Estoy escondida debajo de la cama. Llevo mucho tiempo metida aquí y veo los zapatos que van y vienen. Los tacones puntilla de mi hermana que se prepara para ir a trabajar; los azules y veloces de mamá que siempre están saliendo y entrando a la cocina; los zapatos grandes de papá, con sus pasos fuertes pero inseguros, como los del equilibrista en el circo, que amenaza con caerse de la cuerda y nos pone a temblar. Van y vienen del patio hacia el cuarto esos zapatos gigantes llenos de polvo. Por momentos se acercan al sitio donde me encuentro y otra vez regresan a la cocina. Veo que la velocidad es mayor cuando los tacones de mi hermana se han ido y los de mi madre parecen correr o desesperarse, cuando se aproximan los grandes y se abalanzan hasta casi pisarlos. Tengo mucho miedo al ver esos movimientos, esa prisa en los zapatos. Podría salir y correr a interponer mis zapatos blancos entre los negros terribles y los azules de ella, pero no entiendo por qué he de hacerlo, no quiero ser el arma contra un guerrero que tiene mis ojos.

Desde mi trinchera siento el terror de la guerra, sigo viendo trastabillar los zapatos azules, pero de pronto llega Copo como una bendición, como una bola de lana caliente. Viene chillando su llanto de perro y lo abrazo, lo abrazo fuerte. En sus ojos asustados veo los míos. Juntos lloramos temblando. De pronto vemos que los tacones azules se parten mientras que los zapatos grandes pisan duro y aplastan los pies desnudos. Cierro los ojos, me aferro a Copo con toda mi desesperación y juntos rezamos para que este día se borre, para que nunca podamos recordarlo. Amén.

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