Y por qué no ir de nuevo a la quebrada para ser felices sorprendiendo los sapos que duermen bajo las piedras, para mirar su piel rugosa y su cara de malos amigos, sus impávidos ojos saltones y ese palpitar en el pescuezo que es como si tuvieran allí el corazón, como si pensaran o hablaran a través de ese movimiento. Te quedas mirándolos fijamente y ¡zas! saltan en el momento más inesperado y en un instante se pierden de vista, huyen de las piedras y de nuestros gritos, mitad fiesteros, mitad temerosos.

Por qué no volver a la charca para agitar el agua y descubrir los renacuajos grises y las ranas azules con su fulgor de atardecer, esa piel babosa en la que parece que alumbrara el sol. Dan ganas de llevarlas a casa, aunque el otro día me costó un regaño y una cantaleta de la tía Balbina porque al sacar la rana del bolsillo ya no se movía y, cosa extraña, había perdido su color. «¡Que las deje en paz! ¡Que ellas no le hacen daño a nadie!», me gritaba. Pero es que yo quería pintarla y necesitaba encontrar los tonos exactos de esos verdes con visos azules y amarillos del mediodía y que a las cinco de la tarde se convertían en esmeralda y azul turquesa.

«¡Que ese color no existe en los lápices!», me reprendía la tía, como si le doliera el estómago. Pero yo, terca, al otro día volvía al estanque para llevarme el naranja que le enmarcaba los ojos, las manchas rojas de sus patas, el rosado de la panza. Y es que habían anunciado el concurso de pintura en la escuela y me prometí que ganaría. El premio era mi gran sueño: ¡una caja de cuarenta y ocho lápices de colores! Magenta, caoba, rojo bermellón, lila, gris plata, amarillo ocre, ámbar, azul burdeos, rojo granate, cobre, púrpura… Todos los nombres me encantaban. Soñaba con pintar arcoíris con el añil, el naranja y el índigo, flores fucsias con tallos verde oliva, combinar el crema con el gris pizarra, el violeta con el dorado…

Iba a la charca una y otra vez, a probar las mezclas, a rayar y rellenar la silueta que ya podía trazar de memoria. Y así, noche tras noche, con paciencia y obsesión, logré, no solo pintar, sino darle los tonos vivos a la rana de mis sueños. Tan pronto la tuve al frente, parada sobre la hoja, mirándome con el oro de sus ojazos brotados; cuando le vi en las patas manchadas la intención de saltar y desaparecer del cuaderno y me asusté con su pescuezo rosa inflándose, entonces supe que estaba lista. Al otro día entregué mi dibujo, muy orgullosa, con la esperanza de ser la ganadora. Después tuve que adelantar las tareas que había descuidado por el capricho de pintar.

Pasaron muchos días de paciente disciplina. Volvió el letargo de las clases, la repetición de las tablas de multiplicar, el calor de las dos de la tarde, la dificultad para pegar los ojos en la cartilla. Una tarde, en vez de cruzar la calle para dirigirme a la escuela, corrí hacia el potrero en donde estaban los niños libres, los llamaban vagos porque no iban a estudiar. Con ellos había iniciado mis andanzas, aprendí a treparme a los árboles, a ser ardilla, pajarraco, a mordisquear las ramas, a oler el verde, llegábamos a la cumbre y sentía el viento jugueteando en mi nariz, caíamos hechos un ovillo de risa. Esa tarde volví a la quebrada, disfruté otra vez la indisciplina, el desparpajo, la emoción del salto, los tumbos en el pasto y cargada de felicidad llegué a casa al atardecer.

Frente a la puerta me esperaba mi vecina y compañera de escuela. Traía su uniforme arrugado y la cara más larga de lo habitual. Le hice un gesto de silencio para que no delatara mi falta. Entonces me lo contó todo. Esa noche y los días siguientes estuve muy triste, aunque no pude contarle a nadie el motivo. Sucedió que esa tarde habían anunciado que yo era la ganadora del concurso de pintura y mi dibujo tuvo muchos elogios. Como castigo por mi ausencia lo desecharon y le dieron el premio al segundo puesto.

Abro el cuaderno de la memoria y veo esa rana a punto de saltar, con la fuerza de esos colores imposibles. Su imagen me trae la tarde soleada, la quebrada y el gozo.

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