Paredón

Un extremo de la regla contra la pared. Una pared blanca, con pintura estropeada, rayada a intervalos y con varios manchones, la cal descascarada, sucia. Más abajo, señales de humedad, arañazos, patadas, la mugre acumulada sobre los desteñidos guarda escobas. Una vez noté que había nudos de pelos entre las rendijas.

Otro día vi un camino de hormigas, cada una llevaba una miga de algo y se internaban en un agujero.

La regla es rígida, pesada. Un palo de madera burda, de unos ochenta centímetros. El equilibrio es inestable, su posición oscila de arriba abajo. Sus bordes ásperos hieren, purgan la torpeza, el grito, la palabra equivocada, el salto. La regla es símbolo del miedo cuando se bate en el aire. Golpea duro la palma de la mano, duro. Deja su huella enrojecida, candente.
Certeza de estar aquí, sosteniendo el filo de la obediencia. A veces repito una avemaría, por ver si eso me alivia.

A lo lejos, la burla, la hostilidad, el asomo de algo en el ambiente que se parece al escarnio.

En las rodillas el ruego, el piso lacerante, un dolor que asoma en la piel. Conciencia de los huesos y su mudo cansancio. Asomo del llanto y su temblor.

Y en el otro extremo de la regla está mi frente. Oprime con fuerza y siente que la punta lacera, se hunde. Mi frente amplia, indómita, llena de visiones y de pájaros, ahora incrustada como un clavo al paredón.

Cientos de hormigas cargan con dificultad el peso de otro insecto, bordean la pared, se afanan, penetran, observan, se comunican entre ellas, parecen mirarme, quieren ayudarme con este peso.

Tal vez piensen que es ficción. Son sesenta años, la escuela ya no existe y siento aún el dolor en la frente. Estoy de rodillas en un rincón del salón, de cara a la pared. Sostengo la regla con mi frente. Los demás niños me miran. La regla no puede caer.

***

Monigote

Ser el hazmerreír de todos. El bufón amargo que sostiene la silla con sus brazos estirados sobre la cabeza. El pajarraco con sus pies firmes y la mirada perpleja que va y viene del suelo a la puerta, en espera de alguna palabra que reconforte, que alivie el peso, el azoro. Arriba mis manos, que antes creí frágiles, con sus membranas y sus nervios a toda resistencia, calientes, palpitantes, dueñas del coraje, con su elocuencia y sus garras, resistiendo, asumiendo la culpa, mártires de mi cuerpo y mi pavor.

El salón entero es un alboroto cuando hace su ingreso la maestra. Tampoco ella entiende el gesto. ¿Qué hace un niño parado en un rincón, sosteniendo su silla sobre la cabeza, auto infligiéndose una tortura?, ¿cómo interpretar este desatino?

«Recuerde que usted ayer lo castigó así -le dice el mayor de la clase, mientras trata de ahogar la carcajada que lo sacude- ¡Hoy tan pronto llegó, lo volvió a hacer, sin que nadie se lo pidiera!»

He olvidado la razón del disparate. Solo sé que no encontré otro modo de expresar mi malestar. Quise ser un monigote del abuso, saltimbanqui de mi humillación.

***

Garras

De nuevo pongo las manos en el filo de la piscina y me impulso con todas mis fuerzas para no resbalarme. Esta vez lo logro. Ya afuera, me incorporo mientras examino el dedo gordo de mi pie que es donde siento el dolor. Avanzo con paso lento hacia la escalera del trampolín. Escucho la voz del profesor Javier, animándome. Más lejos, los compañeros hacen chistes sobre mi torpeza. No quiero oír. Miro mis pies que aferran sus dedos sobre el piso mojado. Veo las mismas garras del gato cuando se sostiene de mi pantalón para impedir que lo tire al suelo. Se me pega como chicle y me clava las uñas. Primero suavemente, cada vez más fuerte cuando siente que lo desprecio. Termino acariciando su pelaje marrón. En sus ojos dorados se asoma una línea negra que me asusta. La escalera está vacía. Hace un momento los niños se agolpaban, se empujaban unos a otros para ser los primeros en lanzarse a la piscina.

