“Top Gun. Maverick”, Paramount, 2022.

Muchos niños y niñas hoy sueñan con pertenecer a una especie de escuadrón Top Gun, al lado de héroes tipo Tom Cruise, un tal Maverick, un galán atlético, muy majo, en versión 3.0 

Luego del estreno de la película Top Gun en 1986, producida por la Paramount, aquel emporio del lobby sionista en la meca del cine (que tiene una primera secuela en 2022 y anuncia otra más), los niveles de reclutamiento en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y de la propia Armada norteamericana se elevaron en más del 500%. El dato es de la misma US Navy. 

Por Efrén Piña Rivera

 

“En Gaza, los corresponsales han descrito el zumbido de los aviones no tripulados israelíes. En árabe se les conoce como “Zananna”, literalmente “niño llorica”” [BBC].

 

¿Por qué se admite como razonable el empleo de bombas explosivas y su capacidad arrasadora? ¿Desde cuándo (y hasta cuándo) un bombardeo indiscriminado empezó a ser (y será) visto como algo normal? En el repaso cotidiano de noticias ya nos parece natural que se reduzcan a polvo y escombros los entornos necesarios para la vida humana y no humana, en medio de un enfrentamiento bélico. Vivimos frente a nuestras pantallas,  en medio de un triste juego de guerra en línea. ¿Por qué?

¿Por qué sigue creciendo cada vez más entre niños y niñas, entre adultos, el consumo de videojuegos, de simuladores de vuelo de combate de código abierto —lo que va de Ace Combat 7, Il 2 Sturmovik, Flightgear, hasta Project Wingman o Digital Combat Simulator DCS— con sus hiperrealistas misiones de entrenamiento, de reconocimiento y destrucción masiva, disponibles sin reserva alguna, bien sea en computadores personales o nuestros smartphones? Ya muy avanzado el siglo XXI nos acostumbramos a los pilotos de bombarderos, marines y miembros de fuerzas especiales israelíes y estadounidenses, quienes, antes que rudos soldados son muchachitos imberbes, expertos en el control remoto, el joystick, en simulaciones on line. Muchos de estos anónimos soldaditos digitales son los protagonistas de los conflictos mundiales de este tiempo, incluidos los atentados de Israel contra sus vecinos y el aterrador genocidio perpetrado contra el pueblo palestino. 

¿Quien duda hoy de que el gran éxito de estas piezas de entretenimiento mainstream, las series y películas de Netflix y Hollywood incluidas, tienen que ver todo con lo que sucede en Ucrania, en Sudán o en Gaza y que hay efectos perversos de estas formas de entretenimiento a la hora de naturalizar los bombardeos como acción bélica normal? Sin ambages se puede afirmar que es por las mismas razones que no cuestionamos el crecimiento desordenado y caótico de ciertos centros urbanos, por la misma razón que se considera progreso el que cada día se amplíen, sin orden ni concierto, las plantaciones extensivas en forma de monocultivo, hartas en químicos y carentes de diversidad biológica. Por la misma razón que parece plausible la proliferación de plantas nucleares, grandes hidroeléctricas, gigantescas minas a cielo abierto. Si se piensa bien, tienen mucho en común los videojuegos de combates aéreos, la validación de muchos proyectos económicos energéticos y el furor arrasador de las armas de destrucción masiva, sea una bomba nuclear o una de alta potencia explosiva. Al final se trata de propósitos equiparables: experimentar la guerra y la destrucción, el poder y el control sobre la vida de otros, de lo Otro, y esa extraña sensación de ser parte de los buenos, de los exitosos, o de los reconocidos triunfadores de un juego en línea.

Semejante comparación merece su despliegue. Por ahora, solo es una provocación para compartir algunas notas sobre bombas y bombardeos. ¿Por qué no es motivo de repudio o indignación, al menos de debate, el empleo de tantas maravillas tecnológicas, aviones, drones o naves tripuladas a distancia para atacar civiles, diezmar poblaciones? 

 

Una de las imágenes icónicas de la transmisión en directo del bombardeo sobre Bagdad en enero de 1991. La cobertura de la “primera guerra de Irak” se calificó de espectáculo con narrativa propia de serie de televisión. En la madrugada del 17 de enero de 1991, las tropas estadounidenses, británicas y de Arabia Saudí comenzaron un ataque aéreo en Irak, respondiendo así a la invasión de Kuwait por parte de Sadam Husein. Fue el inicio de la Operación llamada Tormenta del Desierto.

