
La Habana, Cuba.
Para el poeta Antonio Conte, en su memoria.
Vienes siempre tú mismo, a salvo del tiempo y la distancia,
a salvo del silencio: y me traes como regalo de bodas,
el ya paladeado secreto de la muerte.
DULCE MARÍA LOYNAZ «LA NOVIA DE LÁZARO»
He llegado a La Habana para buscarte en los lugares que habitabas hace unos veinte años. Mucho tiempo para que los vecinos te recuerden, muy poco si pensamos el tiempo que tiene esta ciudad hermosa que se cae a pedazos: «Habana, Habana, si bastara una canción para devolverte todo lo que el tiempo te quitó…» canta Carlos Varela. Volver a Cuba después de haber dicho de esa agua no beberé y en ese mar no he de bañarme nuevamente. Después de tanto fuego cruzado, de tantas discusiones en las que volver era casi una traición, un acto de afrenta a quienes se marcharon cargados de hastío y dolor, a punto de catástrofe, altaneros y tristes, parias de sí mismos, señalados con banderines, tachados con cruces, caínes de su generación, ángeles derrotados, expulsados de su propia historia, roto el encanto y la esperanza, bautizados como «gusanos», como si la libertad no fuera también poder huir del «paraíso» porque sí, porque estoy harto de sacrificios y de fe.
Volver se había convertido en deslealtad con esos nostálgicos detractores, con los heridos amantes que andan por las avenidas de otros países buscando siempre el brillo del mar, la brisa del Malecón, aspirando el olor de las panaderías como si se tratara del vuelo de las maripositas de un restaurante del Barrio Chino. Esos mismos hombres y mujeres insomnes, borrachos y locos, desandando por las calles de la memoria de esa Habana que les azota los huesos con la fuerza con que golpean el aire los cañonazos del Morro a las nueve de la noche, y un día se mueren ahogados de sí mismos, solos y abrazados al frío de una madrugada bogotana, o a cualquier remedo de escollera que deja entre la boca un sabor a algas. Porque La Habana los persigue en Nueva York y en Cancún, en Nueva Jersey, en Madrid y en Miami, y la retahíla se repite en el recuerdo de tantas conversaciones, de tantas discusiones en que las lágrimas son puntos suspensivos y la nostalgia un brindis inagotable.
¡Quién lo hubiera creído! Estar aquí de nuevo pero esta vez contigo, después de tantos años en los que tus palabras me pintaron La Habana con los colores de tus ojos y de tu recuerdo reiterativo, incansable. Lograste que me enamorara de esta ciudad a través de las historias que contabas y reinventabas en tantas noches en las que el sueño me vencía y el frío bogotano me hacía un ovillo junto a tu cuerpo. Tú, como Gerardo Diego, deambulabas insomne por los acantilados, con tu alma en pena, hasta que en la madrugada abría los ojos y estabas mirándome fijamente. Entonces proseguías las descripciones, los relatos, el llanto contenido, la alucinación.
Estar en Cuba es también un ritual para despojar el alma de resentimientos. No solo los que deja el amor después de su cataclismo sino los que tu historia te fue tatuando en el corazón. Es extraño encontrarnos aquí, en este punto, en estas páginas, viniendo cada uno del pasado y del futuro, al mismo tiempo. Tú retornando a tu ciudad con la magia de las palabras, yo visitándola como si fuera la primera vez. El tiempo se desdobla, los años se pliegan, se superponen y se presentan de manera simultánea, como en los sueños.
«Siempre te dije que a La Habana tenías que venir conmigo». Lo dice con ese aire de maestro que suele tener. Es su frase de bienvenida después de reconocernos. Nos damos un abrazo y tengo miedo de descubrir en sus ojos un asomo de rencor o una mancha de tristeza que logre derribar mi aparente sosiego. Nos saludamos como si tan solo hubieran transcurrido algunos días desde nuestro último encuentro, cuando en realidad han sido quince años de separación. ¡Vine cuando tenía que venir! Este viaje era uno de tantos imposibles –se lo digo con toda mi convicción–. Veo que su mirada ha perdido brillo y en los labios le asoma una mueca que contraría mi recuerdo de su sonrisa. Cuántas cosas habrá pensado mirando mi rostro, que ahora trato de ocultar con unas gafas oscuras. «Si algo no es posible, es porque se requiere crear otra realidad» —dice—. Ya la estamos creando, por eso estamos aquí. «¡Cierto!» La literatura hace milagros, como el amor. «El amor siempre será un milagro». Recuerdo que esta era una de sus frases preferidas.
Nos hemos encontrado en El Capitolio y, sin acordar una dirección, atravesamos Dragones y nos internamos en el parque de La Fraternidad, guiados por la necesidad de escapar del sol. A esa hora algunas bancas se encuentran vacías. Escogemos una bajo la sombra protectora de un árbol. En un banco contiguo un muchacho descansa mientras nos observa. Recostada contra la verja se encuentra una mujer con un carro que contiene implementos para limpiar, ha hecho un alto en su trabajo para tomar su merienda. Había imaginado tantas veces este momento, y ahora no sé cómo cortar el hielo de tanto tiempo transcurrido, el pavor de estar aquí. Como un centelleo, como una asociación repentina, se precipitan en mi memoria aquellos versos de Enrique Lihn:
Tú en mi memoria, yo en la tuya como esos pobres amantes
que mientras se buscaban de una ciudad a otra, llegaron a morir
–complacencias del narrador omnividente, tristezas de su ingenio–
justo en la misma pieza de un hotel miserable
pero en distintas épocas del año.