Los veía con sus caras sonrientes, estiraban los brazos para convertirlos en una flecha que rompía el agua y se hundían envueltos en éxtasis. La explosión de agua me cegaba y me estremecía. Se hacían invisibles y luego aparecían al final de la piscina, colorados, chapoteando a toda velocidad para salir los primeros y correr nuevamente hacia la escalera. Una y otra vez. Los miraba desde una esquina mientras le daba pataditas al agua. Me cambiaría por alguno de ellos, pero el miedo me paraliza.

Estando en esas, fue a buscarme el profesor. Me reprendió por lo alelado, me dijo que subiera al trampolín y les demostrara a todos que yo también soy capaz. No pude decirle que no. Era una orden cariñosa y lo que más deseaba era probar mi valor. Esperé hasta ver la escalera vacía, apoyé mis manos en el borde de la piscina para salir, pero una fuerza me devolvió al agua. Fue cuando escuché las risas.

Ahora estoy a punto de llegar a la escalera, camino despacio hasta la baranda y mi respiración está agitada. Son muchos escalones, aunque no los he contado. Tengo la suerte de ser el único que intenta subir en este instante. Lo hago despacio para tomar aire y llenarme de coraje. Pongo el pie derecho en el primer escalón. Apenas puedo alcanzar el siguiente. Miro hacia arriba y siento el miedo como las garras del gato en mis pantorrillas. Son demasiados escalones y están muy empinados. Afirmo un pie, el otro quiere volver. Cada vez más lejos el escándalo y los aplausos del profe que, en vez de animarme, me hunden. Un paso más. Siento arena en los oídos y un mordisco en la pierna derecha. Voy por la mitad y quiero devolverme. El pie no me responde, las rodillas tiemblan y casi debo arrastrarme para seguir subiendo. Ya no escucho nada. Solo un resoplido continuo y los latidos fuertes del corazón que se me quiere salir por las orejas. Ya arriba, veo la tabla en la que debo pararme para saltar.

No parece muy firme. Su movimiento me aterra. Sé que no podré pisarla. Es cuando viene detrás el movimiento veloz de los muchachos que han vuelto a subir para reiniciar su juego y que tienen prisa por saltar. Siento en mi espalda su urgencia. Se empujan y se contienen unos a otros a la espera de mi salto. Me presionan y ya no podré volver atrás. Estoy atrapado entre el aire y el agua. Abajo una mancha azul, arriba las garras de mi gato que se me clavan profunda, dolorosamente. Sin fuerza, sin piernas, sin ganas, sin brazos, doy un salto a la nada.

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Colores

Y por qué no ir de nuevo a la quebrada para ser felices sorprendiendo los sapos que duermen bajo las piedras, para mirar su piel rugosa y su cara de malos amigos, sus impávidos ojos saltones y ese palpitar en el pescuezo que es como si tuvieran allí el corazón, como si pensaran o hablaran a través de ese movimiento. Te quedas mirándolos fijamente y ¡zas! saltan en el momento más inesperado y en un instante se pierden de vista, huyen de las piedras y de nuestros gritos, mitad fiesteros, mitad temerosos.

Por qué no volver a la charca para agitar el agua y descubrir los renacuajos grises y las ranas azules con su fulgor de atardecer, esa piel babosa en la que parece que alumbrara el sol. Dan ganas de llevarlas a casa, aunque el otro día me costó un regaño y una cantaleta de la tía Balbina porque al sacar la rana del bolsillo ya no se movía y, cosa extraña, había perdido su color. «¡Que las deje en paz! ¡Que ellas no le hacen daño a nadie!», me gritaba. Pero es que yo quería pintarla y necesitaba encontrar los tonos exactos de esos verdes con visos azules y amarillos del mediodía y que a las cinco de la tarde se convertían en esmeralda y azul turquesa.

