Ese día a la hora del recreo se produjo el operativo. Así escuché que lo llamaban y no tenía idea de lo que se trataba. Nos dijeron que las monjas revisarían nuestros maletines y si nos encontraban material inapropiado, lo confiscarían. No presté mucha atención porque no sabía qué significaba inapropiado y menos la palabra confiscar. Y, en todo caso, en la maleta, aparte de los libros y cuadernos, solo tenía mi agenda de actividades escolares. Al llegar al salón, sudorosa, con restos de alimentos en mis manos y envuelta en el jolgorio tomé asiento. Al buscar mi agenda para revisar el calendario, me llevé la amarga sorpresa: me la habían quitado. Miré a todos lados y comprobé que ninguna de mis compañeras tenía cara de preocupación. No pude atender lo que enseñaba el profesor de matemáticas. Algo se revolvía en mi estómago y se asomó la náusea. Enfermarme era lo menos grave que estaba por pasar. Las horas para la salida se hicieron interminables y cuando sonó la campana que nos indicaba el fin de la jornada, cogí mi maletín y corrí hacia los baños para descargar mi sufrimiento. A la salida del baño me esperaba sor Clara, con su mirada severa. Sus manos huesudas sostenían un sobre cerrado y en el reflejo de sus gafas vi mi rostro asustado. Solo le escuché decir inapelable y una fecha. Todo era muy misterioso y lleno de palabras desconocidas.

Esa tarde en la casa permanecí en cama esperando la llegada de mamá, lo que normalmente se producía antes del anochecer. Se preocupó por mi cara de enferma y esto me facilitó las cosas. No tenía opción. Le entregué el sobre cerrado, segura de que era la ciega portadora de mi propia condena. Me preguntó qué daño había causado y mi respuesta fue «ninguno». Su molestia sirvió para agravar mi indigestión y hacer aparecer la fiebre. Quedó claro que al día siguiente no iría al colegio por motivos de salud. Alivio temporal, pero alivio al fin.

Tres días después estábamos mamá y yo frente a la temida puerta de la Dirección del colegio. Nos hicieron entrar y en el centro de la mesa de reuniones, como un trofeo, estaba abierta y expuesta mi agenda escolar, llena de banderitas de colores. Una a una, las páginas fueron examinadas por mamá, sin hacer un gesto de reproche. Ella conocía la agenda mejor que yo. En ese momento la sor procedió con su discurso lleno de palabras raras sobre valores y virtudes. Recuerdo que se refirió a mí como un cangrejo que camina hacia atrás. Mamá parecía no creer lo que escuchaba, pero guardaba un respetuoso silencio ante todo lo que la rectora nos dijo. Al final anunció que decomisaría la libreta como una muestra de las conductas que se debían combatir en una niña desorientada. Después entendí que no me devolvería la agenda y que yo era una perdida. Esa noche estuve muy silenciosa y me sorprendí cuando mamá me pidió que la perdonara por no haberme defendido. Me dijo que me quería, que yo era buena hija y que por falta de dinero no podía cambiarme de colegio.

El castigo no tardó y fue público. Dos semanas después yo estaba parada sobre la tarima, frente a todos los estudiantes y profesores del colegio. La mano derecha temblando y sosteniendo el micrófono, la voz apagada, a intervalos. A mi espalda sentía la mirada recia de sor Clara, como si sostuviera una antorcha a punto de quemarme. Pese a la angustia hice una correcta exposición sobre las virtudes cardinales y teologales, que había aprendido de memoria, en sentido inverso del abecedario, con la ayuda de mamá: Templanza, Prudencia, Justicia, Fortaleza, Fe, Esperanza y Caridad. Los aplausos finales me sacudieron. Sentía la boca pastosa. El público inició la algarabía, todas las niñas eran una gran masa borrosa que se agitaba. La rectora se acercó a felicitarme y solté el llanto.

Mi amiga no me quitaba los ojos de encima cuando llegué al final de este relato. Después de un silencio me preguntó: «¿Y qué cosas terribles contenía tu agenda?»

Todas las mañanas mientras iba en el bus que me llevaba al colegio, la ruta pasaba por calles con paredes llenas de mensajes que leía con atención. A veces necesitaba varios viajes para leer alguno de manera completa. Cuando alguno me atraía o me inquietaba, lo anotaba en mi agenda. Los que más movían mi curiosidad eran justamente aquellos cuyo sentido no lograba comprender. Durante todo el año fui llenando muchas hojas con aquellas frases extrañas que luego compartía con mis compañeras para divertirnos. Algunas veces se las mostraba a mamá para que ella me explicara su significado. «Se llaman grafitis», me enseñó. Así fui registrando protestas y denuncias, quejas sobre el gobierno, chistes, juegos verbales, mensajes de amor… y algunas groserías. He olvidado todos los grafitis, menos uno, menos uno que ni mis compañeras ni mamá lograron hacerme comprender: «el amor no se encadena, se encondona». Lo copié muchas veces como si la repetición pudiera ayudarme a aclarar las palabras. Ahora imagino la cara de sor Clara cuando lo leyó. ¡Ah! No he olvidado tampoco aquello del cangrejo que camina hacia atrás. Lo que eso quería decir lo entendí tiempo después. Heme aquí hoy, dueña de El cangrejo, una agencia especializada en la creación de eslóganes, diseños y consignas publicitarias. En el oficio soy incomparable.

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