Garras

De nuevo pongo las manos en el filo de la piscina y me impulso con todas mis fuerzas para no resbalarme. Esta vez lo logro. Ya afuera, me incorporo mientras examino el dedo gordo de mi pie que es donde siento el dolor. Avanzo con paso lento hacia la escalera del trampolín. Escucho la voz del profesor Javier, animándome. Más lejos, los compañeros hacen chistes sobre mi torpeza. No quiero oír. Miro mis pies que aferran sus dedos sobre el piso mojado. Veo las mismas garras del gato cuando se sostiene de mi pantalón para impedir que lo tire al suelo. Se me pega como chicle y me clava las uñas. Primero suavemente, cada vez más fuerte cuando siente que lo desprecio. Termino acariciando su pelaje marrón. En sus ojos dorados se asoma una línea negra que me asusta. La escalera está vacía. Hace un momento los niños se agolpaban, se empujaban unos a otros para ser los primeros en lanzarse a la piscina.

Los veía con sus caras sonrientes, estiraban los brazos para convertirlos en una flecha que rompía el agua y se hundían envueltos en éxtasis. La explosión de agua me cegaba y me estremecía. Se hacían invisibles y luego aparecían al final de la piscina, colorados, chapoteando a toda velocidad para salir los primeros y correr nuevamente hacia la escalera. Una y otra vez. Los miraba desde una esquina mientras le daba pataditas al agua. Me cambiaría por alguno de ellos, pero el miedo me paraliza.

Estando en esas, fue a buscarme el profesor. Me reprendió por lo alelado, me dijo que subiera al trampolín y les demostrara a todos que yo también soy capaz. No pude decirle que no. Era una orden cariñosa y lo que más deseaba era probar mi valor. Esperé hasta ver la escalera vacía, apoyé mis manos en el borde de la piscina para salir, pero una fuerza me devolvió al agua. Fue cuando escuché las risas.

Ahora estoy a punto de llegar a la escalera, camino despacio hasta la baranda y mi respiración está agitada. Son muchos escalones, aunque no los he contado. Tengo la suerte de ser el único que intenta subir en este instante. Lo hago despacio para tomar aire y llenarme de coraje. Pongo el pie derecho en el primer escalón. Apenas puedo alcanzar el siguiente. Miro hacia arriba y siento el miedo como las garras del gato en mis pantorrillas. Son demasiados escalones y están muy empinados. Afirmo un pie, el otro quiere volver. Cada vez más lejos el escándalo y los aplausos del profe que, en vez de animarme, me hunden. Un paso más. Siento arena en los oídos y un mordisco en la pierna derecha. Voy por la mitad y quiero devolverme. El pie no me responde, las rodillas tiemblan y casi debo arrastrarme para seguir subiendo. Ya no escucho nada. Solo un resoplido continuo y los latidos fuertes del corazón que se me quiere salir por las orejas. Ya arriba, veo la tabla en la que debo pararme para saltar.

No parece muy firme. Su movimiento me aterra. Sé que no podré pisarla. Es cuando viene detrás el movimiento veloz de los muchachos que han vuelto a subir para reiniciar su juego y que tienen prisa por saltar. Siento en mi espalda su urgencia. Se empujan y se contienen unos a otros a la espera de mi salto. Me presionan y ya no podré volver atrás. Estoy atrapado entre el aire y el agua. Abajo una mancha azul, arriba las garras de mi gato que se me clavan profunda, dolorosamente. Sin fuerza, sin piernas, sin ganas, sin brazos, doy un salto a la nada.

***

Colores

Y por qué no ir de nuevo a la quebrada para ser felices sorprendiendo los sapos que duermen bajo las piedras, para mirar su piel rugosa y su cara de malos amigos, sus impávidos ojos saltones y ese palpitar en el pescuezo que es como si tuvieran allí el corazón, como si pensaran o hablaran a través de ese movimiento. Te quedas mirándolos fijamente y ¡zas! saltan en el momento más inesperado y en un instante se pierden de vista, huyen de las piedras y de nuestros gritos, mitad fiesteros, mitad temerosos.

Por qué no volver a la charca para agitar el agua y descubrir los renacuajos grises y las ranas azules con su fulgor de atardecer, esa piel babosa en la que parece que alumbrara el sol. Dan ganas de llevarlas a casa, aunque el otro día me costó un regaño y una cantaleta de la tía Balbina porque al sacar la rana del bolsillo ya no se movía y, cosa extraña, había perdido su color. «¡Que las deje en paz! ¡Que ellas no le hacen daño a nadie!», me gritaba. Pero es que yo quería pintarla y necesitaba encontrar los tonos exactos de esos verdes con visos azules y amarillos del mediodía y que a las cinco de la tarde se convertían en esmeralda y azul turquesa.

«¡Que ese color no existe en los lápices!», me reprendía la tía, como si le doliera el estómago. Pero yo, terca, al otro día volvía al estanque para llevarme el naranja que le enmarcaba los ojos, las manchas rojas de sus patas, el rosado de la panza. Y es que habían anunciado el concurso de pintura en la escuela y me prometí que ganaría. El premio era mi gran sueño: ¡una caja de cuarenta y ocho lápices de colores! Magenta, caoba, rojo bermellón, lila, gris plata, amarillo ocre, ámbar, azul burdeos, rojo granate, cobre, púrpura… Todos los nombres me encantaban. Soñaba con pintar arcoíris con el añil, el naranja y el índigo, flores fucsias con tallos verde oliva, combinar el crema con el gris pizarra, el violeta con el dorado…

Iba a la charca una y otra vez, a probar las mezclas, a rayar y rellenar la silueta que ya podía trazar de memoria. Y así, noche tras noche, con paciencia y obsesión, logré, no solo pintar, sino darle los tonos vivos a la rana de mis sueños. Tan pronto la tuve al frente, parada sobre la hoja, mirándome con el oro de sus ojazos brotados; cuando le vi en las patas manchadas la intención de saltar y desaparecer del cuaderno y me asusté con su pescuezo rosa inflándose, entonces supe que estaba lista. Al otro día entregué mi dibujo, muy orgullosa, con la esperanza de ser la ganadora. Después tuve que adelantar las tareas que había descuidado por el capricho de pintar.

Pasaron muchos días de paciente disciplina. Volvió el letargo de las clases, la repetición de las tablas de multiplicar, el calor de las dos de la tarde, la dificultad para pegar los ojos en la cartilla. Una tarde, en vez de cruzar la calle para dirigirme a la escuela, corrí hacia el potrero en donde estaban los niños libres, los llamaban vagos porque no iban a estudiar. Con ellos había iniciado mis andanzas, aprendí a treparme a los árboles, a ser ardilla, pajarraco, a mordisquear las ramas, a oler el verde, llegábamos a la cumbre y sentía el viento jugueteando en mi nariz, caíamos hechos un ovillo de risa. Esa tarde volví a la quebrada, disfruté otra vez la indisciplina, el desparpajo, la emoción del salto, los tumbos en el pasto y cargada de felicidad llegué a casa al atardecer.