Los amantes, sin saberlo, se encontraron para morir justo en la misma habitación amoblada y sobre el mismo lecho, pero con una semana de diferencia. Ella había estado allí antes que él y alcanzó a dejarle su olor, el aliento que fue perdiendo sin darse cuenta. Él llegó derrotado y en algún momento supo que la había encontrado. Los muebles, los objetos del cuarto le contaron su historia, a pesar de que desesperadamente creyó que nunca la sabría. Los indicios, el corazón, el aroma de la reseda, lo acercaban a ella, pero la esperanza de hallarla se evaporaba con el olor rancio y desalmado de los muebles. Después de abrir el gas selló los agujeros del cuarto con paños, sábanas y papeles arrugados, los dispuso casi con pulcritud, con el temor a un último impulso de auto compasión. Cerró los ojos con la misma actitud de entrega de ella, poseído por el mismo desamparo. Perfidia de la casera, crueldad, delirio de William Sydney Porter, un escritor oculto bajo el nombre de su gato: O. Henry. El mismo que buscaba siempre un final inesperado para sus cuentos pero que tal vez ya conocía de antemano el suyo. El poeta Enrique Lihn trae a colación este relato en un momento desgarrador del poema de despedida a Nathalie y esos versos son la reiteración figurada del ocaso del amor.
Antonio solía recitarme estos versos con los ojos iluminados, una y otra vez, sin asomo de cansancio, como si los llevara tatuados en el alma. Los citaba con sus comas y comillas, en negrillas y en mayúsculas, como un mantra, grabándolos con letras de sangre para evitar que los olvidara, para impedir que el amor se extraviara con sus palos de ciego y cayera justo en el desencuentro. No olvidé el poema pero el amor cayó malherido. Era inevitable. Es una vieja lección nunca aprendida. En su versión del cuento el amante se ahorcaba. Yo podía ver la habitación y sentir el dolor del encuentro imposible.
Por eso ahora le digo: Igual que esos amantes, en tiempos distintos, nos hemos encontrado aquí… «¡Sí, chica, ¡quién lo iba a creer!» Entonces hablamos de Enrique Lihn. Me dice que lo conoció en Varadero en 1967, durante un encuentro de poetas en que celebraban el centenario de Rubén Darío. «Me invitaron con un grupo del Caimán Barbudo. Éramos los poetas de moda en aquel tiempo, siendo sólo un bando de pendejos imberbes. Enrique murió en Santiago en 1988, era un ser atormentado, neurótico, vivía intensamente. Como intelectual era denso y todo se conjugaba en su poesía y en su compulsión por la bebida». Igual que O. Henry, el autor de La habitación amoblada –lo interrumpo–. Leí en internet que murió de cirrosis hepática, siempre las vísceras acumulando rencores, inquietudes, miedo, siempre las pobres vísceras, vociferando nuestro dolor de manera silenciosa… «Nada, no le creas a esas pendejadas que escriben para aliviar la ignorancia de los internautas. Yo siempre pongo en duda lo que dicen, es mejor seguir con los libros y también dejarle un espacio a la imaginación». Es cierto –le digo– yo no sé cómo hacían Balzac o Tolstói sin internet. Ahora no damos un paso sin consultar en la red. El inicio de la conversación me ha sosegado y ahora me siento libre para aproximarme y dejarme ir por la marea de sensaciones.
Por Prado ruedan vehículos multicolores de los años cincuenta que parecen puestos allí para una película de época. Si no fuera por el olor a combustible quemado que despide un humo negro, o por el ruido de los motores y de las conversaciones que nos envuelven, creería que estamos fundando otra dimensión de lo real. ¿Por qué estamos aquí después de tanto silencio, tratando de recoger el hilo roto de una telaraña que el tiempo se había encargado de tejer para un desencuentro?
Antonio se distrae viendo el movimiento de los carros, parece no dar crédito a sus ojos. Estos vehículos han sido reparados y vueltos a reparar de manera incansable, restaurados con toda clase de repuestos y recursos creativos para mantenerlos en circulación, casi todos ellos sirven como taxis colectivos y los llaman almendrones. Por el momento está permitido que nacionales y extranjeros los utilicen. Mientras que para los turistas son una solución, para los cubanos resultan un medio de transporte costoso. Junto a ellos viajan los taxis oficiales que son vehículos con menos años de uso. Algunos son verdaderas antigüedades rodantes, con sus colores llamativos, cuidadosamente maquillados para orgullo de turistas ostentosos. A su lado pasan autos de servicio oficial, particular o diplomático, autobuses y guaguas con forma de gusano, con rutas diversas, que se pagan en moneda nacional. Los diversos colores de las placas son un código incomprensible. Otro gran espacio de la calle está ocupado por motos y bicicletas con techos y sillas hechizos, adaptados como taxis para acomodar dos pasajeros. Sus conductores son cubanos agrupados en una cooperativa oficial. El espectáculo de los automóviles lo sorprende y lo lleva a comparar con la escasez de transporte que lo atormentaba en los tiempos en que dejó el país. Entonces no había más remedio que caminar largas distancias o tratar de moverse con la escasa gasolina que podía conseguirse al mes.
