Piedra del sol. Museo Nacional de Antropología, Ciudad de México

Por fin hemos arribado a Mérida, Yucatán, hermosa ciudad colonial, clima ciclotímico que en el día puede azotar con un calor de treinta grados y en la noche baja hasta diez. Llegamos allí una madrugada desde Palenque, después de atravesar la frontera con Guatemala navegando por el río Usamacinta. El bus en que viajamos por varias horas nos dejó en el terminal de transportes. No contábamos con alojamiento. Nuestro cansancio pedía una tregua después de la jornada iniciada en Petén, con la tensión propia del paso internacional, los trasbordos, la incertidumbre, los tiempos de espera. Un hombre mayor, de rostro áspero y extrañamente amarillento, nos abordó para ofrecernos alojamiento en su casa de huéspedes. Sin dudarlo mucho aceptamos su ofrecimiento. Nos condujo a una vieja casona colonial, patio central de ladrillos y paredes gastadas, rodeado de habitaciones oscuras con varios camarotes. Allí el hombre se mostró mucho más amable, nos condujo a la única habitación con baño privado, colchón doble en el piso, mesa rústica y ganchos de hierro incrustados en los muros. Aunque todo se veía limpio, el aire era lúgubre, gótico. Había un patio central del que antaño fuera un elegante caserón, marquesinas con apliques de herrajes, restos de adoquines, baldosas trajinadas. Todo aquello hablaba de antiguos moradores, parientes muertos, litigios legales, abandono. Otrora casona familiar, ahora conventillo, alojamiento de pasajeros ocasionales, breve refugio de emigrantes urgidos de un techo en la breve escala de sur a norte. Ciertamente no éramos los únicos huéspedes, aunque nunca nos cruzamos con nadie y tampoco volvimos a ver al extraño hombre durante los cuatro días de nuestra permanencia en la ciudad.

Al mediodía estábamos de pie, con la sorpresa de encontrarnos en pleno centro histórico, mezcla de estilos, tiempos y sucesos. Caminando por calzadas coloniales dimos con iglesias y conventos, reliquias religiosas, entre ellas la imponente y muy antigua catedral. El sello francés en el paseo de Montejo, hecho a imagen y semejanza de los Campos Elíseos parisinos, da muestras de los gustos eclécticos del poder mexicano en tiempos del Porfiriato, a comienzos del siglo XX. Allí nos sorprendieron las inmensas y coloridas mansiones coloniales, ermitas, cuidados jardines con fuentes, arcos, balcones que se asoman al sol, plazas, terrazas y portales que invitan a quedarse. El espectáculo urbano de Mérida atestigua la historia aristocrática de la que fuera capital de Mesoamérica hispana. Muchas de aquellas viejas construcciones estaban deshabitadas y en venta, otras ocupadas por bancos o restaurantes.

La ciudad, alzada sobre las ruinas de asentamientos mayas, mantiene su piso adoquinado y sus gentes en movimiento constante, que desfilan en todas direcciones, llenan cafés y restaurantes por doquier. Al lado de la belleza monumental es evidente la marca del tiempo en distintos sectores, venidos a menos o transformados, diríase mejor, arrasados por la arrogante modernización, rasgo común de tantas urbes de esa América, la nuestra.

En sectores más alejados del centro histórico y de la zona turística, Mérida es una ciudad modesta, semejante a cualquier otra ciudad latinoamericana. Bien podría ser Bucaramanga por su clima cálido, sus calles estrechas en donde los buses casi rozan los andenes, los señores con camisas de mangas cortas parados en las puertas y saludando de paso a los caminantes. Pero Mérida podría ser también Cali y sus calles comerciales, o un barrio cualquiera de Buenos Aires en verano podría confundirse con una parte de Mérida, o quizá la Alameda limeña. Nuestros países y ciudades a veces se confunden, las ventas ambulantes son iguales, los buhoneros ofrecen del mismo modo sus productos, «te vendo tres por cinco», toda su labia ancestral del toma y daca. Aquí venden «volcanes calientitos con cebolla y chile», allá «empanadas calienticas con ají». Nos iremos sin saber a qué saben los volcanes. Los cajeros de bancos, las secretarias de cualquier ciudad latinoamericana son iguales, salen de las oficinas hacia el mismo lugar para almorzar o cenar, hablan de las mismas cosas, en la noche tal vez mastican los mismos pensamientos.