Frente a la puerta me esperaba mi vecina y compañera de escuela. Traía su uniforme arrugado y la cara más larga de lo habitual. Le hice un gesto de silencio para que no delatara mi falta. Entonces me lo contó todo. Esa noche y los días siguientes estuve muy triste, aunque no pude contarle a nadie el motivo. Sucedió que esa tarde habían anunciado que yo era la ganadora del concurso de pintura y mi dibujo tuvo muchos elogios. Como castigo por mi ausencia lo desecharon y le dieron el premio al segundo puesto.

Abro el cuaderno de la memoria y veo esa rana a punto de saltar, con la fuerza de esos colores imposibles. Su imagen me trae la tarde soleada, la quebrada y el gozo.

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Esta vieja guerra

Una vieja imagen para un nuevo tiempo. “Soldadito de plomo”. Facsimil de la Colección de la Biblioteca Pública de Nueva York, a propósito del cuento de Hans C. Andersen. Imagen disponible en la red.

Por Efrén Piña Rivera

Hace mil días que comenzó esta guerra (¿la tercera?), tan mundial como el campeonato de la Fifa, el reinado internacional de belleza, o los Olímpicos. Comenzó en su modalidad de guerra proxy, in crescendo. Admitirla como hecho o invisibilizarla depende del interés político de sus actores, o del manejo de la atención y las expectativas desde los medios. ¿Quién establece cuándo empieza una guerra?, ¿cuándo es mundial? y ¿qué número ordinal le corresponde? ¿Quién es el árbitro que baja la bandera para declarar el arranque?, ¿y cómo elige ese momento?  Las versiones cambian con arreglo a lo que cada relator quiera destacar.  No será noticia oír la declaración formal del inicio de la Tercera Guerra Mundial. ¿Llamarla la Tercera? No hace falta. Lo que falta es asumir que esto no es un videojuego o una mala película. Nos pasa lo mismo que frente a un “culebrero” o un mago que anuncia lo que está por venir y que no llega, cuando anuncia una y otra vez lo que ya está pasando y todos seguimos tan atentos, sin ver lo que tenemos al frente, sin entender de qué se trata.

Por qué no decir, por ejemplo, que con el lanzamiento de los misiles gringos ATACMS hoy, continuamos la misma guerra mundial que viene del siglo XX, esa vieja guerra que se teje y suma con el viejo propósito de genocidio palestino, made in Israel, que no para en Oriente Medio. Performatividad es la palabra clave. Al fin, en todos los lugares se trata de los mismos agentes y financiadores… los mismos señores de la guerra, empresarios y gestores, ellos sí, con una muy clara visión mundial.

Al marcar en el calendario el día mil de las “operaciones militares especiales” de Rusia en Ucrania, que según el Kremlin cumplía el objetivo de “salvar las vidas y proteger la integridad física, psicológica y cultural de los civiles en la región de Donbás”, admitámoslo… por cuenta de ese acto humanitario del Kremlin y de la respuesta igualmente humanitaria de la OTAN, desde ese día de febrero vivimos la experiencia de una guerra mundial. Una guerra como muchas, en nombre de la gente, de un marco de verdad y de justicia. Una guerra como muchas, en nombre del humanismo.

Ya lo podemos anotar en nuestros diarios, en esquelas o memes, como un referente que se integra a otros momentos significativos de nuestra vida, como cuando nuestro equipo favorito obtuvo un título, como la ocasión de aquel acto sacramental, o como lo fue cierta pandemia: estamos en medio de la guerra mundial de nuestro tiempo.

Desde hace mil días vivimos el incremento constante de la agresividad, la ampliación del número de involucrados en conflictos en tantas partes, en tantas fronteras… Rusia y Ucrania completaron ya el millón de muertos en mil días. Entre ellos, los ridículos soldaditos de plomo que creyeron que salvaban a su patria, los peones mercenarios que buscaron fama y dinero, los miserables reclutados que pagaban escondederos para que no cargaran con ellos, muchos niños y viejos sacados a la fuerza de sus casas rusas y ucranianas y, otros, jóvenes perseguidos por la humanitaria policía de la Unión Europea entre bares, carreteras y estaciones de tren o de bus en el hoy triste “jardín de Borrell”[1]. Cuerpos prestos para alimentar esa trituradora de carne que llaman “el frente”. Siguen muriendo miles y miles de civiles, tantas familias completas, en esta máquina de muerte para los afortunados del negocio de las armas y la atención de quienes la seguimos en línea. Y no solo es lo que pasa en Europa del Este. Es también lo que viene sucediendo en el Magreb y el África allende el Sáhara, en el Pacífico y América Latina. En todos los casos, en nombre de la humanidad… Es el talante del siglo XXI.

Estamos en medio de una guerra mundial no declarada que va a peor, para disfrute de la audiencia. Como en un juego interactivo, las operaciones especiales incluyen el paso a niveles más avanzados, con variaciones y nuevos juguetes explosivos, con nuevos retos. 

Se anuncian diferentes escenarios para los siguientes soldados y arlequines, para reclutas y mercenarios, con su renovada y bien paga provisión de bombas y proyectiles. Y llegan más personajes para el circo: ya no solo será el viejito gagá de Washington, el ególatra de ultra derecha de Moscú, los absurdos saltimbanquis de Bruselas y Berlín, de Paris y Londres, sacando los dientes y escondiendo la mano, incitando a esos fantoches al servicio de la cruel risa y de la muerte: Zelensky, estrella de las pantallas en Kiev, Netanyahu desde su réplica de jardín, a orillas de un mar de sangre.

Están por llegar nuevos protagonistas de la Comedia, grandes humanistas para esta vieja guerra mundial. Como los otros, cada uno se mantendrá en su respectivo búnker, haciendo palmas y corrillos, animando el show para nuestro entretenimiento… todo en nombre de un humanismo puro y duro.

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[1] La referencia es por las declaraciones de Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para los Asuntos Exteriores, en octubre de 2022, en medio de esta guerra, cuando comparó a Europa con un jardín y al resto del mundo con la jungla. “Europa es un jardín. Hemos construido un jardín. Todo funciona”, dijo en la inauguración de la Academia Diplomática Europea en Brujas (Bélgica). El Viejo Continente es “la mejor combinación de libertad política, prosperidad económica y cohesión social que la humanidad ha sido capaz de construir: las tres cosas juntas” continuó. “Los jardineros tienen que ir a la jungla [y para proteger el jardín] los europeos tienen que involucrarse mucho más con el resto del mundo. De lo contrario, el resto del mundo nos invadirá, por diferentes vías y medios”. Todo este asunto es una provocación para escribir sobre “jardines” y esa extraña sensación de “mundo” que tenemos hoy. Ya veremos.

