El juego más serio del mundo. Fausto

Mamá está en cuatro patas sobre el tapete. Todo su cuerpo se mueve como si estuviera bailando o temblando. Limpia muy duro con un cepillo todas las partes de la alfombra de flores. De vez en cuando acerca el balde para mojar el cepillo. Veo que sus rodillas están mojadas, rojas. Entonces me pongo a mirar por la ventana. Ella me grita que le ayude a recoger los muebles pero yo no tengo ganas de hacer nada y no le hago caso. No entiendo por qué hay que ordenar tantas cosas que luego se van a volver a desorganizar, y así todo el tiempo. La escucho decirme que soy un mal hijo, que luego se las pagaré, pero no me importa nada. Lo que quiero es irme a jugar a la calle con esos niños que veo corriendo y que parecen muy contentos.

Camino hacia la puerta; voy a abrirla, pero escucho mi nombre dentro de un grito. Me arrepiento de haber venido a esta casa de olor raro, llena de cosas que no puedo tocar y que odio porque me roba las manos de mamá.

Vine, pues se me había vuelto un misterio el sitio a donde ella va todos los días, en el que anda como una hormiga sin descanso. Es el único lugar en el que me parece que es feliz. Ahora me arrepiento. Prefiero quedarme solo y encerrado en la pieza. Allá puedo inventar juegos y esperar el momento en que ella llega. Es alegre esperar y saber que alguien viene hacia donde estamos. Me gusta escuchar sus tacones y tenderme en el piso para que, cuando abra la puerta, crea que me he muerto de susto o de tristeza.

Es bonito escuchar sus gritos de angustia y sentir su amor desesperado, como el de las películas. He usado diferentes tácticas: una vez me tiendo bocarriba, me lleno de salsa roja y me coloco la punta de un cuchillo sobre el pecho; otra, me pinto el cuerpo de amarillo y me acuesto desnudo, estático en la cama.

Una noche, después de pensarlo mucho, desarmé la cómoda y me cubrí con todos los cajones, como si me hubieran sepultado después de un terremoto.

Este juego ha dejado de tener efecto porque ahora mamá se pone muy brava. En vez de amor siento sus pellizcos de rabia. Dice que un día me voy a morir de verdad y ella no va a creerme; que allí me quedaré hasta que vengan los gallinazos, picoteen el cristal de la ventana y se abalancen a destrozarme sin que ella me pueda defender.

No me importa que eso pase. Para ese momento creo que voy a estar muy lejos, mirando desde el cielo mi pobre saco blanco teñido de rojo y me voy a reír mucho de los pajarracos.

Tengo muchas ganas de que ese día llegue.

A veces, cuando estoy solo, lloro en silencio. Sólo se llora en voz alta cuando uno quiere que alguien se desespere por uno. Pero si estamos solos, no hay para qué armar show. Las lágrimas salen y vuelven a regresar para caer hacia adentro. Me cuesta trabajo imaginar a dónde van a parar. Lo cierto es que esas lágrimas duelen más porque nadie te las seca, porque adentro siguen mojadas y tristes.

No sé casi nada. Rosa, mi madre, dice que por ahora sólo me queda estudiar; que cuando termine la escuela, debo trabajar para ayudarla. Quiero ser grande ya, aunque hay algo en eso que no me gusta. Creo que los grandes no son felices. Todos se pasan el día trabajando y corriendo para aquí y para allá. A mí sólo me gusta jugar y entre todos los juegos prefiero el del muerto, porque me hace reír.

Rosa está lavando los platos que luego se van a volver a ensuciar. Por eso le pagan. En esta casa debo callarme, aunque quisiera gritar. Odio todas las cosas que me roban sus manos y creo que a ella también la estoy odiando. Porque no tiene tiempo de mirarme los ojos a la luz del día. Por eso no se ha dado cuenta que en la mitad de la pepita negra me ha aparecido una mancha; esa mancha es una raíz: de esa raíz nacerá un árbol y ese árbol crecerá y crecerá. Cuando esté muy grande voy a plantarlo en medio del cuarto. Me treparé sobre él y una noche que Rosa llegue estaré colgando como un racimo de plátanos.

Pasaré muchos días recibiendo los pellizcos de ella y los picotazos de los pájaros, hasta que me derribe de verdad. Entonces tal vez Rosa entienda que todos los juegos son serios y que el mío era el juego más serio del mundo.