El parque de La Fraternidad se llena cada vez más de visitantes, fotógrafos, parloteos, risas. «¿Sabes que aquí hay árboles sembrados de todo el continente y pedestales con efigies de héroes y mandatarios célebres de todo el mundo?» No, no lo sabía –respondo–. «Ya ves, todavía conserva sus símbolos y sus verdes y esa es una buena noticia para mí, temía que los árboles ya fueran chamizos, pensaba que las efigies se habían cambiado por mamuts, por gorilas, Ahmadineyads, Evos o Chávez». Me hace reír y recordar: ¡Y esa es la ceiba, el gran árbol de la fraternidad del que me hablaste muchas veces! –lo digo como si se tratara de un gran descubrimiento–. «¡Sí, nos ha de sobrevivir!» Ahora está seca –continúo– ¡Es una mala señal porque los otros árboles están muy frondosos! «Siempre es así por esta época, pero en unos meses ya verás reverdecida la fraternidad». No sabía que la ceiba es sagrada para los cubanos y que esta lo es mucho más porque fue sembrada con tierra de diferentes países de América. «Así es. Fíjate que está bien resguardada y supongo que ya leíste la frase de Martí que la enmarca: “Lo pueblos no se unen sino con lazos de amistad, fraternidad y amor”». ¡Qué bello símbolo! ¡Cuántas cosas cuentan los árboles y nosotros sin oídos! No olvido el olmo centenario del poema de Antonio Machado –agrego–. «Ni yo el limonero de su casa de Sevilla». Y comienza a recitar los versos: «“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero…” Siempre imaginé, de muchacho y de hombre, aquel limonero en el huerto del patio, soñaba con ir a casa de Machado, tocar su cama, sus libros, su torpe aliño indumentario». Lo dice con una profunda tristeza. Algún día iré por ti y será como si hubieras estado allí –le digo a modo de consuelo–. «Suena lindo, aunque no lo hagas nunca. Pero no es lo mismo que ir y tocarlo con los ojos. Lo que más me dolió no fue la cercanía a la muerte, sino que los sueños de Machado y Lorca se fueron a bolina. Y eso me dejó el corazón más roto todavía». Estoy segura de que tú conoces más el patio de Machado que los miles de turistas que a esta hora llegan para fotografiarlo y convertirlo en trofeo. Has ido muchas veces en sueños. ¿Sabías que el cerebro no logra diferenciar lo que hemos vivido, de lo que hemos soñado o de lo que imaginamos? «No lo sabía, pero suena muy poético». Yo tengo clara conciencia de eso, ¿sabes?, si es que se puede hablar de conciencia en los sueños. En ese momento siento el impulso de contárselo:
No hay comienzo. Soy una mujer sumida en una profunda depresión. Un dolor inenarrable se extiende por todos los recodos de un alma que flota en la mitad de algo que debe ser mi cuerpo y que no puedo ver, porque estoy adentro de esa desazón. No tengo ojos que puedan escrutar afuera ni más allá del adentro. Siento, vivo la extensión, la magnitud, la fuerza de la palabra «sufrimiento». Conozco por primera vez su significado. No soy yo quien lo siente, es él quien me toma para significar, para ser a través mío. Es sufrimiento gracias a mí. Sólo hay una evidencia externa del abatimiento y son las lágrimas que chorrean mi cuerpo. Soy un estremecimiento húmedo, un dolor que se retuerce y nada más. El llanto es el único lenguaje que puede expresar esa palabra que me habita: depresión. No hay causas ni explicaciones. Se sufre de manera pura, sin más. Que no haya motivo, añade más dolor. Todas las salidas están clausuradas.
Entonces sucede algo imprevisto: frente a mí aparece una mujer que está delante de mis ojos llorando. Ella, que soy yo, sufre del mismo modo. La miro y me compadezco. No es posible que sufra tanto, es necesario que ocurra algo para que cese el dolor. Es necesario que ella muera para que se libere. La muerte es la única salida.
Tú apareces a mi lado y ves también a la mujer que soy yo, sientes su tristeza y me preguntas: «¿Tú la matarías?» Dudo por un instante, pero sé lo que ella siente y por eso respondo sin más: «¡Claro que la mataría!» Es cuestión de encontrar la forma de acabar con su vida. En ese instante surge la solución. Ha llegado una mujer vieja, la madre de la que sufre, solo ella podrá liberarla. Esperamos que suceda.
No es fácil la trama de esta tragedia. Aún quedan sorpresas para el espectador. En primer plano está el rostro de la vieja, que se compadece de la hija y sabe que es su responsabilidad ayudarla a terminar con su situación. Pero cuando se espera el desenlace fatal, la madre saca de su bolso un cuchillo y allí, ante nuestra perplejidad, se hunde el puñal en la garganta después de decir con ojos entornados su parlamento final: «Yo soy quien debe morir». Entonces una palabra empieza a martillarme hasta hacerme despertar: «hamartia, hamartia, hamartia…» El error o punto ciego de la enseñanza trágica: «¡Acabo de matar a mi madre!»
Cuando desperté, el sueño estaba intacto. Había protagonizado una tragedia de la que también fui espectadora. Seguía repitiendo la palabra y me preguntaba qué era la realidad. ¿No era la ficción dentro del sueño otra realidad que dejaba huella en mi memoria? ¿Y si ninguna era realidad, por qué conservaba su huella? Mientras hablaba había mantenido los ojos cerrados, como si quisiera penetrar en la oscuridad del sueño para no dejar escapar ningún detalle. Al abrirlos me sorprende ver su cara de perfil, muy cerca de la mía, procurando que mis palabras vayan directamente de mi boca a su oído, sin atravesar el aire.
Ante mi silencio gira su cabeza, mira fijamente mis labios y deja escapar un soplo largo y profundo. «¡Muchacha! ¡Me has dejado sin palabras! ¡Qué intensidad! ¿Por qué no escribes eso?» No reparo en su pregunta y continúo hablando: A veces fantaseamos estar en un lugar que hemos visto muchas veces en imágenes y casi lo sabemos de memoria. Cuando logramos estar allí nos invade una sensación de irrealidad. El sitio a donde llegamos no coincide con el lugar soñado y entonces siguen existiendo dos lugares: aquel donde nos encontramos y el imaginado. El resultado es una extraña conjunción de realidades. A veces uno no sabe si realmente estuvo allí o solo imaginó estar…Y remato con una pregunta: ¿Crees que realmente estamos hoy aquí, juntos?
