando. Repetían que saldría «en un momento» y que el destino era Petén. ¿Pero se referían al mismo lago de Petén Itzá al que queríamos llegar? El conductor se echó en su silla dispuesto a darse una siesta, mientras los demás pasajeros aguardaban con calma. Nosotros estábamos preocupados por el reloj, sentíamos que nos robaban el tiempo. ¿Por qué teníamos prisa? Por esa costumbre de tener prisa. Era nuestra absurda angustia la que nos robaba la posibilidad de escuchar. Lo mejor era relajarse y contemplar el desfile de vendedores que subían y bajaban del bus. Muchos eran niños. Si cerramos los ojos podremos escuchar sus voces:

Chicles dulces, dulces chicles… aguas, aguas, aguas… pollo a cinco, a cinco el pollo… diario, diario… aguas, aguas… agua pura, agua pura… comida por cinco, a cinco la comida… a quetzal el chicle, la menta, a quetzal… conos, radios, baterías, radios, calculadoras, llaveros, corta uñas, llaveros, tijeras. ¡A ver jefe! ¡A Flores Petén! dulces, chicles… diario… chicles… a cincuenta el chocolate… un Sony, jefe, hay calculadoras… helados, helados… los sánduches, hay sánduches…hay aguas de a tres, hay aguas…. para dolores musculares, calambres, dolor de muela… diario, diario, diario… sí hay comida a cinco, a cinco la porción de pollo con puré de papa, pollito compre a cinco, a cinco, a cinco la comida…. dulces, chicles, chicles… aguas, hay aguas a tres quetzales hay aguas, hay aguas de a tres, hay aguas… Tayuyos de chicharrón y de frijol, tayuyos de chicharrón y de frijol…. hay aguas de a tres… sánduches, sánduches de jamón y de pasta de pollo… el pañuelo de la virgen de Guadalupe… ¿No va a querer tayuyos?… pegamento… agüitas…. el pañuelo, reinita… ¿me da permiso? sanduchitos, sánduches… para barros, para la gastritis, para la úlcera, para el dolor de muela… las agüitas, mantelitos… las últimas…. jamón, jamón, las aguas…. permiso, permiso… sanduchito…. hay aguas…

Y esos personajes ocuparon nuestro tiempo, calmaron nuestra ansiedad. A la una y treinta el conductor empezó a desperezarse. Al fin encendió el motor e iniciamos un viaje de siete horas atravesando verdes paisajes por una carretera casi desolada, sacudidos por la velocidad y la emoción, al saber que llegaríamos a la ínsula prometida, en donde pasaríamos la nochebuena. Entre tanto, nos aturdía el ruido del motor, mezclado con la música del radio. Shakira y Juanes alternaban con nostálgicas marimbas.

En Flores nos aguardaba una celebración ruidosa: pólvora, pitos, chillidos, metralla y chispún. En todo el país se acostumbran las posadas, esas procesiones que representan la peregrinación de María y José. Chicos y grandes desfilan por las calles cantando, llevando las imágenes de la sagrada familia, velas, flores, palmas. Finalizan en una casa o en un lugar público para rezar la novena de aguinaldos. Y así los sonidos, la música, el estruendo de Guatemala en la memoria.

TOCAR Y SER TOCADO

En los rincones del viaje hay que tocar y ser tocados. En el viaje hay que untarse, restregarse y palpar, porque el verbo conocer también se conjuga con las manos y el cuerpo. Nuestra experiencia del tocar en Guatemala se dio en los medios de transporte público, conocidos como los chickenbuses, los micros, las camionetas o camiones en los que se transporta el pueblo. Para quienes venimos de una ciudad grande y acostumbramos a movernos en carros particulares, en taxis, o en vehículos públicos en donde la paranoia viaja al cien por mil, quizá no es fácil entrar en contacto con gente de un país desconocido, que además tiene fama de inseguro y violento: «Hay maras que matan por un reloj, hay violadores, no viajen con joyas, escondan el dinero», nos repetían en el hotel. En palabras nuestras, el conocido axioma: «no dar papaya». Cumplimos el abecé. En Colombia estamos armados de antenas para detectar ladrones o para esquivar calles inseguras. Pero fuera del país no creemos necesitarlas y en Guatemala estábamos desprevenidos y nos preparamos a vivir nuestra primera aventura de Antigua a Chichicastenango.

Lo primero que nos causa curiosidad es el diseño interior del bus. Los asientos de la fila que está detrás del conductor son para tres pasajeros. La otra fila tiene sillas para dos personas. El pasillo es angosto. Nuestra primera conjetura es que el bus está diseñado pensando en la comodidad, pues la mayoría de pasajeros van a viajar sentados. Después tendremos que tragarnos nuestras palabras y sorprendernos ante el incumplimiento de las leyes de la física. Las bancas se fueron llenando, rápidamente se transgredió el primer cálculo: en los puestos de tres se sentaron cuatro y cinco personas, mientras que en los de dos se acomodaron tres y cuatro, según fueran llegando, cada uno con su carga y con sus animales. Nuestra teoría se acabó de rebatir cuando el pasillo se fue llenando. Entraba más y más gente. Cuando parecía imposible que subieran más personas, el bus seguía recogiendo.