***

División. Pablo

El profesor gruñe con su voz de marrano a punto de morir. Me pregunta a gritos si ya hice la división que no acabo de entender y que él espera recibir en su mano abierta y tendida sobre mí. No sé ni voy a entregarle nada. Quiero gritarle que no, pero se me arma un manojo de susto en la garganta. Quisiera decirle que no puedo hacerla porque no entiendo cómo es eso de que un número le presta a otro y luego baja y van dos. Él se da cuenta que yo estoy temblando como el perro cobarde de la casa cuando todos lo espantan. No voy a volver a la escuela si manda venir a mi mamá. Hace varios días que ella se fue y ni los gritos del profesor la harán regresar. Todos mis compañeros saben que lloro mientras voy hacia la casa y no dejo que nadie me acompañe. Se divierten mucho cuando me dicen que parezco niña y que ojalá ella no vuelva para que yo aprenda a ser hombre.

El profesor sigue esperando mi cuaderno para revisarme la operación, pero yo finjo que me pica un pie, me agacho, pego la cabeza contra la rodilla y me muerdo el pantalón para que él se vaya de mi lado. Aprieto duro el lápiz contra la hoja, rezo y ruego que pase algo, que tiemble de pronto y todos podamos salir corriendo.

Si por lo menos hubiera entendido la explicación…

Veía al maestro rasguñar el tablero con la tiza, pintar números que aparecían de pronto, como salidos del sombrero de un mago. Yo repetía las tablas mentalmente para ver si lograba descifrar lo que veía, pero nada. Sólo los gestos de ese hombre grande, el bigote moviéndose sin parar. Sólo el recuerdo de otro bigote que alguna vez vi junto a mi madre y que desapareció también como las palomas del mago, los ojos de ella llorando casi todos los días cuando llegaba la hora de acostarse; sus gritos ante ese juego que me inventaba de estrellar la pelota contra la pared para salir después a buscarla. Porque mientras corría pensaba cuál era el motivo de su mal humor y qué era lo que la había hecho dejar de quererme.

Y de pronto, otra vez los números en el tablero y el profesor diciendo que esa división era para hacerla en clase y valía toda la materia.

Sigo rogando que pase algo, que toquen la campana. Aunque, tal vez, podría desmayarme y después contar que no como nada de lo que me da la vecina, que lo echo en la taza del baño porque esa comida tiene un sabor desesperante. Pero antes de decidirme a caer, la mano grande viene a arrebatarme el cuaderno, le dice a todos que yo soy el mal ejemplo, que me dejen solo en el salón porque él va a castigarme. Entonces me siento un perro bravo que no piensa. Apreso la mano entre mi hocico y aprieto, aprieto duro hasta sentir sangre en los labios y un pedazo de carne entre mi boca.

Luego corro, vuelo hasta donde no me alcancen mis compañeros y cojo la bicicleta de Camilo, esa tan linda que le dio su papá de cumpleaños y que nunca me ha querido prestar. Ahora soy Cochice entre los árboles. Llego hasta la quebrada, las piedras grandes me hacen caer, tiro la bicicleta para seguir corriendo hasta donde no me alcancen los gritos, hasta donde no vuelva a pensar en números que prestan y se convierten en otros. Hasta llegar a un sitio donde pueda llorar y llorar y llorar.

***

Canción para matar el miedo

Isabel, es decir, la flor, ha crecido mucho y en este momento veo que le están brotando hijos alrededor. La taza donde la he colocado se está llenando de azul. Hoy Isabel, es decir, la niña, vino a jugar conmigo. En el juego ella y yo nos casábamos y yo quise que ella cogiera la flor en sus manos para que se pareciera más a las novias de las películas. Me sentí muy feliz al imaginar que todo el juego podía ser realidad algún día y empecé a saltar muerto de la risa.

Isabel, es decir, la niña, tomó a Isabel, es decir, la flor, entre sus brazos como si se tratara de un muñeco o de un bebé imaginario, y mientras la arrullaba, cantó una canción que de tan dulce sabía a chupeta, cuya letra he olvidado. La canción decía más o menos lo siguiente:

Si una noche el miedo, si una noche el miedo,
llega hasta tu puerta, llega hasta tu puerta.
No lo escuches, no lo escuches.
Puede ser un perro, puede ser el viento,
puede ser el eco de tu voz en el silencio.
Si una noche el miedo, si una noche el miedo,
te toca la puerta, te toca la puerta.
No le abras, no le abras.
Puede ser un trueno, puede ser un grito,
puede ser tu llanto saliendo del pecho.
Si una noche el miedo, si una noche el miedo,
empuja tu puerta, empuja tu puerta.
Saca tus palabras, saca tus palabras,
Ellas son las flechas, ellas son las armas
que asustan el miedo, que matan el miedo.