«La literatura funciona igual –me dice–. Logra que sean reales personajes y espacios ficticios y el lector termina armando un mundo con ellos». ¡Claro! eso es encantador y por eso es cierto que la vida imita la literatura, como dice Oscar Wilde. Son los mundos imposibles que se interconectan con los posibles. A estas alturas, los lugares que he visitado me parecen ficción –continúo hablando mientras él mira a lo lejos escuchando atentamente– y con el tiempo todo se destiñe. Solo quedan sensaciones, imágenes y unas cuantas imprecisiones, como diría Borges. «El tiempo y la vida te han hecho más sabia. Es cierto lo que dices, pero la vida necesita ser vivida para que se llame así. Los recuerdos se hacen retazos que se quedan ahí, en el olvido y la memoria, si no hubiéramos tocado las cosas con todos los sentidos, cómo íbamos a recordarlas y de qué modo iban a martirizarnos hasta el delirio. Ya que nombras a Borges, acuérdate de su Elegía del recuerdo imposible, no sé si conservas el libro todavía». Y empieza a declamar:
Qué no daría yo por la memoria
de una calle de tierra con tapias bajas,
y de un alto jinete llenando el alba,
largo y raído el poncho…
Qué no daría yo por la memoria
de mi madre mirando la mañana
en la estancia de Santa Irene,
sin saber que su nombre iba a ser Borges…
Qué no daría yo por la memoria
de que me hubieras dicho que me querías,
y de no haber dormido hasta la aurora,
desgarrado y feliz.
«Creo que siempre hay que vivir, aunque las cosas luego se te confundan en un laberinto de estrellas». De pronto descubro en sus ojos un fenómeno que hasta ahora no había logrado entrever, es como si una luz del pasado estuviera tratando de asomarse, pero una mácula de infinita tristeza lograra deslucirla y ahora su mirada se hace oscura, casi tenebrosa. No puedo seguir penetrando en ese pozo que amenaza con herirme. Busco otro tema para continuar la conversación. Lo miro de soslayo y engarzo una pregunta para salir airosa del silencio: ¿Entonces seguiste mal de la presión y tu corazón no resistió Sevilla? «Si te contara de mí, no lo creerías –dice–. En realidad me morí cuatro veces y resucité, lo mismo de siempre, con más años en las costillas, presión alta, el corazón no bombea bien, los pulmones se llenan de tus propios líquidos y te asfixias lentamente…» ¡Claro que te creo! Recuerdo muy bien tu presión incontrolable… «Sí, nunca me bajó. Un día una cardióloga me dijo: su corazón es un tulipán de acero». Suena bonito, es una bella metáfora, es la medicina que necesitas. Es como si tu sangre respondiera a otra lógica, como si tus sístoles y diástoles tuvieran que medirse en un código poético. ¡Al menos te queda la poesía para seguir respirando! ¿Recibiste el poema que te envié cuando saliste de la clínica?
«¡Qué lindo, chica, qué lindo! Nunca podré agradecerte lo suficiente. Cómo agradecerte tanta ternura e intensidad, como el vuelo de un águila, eso me ayuda a respirar mucho mejor». ¿Cuánto tiempo estuviste en el hospital de Sevilla? «Doce días y tres en la sala de cuidados intensivos». ¡Qué triste! Recuerdo que cuando nos conocimos acababas de salir de una hospitalización en Bogotá. «Fue una de tantas, la primera y única en tu país. Mientras estuvimos juntos jamás volvió a suceder». ¡Menos mal! –suelto esta expresión casi con alegría– ¡No lo hubiera resistido! «Yo tampoco quería eso para ti». Recuerdo que muchas veces te miraba dormir y tenía miedo de que no despertaras. «Me gustaba jugar al muerto, como hacía papá conmigo». ¡Qué cruel! «Siempre juego con la muerte para distraerla. Hasta en el hospital de Sevilla con mis pocas fuerzas andaba pidiéndole a las enfermeras que me cantaran sevillanas, y como el médico andaluz se llamaba Cristóbal Colón, cuando me recuperé le dije: Oiga, compadre, déjese de joder con ese nombre, su padre se la hizo buena, pero está a tiempo de rectificar, cámbiese el nombre que Cristóbal Colón sólo puede haber uno, el gran almirante. Me dijo que lo iba a pensar, ¡muerto de risa!»
Reímos en coro por primera vez desde el momento de nuestro encuentro. Siempre me gustó su humor, esa forma de decir las cosas sin pelos en la lengua, sin atisbo de timidez, sin temer qué pensará el otro. Recuerdo que en nuestra primera cita le pregunté por qué lo llamaban «el niño». Me dijo que le gustaba hacer pilatunas, decir mentiras piadosas, dejarse consentir y decir las cosas sin disfraces, como suelen hacer los niños. Aunque también le decían «el diablo» por su verbo punzante y su capacidad para despertar las más prohibidas pasiones. No estaba acostumbrada a esa forma de desnudez, a ser despojada de toda defensa con las palabras, me hacía preguntas directas y antes de intentar una respuesta ya estaba adelantando hipótesis y lanzando otra pregunta como un latigazo. «¿Por qué tienes ganchitos en los dientes? ¿No hay riesgo de que puedan herir tus caricias?» Me miraba más allá de los ojos, me atravesaba la timidez, el pudor, me quitaba cualquier argumento que sirviera de excusa para dilatar un próximo encuentro, invadía mi tiempo, echaba la puerta abajo, entraba en toda mi vida… Cuando no eran sus miradas a quemarropa, eran sus cartas las que entraban por debajo de la puerta. Sus cartas que empezaron a crecer en los cajones y que no me atrevía a quemar, las cartas que amenazaban con delatarme en cualquier momento.
