Estar cabeza abajo para no sucumbir. A propósito de “La vegetariana” de Han Kang
Por Luz Helena Cordero Villamizar
Solo confío en mis pechos. Me gustan mis pechos, pues con ellos no puedo matar a nadie. ¿Acaso las manos, los pies y los dientes, e incluso la lengua y la mirada, no son armas con las que se puede matar y herir a cualquiera? Pero los pechos no.
Sus encías se llenan de sangre cuando los dientes desgarran la carne cruda. Se mira las manos rojas y siente miedo. Tiene la sensación de que alguien ha matado a una persona o quizá ella es la asesinada. Las imágenes y sensaciones la estremecen y después de estos sueños ya no podrá volver a ser la misma mujer. Yeonghye representa la rebelión frente a un mundo en el que le ha correspondido ser hija, esposa, objeto sexual, civilizada, pieza del engranaje, materia animal. Su resistencia, su trasmutación, provocarán un remezón en su entorno familiar que modificará el mundo de todos.
Ante el fracaso de las normas, las sentencias y los ruegos, piensan que se ha vuelto loca. Para eso están las camisas de fuerza físicas y químicas. Artefactos que suplen el chasco de los médicos. Ella no claudica, se desnuda, quiere preservar su libertad de dientes para adentro. Sueña, desea, clava su cabeza en el suelo, abre las piernas para que brote la flor del pubis y sus manos raíces quieren hundirse en la tierra para volver a nacer, para germinar.
A Han Kang la han comparado con Kafka por la transformación de su personaje que también nos recuerda a Bartleby, el escribiente de Melville, por su resistencia pasiva a obedecer órdenes, por esa fuerza inmóvil que rompe formatos y golpea los cimientos de una sociedad que se alimenta del rendimiento, de la productividad y el consumo. Pero esta autora trasciende el fenómeno de su protagonista, se inmiscuye en la mentalidad de quienes la rodean, en la emoción y el estremecimiento de los implicados, tensa las fibras de lo social.
Desde mediados del siglo XX Corea del Sur empezó a experimentar una brusca transformación y se convirtió en uno de los países de mayor consumo de alcohol y con más altas tasas de suicidio, especialmente en los jóvenes, producto de esa mezcla entre el confucionismo y un capitalismo brutal, cuyas consignas son la competencia, la productividad ciega, a costa de las necesidades y deseos personales. Y sobre el ser femenino a menudo cae de manera aplastante el peso del patriarcado, su papel de columna, sostén, raíz. Quizá si sabemos esto comprenderemos mejor el alma de La vegetariana.
Yeonghye es dueña de esa boca que aprieta, dueña de su garganta por donde sale ese silencio que ofende y su sangre a bocanadas. Entre tanto, siente el llamado del bosque y en su cuerpo crecen flores que incitan al amor vegetal. Todos los árboles del mundo son sus hermanos.
La narración fluye con sencillez, perplejidad, uñas, nervio y una amarga jocosidad, a través de las tres voces que hilan la historia y que privilegian una faceta, una fase de la vida de esa mujer inabarcable. Su cuerpo es el lugar de la rebelión, del arte, del enigma. En su introversión vital ella comprende que todos los árboles están cabeza abajo y así quiere estar. Estar cabeza abajo es invertir el mundo, es cambiar la perspectiva, saber que se puede ser de otro modo para no sucumbir.
En nuestro mundo de cemento aprendimos que la condición vegetal es la mínima expresión de la vida. Es perder las facultades mentales, los sentidos, la voluntad, la autonomía. Sin embargo, el mundo vegetal es más sensible que el animal porque, además de nuestros cinco sentidos, las plantas tienen por lo menos quince. «Las plantas podrían vivir sin nosotros. Nosotros, en cambio, sin ellas nos extinguiríamos en poco tiempo».
No entendemos que las plantas son seres modulares en los que cada parte es importante y ninguna es indispensable. Nos lo dice Stefano Mancuso: «En las plantas, las funciones no van ligadas a los órganos. Esto significa que los vegetales respiran sin tener pulmones, se alimentan sin tener boca ni estómago, se mantienen erguidas sin tener esqueleto y […] son capaces de tomar decisiones sin tener cerebro». Existe en la raíz algo similar al cerebro animal, miles de ápices radicales con los que las plantas «sienten y calculan la gravedad, los campos electromagnéticos, la humedad, son capaces de analizar numerosos gradientes químicos…», se comunican y tejen una vida social.
Es justamente por esa aparente inmovilidad que las plantas han desarrollado una «resistencia pasiva a los ataques externos». Yeonghye ha roto de manera tajante con su mundo para cambiar de esencia, para fluir hacia adentro su savia, sus palabras líquidas. Por eso su fuerza es incontenible y su firmeza irreductible como el tronco de un árbol, a pesar de que ahora es leve como un bebé. Sus entrañas se atrofian, crecen hojas en su cuerpo y de sus manos brotan raíces. No solo ha dejado de comer carne, es que ya no necesita otro alimento. Le bastan el sol y el agua.
Se siente la impotencia de los otros, el fracaso del poder con todas sus máscaras, el grito mudo de esta mujer insurrecta que ha empezado a modelarse desde adentro, con la sustancia de los sueños.
—¿Qué estás diciendo? ¿Crees que te has convertido en un árbol? Si eres un vegetal, ¿cómo es que puedes hablar? ¿Cómo es que puedes pensar?
Los ojos de Yeonghye brillaron. Una sonrisa enigmática hizo resplandecer su rostro.
—Tienes razón… Muy pronto dejaré de hablar y de pensar. Falta muy poco —dijo Yeonghye, esbozando una sonrisa y respirando fuerte—. De verdad que será muy pronto. Espera y verás.
Bogotá, octubre 2024
Calle de Seúl. Foto de Stéphan Valentín (disponible en la red)