La bella y contrastante Mérida, destino turístico y lugar de paso de muchos mexicanos en el fin de año, impresiona además por su gran oferta de paseos ecológicos, recorridos históricos y por su vida cultural. A veinte minutos en autobús está El Progreso, balneario tradicional de los yucatecos desde fines del siglo XIX, con su infaltable malecón y el pintoresco faro, que es uno de sus orgullos regionales. Allí el mar es una bandeja azul, las mínimas olas no estallan, acarician los pies, la arena es blanca y el sol hiere, sin compasión.

Visitantes se congregan alrededor de los quioscos y sillas para el bronceado, abren sus sombrillas, participan en juegos, animados por una voz proveniente de un altoparlante. Pero allá, más allá, la playa está más desnuda. Como diría José Martí…

… Pero está con estos modos

tan serios, muy triste el mar

Lo alegre es allá, al doblar,

¡en la barranca de todos!…

las aguas son más salobres,

donde se sientan los pobres,

donde se sientan los viejos…

Allá están los mexicanos reunidos alrededor de pollos y tortillas, anchas sus espaldas coloradas, arrancando los huesos con sus dedos untados de grasa con los que dan de comer a los niños. Allí es donde escurren en la arena las aguas sabrosas de la vida. Se puede nadar serenamente viendo el blanco juguetón de las gaviotas y el tiempo parece estar detenido, no se afana el sol por dejar el malecón, allí, como en cualquier mar, uno quisiera quedarse para siempre.

POR LOS CAMINOS DEL PALADAR 

Más allá de su belleza paisajística y su fuerza histórica y arquitectónica, Yucatán se define por sus delicias culinarias. Algunas como los frijoles de olla, los tamales, moles o pipianes, ya estaban anunciadas. Otras nos resultan insólitas. La ya emblemática «sopa de lima» es una de esas exquisitas rarezas que se vende tanto en la plaza de mercado como en los más finos restaurantes de la ciudad. Hay que decir que la lima yucateca no tiene un equivalente en Colombia. Podríamos decir que tiene el color y la forma de un limón, el tamaño de una mandarina y el sabor que sólo puede tener la lima, esa mezcla ácida y dulce. La sopa se prepara en un fondo de pollo al que se le añaden trozos de pechugas, la lima se agrega al final, entera y con cáscara, hasta que la cocción la ablande y se disuelva regando su sabor y olor. Al servir se ve la taza humeante y acompañada de tortillas. En el caldo se integran de manera exquisita los sabores y los aromas, la lima suelta su ácido mejorando los jugos del pollo, en el paladar se siente un cosquilleo parecido al deseo. Salivo al intentar transmitir la sensación, no hay nada tan difícil como describir los sabores porque estos deben escribirse con la lengua y el paladar. Esta sopa se toma al desayuno, en la comida, en la cena, a todas horas. Si se come en la plaza de mercado, tiene un valor de treinta y cinco pesos. Si es en el restaurante Los Almendros, su costo se duplica. En los dos casos se acompaña de comentarios elogiosos por parte de la señora con su delantal o del mesero con su corbatín. Es un orgullo de la región y es imposible no dejarse seducir.

Y es que el mapa gastronómico de México es multicolor, abundante en variedad de picantes, palabras extrañas, raras composiciones, exóticos ornamentos, olores fuertes que hablan del pasado. En la plaza de mercado de Yucatán las señoras se pelean los clientes y cantan de manera interminable su menú: «Hay caldo de res, caldo de pollo, sopa de lima, pollo empanizado huevos a la mexicana, panuchos, salbutes, huevos motuleños, volcanes, cochinita pibil, queso relleno, batidos, aguas frescas». Ávidos de probar la comida yucateca, los nombres nos repican en las glándulas, pedimos lo que suena más raro para explorar sabores, que algunas veces nos encantan, otras nos desconciertan, y casi siempre nos hieren con su intenso picor. Tendemos a buscar un parangón en los productos conocidos: ¿A qué sabe esta fruta? quizás a ciruela, no, a mango con ciruela, esta yerba parece cilantro, pero no, es una mezcla de rúgula con perejil, y así, inútil comparación. Tal como las palabras, los sabores no siempre tienen su equivalente en las distintas regiones, sencillamente porque la tierra que los produce es la misma que los nombra y cada lugar les imprime un giro, una entonación, un picor, un aroma único. La lengua explora, se retuerce como un molusco, se enreda entre la palabra y el sabor y no encuentra nada conocido. La lengua debe saber que está aprendiendo, que acaba de probar algo por primera vez aunque lleve cincuenta años dándole vueltas a los sabores consabidos.