En La Habana sobresale la ropa colgando en los balcones, como banderas descoloridas, sábanas que se agitan, toallas que parecen haber secado a generaciones, ropas raídas, alambres que sostienen ventanas, plásticos donde hubo vitrales, junto a arcos, espirales, columnas torneadas, el anciano barroco adornando todavía la modesta existencia de habaneros que respiran sal en los balcones. Las antenas de la televisión arañan el azul. Se le ha hecho tarde al hombre de camiseta roja que está a punto de atravesar el cuadrante inferior de la foto, lleva una gorra azul y mira hacia la izquierda, hacia el punto donde una señora de vestido rojo avanza hacia el pasado. Las cuerdas de la luz se descuelgan casi con desidia y se dejan mecer por el azar, interponiéndose entre el lente y el otro edificio de estilo moro con sus paredes de azulejos, las columnas coronadas con arcos cuyas concavidades se adornan con sesgos que semejan guirnaldas, balcones que en su parte superior rematan en tréboles, paredes con calados y un reborde donde se lee «Palacio de Las Ursulinas». En el zaguán del Palacio, dos hombres sentados parecen simplemente esperar que el tiempo transcurra. Junto a la puerta, escrito con letras desiguales y blancas un letrero dice «plomero». ¿Qué es lo que va mordiendo el hombre flaco que atraviesa de derecha a izquierda la fotografía, sin prisa, quizá repasando un sabor que ya no existe? Un niño vestido de blanco se ha quedado mirando la bolsa que lleva una mujer rubia, pero su abuela lo sigue halando para que avance. Todos son espectros que la cámara ha capturado y que empiezan a tomar vida ahora, cuando recobro las cosas que nunca vi.
Hay un balcón redondo en el que gotean tres bluyines cerca de una antena de televisión, las ventanas están cubiertas con tablas, hay una puerta entreabierta y quizá una mujer en su interior. De vez en cuando una maceta puesta en cualquier lado refresca el ambiente. Todo el conjunto está sostenido por una estructura majestuosa de relieves y boceles. Las puertas formidables recuerdan palacios y en los cielos rasos todavía se conservan los colores de los frescos con los consabidos angelitos de rostros regordetes. Los edificios de La Habana parecen sacar sus brazos y estructuras para salirse de sí mismos, para escudriñar la calle, hurgar el horizonte y tocar el mar. Están hechos para que la gente se muestre, se asome al mundo. Tal vez a eso se deben sus formas sinuosas, su arquitectura coqueta.
Algunos transeúntes pasan afanados, contrayendo el ceño. ¿A dónde irán? llevan una pregunta que los lacera, mastican un dolor, un resentimiento. Otros caminan lentamente, levantan los brazos y parece que fueran a volar, esperan que el viento o el tiempo les marque la dirección, o tal vez quieren que el azar los detenga. Los habaneros que vemos pasar visten ropas para una temperatura más baja. Se esperaba un frente frío y lo que cae es un sol abrasador. Los turistas siempre esperan el sol del trópico y por eso llevan gorras y camisetas con lemas publicitarios, tenis de marca, cámaras digitales o filmadoras, sus laptops y sus iPads, que aquí permanecen desconectados de la red, a menos que pagues tarjetas de costo exagerado. Llevan prendas con anuncios de grandes casas comerciales junto al rostro del Che recién planchado: «Revolución o muerte». Su ansia de aventuras tropicales y la sed revolucionaria se les apacigua con el primer mojito. Una revolución de pocos días que se agota al recibir la cuenta del hotel y se difumina con el humo de los puros que se guardarán en la caja de vanidades. Los habaneros hablan fuerte mientras sacuden las manos para dibujar las palabras, para que no queden dudas de su significado, que no puede estar completo si se le quita la música o las muecas.
¿Cómo encuentras la ciudad? ¿Así era cuando te fuiste? «En realidad, las calles y muchas de estas construcciones parecen no haber cambiado, o tal vez lo hacen a ralentí, se destiñen de un modo imperceptible». Reitero la pregunta: ¿Es decir, se parecen a las que guardabas en tu memoria? «Sí. Es extraño. ¿Sabes? Todo es intacto, aunque todo sea distinto. Porque las calles que recorrí son y no son, están y no están». Te entiendo, es el río de Heráclito. Se voltea para verme de frente y esta vez su mirada deja traslucir su estupor: «¡Chica! tenía miedo de llegar aquí y encontrarme solo con ruinas, pero ahora veo que las ruinas son mis recuerdos y yo soy parte de esas ruinas». Y sigue: «Veo a esta gente pasar, miro los jóvenes que tienen la misma edad que yo tenía en los años sesenta y te aseguro que no entiendo nada. Hasta me parece que voy a encontrarme con ese muchacho de camisa azul, que lleva un libro bajo el brazo, que lo ve todo con mis ojos de cuando tenía veinte años y que sueña con cosas inmortales. Tengo miedo de encontrármelo de sopetón, en cualquier punto de Galiano y Virtudes». Seguro que lo vas a encontrar, debes prepararte para eso. Ese muchacho nunca se fue de Colón y menos de La Habana. Me recuerdas a Ricardo Reis, que después de dieciséis años vuelve a Lisboa y la encuentra casi idéntica, salvo los árboles que están más altos. Y entonces viene ese recurso de Saramago cuando en tan solo una frase hace que el lector se entere del motivo del viaje: Ricardo Reis, después de desembarcar, ha tomado un taxi, pero en ese instante se da cuenta de que no tiene rumbo. La pregunta lógica del conductor: «¿A dónde se dirige?» le cae en el centro de la angustia porque se trata de la primera de dos preguntas fatales: «La otra, la peor, sería “¿para qué?”» Ahora temo preguntarte lo mismo: ¿Para qué has venido a La Habana? No vayas a responderme, ¡por favor! «Saramago ya te respondió» –me dice–. Ricardo Reis llegó para encontrarse con el fantasma de Fernando Pessoa y para morir en Lisboa –le digo–. «Y yo he venido para encontrarme contigo y para acabar de morir».