“Sentado cómodamente en el salón de mi casa, con una cerveza al lado y la mesa bien provista de comida y tabaco, estoy siguiendo estos días, como millones de espectadores en todo el mundo, la retransmisión televisiva de la guerra del Golfo como si fuera un partido de fútbol o una película más. Este detalle, aparentemente natural e intrascendente, es para mí, sin embargo, fundamental y, más aún que los aviones invisibles o que los misiles inteligentes dirigidos a distancia por un ordenador, el que de verdad diferencia esta guerra de cualquier otra anterior. [Julio Llamazares. La guerra televisada, para El País de España, 23 de enero de 1991].

Un bombardeo es el ejemplo más palmario de una matanza industrial. Destruye sin sonrojo en el corto plazo y perpetúa los ciclos de violencia y oprobio en el largo plazo. No solo arrasa masivamente con seres humanos y formas de vida, asola entornos protectores, necesarios para todos, sino que deshace la empatía y la humanidad. El ataque indiscriminado a concentraciones humanas, ciudades, aldeas y territorios habitados, provoca la despersonalización de las víctimas civiles, reduciéndolas a estadísticas.

Naturalizar los bombardeos significa admitir el costo humano aceptando que las vidas civiles son un daño colateral, una tragedia inevitable, cuando de hecho es evitable. En el peor de los casos, hay quienes intentan justificarlos ética o científicamente avalando incluso el genocidio y la exterminación. “¡Ahí no hay inocentes!” dicen los asesinos. “Inocente yo de la sangre de aquel —repiten los perpetradores con Pilatos en el Evangelio según San Mateo— ¡Allá vosotros!”. Tamaño cinismo… Y todo continúa como si fuera un juego.

Los modernos teóricos de la guerra sostienen que los bombardeos indiscriminados otorgan ventajas políticas y estratégicas significativas en la competencia por el poder y la dominación del otro. La racionalidad instrumental de la guerra versus la racionalidad de la vida. Los más comunes argumentos en favor de los bombardeos son, entre otros, la incrementada efectividad a la hora de “paralizar la infraestructura crítica” de un país o región enemigos. Atacar centros de producción, sistemas de transporte y redes de comunicación, afirman sus defensores, reduce o elimina la capacidad logística y operativa del oponente. Arrasar fábricas, hospitales, redes de transporte, erosiona la moral del enemigo, lo deja sin recursos ni esperanza de victoria. Impedir las rutinas y formas de vida básicas de la población del lado enemigo conduce al colapso social y político del adversario. Todo muy racional. Como lo dijo con ironía Zygmunt Bauman en su ensayo sobre el genocidio en el mundo moderno: “la razón instrumental es, como todos sabemos, política y moralmente neutra”.

Y es que el impacto psicológico y moral de los bombardeos es devastador. Es terrorismo puro y duro. La indiferencia hacia este tipo de sufrimiento representa la flagrante erosión de los principios humanitarios. Crean un estado de pánico y vulnerabilidad en el que la vida de los inocentes está sujeta al azar, minan la dignidad, perpetúan y normalizan la brutalidad. Presentarlos como una rutina aceptada debilita cualquier sistema legal y alienta a sus perpetradores a ignorar las leyes diseñadas para proteger a los civiles, aumentando la impunidad de quienes cometen tales atrocidades. Un bombardeo es un atentado a la posibilidad de un orden social e internacional basado en la justicia.

Los estudios en el campo militar sostienen, con ínfulas de un banal pragmatismo o un pretendido realismo político, que con los bombardeos se acorta la duración de los conflictos, pues las incursiones aéreas masivas socavan la resistencia y procuran una rendición rápida. Sin embargo en los siglos XX y XXI sobran los ejemplos de bombardeos indiscriminados que se han prolongado durante meses o incluso años. Es Vietnam, es Siria y ahora Palestina. Ciclos interminables de destrucción y muerte, de reconstrucción y sobrevivencia al límite: un círculo perverso que ya había sido discutido en la obra clásica de la cuestión bélica, El arte de la guerra. Efectivamente, Sun Tzu defendía “la guerra limitada”, con el uso mínimo de la fuerza orientado a alcanzar objetivos específicos con el menor costo posible en términos de vidas y recursos. Frente a ello los bombardeos son la destrucción a gran escala, son la sevicia de una violencia descontrolada. Para el clásico estratega chino, la guerra debe ser rápida y eficiente. Y aquí lo eficiente es el gran negocio continuado de la industria de la destrucción y la muerte.