La sopa de elote, así es como llaman a la mazorca tierna, es una crema dulce que se acompaña con aguacate y tortillas. La cochinita pibil es un lomo de cerdo preparado con especias y envuelto en hoja de plátano. Preferiblemente se cuece bajo la tierra y se sirve con cascos de lima, cebolla roja, mole y tortillas. El but es un rollo de carne de cerdo con especias y bien prensado. El queso holandés se rellena también con carne de cerdo molida, almendras, alcaparras, especias, pimienta negra, uvas pasas y aceitunas. El pavo en escabeche de pueblo es pavo deshebrado y combinado con cebollas picantes, laurel, canela, pimienta y menta. Se sirve sobre hojas de lechuga y se adorna con aros de cebolla roja frita. La imaginación se abre a las sorpresas en colores y aromas.

Siguiendo los caminos del paladar, en Cancún probaríamos también los nopales o chumberas en múltiples presentaciones, cactus silvestres milenarios, unidos a la historia de México y, sin duda, uno de sus emblemas. Cómo pasar por alto que hasta el asentamiento de los aztecas en lo que hoy es Ciudad de México, Tenochtitlán, posee en su nombre las palabras te, piedra, y nochtli que es nopal. Esta planta se encuentra en el escudo de los Estados Unidos Mexicanos bajo las garras del águila. Para un colombiano medio, acostumbrado a las habichuelas, a quien le cuesta un poco de esfuerzo comer brócolis, palmitos o alcachofas, le resultará mucho más espinoso el comer unas grandes y verdes hojas de cactus, que a simple vista podrían servir para decorar el jardín o para ser ingeridas por dinosaurios. El nopal forma parte de la dieta de los mexicanos. Los aztecas sabían de sus propiedades medicinales y nutritivas, confirmadas por la ciencia moderna. Usaban su jugo, su raíz, la penca, la pulpa, las espinas, para tratar distintas afecciones. Las pencas tiernas se preparan como verduras, se añaden en caldos, sopas, ensaladas o guisados. Su sabor es uno de aquellos imposibles de reconocer por la lengua o el paladar neófitos. En un ejercicio de sinestesia, podríamos decir que el nopal tiene un sabor verde, seco, opaco, desabrido, baboso. Se lleva muy bien con la cebolla, el jitomate, los chiles y otras verduras. Distintos guisos y carnes lo incluyen como ingrediente. Nopal en quesadillas, en tacos, nopal con carnes asadas y guisadas; nopal en jugos verdes que disfrutan las bocas sonrientes y que nosotros miramos con asombro.

En un parque del centro de Cancún degustaríamos todas las variedades de quesadillas y escucharíamos hablar por primera vez de la tinga. El niño que nos atendía no lograba explicarnos qué cosa era la tinga, ya que una tinga es una tinga, es decir, una especie de guiso. Hay tinga de pollo, tinga de cerdo, tinga de carne y tantas tingas como lo permita la imaginación. Los restaurantes populares del parque se llenan de comensales, la gente espera con paciencia que se desocupe alguna mesa, tres señoras fríen sus quesadillas, los niños son los meseros, hilos interminables de queso derretido salen de las bocas de los clientes, otra quesadilla de pollo, una más de nopal, más allá se venden papas fritas, churros, barquillos de queso de Oaxaca. Hay una larga fila para comprar, clientes para todos los productos, imposible no vender en medio de esta multitud que se mueve por las calles de Cancún.

En esos puestos de comidas disfrutamos también el caldo de camarón, fondo rosado y picante en el que nadan los bichos al lado de unas papas pequeñas que se cocinan enteras y con cáscara, se añade cilantro para un delicioso aroma, y el sudor empieza a brotar de los poros: «¡Qué calor hace en Cancún!» «No, es que este caldo es especial para los novios en la luna de miel», dice Ricardo, el mesero jovial del quiosco, mientras sonríe con picardía, «aquí tienen tortillas, mole y arroz». Es la hora del desayuno y el caldo de camarón nos sostiene el día entero.

De la plaza de Cancún saltemos a una plaza de Coyoacán en Ciudad de México, en donde también abundan los puestos callejeros de comida. La competencia es dura porque los olores y letreros se extienden a lado y lado de la calle. Nunca faltan los tacos, las birrias y enchiladas. Nuestro propósito de aquel día era tomar pozole, caldo o sopa hecha con granos de maíz cocido y trozos de carne de cerdo o pollo, ajos, chile y limón. Al plato caen trozos de rábano, lechuga, cebolla, orégano y más chile. En esta plaza no están únicamente los olores y colores. También están los cantos repetidos de las señoras que invitan a los mirones y comensales a sentarse a su mesa, frente a ollas enormes que humean:

¡Pásele señorita a ver qué le servimos, tenemos pozole, quesadillas, tacos, flautas, enchiladas, pancita, pambazos… pásele joven a ver qué le servimos, aquí hay lugar, tenemos pancita, pozole, enchiladas, tacos, quesadillas, flautas, sopes, pancita… pásele a ver qué le servimos, tenemos…!