En los medios y las redes hoy se presentan las formas y las sombras de misiles balísticos de largo alcance, made in USA, surcando cielos azules como la señal de los nuevos tiempos, una nueva fase de la  guerra entre Ucrania, la OTAN y Rusia. Es la atractiva imagen de un gran negocio, el de la muerte por venir.

Zananna 2: Tempestad de fuego

“Napalm” es el nombre con que se conoce uno de los murales más elocuentes de Bansky, “el artista callejero de Bristol”. Hace parte de una serie de trabajos sobre el amor a las bombas del mundo de hoy.

Por Efrén Piña Rivera

“En Gaza, los corresponsales han descrito el zumbido de los aviones no tripulados israelíes. En árabe se les conoce como “Zananna”, literalmente “niño llorica”” [BBC].

Al documentar la cuestión de los bombardeos encuentro un sinfín de acontecimientos que ilustran esa tendencia a normalizar la soez experiencia de un ataque indiscriminado. Transitar por ese oscuro camino de la historia, reseñar cada episodio en su contexto, es convertirse en amanuense de la ignominia humana. Me dejo arrastrar por la tentación de acopiar aquí algunas de estas tristes situaciones. Por momentos opto por ser acucioso en listas, fechas y lugares, omitiendo detalles, invitando a la consulta, con la intención deliberada de saturar y aturdir. No hay duda de que cualquier lista que se haga al respecto será inequívocamente decepcionante pues los casos son innumerables y siguen en aumento. Los registros siempre serán incompletos. Debo resignarme a breves enunciados para provocar el interés del lego y alguna reacción de quien sí conoce sobre el tema. En todo caso, incluyo ciertos guiños que asocian los eventos luctuosos de la guerra con “el avance” de la ciencia y la tecnología, buscando conectar dos caminos paralelos, el del progreso y la deshumanización, el del tal avance y su efecto en la masificación naturalizada de la muerte violenta. Reúno aquí, a manera de tips, algunas situaciones en un caos ex profeso y algunas preguntas propias después de revisar varios trabajos disponibles sobre el tema.

Uno. Los primeros artefactos explosivos fueron cañas de bambú taponadas en los extremos y rellenas de alguna sustancia explosiva, probablemente de pólvora creada en la China del siglo IX. El artefacto devino en cohete con múltiples variantes cuando se controló la explosión, al dejar libre uno de los extremos del tubo. Como en tantos otros temas los chinos marcaron el derrotero para la humanidad. Es el antecedente de lo que hoy sucede en Palestina y en Sudán, en Ucrania y en Yemen. Así comenzó el que después sería un excelente negocio, el de la producción (y consumo) de armas, un emprendimiento económico que hoy sus dueños no están dispuestos a abandonar.

Fue en la India de finales del siglo XVIII el lugar desde donde los emisarios del Imperio Británico llevaron a Europa esta invención. Y fueron ellos, los ingleses, quienes por primera vez la emplearon en suelo europeo, cuando utilizaron cohetes para incendiar Copenhague en los inicios del siglo XIX. Pero para aquel momento no era esta la tendencia. Como arma del Imperio Británico estaba reservada para dirigirla contra los salvajes, los bárbaros, para amedrentar a sus enemigos “nativos” en distintas aventuras coloniales en Asia, África y América. Los ingleses regularizaron el uso de explosivos lanzados mediante cohetes en Argelia en 1816, en Birmania en 1825, en Ashantee en 1826, en Sierra Leona en 1831, en Afganistán en 1837-1842, en China entre 1839 y 1842 y entre 1856 y 1860. Los emplearon contra Shimonoseki en 1864, en América Central en 1867, en Abisinia en 1868, contra el pueblo zulú en Sudáfrica en 1879, contra los nagas en la frontera afgana en 1880, contra Alejandría en 1882 y contra los rebeldes en Sudán, Zanzíbar y África oriental y occidental en 1894. Es obvio que todos estos casos corresponden al despliegue y manutención de su exitoso proyecto colonial a lo largo de aquel siglo. Los bombardeos no se inauguran en Europa, pero sí es una estrategia consolidada como acción civilizatoria contra el bárbaro y el salvaje. 

Dos. La valoración del mundo no occidental como un espacio abierto y disponible para la conquista y la invasión, por parte de la cultura moderna-colonial, auto otorgaba a las fuerzas europeas la justificación para la eliminación masiva de pueblos en nombre de la civilización y la ley natural. Este modelo de violencia del colonialismo, con licencia para el exterminio, se ejecutó con la simbólica separación entre el guerrero y el bárbaro, adversario sin estatus definido. El bombardeo ahí estaba plenamente justificado como táctica civilizatoria.

En la ficción literaria de Jules Verne, el ingeniero Robur, el conquistador (1886), justificaba el lanzamiento de explosivos desde aeronaves. Era parte del proceso culturizador de Africa, y en contra de los africanos, quienes “con aullidos de terror, intentan escapar del fuego asesino”. Los bombardeados no eran soldados ni civiles, eran seres de calidad inferior que huían de la autoridad y superioridad “natural” del invasor. Dicha doctrina constituyó el antecedente y soporte para las guerras totales del siglo XX. Aquí, civilización y barbarie en el proceso globalizador no son conceptos antagónicos, sino dos aspectos asociados del mismo devenir histórico.

“Bombardeo sobre Vieques” (2010) del pintor Edgardo Larregui Rodríguez. Museo de Arte de Puerto Rico. Acrílico, marcador de aceite, collage, escarcha, vinil reflectante y resina sobre lienzo. 48″ x 66″. Imagen de dominio público, disponible en internet. 

Vieques es el nombre de la isla-municipio puertorriqueña utilizada durante décadas por el ejército de los Estados Unidos, sus aliados de la OTAN y compañías privadas para probar armamento y realizar prácticas de maniobras militares. La isla y su población han sido usados como polígonos de tiro durante más de sesenta años.

Tres. El ensayista sueco Sven Lindqvist, quien aporta muchos ejemplos y reflexiones históricas y éticas sobre el tema que aquí comparto, refiere que, al hacer su selección pocas veces es posible encontrar una justificación más miserable para la agresión a una ciudad por parte de un Imperio que la empleada por los funcionarios británicos para bombardear y arrasar a la legendaria Alejandría en 1882. El Primer Ministro Gladstone, cuenta nuestro guía, se remitió a un derecho fundamental de intervenir en aras de la paz, de la humanidad y el progreso, para destruir y luego ocupar los despojos del importante puerto sobre el Mediterráneo.