Imagen con vista de una calle con sus edificios destruidos tras los primeros bombardeos israelíes en Jabalia, Gaza – Palestina, en la mañana del jueves 12 de octubre de 2023, tras los bombardeos del día anterior. Son incalculables los testimonios, los reportes, los efectos del avance genocida del ejército israelí, disponibles en el mundo entero. con armas alemanas, norteamericanas y la connivencia de tantos gobiernos occidentales. Se multiplica la barbarie desde aquellos días hasta hoy, y sin esperanza de solución o sanción a los responsables.

La guerra ha sido dinamizadora de grandes transformaciones del mundo asociadas a lo que hoy llamamos globalización. Cómo dudarlo. Y el mainstream celebra tales cambios: una mayor interdependencia económica, la concentración de la riqueza, la acumulación del capital. Con las guerras y los desplazamientos masivos de poblaciones, con el exilio y la diáspora se incentiva la hibridación cultural entre naciones y continentes. Las nociones de democracia, justicia y humanidad no hacen parte de la ecuación. Todo lo contrario. La guerra también anima la investigación científica y la tecnología aplicada. El conocimiento y su aplicación en la ingeniería, por ejemplo. La guerra moderna creó una nueva élite tecnocrática que integra al político y el militar con el empresario industrial, con el innovador de sistemas de computación, láseres, radares, equipos aeronáuticos y misiles, con los expertos biólogos, economistas, geógrafos, físicos, empeñados en el dominio de seres humanos, objetos y entornos.

La guerra, dijo Von Clausewitz a principios del siglo XIX, “no es más que un duelo a gran escala”. Los tiempos cambian y con ellos los valores y prácticas asociados a la guerra. Ya nadie se bate en rituales matinales por honor, como lo entendía el general prusiano. Hoy la guerra, además de una gran empresa económica de escala industrial, se ha convertido en una actividad mecánica y despersonalizada. A medida que las tecnologías bélicas son más sofisticadas, los ataques aéreos permiten que los perpetradores de estos bombardeos se mantengan a una gran distancia de la destrucción que causan. Son “el exterminio civil”, la “destrucción de la infraestructura mental”, en la distancia, dirá Peter Sloterdijk en Temblores de aire:

Es aquí donde se nos brinda la oportunidad de hablar en términos filosóficos del desarrollo del moderno armamento aéreo, una expresión que pone de manifiesto su pertinencia a la hora de perpetrar ataques en un medio atmosférico. En nuestro contexto hay que aclarar que el armamento aéreo representa per se un fenómeno cardinal del atmoterrorismo en su vertiente estatal. Los aviones militares funcionan en un primer momento, como más tarde lo hará la artillería de cohetes, como armas de acceso: ellas eliminan el efecto inmunizador de la distancia espacial entre grupos armados; posibilitan, pues, el acceso a objetivos que sólo serían conseguidos al precio de un gran número de bajas, o muy difícilmente alcanzables si tuviera lugar un ataque por tierra. Se trata de métodos que apenas prestan importancia a la cuestión de si los combatientes son vecinos naturales o no. Si no se tiene en cuenta el fenómeno de la explosión a larga distancia mediante armamento aéreo, resulta ininteligible el problema de la globalización de la guerra por medio de sistemas teledirigidos.

Tal distanciamiento es una dimensión clave del problema. Si bien ya es controversial el alejamiento de la realidad social por parte de quien la observa (en el campo científico, con su aspiración objetiva), este aislamiento, en función de la seguridad y la perspectiva en las acciones políticas o militares, propicia una falsa ilusión de neutralidad que resulta indefendible. Perder la conexión emocional con los actores sociales en la guerra, ignorar o subestimar las dimensiones subjetivas de las acciones, lleva a la incomprensión, cancela la empatía y denota superficialidad. Vuelve Pilatos.