Y toda la familia está trabajando detrás del mostrador, sirviendo los refrescos, trayendo el agua en garrafas, fritando las flautas, entregando el pozole, cantando sus ofertas de manera interminable hasta que anochezca. Y otra vez seguirá cantando en sueños y al despertar, al día siguiente y toda la vida, porque aquí está desde la nieta hasta la bisabuela atendiendo a los clientes que vamos y venimos a través de los años.

De modo que este es un lugar de hallazgos y descubrimientos para una lengua adormecida, un paladar perezoso y lleno de caprichos. Abrimos las papilas ante los ajos cocidos y sazonados que nos enseñaron a comer los amigos en un bar del zócalo, compramos los chiles en la plaza de mercado de Xochimilco: morita, chipotle, cascabel, catarina, puya, chile ancho... el picor se siente en los labios como una quemadura. Y con tal escozor dejo también a la imaginación de las papilas la continuación de esta estación de sabores de ese inmenso y diverso continente llamado México.

EL LIBRO DE PIEDRA 

Satisfecho el gusto, es hora de enderezar el relato nuevamente hacia Yucatán para llegar a Chichén Itzá, que justamente significa la boca del pozo de los Itzáes. Esta ciudadela fue habitada entre el año 600 y el 1250. Fue el centro político, económico, religioso y militar de las civilizaciones de lo que hoy llamamos Mesoamérica. Se calcula que llegó a tener unos cincuenta mil habitantes. El esplendor de esta ciudad maya es sólo comparable con Machu Picchu en el mundo Inca. Quizás por eso se siente el mismo arrobamiento cuando se está dentro de ella. Sus palacios, sus templos, el cenote sagrado o pozo en el que se hacían ceremonias rituales y la cancha del juego de la pelota, son el testimonio más elocuente de la cultura de nuestra América central. José Martí escribió sobre ella:

La ciudad de Chichén Itzá… es como un libro de piedra. Un libro roto, con las hojas por el suelo, hundidas en la maraña del monte, manchadas de fango, despedazadas. Están por tierra las quinientas columnas; las estatuas sin cabeza, al pie de las paredes a medio caer; las calles, de la yerba que ha ido creciendo en tantos siglos; están tapiadas…

En tiempos de Martí todavía el lugar no había perdido completamente su impronta. Experiencia casi religiosa contemplar estas ruinas mayas, aunque hoy se hayan convertido en objeto comercial. Adentro nos acosan los vendedores de burdas réplicas y feas esculturas de cascajo. Impresiona el tiempo congelado en las piedras portentosas, las historias sepultadas, la elocuencia de sus manchas, sus grises, sus filos, sus juntas, la fría y e inmutable eternidad. Al pararse en la mitad de la cancha del juego de pelota se experimenta un sobrecogimiento, una sensación contundente de pasado milenario, algo de la estructura de piedra, quizá los jeroglíficos de los muros o los labrados de los anillos, toda la fuerza de ese espacio ritual, se apoderan de los sentidos. Una vez allí no es fácil abandonar el lugar, como si un magnetismo nos llevara hacia el centro, hacia el lugar en que nace el eco. Un sonido de palmas inicia la repetición escalonada del sonido que se reproduce varias veces. Siete veces. No conozco otro escenario en donde sean siete las veces que nuestra voz rebota en las paredes y retorna como si fuera un quejido procedente del más allá. El efecto hace parar pelos y relojes. Es quizá una escalera de sonidos, una sombra de nuestros gritos que escapa del inframundo para volver a ocultarse dentro de nuestro cuerpo.

La cancha tiene forma de «I doble» o de «T» y su nombre era tlachco. En uno de los extremos está el sitial desde donde las autoridades observaban el juego que tenía una función ritual. Alude a la creación del sol y la luna después de un partido entre los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué contra los señores de Xibalba «el Inframundo», de acuerdo con la cosmovisión y cosmogonía maya–quiché, descrita en el Popol Vuh. El propósito del juego era determinar los peligros a los que se enfrentaba el sol en el plano celeste y conjurar su posible destrucción. Era también la oportunidad del nuevo comienzo, del renacimiento maya, del mundo, del Sol, la Luna y Venus en su cuarta era: «Luego subieron en medio de la luz y al instante se elevaron al cielo. Al uno le tocó el Sol y al otro la Luna. Entonces se iluminó la bóveda del cielo y la faz de la tierra. Y ellos moran en el cielo».