La Armada británica bombardeó Alejandría desde la salida hasta la puesta del sol. De noche, la ciudad se transformaba en un mar de llamas. La prensa extranjera sostuvo que el incendio había sido causado por los bombardeos, pero los británicos lo negaron, afirmando que los egipcios habían incendiado la ciudad en su retirada. Ambas partes presentaron testigos oculares que confirmaron sus posturas. El objetivo del bombardeo era aplastar una revuelta nacionalista contra las fuerzas aliadas francesas y británicas. El resultado fue que Egipto se convirtió, durante medio siglo, en colonia británica. Es posible que los británicos hubieran planteado la intervención como un acto humanitario, pero, desde luego, también tuvieron en cuenta intereses nacionales. Desde el punto de vista del derecho internacional, el problema más serio fue el precedente que se había sentado en Alejandría. “A partir de ahora, ¿se considerará lícito -se preguntaba el almirante Aube en Revue des deux Mondes– que la armada bombardee las ciudades costeras indefensas del enemigo?”. En 1911 se habría podido añadir: “Si lo que ya ha hecho la Armada determina lo que se les estará permitido a las fuerzas aéreas en el futuro, ¿qué ciudad podrá sentirse a salvo de la destrucción?

Cuatro. Fue en los comienzos de diciembre de 1903 cuando se elevó por primera vez un avión en el cielo. En la misma semana los esposos Curie recibieron el premio Nobel por sus investigaciones con la radiactividad. Ambos eventos, diríamos simultáneos, confluirían una generación más tarde en el recordado bombardeo atómico, el lanzamiento por parte de la fuerza aérea norteamericana de Little Boy sobre Hiroshima y Fat Man sobre Nagasaki, con el exitoso balance de cerca de 250 mil muertos iniciales y medio mundo doblegado a sus pies, allá por 1945. Es muy elocuente la confluencia impresionante de productos del ingenio en el siglo XX: la concreción del sueño humano de volar, la indagación científica sobre la naturaleza y la ampliación de la capacidad destructiva de la humanidad. La ciencia se ha convertido en un “crimen organizado” escribió  Albert Camus después del memorable episodio, destacando que estaríamos ad portas del “suicidio colectivo”.

A propósito de la misión norteamericana en territorio japonés, aun retumba el testimonio de vida del piloto de aquella misión después del lanzamiento de la primera bomba atómica, a quien sus contemporáneos “estaban dispuestos a honrarle por su participación en la masacre, pero —según anota Bertrand Russell— cuando se mostró arrepentido, arremetieron contra él, reconociendo en este arrepentimiento su propia condena”. El militar texano de nombre Claude Eatherly mantuvo una intensa correspondencia con el intelectual Günther Anders entre 1959 y 1961, donde da muestras de su desconsuelo ante el evento que lo hizo famoso. Ambos mantuvieron su compromiso, cada uno a su manera, en la lucha contra el horror y la sinrazón de la era de los bombardeos atómicos. En el epílogo de “El piloto de Hiroshima” sentencia Anders, convencido de la obsolescencia del ser humano en un mundo regido por máquinas y ante la posibilidad de la aniquilación total de la especie:

Estamos condenados a vivir en la «última época» (Endzeit), una época que sólo puede ponerse fin a sí misma, y que seguirá siendo última aunque logremos aplazar día a día el «fin de los tiempos» (Zeitende) —ésta es la razón de que ninguna interpretación de nuestra era atómica consciente de esta realidad pueda ir a remolque de los acontecimientos—. Este rasgo distintivo de nuestra época jamás desaparecerá, pues una vez que hemos adquirido la capacidad de poner fin al tiempo, ya no hay marcha atrás: podremos ser capaces de aprender cosas nuevas, pero lo que nunca podremos hacer es desaprender lo que hemos aprendido. [Günther Anders, Hiroshima ist überall, 1995].

No se puede perder de vista que fue precisamente un bombardeo el que justificó la entrada de los Estados Unidos en aquella contienda mundial. Y es que las misiones japonesas no solo tuvieron como tarea destruir la capacidad ofensiva de los Estados Unidos en Pearl Harbor. Fueron múltiples y temibles las acciones del Servicio Aéreo de la Armada Imperial Japonesa en China, en la Guerra del Pacífico, en Asia meridional y el Pacífico Sur, con objetivos muy precisos de destruir poblaciones civiles.

Detalle de “Cuatro aviones bombardeando” de Enric Climent (ca. 1937). Carboncillo, tinta a la pluma y al pincel y gouache sobre cartón, 74,5 x 104,5 cm. Barcelona, Museu Nacional d’Art de Catalunya.

Cinco. Hay información contradictoria sobre las primeras misiones aéreas de bombardeo indiscriminado en Europa y alrededores. Si bien se tiene constancia de que un piloto italiano lanzó cuatro granadas con algunas víctimas en Libia en septiembre de 1911 durante la Guerra ítalo-turca, otros escritos señalan que los primeros bombardeos sobre población civil (y el empleo de armas químicas) fueron ordenados por la dictadura militar de Primo de Rivera contra poblados y zocos del norte de África en la Segunda Guerra del Rif. Sí es claro que los bombardeos que fueron “novedad” militar en el siglo XIX se volvieron sistemáticos y una práctica extendida en la Gran Guerra de 1914. El ejército alemán utilizó dirigibles Zeppelin y bombarderos que llevaron a cabo incursiones sobre Lieja, Amberes y París e inauguraron sus ataques masivos sobre Londres en mayo de 1915. Alemania utilizó más de cien dirigibles durante más de cincuenta ataques aéreos a sus rivales. Los soldados alemanes trataban de no sembrar la alarma, de evitar el pánico, en sus acciones contra Inglaterra. Las alertas corrían por cuenta de la policía local provista de un silbato y bicicleta. Y reeditaron los bombardeos en las Islas Británicas en 1940 con el llamado Blitz, y el Blitz Baedeker, planeado por Göring para gloria del Führer. No solo incluyó a Londres sino a otras capitales del Reino Unido: Liverpool, Glasgow, Birmingham, entre muchas más.

Este tipo de ataque cobró especial significación antes y durante la Guerra Civil Española. Tanto nacionalistas como republicanos ya habían bombardeado ciudades en el territorio ibérico como Tetuán, Oviedo, Granada, Zaragoza, Córdoba y Sevilla, según se reconoce en los partes oficiales de guerra. El siempre presente en la memoria de todos es el bombardeo sobre Guernica (País Vasco) en 1937, a manos de la Legión Cóndor al servicio de la Alemania nazi y con la anuencia del Generalísimo Franco. En 1938 la aviación ítalo-germana bombardeará por primera vez la ciudad de Granollers. Desde entonces hasta hoy, el lanzamiento irresponsable de bombas ya perdió su carácter extraordinario y es un componente infaltable en cualquier guerra, un hecho “normal” en cualquier ofensiva militar.

