El profesor gruñe con su voz de marrano a punto de morir. Me pregunta a gritos si ya hice la división que no acabo de entender y que él espera recibir en su mano abierta y tendida sobre mí. No sé ni voy a entregarle nada. Quiero gritarle que no, pero se me arma un manojo de susto en la garganta. Quisiera decirle que no puedo hacerla porque no entiendo cómo es eso de que un número le presta a otro y luego baja y van dos. Él se da cuenta que yo estoy temblando como el perro cobarde de la casa cuando todos lo espantan. No voy a volver a la escuela si manda venir a mi mamá. Hace varios días que ella se fue y ni los gritos del profesor la harán regresar. Todos mis compañeros saben que lloro mientras voy hacia la casa y no dejo que nadie me acompañe. Se divierten mucho cuando me dicen que parezco niña y que ojalá ella no vuelva para que yo aprenda a ser hombre.
El profesor sigue esperando mi cuaderno para revisarme la operación, pero yo finjo que me pica un pie, me agacho, pego la cabeza contra la rodilla y me muerdo el pantalón para que él se vaya de mi lado. Aprieto duro el lápiz contra la hoja, rezo y ruego que pase algo, que tiemble de pronto y todos podamos salir corriendo.
Si por lo menos hubiera entendido la explicación…
Veía al maestro rasguñar el tablero con la tiza, pintar números que aparecían de pronto, como salidos del sombrero de un mago. Yo repetía las tablas mentalmente para ver si lograba descifrar lo que veía, pero nada. Sólo los gestos de ese hombre grande, el bigote moviéndose sin parar. Sólo el recuerdo de otro bigote que alguna vez vi junto a mi madre y que desapareció también como las palomas del mago, los ojos de ella llorando casi todos los días cuando llegaba la hora de acostarse; sus gritos ante ese juego que me inventaba de estrellar la pelota contra la pared para salir después a buscarla. Porque mientras corría pensaba cuál era el motivo de su mal humor y qué era lo que la había hecho dejar de quererme.
Y de pronto, otra vez los números en el tablero y el profesor diciendo que esa división era para hacerla en clase y valía toda la materia.
Sigo rogando que pase algo, que toquen la campana. Aunque, tal vez, podría desmayarme y después contar que no como nada de lo que me da la vecina, que lo echo en la taza del baño porque esa comida tiene un sabor desesperante. Pero antes de decidirme a caer, la mano grande viene a arrebatarme el cuaderno, le dice a todos que yo soy el mal ejemplo, que me dejen solo en el salón porque él va a castigarme. Entonces me siento un perro bravo que no piensa. Apreso la mano entre mi hocico y aprieto, aprieto duro hasta sentir sangre en los labios y un pedazo de carne entre mi boca.
Luego corro, vuelo hasta donde no me alcancen mis compañeros y cojo la bicicleta de Camilo, esa tan linda que le dio su papá de cumpleaños y que nunca me ha querido prestar. Ahora soy Cochice entre los árboles. Llego hasta la quebrada, las piedras grandes me hacen caer, tiro la bicicleta para seguir corriendo hasta donde no me alcancen los gritos, hasta donde no vuelva a pensar en números que prestan y se convierten en otros. Hasta llegar a un sitio donde pueda llorar y llorar y llorar.
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