Crecer es una manera de empezar a perder la memoria. La infancia es una gran selva de animales extraños. La voz de un pájaro produce un rumor que se vuelve música cuando toca tu oído. Una mariposa cruza por el cielo de la cabeza y te deja el destello de un color en la mirada. Una manada de ovejas llora por ti, todo lo que no vas a poder gritar aunque te salten los ojos. Y de pronto el lobo, con un pedazo de luna entre sus fauces, que te despierta el miedo y a la vez la ternura. Un día aparecen los buitres y la noche se pone triste. Has descubierto la muerte y te duele, como un pellizco duro, que mamá te da en la conciencia.
La infancia son cuatro calles y unas ganas inmensas de correr hasta donde se pone el sol.
El primer recuerdo que tengo es el ronroneo de los gatos que me dan vueltas como en un carrusel, del cual soy el centro. Antes del lenguaje, aprendí la textura cariñosa de sus colas y la alegría saltarina de los perros.
Copo no era un perro fácil: mordía fieramente a quien se acercaba a tocar la puerta; tenía unos colmillos afilados que perforaban las piernas de los ancianos limosneros; se enfrentaba como un hombre salvaje a mi padre, cuando éste llegaba ebrio, interponiéndose entre él y mamá. Pero era cariñoso, como una bestia rendida, cuando yo le pasaba la mano por su lomo, tan alto como mi cabeza.
Cuando papá, cansado de su duelo con el perro, lo echó de la casa, lloré mucho debajo de la cama, mientras acariciaba su olor y su pelambre.
Eduardo, mi hermano (tres años mayor que yo) fue mi compañero de juegos. Hicimos escaleras para llegar al techo y de allí era fácil saltar al cielo. La noche nos encontraba tendidos en las tejas, mientras apostábamos hacia un punto lejano que desaparecía antes de que cantaran los gallos.
En las tardes nos gustaba jugar a la escuela. Eduardo me enseñaba todo lo que aprendía en las mañanas: las letras, los sonidos y las operaciones. Pintábamos historias para luego intercambiarlas como fotonovelas. Las mías siempre de amor; las suyas, de guerra. Sin saberlo, estábamos dibujando nuestras vidas futuras.
El primer día que fui a la escuela, vi cómo la profesora enseñaba a las niñas a leer y a escribir, enfurecida porque no aprendían tan rápido como ella deseaba. No entendía que algo tan lindo se enseñara en la escuela. Si yo lo había aprendido jugando, ¿por qué mis compañeras lo hacían con lágrimas en los ojos?
Ese mismo día la profesora le dijo a mamá que me cambiara a segundo, porque yo ya sabía lo que se enseñaba en primero. Pero mi madre no quiso hacerlo. Ella pensaba que no debía apresurarme, ni siquiera para crecer. Hoy la entiendo y se lo agradezco. Entonces jugué todo el año a ser la profesora de mis compañeras.
Rubiela era grande, tenía la piel de su rostro dura y llena de marcas. Vivía y trabajaba en una panadería donde le permitían ir a la escuela. Ella no entendía nada de letras y cartillas. Yo le enseñaba en el rincón del aula, antes de que la profesora la llamara para pedirle la tarea y regañarla. Ella me traía recortes de bizcochos a cambio de las lecciones.
Un día no volvió más a la escuela y la profesora se alegró. Sólo yo la extrañé y, al cabo del tiempo, supe por qué Rubiela no entendía nada de nada: el miedo la estaba matando.
La infancia son todos los olores que se quedan pegados a los sueños, el alfabeto de la piel, los presentimientos que nunca llegan a convertirse en palabras, la música de una canción en la hamaca de las piernas.
Hay tiempo para todo: menos para retroceder y quedarse colgando del árbol en el que te trepaste una mañana. La infancia es ese árbol pegado en la memoria, la vida elemental e irrefutable que emerge de la tierra.
Este libro es sólo eso: la infancia que vuelve.
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