El mito se recrea mediante una competencia en la que se enfrentan dos bandos, cada uno con siete jugadores, que deben pasar una pelota de hule por unos anillos de piedra dispuestos a gran altura en dos muros paralelos. Los jugadores no podían utilizar sus manos. Debían manipular la pelota únicamente con los codos, las caderas o las rodillas. Entre los mexicas «el juego de pelota» o Ullamaliztli, tenía la misma significación ritual. Simbolizaba el enfrentamiento de fuerzas contrarias. Su carácter sagrado también le daba atributos dramáticos, dada las sanciones que acarreaban las infracciones de las complejas reglas por parte de los participantes. El jugador que fallara moría decapitado.

Después de la experiencia emotiva de visitar semejantes construcciones, pirámides y templos, con ese cúmulo de relieves, esculturas, cabezas de animales, calaveras y seres mitológicos; luego de caminar por calzadas y escalinatas de piedra, rodeadas de una exuberante selva tropical, hay que desdoblar la imaginación, remontar el tiempo, reponerse del asombro, para salir y dirigirse al mundo de los vivos.

Ya estamos atravesando pueblos y barrios periféricos para entrar a Cancún y allí todo se encuentra sumido en la pobreza, casuchas con techos de paja, calles polvorientas, bosque arrasado, tumbado, doblegado por el huracán que arrasó la ciudad a finales del 2005. Los troncos de los árboles han quedado inclinados, a punto de salirse de la tierra, sus raíces arañan la superficie, como si la mano de un gigante los hubiera arrancado de golpe y de pronto se hubiera arrepentido para dejarlos mal puestos en el piso. Pero lo que más impresiona es la desidia de las autoridades para restaurar las casas y el contraste con el Cancún de postales y fotografías. Una lengua de tierra en forma de autopista, muchos kilómetros de una amplia vía que conduce a la opulencia, a los majestuosos hoteles y resorts, plazas y centros comerciales lujosísimos y vedados para los mexicanos del común. Allí todo está en reparación, reconstrucción y embellecimiento.

Los grandes hoteles no sintieron el ciclón, siguieron engreídos frente al mar, protegiendo su tajada de océano. Allí el dinero fluye a la velocidad de un Mercedes Benz o de un Rolls Royce. Hay dos Cancunes, como hay dos Cartagenas, dos Bogotás o dos Habanas. En esto no hay sorpresa, pero nunca nos debe abandonar el asombro. El mar de Cancún es lleno de bravura, estalla de furia contra los acantilados. Una que otra playa, algunos pocos metros quizá, para que se deleiten los lugareños. Lo demás está vedado y clausurado. Los mexicanos de a pie que transitan por allí son mucamas, vigilantes, limpiadores de pisos, una hueste de empleados hoteleros. Esta zona de Cancún es un lugar fabricado para extranjeros del Norte, europeos o ricos de Latinoamérica, odiosamente parecida a Miami, con sus letreros y música en inglés, impersonal y fría, a pesar del fuego de su cielo y los colores de sus playas. Cancún es una postal.

En nuestro gozo por la belleza marina iniciamos una caminata exploratoria por la playa. Avanzamos en busca del atardecer, sin medir tiempos ni distancias, sin percatarnos que nos internábamos entre el mar y las fachadas de los hoteles, con la alegría desprevenida de quien cree encontrar más allá una agradable sorpresa, o tal vez abandonarse entre la noche y la marea. Pronto tuvimos la evidencia de estar absurdamente encerrados, sin un callejón de salida hacia la vía por la que se accede al transporte público. ¡Horror! No existen salidas para los caminantes. La playa solo es accesible a través de los hoteles. El inútil avance, el cansancio y la oscuridad nos llevaron a solicitarle al empleado de un hotel que nos ayudara a encontrar un paso de escape. Pedir permiso para salir de una playa, de un océano que se supone pertenece a la humanidad entera. Parecía misión imposible. Consultas, dudas. Al fin un hombre, entre cómplice y receloso, nos escoltó en la particular travesía dentro de una de aquellas ostentosas edificaciones. Abordamos ascensores, recorrimos pasillos, impostados jardines, rodeamos piscinas, casinos, atravesamos salones, más ascensores, más puertas, cocinas, más y más corredores, hasta salir por fin al otro lado, a la gran avenida donde ya no se puede ver ni oír el mar. ¡Bienvenidos a Cancún!