Me impresioné mucho con la canción y le pregunté a Isabel:

-¿Cómo es eso de que las palabras asustan el miedo?

– Porque las palabras lo derriten como a un bloque de hielo sobre el fuego. Es como cuando puedes contar una pesadilla: en ese momento ella se hace inofensiva. El miedo es cobarde y no soporta que lo delates.

No entendí mucho, pero Isabel salió corriendo sin darme otra explicación y dejando la boda a mitad de camino. La música me quedó en los oídos como una hamaca que se sigue moviendo, aunque nadie esté acostado en ella. Fue en ese momento cuando comprendí dos cosas: una, que Isabel es como una abuela que se ha vuelto niña; dos, que la flor sirve para matar el miedo porque sus pétalos son como las palabras: cuando uno puede decirlas, ya no queda razón para seguir temblando.

***

Orden y anarquía

Desde que papá y mamá se separaron, y vivo sólo con ella, ahora tengo que ayudar con los oficios de la casa. Igual que las niñas. Para que no me vuelva perezoso, papá me puso un horario que me dejó por escrito y el cual debo cumplir: me levanto a las 6, me baño, desayuno, tiendo la cama y me voy a la escuela. A la una de la tarde, cuando regreso, almuerzo y ayudo a lavar la loza. Entre las dos y las tres, mamá siempre hace la siesta. Antes la hacía con papá. Ahora que él se fue de la casa, ella quiere que yo esté con ella. Aunque no tenga sueño me acuesto a su lado y dejo que me abrace hasta que se duerme. Luego, muy despacito, me voy a hacer las tareas porque a las cuatro, si ya las he hecho, puedo ir a montar bicicleta al parque.

A las 6 debo estar en la casa para comer, puedo ver televisión dos horas, y luego me voy a la cama. Al otro día igual. Papá viene los domingos y me pregunta si he cumplido el programa.

– Sí, papá, aunque ya estoy cansado.

– ¿Por qué?

– Es que todos los días no tengo ganas de hacer las mismas cosas a la misma hora. Por lo menos si pudiera cambiar el orden…

– Orden es lo que se necesita en este país y debe aprenderse desde que uno es muchacho. Lo contrario se llama anarquía.

No le dije nada más porque vi cómo la vena de su cuello empezaba a saltar. Me quedé pensando en la palabra a-n-a-r-q-u-í-a. No sé lo que quiere decir, aunque me parece que debe ser algo divertido.

Enseguida me dijo que el año entrante va a ponerme a estudiar en un colegio interno que queda a varias horas de distancia. Para que me eduque con más orden, porque vivir sólo con mamá me va a hacer mucho daño. La noticia no me gustó.

– Es un colegio lleno de jardines por todos lados, Camilo. Además, iremos a visitarte todos los domingos.

– Será como estar en una cárcel. Una cárcel de niños.

– Ya es hora de que aprendas a ser hombre. Déjate ya de quejas.

No sé lo que significa aprender a ser hombre, pero me suena a algo triste. No pude aguantarme las ganas y, antes de que pudiera voltear la cara, una lágrima me delató. Entonces papá empezó a gritar y a decirme niña. Por eso yo le grite también:

– Lo que me gustaría es ir a un colegio de a-n-a-r-q-u-í-a!

Entonces sí que las cosas se pusieron malas. No sé qué fue lo que dije, pero debe ser como una grosería porque papá me chantó un bofetón, con tanta fuerza que me hizo caer.

Me fui llorando al cuarto y allá me di cuenta de que la boca me estaba sangrando. Él se fue a hablar con mamá, los oí discutir y luego sentí el golpe de la puerta al ser cerrada con furia.

Daría todo porque no llegue el año entrante. No volveré a ver a Esperanza ni a saber nada de mis compañeros. Sólo de imaginarlo tengo ganas de morirme. La solución debe ser la a-n-a-r-q-u-í-a…

***

Rompecabezas de palabras

En las noches la flor se abre y riega su perfume por la cueva. Es como los búhos: duerme de día y abre sus ojos en la noche. Parece saber que de noche el miedo crece y se hace fuerte, mientras uno se encoge y se convierte en enano. La flor se mueve con mi respiración y hace como si saludara.