Otra vez percibo un dejo de tristeza en su voz y ya no quiero mirarle los ojos. Enseguida hace un comentario jocoso sobre mis piernas: «Se mantienen como columnas dóricas». Quiere distraerme, me pregunta por cada persona de mi familia. Le respondo con frases cortas que él siempre intenta alargar, al tiempo que hace apuntes sobre sus recuerdos de cada uno. De pronto un mulato se acerca para saludarnos y preguntarnos de dónde somos. Mi respuesta es cortante porque ya sé que es una forma de abordarnos para luego ofrecerse como guía turístico. ¡Qué equivocado está! No sabe qué calidad de guía tengo, pienso. «¡Oye, chico! ¡ven acá!¿desde cuándo permiten transportar turistas en estas motos–taxis y en esas bicicletas?» –señala hacia el Paseo del Prado–. «Desde que está Raúl, con él hemos tenido un alivio» –responde el muchacho– y enseguida le pregunta a Antonio: «¿Eres cubano?» «¡Soy más habanero que el Malecón y más cubano que el Pico Turquino! Bueno, era, hasta hace muy poco tiempo». «¡Seguro que te fuiste a la yuma!» –grita el joven mientras se aleja sonriendo–. «¡A la yuma no! ¡Al carajo!» Eso no lo escucha el muchacho, que ahora aborda a otra pareja que camina por el parque.
Es un amor difícil La Habana. En el momento en que uno está más enamorado de esa belleza añeja que pervive en cada calle y que asoma en los caserones de paredes andaluces y escaleras de mármol, siempre surge algo que está a punto de estropearte la alegría. Un viejo famélico de ojos abismales, un perro con la carne desgarrada que merodea en la basura, un niño que se acerca para pedirte un dólar, una bodega en donde no está lo que una mujer está urgida de comprar, los jirones de una toalla de color indefinido que cuelga en el balcón, un lavabo inservible, un pan fosilizado, un músico que afina su instrumento con desgana, como sorbiendo la amargura. Y junto a todo eso, como borrando cada mueca de dolor, El Malecón con su espectáculo de mareas, con su inextinguible redada de amores posados en el borde, de cara al infinito, deambulando entre el ser y el querer. La ciudad los expulsa y los recoge en cada resaca.
«Cómo ha hecho esta ciudad para resistir los embates del tiempo y del mar, para conservar su ajada belleza, para no cambiar sus joyas arquitectónicas por rascacielos, sus grandes casonas por cuadrículas, su parloteo musical por enjambres de vecinos anónimos… La respuesta es sencilla: ha decidido morir de muerte natural, el mal que ha de matarla es el mismo que hasta ahora la preserva. El capitalismo la hubiera salvado matándola de tajo, ahora no estaría a punto de derrumbarse, pero ya no sería ella misma, cada cosa que hagamos para salvarla, será algo que la destruirá». Interrumpo su reflexión con una ironía: ¡Pero existe la Oficina del historiador! «¡Ese es un embeleco! la restauración de cada edificio de La Habana Vieja cuesta un cojonal de dinero. ¿De dónde vamos a sacar para reconstruir toda la ciudad? La gente hace lo que puede y cada vez que intentan arreglar una fachada, después de haber hecho tanto esfuerzo para conseguir los materiales y la pintura, terminan arruinando una obra de arte». Sí, lo he visto en estos días. Unos hombres pintaban una fachada en la calle Belén y era tal el contraste entre el color rosa que esparcían y la textura del muro que embadurnaban, que daban ganas de echarse a llorar. Se notaban tan felices, que habría sido un exabrupto decirles que lo que estaban haciendo era una chambonada. «Así es, chica, así es. Esto no tiene pie con bola, y lo peor es que muchos creen que la yuma es la solución. Ya lo dijo Ramón Grau San Martín en los años cuarenta después de que un ciclón embistió La Habana: “¡Cuba no se hunde porque es de corcho!” pero después de La Revolución tuvo que añadir: “¡Pero estos muchachos sí la hunden!” Pero nada, ya ves que el viejo tenía razón, todavía flota».
Hace un gesto de apatía y mira las nalgas de una prieta alta que pasa dando largos pasos de venado y cambia el gesto por picardía. Sonrío disfrutando la escena y miro más allá. Al fondo, caminando en dirección al Capitolio, va un grupo de jóvenes con instrumentos musicales y percibo una parodia. El bajo es tan alto que parece llevar de la mano a su portadora, una chica diminuta que, inútilmente, intenta alcanzar a sus compañeros que la dejan atrás, en medio de risas y comentarios. Vuelvo la mirada hacia la fuente de La India y le pregunto si tampoco ha cambiado. «Es la misma de siempre, la noble Habana sigue sosteniendo sus frutas, aunque ya no se cultiven como en el siglo XIX. Su mármol de Carrara es una verdadera belleza». La verdad, no le veo cara de india, o en todo caso es una india con rasgos europeos, digo. «Sí, así lo hacían todo, imitando sus modelos y sus figuras míticas. La noble Habana debería haber sido negra y hecha de bronce, claro, pero no le vas a corregir la plana al viejo Giuseppe porque ya es un poco tarde». ¡Qué raro que Fidel no la mandó quitar! «No, si él es de ascendencia gallega, europeo igual».