Cuando ingresamos al autobús que nos llevaría hasta el centro de la ciudad, el contraste con el otro México fue contundente de nuevo: el vehículo iba lleno de obreros, señoras con trajes humildes, niños mocosos, los herederos de esa cultura maya, los gestores de esa tradición culinaria que tanto celebramos en el mundo, iban mirando por las ventanillas las luces de los hoteles, como quien mira lo inalcanzable, lo imposible, las puertas que nunca se abrirán para ellos.

 

MAGIA Y FATIGA DE LOS MUSEOS

Esta visión me trasladó lejos, muy lejos. Aquellos rostros humildes ya los había visto dentro de los murales de «los tres grandes»: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. Esos artistas que incendiaron edificios y museos con sus formas y colores, que protestaron en negros y violetas por el saqueo y la destrucción de la conquista, que revivieron a Cuauhtémoc al lado de Zapata y Pancho Villa; aquellos muralistas que cuentan en verdes y azules la belleza de las tierras en las que han goteado los rojos que cubren la historia de ignominia, que han gritado en blancos su condena y que embadurnaron de amarillos el miedo. En el Sueño de una tarde dominical en la Alameda central, Rivera se ha dejado tomar de la mano por la muerte, la Catrina, y se ha vengado de todos los tiranos. En La catarsis Orozco ha creado una mujer que se desternilla de la risa, cabeza abajo, sus piernas abiertas pariendo las armas, los puños y los puñales que irán a la fiesta de la muerte. Y la pregunta es inevitable: ¿De qué se ríe? Alfaro Siqueiros ha puesto a volar la imaginación en las figuras que parecen desprenderse de los muros para pasear por las praderas. Una leyenda atraviesa el mural: «El pueblo a la universidad, la universidad al pueblo».

Cancún queda atrás y este recuento se descamina hacia otros sitios de la memoria en los que se regodea el entendimiento. Porque en los viajes se complacen todos los sentidos y además se alimenta el intelecto. Las preguntas sobre temas históricos se responden solas durante el recorrido por museos, galerías y lugares históricos de la capital mexicana. La visita a los museos es tarea fatigosa pero allí se producen encuentros mágicos, son puertas en cascada que conducen a lugares y tiempos inusitados. El yaoyotl es el corazón humano que alimentaba al Sol. Quién dice que no hay relación entre el ritual de ofrecer corazones a dios para mantenerlo vivo manifestándole la fe, y la frase corriente del que dice «te doy mi corazón», como demostración de amor. De una práctica, sagrada para ellos y cruel para nosotros, se ha pasado a una representación verbal que tiene sus raíces en un hecho remoto protagonizado por humanos. Lo sagrado y lo cruel es propio de lo humano. Allí están los cuchillos de obsidiana con los que se consumaban los sacrificios, los cráneos perforados por los instrumentos que se introducían por ojos y narices.

Muy lejos en la historia y muy cerca de las manos, la Piedra del Sol, rescatada del corazón de Tenochtitlán, asombra e ilumina la Sala Mexicas del Museo Nacional de Antropología y es la que inspira los magníficos 584 endecasílabos de Octavio Paz.

…escritura del mar sobre el basalto,

escritura del viento en el desierto,

testamento del sol, granada, espiga,

rostro de llamas, rostro devorado,

adolescente rostro perseguido,

años fantasmas, días circulares

que dan al mismo patio, al mismo muro,

arde el instante y son un solo rostro

los sucesivos rostros de la llama…

Magnífica en su significado y sus formas, se ha llamado popularmente el «Calendario Azteca». Pero la Piedra del Sol encierra un misterio que va más allá del conteo del tiempo. Los guías del museo explican el significado de las figuras en los distintos círculos, y uno se pregunta si realmente esas explicaciones concuerdan con la mente y el alma de los mexicas.

Así cuentan el significado de la piedra: el sol emerge del centro, triunfante, porque ha vencido la oscuridad de los inframundos. Antes hubo cuatro mundos que sucumbieron ante la fuerza del agua, el fuego, el jaguar y el viento. En la Piedra también se representan los veinte días del mes que al transcurrir durante diez y ocho meses dan el cálculo exacto de trescientos sesenta días del año. ¿Y los otros cinco días? Están ocultos y representados por cinco círculos al lado de los cuatro mundos perdidos. Esta mezcla de matemáticas y cosmogonía, de ciencia y poesía, está contenida en la piedra dorada que también sufrió los rigores de la violencia y del tiempo. Permaneció enterrada doscientos setenta años y en 1790 fue rescatada bajo las ruinas del Templo Mayor. Gran injuria contra nuestra historia, la Piedra del Sol fue utilizada por los españoles para el tiro al blanco. Corrijo: tal vez sea mejor decir para el «tiro al indio».

