Un extremo de la regla contra la pared. Una pared blanca, con pintura estropeada, rayada a intervalos y con varios manchones, la cal descascarada, sucia. Más abajo, señales de humedad, arañazos, patadas, la mugre acumulada sobre los desteñidos guarda escobas. Una vez noté que había nudos de pelos entre las rendijas.

Otro día vi un camino de hormigas, cada una llevaba una miga de algo y se internaban en un agujero.

La regla es rígida, pesada. Un palo de madera burda, de unos ochenta centímetros. El equilibrio es inestable, su posición oscila de arriba abajo. Sus bordes ásperos hieren, purgan la torpeza, el grito, la palabra equivocada, el salto. La regla es símbolo del miedo cuando se bate en el aire. Golpea duro la palma de la mano, duro. Deja su huella enrojecida, candente.
Certeza de estar aquí, sosteniendo el filo de la obediencia. A veces repito una avemaría, por ver si eso me alivia.

A lo lejos, la burla, la hostilidad, el asomo de algo en el ambiente que se parece al escarnio.

En las rodillas el ruego, el piso lacerante, un dolor que asoma en la piel. Conciencia de los huesos y su mudo cansancio. Asomo del llanto y su temblor.

Y en el otro extremo de la regla está mi frente. Oprime con fuerza y siente que la punta lacera, se hunde. Mi frente amplia, indómita, llena de visiones y de pájaros, ahora incrustada como un clavo al paredón.

Cientos de hormigas cargan con dificultad el peso de otro insecto, bordean la pared, se afanan, penetran, observan, se comunican entre ellas, parecen mirarme, quieren ayudarme con este peso.

Tal vez piensen que es ficción. Son sesenta años, la escuela ya no existe y siento aún el dolor en la frente. Estoy de rodillas en un rincón del salón, de cara a la pared. Sostengo la regla con mi frente. Los demás niños me miran. La regla no puede caer.

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