Caminar por La Habana Vieja en donde nos recibe el Caballero de París, sentir otra vez la conmoción al entrar en cada plaza, caminar por Obispo, detenerse en las esquinas para comprobar que la ciudad sigue disociada entre las galerías de los turistas y las mansiones convertidas en nichos o en pocilgas, comprobar que La Bodeguita del Medio o El Floridita, donde los extranjeros consumen mojitos y daiquirís a precios escandalosos, convive con la ciudad de los callejones oscuros y los portales descascarados donde el brillo de muchos ojos nos acecha casi con rencor. Ante tanta belleza arquitectónica desvencijada por el paso del tiempo, decir tiempo es solamente una convención, ¿por qué hemos de culpar siempre al tiempo del deterioro? Parece recorrer por las calles una sensación de impotencia, de inutilidad. Pasean hombres, mujeres, niños, niñas, que van en busca de resolver el día a día y para quienes los detalles de la arquitectura hace rato dejaron de tener sentido, si es que algún día lo tuvieron. Porque esos brocados en los balcones forman parte de su ambiente natural y quizá muchos no imaginen que en otros lugares del mundo las casas o los apartamentos son cuadrados perfectos de un orden desaliñado y tristemente lineal.
Ya es más de mediodía y empezamos la caminata por el paseo del Prado hacia Neptuno para buscar la calle Galiano y así visitar el Cine América en donde tus recuerdos se pierden en las butacas de un lujoso teatro venido a menos, que ahora permanece cerrado. Allí ibas a dormir la siesta para escapar del calor. Cerrabas los ojos y escuchabas todos los idiomas, según la película que pasaran, hasta que las voces se confundían con los sueños. «¡Coño! da grima saber que nunca más volverá a ser el mismo teatro, que nunca más ese cine que me arrebató felizmente de la realidad». Seguimos caminando por Virtudes, atravesamos Águila, Amistad y ya estamos en Crespo, tu barrio de infancia, el mismo de Lezama, el de los prostíbulos en donde hiciste tus primeras lecturas de poesía. «José Lezama vivía entre Industria y Consulado. Lo visitaba en las tardes y María Luisa, su mujer, amablemente me invitaba a pasar y a sentarme junto a la ventana, de espalda a la calle Trocadero. Enseguida llegaba con un buchito, literal, de café y me decía: “Perdone lo poquito, pero es lo que queda de la cuota, ya usted sabe lo que trae un paquetico”. Luego llegaba Lezama con un tabacazo apagado entre sus labios y me extendía la mano».
Recuerdo tus emocionadas descripciones de la arquitectura de La Habana. «¡Claro, chica, no es para menos! En ninguna otra ciudad se ve algo semejante. Puedes recorrer grandes trechos de la ciudad a pie, bajo los pórticos, llegas al mar bajo los portales, el habanero no se da cuenta porque lo vive a diario, pero es una cosa alucinante. Al otro lado del paseo del Prado encuentras hermosos edificios republicanos del siglo XIX, con balcones de puertas altas, con columnas y arcos que se unen armónicamente para formar los portales y que rematan en esquinas redondas y amables a los ojos. Al pasar la calle estas formas se encuentran con las del siguiente edificio que, a su vez, tiene columnas y arcos que prolongan el portal de la cuadra siguiente, el otro, el de más allá, que es a su vez el inicio de la próxima calle. Esta sucesión de largos, anchos y bellos pórticos se extiende de manera interminable para dar sombra y hospitalidad a los peatones que caminan por ellos, quizá sin darse cuenta, sin tener conciencia del hermoso espacio que recorren y que constituye una joya arquitectónica inexistente en gran parte de las ciudades del mundo, excepto en las zonas históricas de las grandes capitales. ¡Qué locos estaban los que construyeron La Habana! Incluso hay una calle, Águila, que nace y muere en el mar. Te estoy hablando de distancias enormes…»
Esta arquitectura que en aquellas ciudades es un patrimonio histórico restaurado y preservado, aquí se presenta como algo corriente, como el pórtico de cualquier casa, el lugar de la complicidad, del coqueteo, del cotilleo, el sitio fresco para acomodar las plantas, para sacar las sillas y ponerse a conversar. En las noches, la luz de bombillos y lámparas proyecta sombras juguetonas que hacen del portal un sitio encantador. Por los balcones se asoman enredaderas, ojos de niños, de ancianos, gatos, perros, o cualquier testimonio de humanidad. Alejo Carpentier se preguntaba «si no se ocultaba una gran sabiduría en ese mal trazado de las calles habaneras que parece dictado por la necesidad primordial –trópica– de jugar al escondite con el sol, burlándole las superficies, arrancándole sombras, huyendo de sus tórridos anuncios de crepúsculos». Sobre la increíble profusión de columnas y la mixtura de estilos decía que existe un mestizaje que no percibe el caminante desinformado: medio cuerpo dórico y medio cuerpo corintio, jónico, figuras mitológicas de cemento… que La Habana es un «emporio de columnas, selva de columnas, columnata infinita». El barroco se tomó las mansiones y casas de El Vedado: arabescos, colas de pavo real, metales trabados, enredados, entrecruzados, rejas, encajes de madera calada, mascarones, puertas superpuestas, mamparas, abanicos de cristal, vitrales…
