Los maestros hablaron entre ellos de mis malas calificaciones. ¿Y qué eran las calificaciones? ¿Y qué tenían que ver los números conmigo? Yo no lograba comprender bien cómo era que unos números eran más importantes que otros. Tenía ocho años y era la primera entrega de notas. Mi mamá siempre me decía que si estudiaba no me quedaría bruta como ella. ¿Cómo iba a ser bruta mamá, si ella lo sabía todo? Esa vez me dio un pellizco en el brazo aunque me ardió más en el pecho. ¡Cómo iba a entender que las notas eran tan importantes! Dijo que la había avergonzado delante de todos, que yo era su esperanza y que ahora sería otra vergüenza. ¿Y cómo podía saber yo que ella no sabía leer?

En los meses siguientes la profesora me alabó por las notas y me escribió en el cuaderno: felicitaciones. Solo pensé en darle la sorpresa a mamá. Salí corriendo por las aceras y jugando a los caballitos de dos en dos que alzan la pata y dicen adiós. Cuando llegué a casa, Mateo, el perro, me saludó con tantos brincos que logró tirarme al piso y luego se revolcó conmigo entre gemidos y lengüetazos. Total, terminé más sucia de lo que venía y pensando qué buen olfato el de Mateo para conocer los números y para celebrar. Creo que descargué la maleta sobre mi cama y algo veloz me pasó por la cabeza, como una rata asustada. Mamá estaba a punto de servir la sopa y rabiaba, como siempre que estaba en la cocina. Me atravesé entre la olla y la cucharona, quise mostrarle el cuaderno, lo abrí de par en par y no recuerdo nada claro. Un jaleo de cinturones y chancletas, el ardor en las piernas, un filo cortante en la cintura y en la espalda. Allá lejos, la oí gritando todo lo que ella hacía por mí y lo mal que le pagaba. Todo se hizo oscuro y se acabaron los gritos.

Fue una pesadilla, pensé al despertar. Le conté el sueño al Chiqui, mi hermano menor. «¡A mamá no le gustaron sus calificaciones!», dijo el niño con cara de preocupación. Le expliqué que los números suben y bajan como el balón, si hasta Mateo lo sabe, si en el colegio me felicitaron, seguro en el camino a casa por tantos saltos que di cambiaron de lugar, el uno tumbó al cinco y empujó al cuatro. Tal vez armaron un revoltijo, se armó un lío entre ellos para engañar a mamá. Esos números odiosos, traicioneros, envidiosos… Soñé que Mateo ladraba mucho y llegaban los vecinos. «Mamá buscó el rejo y tenía los ojos de candela», insistió mi hermano. ¡Dale con la confusión!, ¡que lo del rejo fue en sueños! Seguro me habría despertado. Estas son mis piernas y nadie las ha tocado. Y dicho esto, mi hermano levantó las cobijas y en ese momento lo sentí y él me lo mostró llorando: «¡Mire esas marcas y esos moretones! ¿Ve que no le digo mentiras?» Y era cierto. ¡Esos números destripados entre el cuaderno!

¿Y cómo podía saber yo que ella no sabía leer?

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