Los murciélagos se espantaron de la cueva desde que yo vivo en ella. Tal vez tuvieron miedo de mí o quisieron dejarme solo para no incomodarme. Hoy encontré una amiga. La niña apareció en el camino cuando bajé de los árboles y se acercó para hablarme. Tiene la cara sucia y los ojos le brillan. Me contó que no tiene casa y me alegré porque en algo nos parecemos. Camina por las calles buscando cosas inservibles y olvidadas por la gente:

– Es como pescar cosas que no se mueven. -Me dijo.

Le pregunté qué cosas había recogido.

– La pierna de una muñeca, la mitad de un balón, una peinilla sin dientes, la voz de un teléfono, dos ruedas de un carro, un pedazo de tela, la imagen en un espejo…

– ¡Un momento! -La interrumpí enojado- ¿Y eso para qué sirve?

– A la gente no le sirve para nada. A mí me sirve para todo.

– ¿Para qué te sirve? – le pregunté.

– Para armar rompecabezas.

– ¡Estás loca! ¡¡Absolutamente loca!

– Rompecabezas de todo lo que la gente ha perdido. Yo lo armo mientras invento una historia

-Cuéntame la historia.

Érase una vez una muñeca linda que jugaba con un balón mientras su mamá trataba de peinarla con una peinilla de oro. En un espejo se veía a la niña llena de felicidad con su vestido rosado. Sonó el teléfono y era una amiga que la llamaba para invitarla a una fiesta. En ese momento su balón saltó hacia la calle y la muñeca salió a traerla, pero !oh desgracia!, un carro pasaba y con sus dos ruedas la cogió. El balón se partió por la mitad, la peinilla perdió sus dientes, la voz de su amiga se quedó en el teléfono y la imagen de la muñeca quedó para siempre congelada en el espejo.

– Es bonita, pero es triste. Además ¿Para qué sirven las historias?

Le volví la espalda y seguí mi camino. Pero ella me dijo:

– ¿Y para qué sirven los pájaros?

Mi sorpresa fue grandísima. Di marcha atrás para preguntarle:

-¿Cómo sabes que me gustan los pájaros?

-Todo el mundo lo sabe. Son tus hermanos. Y sirven para que los ojos vuelen y para darle color a la mirada.

Me dejó mudo. Se fue y me quedé mirándola. Cuando iba muy lejos le grité:

– ¿Cómo te llamas?

– Isabeeeeel

Y se perdió en el camino.

He decidido que mi flor se va a llamar Isabel. Porque me quita el miedo y porque ella me ha enseñado que también con las palabras se puede jugar y armar rompecabezas.

***

 

La muerte del abuelo. Marysol e Isabel

Cuando papá abuelito murió no me di cuenta. Sólo él y yo estábamos en la casa. Lo sentí ir hacia el baño con sus pasos lentos, llenos de un cansancio definitivo. No le hice caso cuando pasó por mi lado, porque estaba bastante ocupada con mis pepas de cristal. Se llevaba a cabo un campeonato entre la roja, la verde, la plateada y la café. Las impulsaba a todas hasta la meta con mi dedo índice, aunque yo quería que ganara la plateada porque era la más bonita y se merecía el premio. Justo cuando el abuelo pasó por mi lado, estaba a punto de coronar la roja y tuve que hacer trampa para que no ganara. Total, nadie me estaba viendo y afortunadamente mi hermano estaba en la escuela. Así no iba a pelearme porque la roja era de él.

Pedro se llamaba el abuelo. Era muy alto y aprendió a caminar encorvado cuando me llevaba de la mano a la tienda para comprarme caramelos. Encorvado era cercano a mi estatura. Así podía escuchar lo que yo le contaba. Mi mano entre la suya era como un pez preso. Apretaba fuerte y yo sentía su sangre muy caliente y un cosquilleo entre los dedos, como si mi mano estuviera a punto de ahogarse. Era lindo ver caer la tarde sobre sus piernas. No había escudo más fuerte que sus brazos.

Por mi culpa el abuelo se ganó muchos regaños. Era la lámpara encantada, el mago, el genio de la botella. Gracias a su presencia el almuerzo podía transformarse en chupeta, las palmadas en sueños. Sin su amor yo era como una fruta sin cáscara. Un día le oí decir que cuando muriera me llevaría con él. Mamá tuvo terror de sus palabras.