El Tratado de Defensa del Atlántico Norte tiene un lugar destacado en estas alusiones, pues ha hecho un importante aporte en la materia con los bombardeos, sobre todo luego de la caída de la URSS y sus aliados en Europa oriental, es decir, precisamente cuando pierde su sentido defensivo original. La Otan bombardeó Belgrado en 1999 para dar espacio a Kosovo e instalar bases en la región, participó activamente en el derrocamiento y asesinato de Muhammar Al Gaddafi en Libia en 2011 y ya es muy conocida su ininterrumpida y amenazante expansión hacia el Este europeo, mediante la instalación de bases de misiles en las últimas décadas, uno de los motivos de la actual crisis ruso-ucraniana.

Seis. Colombia tiene su propia y vergonzosa experiencia en materia de bombardeos. Y no es cuestión de un pasado liquidado. Hace parte del día a día, desde hace décadas, casi diríamos desde siempre. No hay rincón colombiano, zona rural o entorno natural que no haya experimentado un bombardeo. Y prácticamente no hay ejército, banda, de paramilitares o mafiosos, no hay grupo armado que no haya apelado a estos ataques de forma abierta y en muchos casos veladamente. Sin embargo, los atentados perpetrados desde naves o artefactos aéreos hasta el día de hoy, en la era de los drones, fueron un casi exclusivo privilegio de los múltiples gobiernos al servicio de oligarquías locales o nacionales, desde el Estado y sus fuerzas armadas. Su propósito es el de siempre, el mismo en todos los casos: diezmar adversarios y poblaciones, controlar o destruir territorios, recursos y escenarios estratégicos, vías, puentes, rutas, aeródromos y ese largo etc. Todo en nombre del pueblo y en contra del pueblo mismo.

Listo algunos episodios nacionales sin orden ni concierto. Bombardeos aéreos hubo en el viejo Yacopí de los cincuenta, en Marquetalia, Villarrica, en El Pato y Sumapaz. Sus promotores, Rojas Pinilla y los gobiernos del Frente Nacional. Han sido bombardeadas iglesias y parques naturales, lugares sagrados de pueblos indígenas, lugares de refugio y de recreo. Fue bombardeada la Comunidad de Paz del municipio de San José de Apartadó y la Sierra Nevada de Santa Marta. El gobierno de Duque y su ministro Molano atacaron una celebración campesina con niños y ancianos en Putumayo, el presidente Betancur bombardeó el Palacio de Justicia en el 85 y el presidente Gaviria atacó Casa Verde en La Uribe con el propósito infructuoso de desmantelar el Estado Mayor de las Farc. Álvaro Uribe Vélez bombardeó medio país y más allá, la frontera venezolana y Sucumbíos en el vecino Ecuador. Se trató de “bombardeos inteligentes” en el sector de Teteyé, denunciados por el gobierno de Correa que provocaron crisis diplomáticas. Décadas atrás hubo bombardeos en Leticia, en la región de Tarapacá y Güepí en la guerra con el Perú.

Pero es que además están los amargamente célebres “tatucos” o cilindros bomba que las Farc usaron contra soldados y civiles. Y no fue solo Bellavista en Bojayá sino en múltiples incursiones y tomas guerrilleras. Hoy las llamadas disidencias emplean artefactos explosivos lanzados mediante drones dirigidos contra civiles y uniformados por igual en Argelia, Cauca, y en otros lugares del Pacífico. Se habla de una nueva fase de la guerra con el uso de estos artefactos.

  

“Rojas Pinilla”. Oleo de la pintora colombiana Débora Arango (ca.1954), inspirada en el hito del 13 de junio de 1953, con toma del poder del general Gustavo Rojas Pinilla, otro pretendido pacificador del país mediante el uso de bombas.

Siete: Las luchas insurgentes y contrainsurgentes apelaron a los bombardeos en el entorno latinoamericano. Distintos gobiernos de países de la región, con su propia tradición de militarismo, dictaduras y nacionalismo, con sus experiencias de “colonialismo interno” y guerras de exterminio a “pueblos originarios”, encontraron en el bombardeo interno una fórmula que sigue en boga. Somoza perpetró múltiples masacres en Nicaragua a través de bombardeos en zonas rurales y sobre las ciudades que estaban en manos de la guerrilla sandinista. En Estelí, una ciudad de 40 mil habitantes, dejó más de novecientos muertos. Aviones de la Armada Argentina y sectores de la Fuerza Aérea lanzaron un bombardeo sobre la Plaza de Mayo en el corazón de Buenos Aires en su intento fallido de derrocar a Juan Domingo Perón. La guerra del Chaco, el conflicto entre Perú y Ecuador, Batista en Cuba y un muy extenso etcétera.

Los aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea Chilena atacaron el palacio de La Moneda en Santiago para asesinar al presidente Salvador Allende en septiembre de 1973. Poco más de un siglo atrás, en 1866, las fuerzas armadas españolas ya habían bombardeado propiedades británicas en la vecina Valparaíso, para aquel momento el “único ejemplo de ciudad comercial atacada con el único propósito de devastarla”, en opinión de la prensa y los juristas ingleses. Chile siempre ha dado ejemplo en el Sur de América y en el mundo.

En la fase final de la Revolución Cubana el dictador Fulgencio Batista utilizó la Fuerza Aérea Cubana para bombardear áreas controladas por los rebeldes. Después del triunfo de los guerrilleros barbudos, Bahía de Cochinos resistió un ataque aéreo en 1961 durante la fallida invasión de Playa Girón para derrocar a Fidel Castro con el apoyo de la CIA y el aval del gobierno de los Estados Unidos.

Durante la Revolución del 32 el gobierno federal de Getúlio Vargas envío a la aviación militar a bombardear las posiciones de los rebeldes paulistas, así como algunas áreas urbanas. El gobierno salvadoreño de Hernández Martínez hizo lo propio para sofocar la rebelión liderada por Farabundo Martí. Fue “la Matanza”, con un estimado de 10 a 40 mil campesinos asesinados. En tiempos más recientes, ya en el siglo XXI, en varios estados de México, como Sinaloa, Tamaulipas, y Michoacán, las Fuerzas Armadas mexicanas utilizaron helicópteros para realizar bombardeos aéreos contra convoyes y campamentos de carteles de la droga. De acuerdo a los testimonios publicados es dificil pensar que se trataron de operaciones quirúrgicas, ajustadas a cálculos milimétricos de precisión. Estos ataques generalmente han sido parte de operaciones dirigidas contra líderes del crimen organizado pero la “tormenta de fuego” solía caer precisamente sobre los civiles.

