A Efrén, por el viaje interminable

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PÁJARO del olvido
jamás te tuve más cierto en mi memoria.
JOSÉ ÁNGEL VALENTE

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Estas crónicas son una exploración en la memoria, en los sentidos, en la ficción del pasado. Sabemos que los recuerdos, como los sueños, son materia inestable y cambiante, caóticos, libres, se niegan a la linealidad espacial o temporal. Los relatos están atravesados por preguntas, o por saltos caprichosos del ensueño. Algunos surgen del recuerdo todavía tibio, otros de una distante evocación. En algunos puntos se teje con las hebras de la imaginación o del deseo, en otros con la poesía, con la literatura, que es otra forma de viajar. La memoria se compone, como diría Borges, de «unas cuantas tiernas imprecisiones», las mismas que conforman el mundo, la vida. Hay itinerarios y encuentros que solo son posibles en el papel, en los sueños, en el cine, en un mundo virtual. ¿Quién duda de estas realidades?

Las crónicas tienen múltiples tonos, ritmos, colores, voces. Así como un viaje nunca es igual a otro, quien viaja se transforma, deja de ser. «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». La voz que cuenta también se transfigura: la que alucina en el desierto, esa que tirita en la noche del lago; la que se espanta ante el exceso, o aquella que explora en el mapa para encontrar el país de los sueños, no son la misma voz. Todas y ninguna es la que ahora escribe. Cada una tiene su tiempo, su modo de vivir y contar. Todas tienen aquí la palabra.

Es posible que el lector, como el viajero, se sienta perdido. Quizá quiera anticipar el final, devolverse, cerrar el libro. O querrá seguir, dejarse llevar, tomar su propio rumbo, quedarse a explorar un solo lugar. Será como estar en situación. No hay otro orden que el deseo. Ojalá esta lectura pueda vivirse como un viaje…

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Los viajes realizados empiezan a formar parte de la ficción del recuerdo. Es la huella del déjà vu, esa sensación que nos invade a veces cuando llegamos a un lugar, o vemos una imagen, y tenemos la certeza de que ya habíamos estado allí, que esa situación ya la habíamos experimentado, y no logramos comprender si se trata de la memoria del pasado o de la memoria de un sueño. Para el cerebro no hay diferencia. Ambas son realidades vividas. Con la memoria de los viajes ocurre algo más: sabemos que estuvimos allí pero no logramos recordar los detalles o rescatar la sensación, es como si los hubiéramos soñado.

La deuda con la memoria empieza a saldarse cuando las palabras retienen aquello que se escurre, que se escapa por las grietas. Cuando logra nombrarse, lo vivido vuelve a ser parte de la realidad. El viaje se hace vida cuando se convierte en palabra incesante y retoma el movimiento del tiempo que lo alimenta hasta el infinito. Contar es volver a vivir. «El verbo se hace carne». Mientras el cuerpo se complace en su roer de huesos, en su ruta de aire y flujo de sustancias, la mente se alimenta de infinito, de sensaciones en las que coexisten soles, océanos y nieblas.

El viaje nunca concluye en el recuerdo. Vuelve a iniciarse en el relato para quien lo escribe, para quien lo escucha o lo lee…

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Los viajes se van acumulando en la memoria como un revoltillo de pequeños sucesos, recortes y fragmentos de lugares guardados en un cajón, retazos que reclaman una mano que los zurza. La memoria tiene un asunto pendiente, una espina que perturba sin que sepamos en qué lugar se aloja y dónde ha echado raíces. Hay una deuda con el tiempo ido; con esas horas que rápidamente se vuelven espuma, sonidos disueltos, alma de cosas ausentes, visiones que surgen en el insomnio o que se mezclan con los sueños.

Los viajes se desmoronan en la memoria y son como las migas de pan que en el cuento se dispersan por el camino. Son imágenes, voces, historias, sensaciones… Se siente la necesidad de atraparlas antes de que se desvanezcan, antes de que se conviertan en polvo y nadie, ni siquiera uno mismo, pueda creer que alguna vez tuvieron lugar. Entonces echamos mano de notas sueltas, colillas de tiquetes, postales, fotografías, esa forma congelada del tiempo, esas imágenes en las que a veces no nos reconocemos…

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Marco Polo en la cárcel siente la necesidad de contar ese viaje que ha hecho a territorios desconocidos, allende las fronteras. Entonces le dicta al amanuense sus aventuras y a medida que cuenta, surgen historias y personajes inusitados, reinicia la travesía, mezcla en su memoria lo visto con lo oído y lo imaginado, pues todo le resulta igualmente verídico y digno de ser creído. La realidad y la invención fundan los lugares, como en el caso de Ítalo Calvino y sus viajes imaginarios por Las ciudades invisibles.

En los viajes vemos lo que sabemos y además lo que imaginamos. Nadie viaja con la mente en blanco. No solo se camina horadando la tierra que pisamos, también se dan pasos hacia adentro. Así, un viaje es un trasegar interior, una exploración para dirigirse hacia algún territorio de la mente, del alma, del sentimiento, o como queramos llamar a ese adentro, en el que no estamos solos. Allí habita una multitud…

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En ocasiones, al hurgar en los recuerdos, así como en las fotografías, se nos revelan cosas que nunca vimos; otras veces se omiten las escenas que quisimos capturar con el visor. O quizá las dos realidades se superponen. Julio Cortázar nos recrea las dos posibilidades. En Las babas del diablo un fotógrafo descubre un delito, gracias a las imágenes que está revelando en su cuarto oscuro. Antonioni en Blow up, hace una versión libre de esta historia para el cine, y en ella la realidad y la fantasía se conjugan, de modo que no sabemos si creer al ojo de la cámara o a la visión del fotógrafo. En El Apocalipsis de Solentiname, otro cuento de Cortázar, el narrador descubre que ninguna de sus diapositivas ha capturado las escenas campesinas que retrató, y en su lugar aparecen imágenes de violencia política. Es el arte rebelándose en el momento de la revelación.

Este prodigio no pertenece al plano de la fantasía sino a la fantástica de la realidad, es decir, a otras dimensiones de lo real.

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Así como el cambio existe, así
en el paso de los años se alcanza la permanencia.

FRIEDRICH HÖLDERLIN