Cuando me disponía a iniciar la premiación, escuché un golpe fuerte que venía del baño y me asusté por un momento. El corazón me hizo como el tambor de la banda de guerra. Seguí su ritmo. Me pareció buena idea que la premiación se celebrara con tambores y todo. Terminó la ceremonia y me sentí un poco aburrida. Miré hacia el baño y lo que vi me pareció muy raro. La puerta estaba abierta y los pies del abuelo estaban tendidos, como cuando dormía. Vi sus alpargatas, sus pies color tierra, pero inicié otro campeonato. Esta vez prometí que iba a ganar la roja.

Cuando llegó mamá, no quise mirarla. Seguí en el patio muy ocupada y todavía de cara a la pared. Oía su llanto y las palabras de la vecina que no la consolaban. Le ayudaba a cargar al abuelo hacia la pieza. Cuando pasaron por mi lado miré de reojo y me pareció ver un tronco que arrastran para hacerlo leña y llevarlo a la hoguera. Esta vez la plateada se quedó rezagada en la carrera, pero ya no me importaba.

Por la noche la casa se llenó de gente. Colocaron al abuelo en la mitad de la sala y todos pasaban a mirarlo. Desde mi altura sólo veía el vidrio. Nadie se dio cuenta de esto ni me preguntaron si quería verlo. Tanto mejor porque no hubiera dejado que me alzaran. Estaba muy ocupada ayudando a llevar café a los visitantes, al tiempo que contaba chistes a un hombre que estuvo sentado toda la noche en el sofá. Mis carcajadas interrumpían los rezos. Fue una de las noches más felices de mi vida porque nadie me mandó a dormir.

Al otro día se llevaron la caja en un carro negro y con paredes de vidrio. Como todo estaba lleno de flores, se veía bonito. Me hubiera gustado viajar con el abuelo y hacer adiós a todas las personas de la cuadra que miraban la cabalgata.

En el cementerio me encontré con Isabel, una niña que vivía en la esquina. Era algunos años mayor que yo y siempre llevaba la ropa sucia. Mamá nunca me había dejado hablar con ella porque no estudiaba y se la pasaba en la calle. De su casa salía un olor raro. Su madre también era sucia y despeinada. Isabel me tendió la mano y aprovechando que todos estaban muy ocupados frente a la tumba, me llevó corriendo a ver los peces en una pileta que había al final del cementerio. Esto fue lo mejor de aquel día. Saltamos por todas las tumbas, reímos hasta que ya no pudimos más y nos tendimos en la grama a jugar a las nubes.

Yo vi al abuelo que me llamaba desde el cielo: Marysol, Marysol…. Pastoreaba muchas ovejas, parecía volar y me invitaba a seguirlo. Quise irme con él, pero me pesaba el cuerpo. Pedí ayuda a Isabel para que me ayudara a subir. Ella logró colocarme sobre una estatua blanca que parecía un ángel. Tendí mi mano hacia arriba como si me encontrara en un pozo y quisiera que alguien me halara, pero cuando casi lo lograba, el abuelo despareció en el azul.

Tardamos mucho para encontrar el camino de regreso. Al llegar, la gente se había dispersado y mamá me buscaba desesperada. Cuando me vio, en vez de alegrarse, me pellizcó muy duro y me separó de Isabel. Mientras volvíamos a la casa, empecé a sentir un dolor en el pecho porque no volvería a jugar con mi amiga. Las lágrimas se me salieron y mamá me dijo que ella también estaba muy triste, pero que Dios se había llevado al abuelo al cielo. No le dije nada.

Pasaron muchos días y no volví a ver a Isabel. En su casa permanecía su madre, sus hermanos, el mismo olor, pero de ella no había rastros. Era como si la tierra se la hubiera tragado.

Cada semana íbamos a la tumba del abuelo a cambiarle las flores marchitas por otras rojas y frescas. Yo aprovechaba para colocarle en la lápida una palomita de papel. Un día, mientras mamá se distraía lavando en la pileta el jarro de las flores, aproveché para ir al sitio en que habíamos jugado con mi amiga. Al mirar la estatua del ángel, comprobé asustada que la niña blanca que me había servido de escalera para llegar al cielo tenía el rostro de Isabel.

Cuando murió el abuelo yo no sabía qué cosa era la muerte. De haberlo sabido, habría levantado la casa a gritos y nunca hubiera podido jugar con Isabel.

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