Un ataque masivo e indiscriminado empleando bombas es una demostración de la fuerza por parte del agresor. Es la prueba de la capacidad tecnológica de destrucción efectiva con un efecto disuasivo no solo frente al rival, también frente a terceros o potenciales oponentes, e incluso ante aliados. Tal amenaza envía un mensaje de que cualquier acción o provocación acarreará una respuesta devastadora. Y precisamente por su carácter indiscriminado y por la oportunidad de la acción remota, distante y segura, minimiza la afectación del atacante, reduce el riesgo de sufrir bajas y otras consecuencias. Todo esto es muy sensato, muy racional, qué duda queda. Pero hay más. La distancia física y emocional entre el atacante y “sus objetivos” facilita la perpetuación de la violencia sin una verdadera comprensión del sufrimiento infligido. Las guerras automatizadas, las mal llamadas inteligentes, que utilizan drones y misiles guiados desde centros operativos alejados del frente o del escenario de enfrentamiento, son un gana-gana que refuerza el valor de los criterios racionales. Hoy la crudeza de la destrucción humana insensata tiene la forma del videojuego al alcance de cualquier niño, que se quiere y puede ganar sin consecuencia alguna, en la comodidad de una mullida poltrona. Al naturalizar esta forma de ataque se pierde la conciencia de la tragedia humana que se encuentra detrás de cada evento de este tipo.

De nuevo Von Clausewitz, en su obra clásica De la guerra (1832), sostiene que el objetivo de la guerra es doble: derrotar al enemigo y alcanzar un acuerdo político favorable. Pero los bombardeos indiscriminados impiden el cumplimiento de este propósito. No solo generan desconfianza y resentimiento entre las poblaciones afectadas, sino que alimentan una narrativa de hostilidad y antagonismo que impide la creación de condiciones necesarias para alguna estabilidad, una paz negociada y de alguna duración. Al destruir las bases civiles que sostienen a un colectivo social, al producir descomposición social, prolongan el conflicto más allá del terreno militar. Regeneran a la guerra misma. Si el propósito de “doblegar” la moral civil, históricamente ha mostrado los efectos contrarios, estos son, la intensificación de la resistencia civil, el compromiso incrementado con la lucha, la incentivación de los ciclos perversos de violencia y, cómo no,  la aparición de nuevos conflictos.

Los bombardeos destruyen también la estructura y las dinámicas sociales. Generan más caos del que dicen resolver. ¿Qué les sucede al analista político y económico, al estratega militar o al científico social, todos seres muy sensatos y racionales, que justifican el sufrimiento masificado, deshumanizado? Sus verdades pretendidamente académicas están tristemente al servicio del interés político o económico que valida la matanza a escala industrial. ¿Acaso la acción de destrucción masiva física, psicológica y moral, no complica el proceso de pacificación posterior y la reconstrucción de un orden social viable? Se contradicen los propósitos que históricamente han justificado la guerra, como estrategia efectiva, como continuación de la política. Es claro que escapa a los marcos tradicionales del pensamiento bélico. Pero entonces, ¿cuál es la naturaleza de la guerra en los tiempos actuales? 

El bombardeo de Dresde durante la noche del 13 al 14 de febrero de 1945, llevado a cabo por dos flotas aéreas de Lancaster de la Fuerza Aérea Real Británica, se apoyaba en última instancia en una concepción pirotécnica, según la cual el núcleo de la ciudad, dentro de un sector barrial en forma circular, fue rodeado y salpicado sin apenas resquicios por un denso cerco compuesto de bombas explosivas e incendiarias, capaz de encerrar todo el ámbito del interior dentro de un lógico efecto de ignición; lo que importaba a las facciones atacantes era generar, gracias a la elevada densidad de las bombas alargadas incendiarias, un vacío central presto a la combustión que desencadenara una suerte de torbellino irrefrenable, lo que se denomina una “tempestad de fuego”. [Peter Sloterdijk, Temblores de aire].

Si se trata de potenciar el conflicto como oportunidad o de vivir la guerra como fiesta (parafraseando al maestro colombiano Estanislao Zuleta), entonces dejemos los videojuegos y volvamos a los duelos mañaneros. Y si se trata de la victoria de la racionalidad instrumental y el negocio industrial de la muerte, entonces, ¿qué tipo de victoria es la devastación total?

Uno de los inolvidables posters con el catálogo de horrores que acumuló la Segunda Guerra Mundial. Describe los efectos del bombardeo aliado sobre la ciudad alemana de Dresde, la noche del 13 de febrero de 1945, acción militar sin justificación estratégica alguna. “Tiene el poder simbólico de los pasajes que señalan los límites de la barbarie humana, como si resultara imposible ir más allá ni concebir mayor infamia. En la contienda hubo otros ataques aéreos con más víctimas mortales y mayor uso de explosivos”. Al respecto, el relato de Kurt Vonegut en “Matadero cinco” (1969) es la referencia obligada sobre aquel episodio de la racionalidad militar de Occidente.