María Moliner, las palabras y la vida que nombran

Facsímil de la página XVI de la edición impresa del Diccionario del uso del español de María Moliner. “Esquema parcial del cono léxico” en la presentación de su diccionario. [Arriba].

Fichas de María Moliner. Hasta 1967 esa colección de fichas se convirtió en el diccionario de uso del español. Dedicó 16 años de su vida a escribir esta obra, con cerca de 80.000 entradas para el más singular diccionario, que no es un diccionario normativo. Imagen tomada de internet. [Abajo]

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Una niña nace con el siglo XX en una mínima aldea de Zaragoza. En sus primeras imágenes está la madre bordando iniciales en un mantel. No puede presentir que las letras y las palabras definirán su vida [Definir: «explicar lo que es una cosa con una frase que equivale exactamente en significado a la palabra que designa la cosa».]. Pasará su vida cazando palabras, buscando acepciones, sentidos. Además de vocablos, María cultiva geranios y coraje, experimenta el placer del conocimiento que se adquiere a contracorriente [opinar o actuar de modo opuesto al de la mayoría], imponiendo su carácter y su deseo a las limitaciones y barreras de una época oscura para las mujeres. Lucha por hacer una carrera universitaria contra los prejuicios, con sus limitaciones económicas y contra el tiempo. Estudia una licenciatura en historia y se forma como archivera y bibliotecaria.

Después de ocupar grises cargos en oficinas y en varios archivos, su talento y tesón la llevan a Valencia en donde se convierte en inspectora de bibliotecas rurales en la España Republicana, en esa explosión cultural que buscaba acabar con el alarmante analfabetismo, en particular de las mujeres, y sembrar el hábito de la lectura en la población. Años felices que pronto se ensombrecieron con las bombas, los asesinatos, encarcelamientos y juicios falangistas. María y su esposo fueron juzgados por “rojos” [«se aplica a las personas de ideas muy izquierdistas o revolucionarias; particularmente a los comunistas en la Guerra Civil Española, llamaban así los nacionales a los partidarios de la república; y así siguieron llamando a los adversarios del régimen de Franco. Rojillo»], fueron degradados en sus cargos, condición que debían agradecer, o qué otra cosa esperaban —les dirían—, si ya habían fusilado a Federico García Lorca —a quien conoció en un recital de poesía en la Residencia de Señoritas de Madrid—, ya había muerto Antonio Machado en la frontera tratando de huir, y muchos amigos habían tenido que ir al exilio [esa palabra a la que ella añadió la connotación política de la que carecía en el diccionario de la Real Academia Española].

La historia que sigue tiene lugar en los tiempos dolorosos de la Guerra Civil española, con toda su carga de miedo, censura e infamias. María está nuevamente en Madrid, esa ciudad que su amigo Dámaso Alonso marcó con los versos y las preguntas más tristes:

… Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla. / Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma, / por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid, / por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo. / Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre? / ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?

Sobre tantos cadáveres, ella no puede quejarse. Ahora dirige la biblioteca de la Escuela de Ingenieros Industriales y quiere robarse el tiempo para sacar adelante la misión que se ha impuesto y que será la gran obra de su vida, aquella por la que pasará a la inmortalidad: elaborar el diccionario “de uso” del español, un diccionario que sea comprendido por todos y que salve los vacíos y las definiciones asépticas de la Real Academia de la Lengua. María Moliner pasará más de quince años elaborando fichas, tecleando, acopiando expresiones, contribuyendo al brillo de la lengua materna, hasta conseguir que en 1966 la editorial Gredos publique los dos pesados tomos que contienen ochenta mil entradas y que se convirtió en el glosario más consultado, incluso por los mismos señores académicos que no sabían dónde ubicar ni cómo nombrar a esta mujer que osaba desafiarlos.

Fueron ellos los que le negaron su ingreso a la Academia Española de la Lengua por la razón más académica de todas: ser mujer. Los medios, al tiempo que destacaban su trabajo, contribuían a subvalorarla refiriéndose a ella como a una artesana que lidiaba con fichitas, a una ama de casa que zurcía medias y había tenido la “intuición” de hacer un diccionario. Su amiga poeta Carmen Conde, la primera mujer que ingresó a la dichosa Academia, años después del rechazo de María Moliner, remarca las insensateces de don Juan Valera, «cuyas posaderas habían honrado el sillón I durante medio siglo», en su «decálogo sobre las aspiraciones femeninas». Decía el gran académico que «las señoras sabias» comprenderían que se les hacía un favor al no admitirlas, pues «si traemos a la mujer a las academias de hombres, tal vez encadenemos y amoldemos su espíritu al nuestro, despojándolo de originalidad… Además, «nada hay más agradable que la charla con las mujeres, bailar, jugar con ellas y hasta, si son ilustradas, discurrir con ellas sobre ciencias…». Encima había que agradecerles. Antes ya les habían negado el ingreso, entre otras, a autoras como Emilia Pardo Bazán o a Gertrudis Gómez de Avellaneda.