Militares sublevados e invasores lo hicieron con morteros, desde aviones, helicópteros blackhawks, embarcaciones y ahora también con drones. Grenada y Cuba, Panamá, Guatemala y Nicaragua, esta es otra forma de narrar el devenir del progreso en América Latina, con la ayuda siempre infaltable e infatigable de las fuerzas armadas y las empresas de seguridad de los Estados Unidos. Y así sigue este excelente negocio.

Hoy vemos a diario los ataques con esas pequeñas aeronaves no tripuladas que se controlan de forma remota para dejar su estela de muerte en Yemen, en Sudán y Afganistán, en Somalía y Pakistán, entre Rusia y Ucrania, y hasta hace poco entre Irán e Irak. Los ataques en Guta Oriental (en los suburbios de Damasco) de Al Asad auspiciados por Putin y las ininterrumpidas, descaradas y descarnadas acciones genocidas del Israel sionista en la Franja de Gaza. No tienen sentido más comentarios.

Es normal para todos que un avión deje caer su carga letal sobre poblaciones de manera indiscriminada. ¿Por qué no hay debates públicos al respecto? ¿Por qué son tan limitadas (y cuestionadas) las movilizaciones masivas en contra del bombardeo como estrategia de destrucción de vidas de hombres y mujeres inocentes, niños y viejos inermes? Al final del siglo pasado ya se justificaba la versión más letal y absurda de estas acciones bélicas en las llamadas guerras preventivas. El bombardeo se convirtió en forma de diplomacia y de gestión de la paz. Lo emplearon Nixon y su socio el Nobel de Paz Henry Kissinger (con el napalm en Vietnam o su atentado en la Casa de la Moneda en Santiago). Lo han llevado a cabo los Bush, padre e hijo, Hitler y Franco, Javier Solana y Barack Obama, otro Nobel de Paz norteamericano, en sus guerras proxy de Afganistán, Irak y Siria, Zelensky y Putin, Roosevelt y Churchill, Biden y Netanyahu. Casi que la condición para ser líder en el mundo contemporáneo es tener en su haber uno o varios capítulos asociados al empleo de las bombas y las armas de destrucción masiva. 

Con el tiempo todos nos volvemos moralmente neutrales, diría Leonard Lewin, “no diría cínicos, sino más bien tan objetivos como hemos aprendido a ser ante otro tipo de problemas de carácter profesional”. Lo que hacemos todos es justificar una matanza a escala industrial. Aquello de las víctimas son externalidades, daños colaterales. ¡Que viva el progreso, carajo! 

Nacimiento en la iglesia evangélica luterana de Navidad en Belén, Cisjordania (2023). “Si Jesús naciera de nuevo hoy, lo haría bajo los escombros en Gaza… Para nosotros, Dios está bajo los escombros… especialmente cuando el mundo continúa justificando el asesinato y deshumanización de estos niños”.

Zananna 1: “Inocente yo de la sangre de aquel”

“Top Gun. Maverick”, Paramount, 2022.

Muchos niños y niñas hoy sueñan con pertenecer a una especie de escuadrón Top Gun, al lado de héroes tipo Tom Cruise, un tal Maverick, un galán atlético, muy majo, en versión 3.0 

Luego del estreno de la película Top Gun en 1986, producida por la Paramount, aquel emporio del lobby sionista en la meca del cine (que tiene una primera secuela en 2022 y anuncia otra más), los niveles de reclutamiento en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y de la propia Armada norteamericana se elevaron en más del 500%. El dato es de la misma US Navy. 

Por Efrén Piña Rivera

 

“En Gaza, los corresponsales han descrito el zumbido de los aviones no tripulados israelíes. En árabe se les conoce como “Zananna”, literalmente “niño llorica”” [BBC].

 

¿Por qué se admite como razonable el empleo de bombas explosivas y su capacidad arrasadora? ¿Desde cuándo (y hasta cuándo) un bombardeo indiscriminado empezó a ser (y será) visto como algo normal? En el repaso cotidiano de noticias ya nos parece natural que se reduzcan a polvo y escombros los entornos necesarios para la vida humana y no humana, en medio de un enfrentamiento bélico. Vivimos frente a nuestras pantallas,  en medio de un triste juego de guerra en línea. ¿Por qué?

¿Por qué sigue creciendo cada vez más entre niños y niñas, entre adultos, el consumo de videojuegos, de simuladores de vuelo de combate de código abierto —lo que va de Ace Combat 7, Il 2 Sturmovik, Flightgear, hasta Project Wingman o Digital Combat Simulator DCS— con sus hiperrealistas misiones de entrenamiento, de reconocimiento y destrucción masiva, disponibles sin reserva alguna, bien sea en computadores personales o nuestros smartphones? Ya muy avanzado el siglo XXI nos acostumbramos a los pilotos de bombarderos, marines y miembros de fuerzas especiales israelíes y estadounidenses, quienes, antes que rudos soldados son muchachitos imberbes, expertos en el control remoto, el joystick, en simulaciones on line. Muchos de estos anónimos soldaditos digitales son los protagonistas de los conflictos mundiales de este tiempo, incluidos los atentados de Israel contra sus vecinos y el aterrador genocidio perpetrado contra el pueblo palestino. 

¿Quien duda hoy de que el gran éxito de estas piezas de entretenimiento mainstream, las series y películas de Netflix y Hollywood incluidas, tienen que ver todo con lo que sucede en Ucrania, en Sudán o en Gaza y que hay efectos perversos de estas formas de entretenimiento a la hora de naturalizar los bombardeos como acción bélica normal? Sin ambages se puede afirmar que es por las mismas razones que no cuestionamos el crecimiento desordenado y caótico de ciertos centros urbanos, por la misma razón que se considera progreso el que cada día se amplíen, sin orden ni concierto, las plantaciones extensivas en forma de monocultivo, hartas en químicos y carentes de diversidad biológica. Por la misma razón que parece plausible la proliferación de plantas nucleares, grandes hidroeléctricas, gigantescas minas a cielo abierto. Si se piensa bien, tienen mucho en común los videojuegos de combates aéreos, la validación de muchos proyectos económicos energéticos y el furor arrasador de las armas de destrucción masiva, sea una bomba nuclear o una de alta potencia explosiva. Al final se trata de propósitos equiparables: experimentar la guerra y la destrucción, el poder y el control sobre la vida de otros, de lo Otro, y esa extraña sensación de ser parte de los buenos, de los exitosos, o de los reconocidos triunfadores de un juego en línea.

Semejante comparación merece su despliegue. Por ahora, solo es una provocación para compartir algunas notas sobre bombas y bombardeos. ¿Por qué no es motivo de repudio o indignación, al menos de debate, el empleo de tantas maravillas tecnológicas, aviones, drones o naves tripuladas a distancia para atacar civiles, diezmar poblaciones? 