«¡Que ese color no existe en los lápices!», me reprendía la tía, como si le doliera el estómago. Pero yo, terca, al otro día volvía al estanque para llevarme el naranja que le enmarcaba los ojos, las manchas rojas de sus patas, el rosado de la panza. Y es que habían anunciado el concurso de pintura en la escuela y me prometí que ganaría. El premio era mi gran sueño: ¡una caja de cuarenta y ocho lápices de colores! Magenta, caoba, rojo bermellón, lila, gris plata, amarillo ocre, ámbar, azul burdeos, rojo granate, cobre, púrpura… Todos los nombres me encantaban. Soñaba con pintar arcoíris con el añil, el naranja y el índigo, flores fucsias con tallos verde oliva, combinar el crema con el gris pizarra, el violeta con el dorado…

Iba a la charca una y otra vez, a probar las mezclas, a rayar y rellenar la silueta que ya podía trazar de memoria. Y así, noche tras noche, con paciencia y obsesión, logré, no solo pintar, sino darle los tonos vivos a la rana de mis sueños. Tan pronto la tuve al frente, parada sobre la hoja, mirándome con el oro de sus ojazos brotados; cuando le vi en las patas manchadas la intención de saltar y desaparecer del cuaderno y me asusté con su pescuezo rosa inflándose, entonces supe que estaba lista. Al otro día entregué mi dibujo, muy orgullosa, con la esperanza de ser la ganadora. Después tuve que adelantar las tareas que había descuidado por el capricho de pintar.

Pasaron muchos días de paciente disciplina. Volvió el letargo de las clases, la repetición de las tablas de multiplicar, el calor de las dos de la tarde, la dificultad para pegar los ojos en la cartilla. Una tarde, en vez de cruzar la calle para dirigirme a la escuela, corrí hacia el potrero en donde estaban los niños libres, los llamaban vagos porque no iban a estudiar. Con ellos había iniciado mis andanzas, aprendí a treparme a los árboles, a ser ardilla, pajarraco, a mordisquear las ramas, a oler el verde, llegábamos a la cumbre y sentía el viento jugueteando en mi nariz, caíamos hechos un ovillo de risa. Esa tarde volví a la quebrada, disfruté otra vez la indisciplina, el desparpajo, la emoción del salto, los tumbos en el pasto y cargada de felicidad llegué a casa al atardecer.

Frente a la puerta me esperaba mi vecina y compañera de escuela. Traía su uniforme arrugado y la cara más larga de lo habitual. Le hice un gesto de silencio para que no delatara mi falta. Entonces me lo contó todo. Esa noche y los días siguientes estuve muy triste, aunque no pude contarle a nadie el motivo. Sucedió que esa tarde habían anunciado que yo era la ganadora del concurso de pintura y mi dibujo tuvo muchos elogios. Como castigo por mi ausencia lo desecharon y le dieron el premio al segundo puesto.

Abro el cuaderno de la memoria y veo esa rana a punto de saltar, con la fuerza de esos colores imposibles. Su imagen me trae la tarde soleada, la quebrada y el gozo.

***

Silbón

Dos niños caminan al atardecer por la ribera de un río caudaloso. La penumbra se va tragando los reflejos del agua, las piedras dejan de ser las cómplices del juego para convertirse en filos, resbalones, amenazas. Lo que hace un momento fue sol, saltos, chapoteo, risa, pronto se ha transformado en tinieblas, peligro, estremecimiento, llanto. Los árboles ya no son verdes. Son duendes, espectros, coco, miedo. Y lo que más temen los niños es el momento en que, aguas abajo, aparezca el Silbón, el hombre que en las noches surge del río para anunciar con el sonido de sus labios la pena eterna de su alma. La primera vez que oyeron hablar de él sintieron un escalofrío. Luego se metió en sus pesadillas. Era muy alto, con barbas largas y ojos de fuego. Es un alma en pena, les dijeron la segunda vez que fueron al río y preguntaron por él. Pero no tenían por qué preocuparse, pues el espectro solo surgía en medio de la oscuridad, buscando sus hijos ahogados en el río.

De pronto los chiquillos se ven rodeados por luces intermitentes. Son los cocuyos que van y vienen, que los acompañan queriendo jugar con ellos para tranquilizarlos. Así pueden saber que no están solos porque miles de criaturas surgen en la oscuridad. Cada vez están más perdidos, intentan adivinar hacia dónde los dirige el camino de agua y a dónde los llevan sus pies mojados. La niña tiene siete años y llora. Aprieta entre su mano izquierda un diminuto caracol que un hada del agua le ha regalado. Un algo de hojas y de alas le roza la espalda. Un zumbido persistente le llena los oídos. Su hermano apenas pasa de nueve, aunque la oscuridad lo ha hecho crecer. Ahora es explorador y en su aventura lleva de la mano a la niña para salvarla. Oculta su temor para darle consuelo. El llanto de ella le hace apretar los brazos, apartar las ramas, afianzar el cuerpo, abrirse camino entre las piedras.