¿Qué pasaba? ¿Qué hacía posible este fenómeno? ¿Era que el bus tenía la propiedad de desdoblarse? La clave la tenía el ayudante del conductor. Lo había visto venir desde atrás, deslizándose entre los cuerpos mientras cobraba, pedía permiso para pasar sobre las sillas, abría con habilidad el espacio para luego empujar suavemente a la gente mientras repetía: «Córrase mamaíta, por favor, caballero, córrase hacia atrás, gracias mamaíta, por favor, señor, córrase un poco más…» Ante su pedido todos nos movíamos sin chistar palabra, poniendo los pies sobre un bulto o sobre otro pie, sintiendo que las convexidades y concavidades de los cuerpos terminarían encajando por inercia, o por una suerte de cálculo visceral. Era posible estar con los ojos cerrados, sostenidos por un pie y una mano ajenas, oteando para agarrarse de algo, con la certeza de no caer. Unos cuerpos servían de contención o como punto de equilibrio para otros, de modo que se desvirtuaba la ley, según la cual, dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio y desaparecía la frontera entre mi cuerpo y el del vecino.

El avance del ayudante desde la parte trasera hacia el frente del bus fue lógico la primera vez. Pero se trataba de un circuito continuo, sin volver de adelante hacia atrás. Lo repitió una y otra vez durante todo el viaje. Cada cierto trayecto el cobrador actuaba como un eficiente acomodador. Saltaba entre niños, señoras, canastos y gallinas, mientras repetía su estribillo y empujaba con sutileza a todos los paisanos. Nunca identifiqué una puerta trasera, por tanto, nadie podía descender por atrás. Quizás el auxiliar se trepaba por la bodega. El hecho es que inicié el recorrido atascada justo detrás del chofer y al final del viaje, cuando todos desalojaron el vehículo, me vi en el fondo del bus. ¿Surrealismo o una experiencia real maravillosa?

El resultado era una tocadera sin fin: yo te toco, tú me pisas, yo te empujo, tú me restriegas, yo te invado, tú me sudas, yo te embisto, tú me hueles, yo te respiro, tú me halas, yo te peso, tú me quemas, yo me abalanzo, el bus se menea, todos nos estrujamos, el bus se vuelca, todos morimos. Las sensaciones también se zarandeaban del absurdo, al miedo, a la risa. Pero los pasajeros viajaban plácidamente, muchos soñaban y roncaban de pie, recostados sobre los demás, unos sueños encajados dentro de los otros.

COLOFÓN

Al partir se produce un desprendimiento, una sensación de nunca más. Este relato termina en el misterio. El Museo de Armas de Antigua fue un sitio de reclusión en tiempos de conquista. En una de sus celdas conocí la leyenda de La Tatuana. Esa asombrosa mujer vivió en tiempos cercanos a la conquista, hacia principios de mil seiscientos. Por su belleza y sus costumbres generó un revuelo en la comunidad, que la consideraba contraria a la moral. Hacía fiestas, recibía en su casa a hombres que departían con ella hasta avanzadas horas de la noche. Tenía costumbres bohemias como escuchar música y esto rayaba con los hábitos de Santiago de los Caballeros, nombre de la población colonial que hoy se conoce como Antigua Guatemala. Una gran incógnita rodeaba a La Tatuana y era haber llegado al reino de Guatemala en un barco que no arribó a ninguna de sus playas. Como sucedía con las mujeres bellas, sabias, audaces, en tiempos de tinieblas, fue denunciada a la «Santa» Inquisición y fue puesta presa en una de las celdas del palacio de armas, lugar en el que estuvo incomunicada por mucho tiempo, atada de pies y manos. Finalmente fue condenada a muerte.

La noche anterior a su ejecución fue visitada por un sacerdote, quien en cumplimiento de su misericordia cristiana, le concedió su último deseo. La mujer, con entereza, pidió un carboncillo. Ante tan extraño y cándido deseo le fue entregado de inmediato lo solicitado. La mujer se dedicó toda aquella noche a la tarea de dibujar en la pared de su celda un barco al que le pintó hasta el más mínimo detalle. Al otro día, cuando fueron a su celda para llevarla al patíbulo, La Tatuana había desaparecido. Dicen que subió al barco y se fugó para siempre, sin dejar rastros en toda Guatemala, salvo sus trazos de carbón. El relato de su vida ha de ser otra embarcación que nos permita retornar al país mitológico que convive con el actual, entre picantes, colores y malas noticias.