 

Una de las imágenes icónicas de la transmisión en directo del bombardeo sobre Bagdad en enero de 1991. La cobertura de la “primera guerra de Irak” se calificó de espectáculo con narrativa propia de serie de televisión. En la madrugada del 17 de enero de 1991, las tropas estadounidenses, británicas y de Arabia Saudí comenzaron un ataque aéreo en Irak, respondiendo así a la invasión de Kuwait por parte de Sadam Husein. Fue el inicio de la Operación llamada Tormenta del Desierto.

“Sentado cómodamente en el salón de mi casa, con una cerveza al lado y la mesa bien provista de comida y tabaco, estoy siguiendo estos días, como millones de espectadores en todo el mundo, la retransmisión televisiva de la guerra del Golfo como si fuera un partido de fútbol o una película más. Este detalle, aparentemente natural e intrascendente, es para mí, sin embargo, fundamental y, más aún que los aviones invisibles o que los misiles inteligentes dirigidos a distancia por un ordenador, el que de verdad diferencia esta guerra de cualquier otra anterior. [Julio Llamazares. La guerra televisada, para El País de España, 23 de enero de 1991].

Un bombardeo es el ejemplo más palmario de una matanza industrial. Destruye sin sonrojo en el corto plazo y perpetúa los ciclos de violencia y oprobio en el largo plazo. No solo arrasa masivamente con seres humanos y formas de vida, asola entornos protectores, necesarios para todos, sino que deshace la empatía y la humanidad. El ataque indiscriminado a concentraciones humanas, ciudades, aldeas y territorios habitados, provoca la despersonalización de las víctimas civiles, reduciéndolas a estadísticas.

Naturalizar los bombardeos significa admitir el costo humano aceptando que las vidas civiles son un daño colateral, una tragedia inevitable, cuando de hecho es evitable. En el peor de los casos, hay quienes intentan justificarlos ética o científicamente avalando incluso el genocidio y la exterminación. “¡Ahí no hay inocentes!” dicen los asesinos. “Inocente yo de la sangre de aquel —repiten los perpetradores con Pilatos en el Evangelio según San Mateo— ¡Allá vosotros!”. Tamaño cinismo… Y todo continúa como si fuera un juego.

Los modernos teóricos de la guerra sostienen que los bombardeos indiscriminados otorgan ventajas políticas y estratégicas significativas en la competencia por el poder y la dominación del otro. La racionalidad instrumental de la guerra versus la racionalidad de la vida. Los más comunes argumentos en favor de los bombardeos son, entre otros, la incrementada efectividad a la hora de “paralizar la infraestructura crítica” de un país o región enemigos. Atacar centros de producción, sistemas de transporte y redes de comunicación, afirman sus defensores, reduce o elimina la capacidad logística y operativa del oponente. Arrasar fábricas, hospitales, redes de transporte, erosiona la moral del enemigo, lo deja sin recursos ni esperanza de victoria. Impedir las rutinas y formas de vida básicas de la población del lado enemigo conduce al colapso social y político del adversario. Todo muy racional. Como lo dijo con ironía Zygmunt Bauman en su ensayo sobre el genocidio en el mundo moderno: “la razón instrumental es, como todos sabemos, política y moralmente neutra”.

Y es que el impacto psicológico y moral de los bombardeos es devastador. Es terrorismo puro y duro. La indiferencia hacia este tipo de sufrimiento representa la flagrante erosión de los principios humanitarios. Crean un estado de pánico y vulnerabilidad en el que la vida de los inocentes está sujeta al azar, minan la dignidad, perpetúan y normalizan la brutalidad. Presentarlos como una rutina aceptada debilita cualquier sistema legal y alienta a sus perpetradores a ignorar las leyes diseñadas para proteger a los civiles, aumentando la impunidad de quienes cometen tales atrocidades. Un bombardeo es un atentado a la posibilidad de un orden social e internacional basado en la justicia.

Los estudios en el campo militar sostienen, con ínfulas de un banal pragmatismo o un pretendido realismo político, que con los bombardeos se acorta la duración de los conflictos, pues las incursiones aéreas masivas socavan la resistencia y procuran una rendición rápida. Sin embargo en los siglos XX y XXI sobran los ejemplos de bombardeos indiscriminados que se han prolongado durante meses o incluso años. Es Vietnam, es Siria y ahora Palestina. Ciclos interminables de destrucción y muerte, de reconstrucción y sobrevivencia al límite: un círculo perverso que ya había sido discutido en la obra clásica de la cuestión bélica, El arte de la guerra. Efectivamente, Sun Tzu defendía “la guerra limitada”, con el uso mínimo de la fuerza orientado a alcanzar objetivos específicos con el menor costo posible en términos de vidas y recursos. Frente a ello los bombardeos son la destrucción a gran escala, son la sevicia de una violencia descontrolada. Para el clásico estratega chino, la guerra debe ser rápida y eficiente. Y aquí lo eficiente es el gran negocio continuado de la industria de la destrucción y la muerte.

Imagen con vista de una calle con sus edificios destruidos tras los primeros bombardeos israelíes en Jabalia, Gaza – Palestina, en la mañana del jueves 12 de octubre de 2023, tras los bombardeos del día anterior. Son incalculables los testimonios, los reportes, los efectos del avance genocida del ejército israelí, disponibles en el mundo entero. con armas alemanas, norteamericanas y la connivencia de tantos gobiernos occidentales. Se multiplica la barbarie desde aquellos días hasta hoy, y sin esperanza de solución o sanción a los responsables.

La guerra ha sido dinamizadora de grandes transformaciones del mundo asociadas a lo que hoy llamamos globalización. Cómo dudarlo. Y el mainstream celebra tales cambios: una mayor interdependencia económica, la concentración de la riqueza, la acumulación del capital. Con las guerras y los desplazamientos masivos de poblaciones, con el exilio y la diáspora se incentiva la hibridación cultural entre naciones y continentes. Las nociones de democracia, justicia y humanidad no hacen parte de la ecuación. Todo lo contrario. La guerra también anima la investigación científica y la tecnología aplicada. El conocimiento y su aplicación en la ingeniería, por ejemplo. La guerra moderna creó una nueva élite tecnocrática que integra al político y el militar con el empresario industrial, con el innovador de sistemas de computación, láseres, radares, equipos aeronáuticos y misiles, con los expertos biólogos, economistas, geógrafos, físicos, empeñados en el dominio de seres humanos, objetos y entornos.