Los ojos del sol producen una sensación de vértigo, de imposible. Esa piedra transmite señales de mundos que no caben en nuestra imaginación. La dualidad del día y la noche, las serpientes que la representan, las imágenes, los relieves, los colores, continúan mandando señales desde tiempos que no tienen espacio o palabras en nuestras cabezas. El águila, el sapo, las guacamayas, saben mucho más de ese misterio.

El castillo de Chapultepec se encuentra dentro del bosque o parque del mismo nombre, al que se llega por la homónima avenida. Su nombre significa «cerro de los Chapulines» o saltamontes y es un lugar histórico, como casi todos los de esta ciudad. El castillo se construyó en la cima del cerro en el mismo sitio en que en tiempos de los mexicas se encontraba un lugar para el descanso de los gobernantes. En La Colonia, se calcula que entre 1785 y 1787, un tal conde de Gálvez mandó construir el castillo que sirvió de residencia y recreación para El Virreinato. En el siglo siguiente la historia mexicana tiene un pasaje triste conocido como la batalla de los «Niños Héroes», sucedido en 1847, pues en aquella época el castillo de Chapultepec se había convertido en una sede del colegio militar y en una de sus incursiones el ejército norteamericano atacó sus instalaciones y llevó a cabo una masacre infantil.

El magnífico relato de Fernando del Paso en Noticias del imperio, ha despertado mi interés y curiosidad por conocer este castillo que desde 1944 es la sede del Museo Nacional de Historia. La monumental edificación fue la vivienda de Maximiliano de Habsburgo y de la princesa Carlota de Bélgica, la emperatriz de México, los trágicos personajes enviados para instaurar un Imperio francés en la otrora Nueva España, sucesos que tuvieron lugar entre 1863 y 1867. Por estos corredores y jardines se paseó Carlota. En sus comedores se sirvieron las fusiones propuestas por su cocinero húngaro, por sus pasteleros y reposteros, urgidos por halagar los paladares cortesanos. Allí están las tazas en las que la princesa probó el atole y la tina en la que repasaba su cuerpo mientras pensaba en Versalles. Allí está el estudio de Maximiliano, su mirada impecable, el presentimiento que fruncía su ceño y los poemas que escribió en el castillo de Miramar, cuando imaginaba cómo sería México, el lejano país a donde navegaría para convertirse, no en una gloria, sino en una sombra dentro de la historia mexicana.

En Chapultepec Maximiliano y Carlota pudieron soñar con ser los monarcas de un pueblo de sangre indígena, del que se sentían redentores, al cual querían salvar de su propia historia, pero al que no podían comprender, ni siquiera a través de las palabras. Desde las terrazas del castillo, Maximiliano miraba con sus binóculos el hermoso valle del Anáhuac, y se sentía como Dios. «Y así como no es posible distinguir entre una jirafa y otra, o entre un asno y otro, yo no podía, se lo juro, parole d´honneur, distinguir entre un negro y otro: todos son iguales».

Para decorar la residencia de los emperadores, los muebles y objetos fueron traídos desde Europa, así como la loza, la cristalería, los trajes y las conciencias. El lugar se convirtió en una réplica de su castillo de Miramar. Pero cuando el apoyo francés le fue retirado al emperador, cuando el ejército juarista lo fue cercando, cuando Carlota partió sin regreso hacia su locura, Chapultepec se quedó solo y adentro quedaron los recuerdos que hoy se conservan. La historia puso punto final con la ejecución de Maximiliano en el cerro del Campanario en Querétaro y la locura de Carlota, deambulando por las calles de Roma, por las salas del Vaticano, en busca de un apoyo para su marido, quien murió más de melancolía que de los impactos de las balas del escuadrón, o de la venganza personificada en Benito Juárez.

Estar en el castillo fue una experiencia mental y emocional. Sus jardines y fuentes, sus terrazas, la visión del bosque, los relucientes y ajedrezados pisos, todo el mobiliario y decoración cargados de la pátina, nata del pasado que se posa sobre los objetos, el misterio que habita los cuadros. El estudio de Maximiliano preparado para los visitantes, su retrato en el fondo, hecho de una luz inexplicable que mora en su frente y en el azul de su mirada.

