Don Miedo amaneció esa mañana cogido del cuello de Camilo. Este llegó a la escuela con la mamá y todos lo vieron caminar agachado, como si un animal grande se le hubiera acomodado sobre la nuca. El padre llegaría más tarde a hablar con la directora, ya que se encontraba fuera de la ciudad y no podría llegar antes del mediodía. Se preparaba una reunión con todo el curso ya que, para escarmiento de todos, los niños debían ser testigos del castigo ejemplar que se le daría al desobediente.
Camilo no asistió a las primeras clases, pues estuvo preso con su mamá toda la mañana en la oficina de la directora. Una atmósfera rara recorría los corredores. A la hora del recreo el patio era un río caudaloso de chiquillos gritando sin compasión. Desde arriba el conjunto de cabezas parecía un rebaño sin control. En la pileta los peces se zambullían violentamente.
De repente el aire se llenó de un raro perfume. La campana no sonó a la hora acostumbrada, por lo que el recreo se prolongó inexplicablemente. En las paredes comenzaron a aparecer letras negras que se volvieron palabras sueltas.
En el salón todas las cosas empezaron a cambiar de lugar: los pupitres se situaron de manera desacostumbrada; los libros se trastocaron, los cuadernos se confundieron y cambiaron de nombre; en el tablero empezaron a aparecer mensajes de amor, flores y pájaros dibujados en vez de números o de operaciones matemáticas para ser resueltas; la pileta se llenó de peces de colores y una flor apareció colocada sobre el escritorio.
Pero algo más extraño aún estaba sucediendo en la sala de profesores: el genio y los gestos de los maestros se hicieron más dulces; el afán por hablar empezó a cambiar por una actitud de escucha; el profesor de matemáticas por fin pudo decirle a la profesora de español lo que tenía tantos años oculto en el bolsillo del corazón; ella pudo sonreírle de la forma que hace muchos meses quería.
En la oficina de la directora, ella misma comenzó a olvidar el motivo de la reunión. Poco a poco se le acabaron los regaños y las palabras duras que hacían salir lágrimas de los ojos de la mamá de Camilo. De pronto vio sus propias muecas reflejadas en el espejo de los ojos de Camilo, y se encontró sin sentido, fea en sus gestos duros. Y poco a poco se le ablandó el ceño, hasta adquirir una belleza tranquila. Al mismo niño se le aclararon los ojos y ya no tuvo más miedo de la llegada del padre. En ese momento éste se apareció en la puerta de la dirección, pero en vez de una amenaza traía un regalo para su hijo.
En fin, todas las cosas se volvieron patas arriba, de derecha a izquierda, de adentro hacia fuera.
Cuando la campana tocó por fin, para anunciar el fin del recreo, dejó escapar una música que nunca nadie había escuchado. La alegría no cabía en los corredores. Niños y maestros se encontraron en una ronda sin fin y cuando la tarde llegó los vio cogidos de las manos, cantando una canción que una niña les enseñaba.
La niña era ni más ni menos que Isabel y la canción no era otra que la que hablaba de matar el miedo. Fausto y Pablo saltaban en medio de la ronda. La flor continuaba regando su perfume en toda la escuela y aquel día no hubo límites a la felicidad.
Lo que nadie sabía era que aquel día inolvidable quedaría automáticamente borrado de la memoria de todos, porque no se resiste la alegría y la belleza juntas. Los sueños comienzan a borrarse despacio, como la huella de la lluvia en el pavimento cuando crece el sol. Y las únicas transformaciones que perduran y resisten el olvido, son las que nacen del corazón.
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