La guerra, dijo Von Clausewitz a principios del siglo XIX, “no es más que un duelo a gran escala”. Los tiempos cambian y con ellos los valores y prácticas asociados a la guerra. Ya nadie se bate en rituales matinales por honor, como lo entendía el general prusiano. Hoy la guerra, además de una gran empresa económica de escala industrial, se ha convertido en una actividad mecánica y despersonalizada. A medida que las tecnologías bélicas son más sofisticadas, los ataques aéreos permiten que los perpetradores de estos bombardeos se mantengan a una gran distancia de la destrucción que causan. Son “el exterminio civil”, la “destrucción de la infraestructura mental”, en la distancia, dirá Peter Sloterdijk en Temblores de aire:

Es aquí donde se nos brinda la oportunidad de hablar en términos filosóficos del desarrollo del moderno armamento aéreo, una expresión que pone de manifiesto su pertinencia a la hora de perpetrar ataques en un medio atmosférico. En nuestro contexto hay que aclarar que el armamento aéreo representa per se un fenómeno cardinal del atmoterrorismo en su vertiente estatal. Los aviones militares funcionan en un primer momento, como más tarde lo hará la artillería de cohetes, como armas de acceso: ellas eliminan el efecto inmunizador de la distancia espacial entre grupos armados; posibilitan, pues, el acceso a objetivos que sólo serían conseguidos al precio de un gran número de bajas, o muy difícilmente alcanzables si tuviera lugar un ataque por tierra. Se trata de métodos que apenas prestan importancia a la cuestión de si los combatientes son vecinos naturales o no. Si no se tiene en cuenta el fenómeno de la explosión a larga distancia mediante armamento aéreo, resulta ininteligible el problema de la globalización de la guerra por medio de sistemas teledirigidos.

Tal distanciamiento es una dimensión clave del problema. Si bien ya es controversial el alejamiento de la realidad social por parte de quien la observa (en el campo científico, con su aspiración objetiva), este aislamiento, en función de la seguridad y la perspectiva en las acciones políticas o militares, propicia una falsa ilusión de neutralidad que resulta indefendible. Perder la conexión emocional con los actores sociales en la guerra, ignorar o subestimar las dimensiones subjetivas de las acciones, lleva a la incomprensión, cancela la empatía y denota superficialidad. Vuelve Pilatos.

Un ataque masivo e indiscriminado empleando bombas es una demostración de la fuerza por parte del agresor. Es la prueba de la capacidad tecnológica de destrucción efectiva con un efecto disuasivo no solo frente al rival, también frente a terceros o potenciales oponentes, e incluso ante aliados. Tal amenaza envía un mensaje de que cualquier acción o provocación acarreará una respuesta devastadora. Y precisamente por su carácter indiscriminado y por la oportunidad de la acción remota, distante y segura, minimiza la afectación del atacante, reduce el riesgo de sufrir bajas y otras consecuencias. Todo esto es muy sensato, muy racional, qué duda queda. Pero hay más. La distancia física y emocional entre el atacante y “sus objetivos” facilita la perpetuación de la violencia sin una verdadera comprensión del sufrimiento infligido. Las guerras automatizadas, las mal llamadas inteligentes, que utilizan drones y misiles guiados desde centros operativos alejados del frente o del escenario de enfrentamiento, son un gana-gana que refuerza el valor de los criterios racionales. Hoy la crudeza de la destrucción humana insensata tiene la forma del videojuego al alcance de cualquier niño, que se quiere y puede ganar sin consecuencia alguna, en la comodidad de una mullida poltrona. Al naturalizar esta forma de ataque se pierde la conciencia de la tragedia humana que se encuentra detrás de cada evento de este tipo.

De nuevo Von Clausewitz, en su obra clásica De la guerra (1832), sostiene que el objetivo de la guerra es doble: derrotar al enemigo y alcanzar un acuerdo político favorable. Pero los bombardeos indiscriminados impiden el cumplimiento de este propósito. No solo generan desconfianza y resentimiento entre las poblaciones afectadas, sino que alimentan una narrativa de hostilidad y antagonismo que impide la creación de condiciones necesarias para alguna estabilidad, una paz negociada y de alguna duración. Al destruir las bases civiles que sostienen a un colectivo social, al producir descomposición social, prolongan el conflicto más allá del terreno militar. Regeneran a la guerra misma. Si el propósito de “doblegar” la moral civil, históricamente ha mostrado los efectos contrarios, estos son, la intensificación de la resistencia civil, el compromiso incrementado con la lucha, la incentivación de los ciclos perversos de violencia y, cómo no,  la aparición de nuevos conflictos.

Los bombardeos destruyen también la estructura y las dinámicas sociales. Generan más caos del que dicen resolver. ¿Qué les sucede al analista político y económico, al estratega militar o al científico social, todos seres muy sensatos y racionales, que justifican el sufrimiento masificado, deshumanizado? Sus verdades pretendidamente académicas están tristemente al servicio del interés político o económico que valida la matanza a escala industrial. ¿Acaso la acción de destrucción masiva física, psicológica y moral, no complica el proceso de pacificación posterior y la reconstrucción de un orden social viable? Se contradicen los propósitos que históricamente han justificado la guerra, como estrategia efectiva, como continuación de la política. Es claro que escapa a los marcos tradicionales del pensamiento bélico. Pero entonces, ¿cuál es la naturaleza de la guerra en los tiempos actuales? 

El bombardeo de Dresde durante la noche del 13 al 14 de febrero de 1945, llevado a cabo por dos flotas aéreas de Lancaster de la Fuerza Aérea Real Británica, se apoyaba en última instancia en una concepción pirotécnica, según la cual el núcleo de la ciudad, dentro de un sector barrial en forma circular, fue rodeado y salpicado sin apenas resquicios por un denso cerco compuesto de bombas explosivas e incendiarias, capaz de encerrar todo el ámbito del interior dentro de un lógico efecto de ignición; lo que importaba a las facciones atacantes era generar, gracias a la elevada densidad de las bombas alargadas incendiarias, un vacío central presto a la combustión que desencadenara una suerte de torbellino irrefrenable, lo que se denomina una “tempestad de fuego”. [Peter Sloterdijk, Temblores de aire].

Si se trata de potenciar el conflicto como oportunidad o de vivir la guerra como fiesta (parafraseando al maestro colombiano Estanislao Zuleta), entonces dejemos los videojuegos y volvamos a los duelos mañaneros. Y si se trata de la victoria de la racionalidad instrumental y el negocio industrial de la muerte, entonces, ¿qué tipo de victoria es la devastación total?

Uno de los inolvidables posters con el catálogo de horrores que acumuló la Segunda Guerra Mundial. Describe los efectos del bombardeo aliado sobre la ciudad alemana de Dresde, la noche del 13 de febrero de 1945, acción militar sin justificación estratégica alguna. “Tiene el poder simbólico de los pasajes que señalan los límites de la barbarie humana, como si resultara imposible ir más allá ni concebir mayor infamia. En la contienda hubo otros ataques aéreos con más víctimas mortales y mayor uso de explosivos”. Al respecto, el relato de Kurt Vonegut en “Matadero cinco” (1969) es la referencia obligada sobre aquel episodio de la racionalidad militar de Occidente.