
De nuevo pongo las manos en el filo de la piscina y me impulso con todas mis fuerzas para no resbalarme. Esta vez lo logro. Ya afuera, me incorporo mientras examino el dedo gordo de mi pie que es donde siento el dolor. Avanzo con paso lento hacia la escalera del trampolín. Escucho la voz del profesor Javier, animándome. Más lejos, los compañeros hacen chistes sobre mi torpeza. No quiero oír. Miro mis pies que aferran sus dedos sobre el piso mojado. Veo las mismas garras del gato cuando se sostiene de mi pantalón para impedir que lo tire al suelo. Se me pega como chicle y me clava las uñas. Primero suavemente, cada vez más fuerte cuando siente que lo desprecio. Termino acariciando su pelaje marrón. En sus ojos dorados se asoma una línea negra que me asusta. La escalera está vacía. Hace un momento los niños se agolpaban, se empujaban unos a otros para ser los primeros en lanzarse a la piscina.
Los veía con sus caras sonrientes, estiraban los brazos para convertirlos en una flecha que rompía el agua y se hundían envueltos en éxtasis. La explosión de agua me cegaba y me estremecía. Se hacían invisibles y luego aparecían al final de la piscina, colorados, chapoteando a toda velocidad para salir los primeros y correr nuevamente hacia la escalera. Una y otra vez. Los miraba desde una esquina mientras le daba pataditas al agua. Me cambiaría por alguno de ellos, pero el miedo me paraliza.
Estando en esas, fue a buscarme el profesor. Me reprendió por lo alelado, me dijo que subiera al trampolín y les demostrara a todos que yo también soy capaz. No pude decirle que no. Era una orden cariñosa y lo que más deseaba era probar mi valor. Esperé hasta ver la escalera vacía, apoyé mis manos en el borde de la piscina para salir, pero una fuerza me devolvió al agua. Fue cuando escuché las risas.
Ahora estoy a punto de llegar a la escalera, camino despacio hasta la baranda y mi respiración está agitada. Son muchos escalones, aunque no los he contado. Tengo la suerte de ser el único que intenta subir en este instante. Lo hago despacio para tomar aire y llenarme de coraje. Pongo el pie derecho en el primer escalón. Apenas puedo alcanzar el siguiente. Miro hacia arriba y siento el miedo como las garras del gato en mis pantorrillas. Son demasiados escalones y están muy empinados. Afirmo un pie, el otro quiere volver. Cada vez más lejos el escándalo y los aplausos del profe que, en vez de animarme, me hunden. Un paso más. Siento arena en los oídos y un mordisco en la pierna derecha. Voy por la mitad y quiero devolverme. El pie no me responde, las rodillas tiemblan y casi debo arrastrarme para seguir subiendo. Ya no escucho nada. Solo un resoplido continuo y los latidos fuertes del corazón que se me quiere salir por las orejas. Ya arriba, veo la tabla en la que debo pararme para saltar.
No parece muy firme. Su movimiento me aterra. Sé que no podré pisarla. Es cuando viene detrás el movimiento veloz de los muchachos que han vuelto a subir para reiniciar su juego y que tienen prisa por saltar. Siento en mi espalda su urgencia. Se empujan y se contienen unos a otros a la espera de mi salto. Me presionan y ya no podré volver atrás. Estoy atrapado entre el aire y el agua. Abajo una mancha azul, arriba las garras de mi gato que se me clavan profunda, dolorosamente. Sin fuerza, sin piernas, sin ganas, sin brazos, doy un salto a la nada.
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