Por Trocadero volvemos al paseo del Prado, con sus bancas de mármol, su piso de granito y el brillo de sus laureles. Miro la gente que conversa a gritos, aquellos que venden cachivaches, los que salen al paso de los turistas para ofrecerles un paseo en coche de caballo, en moto taxi, en un auto de los años cuarenta. Un prieto que va empujando su bicicleta se me acerca y promete llevarme a lugares inimaginables. «¡Descarado! ¿Sabes dónde quedan esos lugares inimaginables?» –me pregunta Antonio–. No. ¿Dónde? «En la punta de su lengua». ¿En serio? pensé que se refería a mansiones con tesoros ocultos. «No te hagas la inocente, chica, que ya estás muy vieja para eso». Seguimos caminando en medio de una aglomeración de turistas armados de cámaras. Noto que mi acompañante está fatigado, se sienta en un banco y me pide que siga sola. «No puedo más, es mucho para mí. Mucha distancia en el espacio y en el tiempo, mucha carga para mi corazón». Lo veo pálido, lo siento muy frío, tengo miedo. Le pregunto si lleva la pastilla y me dice que hace meses no la toma. Ante mi cara de angustia me consuela diciéndome que ya no la necesita. Comprendo que no solo le falta el aire sino que lo aplasta el peso de sus recuerdos. Dudo si quedarme a su lado o continuar, pero él me hace una mueca para animarme a seguir. Me doy vuelta y a mi lado aparece un niño que me lleva de la mano hacia el Museo de Bellas Artes. Antes de alejarme lo escucho decir: «La calle donde nací, Crespo, sale al mar luego de atravesar Trocadero, Colón, Refugio y San Lázaro. Ahí está el malecón, donde me bañaba con los mataperros, yo era uno de ellos, nos metíamos en las pocetas…»
Ya en Bellas Artes me detengo ante el encanto del inmenso patio central. El guardia me dice que debo comprar un boleto y que el museo cerrará en una hora porque es el último día del año. Suena muy entusiasmado porque ha llegado su tiempo de vacaciones. Me molesta la noticia. No quiero recorrerlo tan de prisa. Pero es ahora o nunca. Rápidamente inicio una maratón hacia las exposiciones permanentes de pintura cubana. Las salas están casi vacías y las guardianas que encuentro a mi paso tienen cara de impaciencia. A cada rato miran el reloj como queriendo acortar el tiempo para empezar a espantar los escasos visitantes. La angustia no me deja disfrutar, como quisiera, las obras de Amelia Peláez, Wilfredo Lam o Fidelio Ponce. Es tarde para lamentaciones y antes de que me expulsen salgo a toda carrera. En la calle me percato de que estoy saliendo del pasado que representa el museo para ingresar al pasado que me espera en una banca del Prado.
Llego al lugar donde te dejé, miro a todos lados pero ya no te encuentro. Quizá te he soñado todo este tiempo en que aparecías y desaparecías a tu capricho, como el fantasma de Pessoa ante Ricardo Reis. Me calzo tus zapatos para encontrar la magia del viento que levanta las faldas de las muchachas. Un hombre con sombrero que está sentado en otro banco me detiene para decirme que hace unos minutos pasaste por aquí, que llevabas una camisa azul y un libro bajo el brazo. Prosigo, atravieso Refugio, Genios, Cárcel, pero en ninguna de esas calles veo tu figura. Los leones del Prado me contemplan con su furia de bronce y recuerdo el poema de Virgilio Piñera en el que decide sacar de paseo a uno de estos leones para llevarlo frente al poeta bayamés Juan Clemente Zenea, que desde 1920 está sentado sobre un muro de mármol, mirando al mar. Fue fusilado en 1871 por los españoles, lo mismo que los ocho estudiantes de medicina, que comparten con él su condición de mártires.
En el parque de Los Enamorados voy en busca de la celda en donde estuvo preso José Martí, el monumento de la antigua Real Cárcel de La Habana donde fueron ejecutados varios próceres de la independencia. La encuentro escoltada por una mujer que se interpone en mi camino para decirme que el sitio está cerrado y no me es posible ingresar. Siempre pasa lo mismo. Llego tarde o no me abren –lo digo en voz alta por si alcanzaras a escucharme–. Esto me pasó en Santiago, cuando quise ingresar al Cuartel Moncada. Fui tres días seguidos y nunca pude entrar. El primer día era festivo y no abren los festivos. El segundo día estaba lloviendo y cuando llueve no se abre. El tercer día los encargados estaban de permiso o decidieron no abrir. «Es la mecánica nacional», dirías.
Ya estoy frente al mar y su visión me roba o me devuelve la memoria. Sé que te has ido en la pirueta de una ola, que esta ciudad es como esa habitación amoblada en la que estuviste hace varios años y ahora llego a buscarte y solo encuentro tu olor. Todas las cosas permanecen con la ruina del tiempo, huérfanas, pero continuamente repasadas por manos que escudriñan, que sacan el alma de las paredes sin dejar mucho a cambio. Las calles parecen hablar con la voz del pasado y las ventanas son ojos por los que cuelgan señales de vida.
Tienes veinte años, me haces un mapa de tus pasos y del color de la tarde cuando caminas hacia el mar con un libro bajo el brazo. Huyes del sol bajo los portales preparándote para el festín de las palabras, o de los labios y los cuerpos, en otra habitación del recuerdo. Esas calles te traen el jolgorio, las advertencias de Cachita, tu madre, temerosa de que seas engullido por la boca de la noche o raptado por una medusa de perfumes y carnes envolventes.
La Rampa te lleva de la mano hacia el Malecón donde te espera una muchacha de labios hinchados por el deseo. La calle te ve bajar desde Coppelia, con esas gafas enormes que no logran ocultar tu picardía. Un mechón indomable cubre tu frente, te cubre los ojos y te impide ver la bandada de muchachos que a esta hora comienzan a invadir las aceras con su algarabía, sus canciones, ese licor que ocultan bajo sus ropas, el humo de los cigarros que retienen con ansiedad. Sigues con esos pasos lentos que siempre te conducen al pasado, a una noche fría, a unos ojos que te perturban y te atrapan, mientras el mar te embiste dejándote en la boca la sal de las palabras. Te lanzaste al mundo de cabeza y pediste ser devorado, disuelto en las mareas. Te has hundido en la eternidad.
Y yo, como la novia de Lázaro, huelo tu ausencia. He llegado a La Habana para el encuentro imposible y repito con Dulce María Loynaz:
Vienes; sin contar con más esperanza que tu propia esperanza
ni más milagro que tu propio milagro. Impaciente y seguro
de encontrarme uncida todavía al último beso.
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