Allá, a lo lejos, apenas el destello de algo que podría ser la esperanza o la visión del padre que viene a rescatarlos. El río se llama Bocas. Es el lugar al que papá los ha llevado muchas veces, después de la escuela, para que pasen la tarde mientras él y sus dos ayudantes cargan la volqueta con arena. Mientras ellos palean y sudan, sudan y palean, los niños se bañan y juegan en el río. Aquella tarde se han alejado demasiado. El vehículo se ha hundido en la playa y la misión de liberar las llantas se ha hecho imposible con la llegada de la noche y la subida del nivel del agua. Los hombres forcejean con el barro, en una lucha contra el tiempo, el río y la negrura.

La angustia de los niños crece pareja con el caudal del Bocas. Tal vez papá se ha olvidado de ellos. Quizá se ha ido con los demás a la tienda de siempre y a esta hora su cabeza hierve con la cerveza que le borra los deberes y lo dobla sobre la mesa.

La araña de la noche los acorrala, ahora los rondan los mosquitos, los envuelven las lianas. El farolito que cuelga del cielo se ha encendido, piensa el niño. Tal vez ahora descienda un rayo de luz que los guíe. Los grillos y las ranas arrecian su cantinela. La niña gime desconsolada. En una caída suelta la caracola, oye el castañeteo de sus dientes. Su hermano le hace doler la mano mientras le miente: le dice que están a punto de llegar, que allí, después de aquella sombra, los espera la claridad, que faltan pocos pasos, seguro, pasando aquel matorral alguien podrá verlos, allá está la arena seca, no debe temer a las ranas que saltan a su paso, ellas solo quieren jugar con sus pies, mamá le comprará otras chanclas, ya lo verá, esas tan bonitas con el moño rosado, las rojas ya se habían reventado, y por la blusa tampoco se preocupe, total, ya estaba rota bajo la sisa. A él también el río le robó los zapatos y no está llorando. Y así, no para de hablarle, aunque ahora el susto le nubla la mirada.

No saben si pueden confiar en esa sombra gigante que viene hacia ellos, si son ellos los que se le acercan, o si en la medida en que avanzan están retrocediendo. Sienten que a cada paso sus piernas se hunden más y más en el agua. Solo el Silbón podría rescatarlos, piensa la niña. Solo los brazos del Silbón.

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Condena

La medalla se balancea en el lado izquierdo del pecho. Se agarra con el gancho a la camisa y no se despega de su dueña. Donde quiera que vaya, la estrella de cobre refleja la luz, resalta a la distancia, tintinea suavemente sobre el corazón. Su portadora sobresale entre todos los niños. No puede correr como ellos, no le es permitido gritar, soltar una risotada estrepitosa, como tiene ganas de reír. En clase debe permanecer con los labios cerrados. La insignia la sujeta a la silla, la obliga a no desviarse en el camino a casa. Desde que la destacaron por sus altas calificaciones, a su alrededor siente la presión, la repulsa, el agravio de sus pares. Lleva un estigma con los colores de la bandera. Cuando camina las cinco cuadras hacia la escuela, con su cola de caballo perfecta que se bambolea con aplicación, los vecinos la miran con intriga. Otros la felicitan.

¿Qué hacer con la medalla?, ¿dónde esconderla? ¿Cómo devolverla para ser libre?

Mes tras mes, la medalla se aferra a su pecho, le clava sus puntas luminosas. No puede equivocar las lecciones o abandonar las tareas, el honor la fuerza a enseñar a sus compañeros, de vez en cuando los señala, es su deber delatarlos. ¡Qué bien lee de corrido! ¡Es buena para las matemáticas! ¿Cómo brillan sus zapatos! ¡Es un ejemplo para todos!

Elogio tras elogio le estallan en la cabeza como pedradas, le caen hondo, la punzan, se van sumando a su exclusión, a su exilio en el fondo del patio, a la galleta amarga que saborea mientras los demás se estrellan bajo la lluvia de pelotas y gozan el derecho a la insolencia.

¡Quién lo creyera! Ella, caminando tan erguida, con esa aureola que la apabulla. La excelencia como condena.

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