Camilo, Marysol, Esperanza y Fausto son hombres y mujeres ya. Todavía recuerdan el olor de la escuela, mientras ven sus muros derribándose por obra de las palas mecánicas que hoy sacuden sus cimientos. Algo de ellos también se derrumba entre los montones de ladrillos y la madera de las ventanas. No es la felicidad, porque la escuela también es una manera de aprender a perder la alegría. Es una canción que quedó atrapada entre los corredores y el patio de recreo.

Todos ellos olvidaron sus nombres y partieron como las golondrinas. Sin embargo, se recuerdan cuando cierran los ojos, estiran los brazos y, en una ronda invisible, se agarran del aire. Entonces pueden tocarse y sentir el olor de la escuela. Poco a poco dejaron de lado las preguntas y las palabras, esas flores que sirven para matar el miedo.

Pablo se dedicó al oficio de recolectar por las calles objetos desechados por la gente, útiles para su arte de componer rompecabezas de sueños y palabras. La cueva, que fue su infancia, quedó deshabitada. Un día se convirtió en colibrí y remontó las nubes para escrutar con su pico la flor de la eternidad.

Isabel nunca existió. Fue sólo el ángel, el hada, la poesía. Ella todo lo hace posible y sin ella no es posible vivir. Existe para los que fue escrita esta historia: para los que tienen un corazón de colibrí.

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