De cualquier modo, la sangre y la muerte gotean por todos los rincones de los museos, el culto a los héroes es una suerte de fetichismo que fatiga la mirada y la inteligencia. Estas fueron las monedas con las que Francisco Madero pagó el café, estos los calzoncillos de lata del venerado don Hernán Cortés, primer marqués del Valle de Oaxaca. Aquí el reloj del Emperador Maximiliano, allá la bacinilla que usó el benemérito Juárez antes de morir y acullá la cama donde agonizó… Declaraciones, descoloridas banderas, firmas ilegibles, loas a la nación, monumentos a la patria. A su lado, los comales y las carrileras de balas de los revolucionarios, las charreteras y cazuelas de la soldadesca y, por supuesto, los emblemáticos sombreros. Todo nos entra por los ojos y se convierte en nuestro archivo visual, posiblemente en fantasmas que reaparecerán en los sueños o en la Comala de Rulfo.

Tal como lo dijo Brecht por boca de Galileo: «Desdichado el país que necesita héroes». La historia oficial de nuestros países es desdichada porque está llena de héroes, está hecha en blanco y negro: allá los malvados, los dominadores, aquí los buenos, los libertadores, los Maximiliano, Porfirio Díaz, Benito Juárez o Pancho Villa.

Hay algo erróneo en la idea de la Historia como cosa de museos, algo que huele a nafta, a formol, algo que está hecho de un papel amarillento. Ese culto a los objetos que pertenecieron a, la firma estampada en un sobre, el cinturón, las pantuflas que se puso por última vez, la bacinilla, el escupidero, todo ese regodearse en el pasado estático e irreparable, ese deseo de resucitar los muertos a la par que se momifican los héroes, es una costumbre que se va convirtiendo en norma y que nos hace experimentar un pasado congelado.

Las tumbas mochicas en los Andes o las mayas en Yucatán guardan una visión distinta, si se toma en cuenta el sentido de la muerte como viaje, como paso a otro estado. No hay en ello la veneración a un pasado estático que gobierna sobre el presente. La historia disecada de los museos que pretende ser el símbolo de un país es esquizoide, está escindida. Por un lado, el culto a emperadores y conquistadores, a sus atuendos y armas refulgentes, a su soberbia; por el otro, la veneración reparadora a los dominados, a las víctimas. Unos y otros en salas o vitrinas, unos y otros sin enfrentarse o sobreponerse. Todos son buenos y bienvenidos para la historia oficial. Se da el mismo lugar al inmolado que al asesino.

En el año indígena uno «Caña», 1519 en las cuentas actuales, desembarcó en aquellas tierras Hernán Cortés. Moctezuma era el emperador de los Mexicas. Las cábalas anunciaban el tiempo en el que vendría Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, hecha persona. Moctezuma, fiel al augurio, recibió a Cortés como el dios y fue asesinado por este. Después vendría Cuauhtémoc, quien también sería sacrificado. Ahora Cuauhtémoc es una estación del Metro de la Ciudad de México, un nombre que se repite a través de generaciones y que se va destiñendo. Los ojos despavoridos miran hacia el futuro y siguen reclamando justicia en el Tormento de Cuauhtémoc, el hermoso mural de Alfaro Siqueiros. La Historia mexicana, como todas las historias nacionales, se alimenta de sangre y desatinos.

«Partir es morir un poco», escribe Sternberg. El fin del viaje es una pequeña muerte que vivimos en mitad de una plaza que estamos viendo por última vez. La tarde comienza a llenarse de sombras, la gente sale de los edificios como si se sintiera expulsada del infierno y es tragada velozmente por las bocas del tren. Hay prisa de regresar a la casa para recuperar las fuerzas que al día siguiente los conducirán a los mismos edificios, para repetir el ejercicio de manera interminable. Mis ojos repasan los lugares como queriendo estamparlos en la memoria, duele la música del organillero que repite su melodía frente al Palacio de Bellas Artes, araña en el pecho su manivela repetida, algo de nosotros se enreda con esa música, tenue la luz de los faroles que parecen velar una de las esquinas más lindas de la ciudad.

Decir viaje implica comienzo y fin. Sin embargo, me apena desprenderme de las calles, de los colores, de los nombres de los sitios, de la gente que no conozco. El viaje terminó y sólo queda este relato, estos retazos que uno privilegiando algunos sentidos. Pero el viaje no acaba aquí, continuará creciendo en la memoria, cambiará de dirección, habrá modificaciones en el itinerario, surgirán nuevos destinos y otros encuentros. Llegará el día en que no será posible separar el recuerdo de la imaginación. Por ahora diré que este viaje sucedió entre el diez y siete de diciembre de dos mil cinco y el catorce de enero de dos mil seis, año del gallo.