Después de salir a la luz su diccionario, no conforme con los comentarios elogiosos y el éxito en las ventas, María Moliner emprende la tarea de revisión, trabajo incesante que ocupa sus días y noches. Con dignidad rechaza un cuantioso premio de consolación que la misma Academia le ofrece. Muere quince años más tarde, ¡oh paradoja!, ¡oh ironía de la vida!, repitiendo vocablos sin sentido, triturando recuerdos hasta llegar a sus primeros años y quedar flotando en el silencio y la desmemoria, en rutinas circulares, conversando sin palabras con los geranios y el agua.

Se estaba. Quedando.
Sin palabras.
Vacía.

Detalle de la caligrafía de María Moliner, en la dedicatoria disponible en la “Sección de autógrafos” de la Biblioteca Popular Circulante Menéndez Pelayo. Disponible en la internet. Allí dice: “Vaya la expresión de mi cariño a la Biblioteca de Castropol, la de siempre, con fe en que los años heroicos dejarán mucho más que añoranza“. 

La novela de Andrés Neuman, Hasta que empieza a brillar, trae al presente y exalta a María Moliner. Hacer una ficción con su vida y obra es justicia poética. Esta es una novela histórica con el trasfondo de los sucesos políticos acaecidos en España durante las tres cuartas partes del Siglo XX, en la que se resalta el rol de las mujeres en el contexto académico y literario de la época, dominado por ideas y criterios androgénicos. La prosa es sugestiva, fluida, armoniza los datos históricos con el juego creativo de ficción que permite narrar sucesos cotidianos, pensamientos o diálogos imaginados que perfilan la inteligencia y la sensibilidad de los personajes.

En el texto hay un juego permanente con los sentidos de los vocablos, con el múltiple significado de palabras y expresiones, una mezcla entre filología y acontecimientos, licencias irónicas, juegos verbales, humor. Cada tanto el autor introduce fichas con definiciones de palabras claves que María Moliner resignifica o completa y que, dice Neuman, conforman un diccionario biográfico, pues permiten leer las acepciones y ejemplos a la luz de la historia y la experiencia de la protagonista. Bella conclusión que trasluce la investigación que hay de fondo, el conocimiento, la sensibilidad que tiene el autor respecto a su personaje.

María Moliner recupera la vitalidad de la lengua, la acerca al sentir, a la experiencia. Entre los ejemplos que da el autor está la definición de “Amor”. Mientras que la Academia lo define de manera fría como “afecto”, sentimiento experimentado por una persona hacia otra, ella agrega: «alegrarse con lo que es bueno para ella y sufrir con lo que es malo». A “patria” también dio las connotaciones políticas que le hacían falta. Redefine palabras como “mujer” y “matrimonio”, limpiándolas de implicaciones excluyentes y moralistas Porque las palabras no son partículas frías, objetos neutros, desprovistos de ideología o de sentimientos. Una mujer quiere redefinir las palabras para nombrar la realidad, el mundo, para hacer notar lo que se omite, para dar énfasis en lo que se silencia. En el verbo “contestar” añade una acepción, no incluida por el diccionario de la Real Academia Española: «oponer alguien objeciones o inconvenientes a lo que se le manda o indica: Haz lo que te dicen y no contestes.

Podríamos decir que la vida de María Moliner es una continua interpelación, se toma el derecho de preguntar y de responder y con ella se identifican muchas mujeres. Así lo escribe Neuman: «Muchas lectoras parecían haber adoptado su diccionario como algo más que un libro de consulta: para ellas tenía cierto carácter de manifiesto cotidiano, de rebelión secreta. Quizás era una forma de recuperar, palabra por palabra, todo el lenguaje que les habían quitado».

Aunque la narración sigue la cronología de los acontecimientos históricos y de la vida de María Moliner, la estructura de la novela presenta la particularidad de fragmentar un hecho que el autor ha querido remarcar y es la visita que le hace su amigo, el poeta Dámaso Alonso, presidente de la Academia de la Lengua, para disculparse con ella por el rechazo que obtuvo su candidatura. El relato de esta visita se divide en cuatro partes, con diálogos entrecortados, expresiones vacilantes del poeta, y acotaciones punzantes por parte de María. Con este recurso se genera suspenso y se enfatiza uno de los temas centrales de la novela: la misoginia en el campo literario y académico.

—A ver. Algunos compañeros opinan que, en este momento, nos hace más falta un gramático que una lexicógrafa.
—Ajá. Muy sutil de su parte.
—Otros han recordado que en la Academia Francesa tampoco hay mujeres, y nadie arma un escándalo por eso.
—O sea, de Francia sólo podemos copiar lo malo.
—Y otros dijeron, bueno, que recibiste ayuda externa. Que no lo escribiste sola, vamos. Y me miraban a mí.
—Qué caraduras. La Academia tiene un ejército de colaboradores. Y ninguno de sus miembros le ha dedicado al diccionario ni una mínima parte del trabajo que yo he puesto en el mío.

En enero de 1979 Carmen Conde pronuncia su discurso ante la Real Academia y reivindica el nombre y la obra de sus predecesoras desaparecidas y rechazadas. Dice a los encorbatados: «Vuestra noble decisión pone fin a tan injusta como vetusta discriminación literaria» y enseguida pasa a destacar la obra poética de Gertrudis Gómez de Avellaneda, de Carolina Coronado y de Rosalía de Castro, además de otros poetas españoles, destacando los temas universales y los sociales como fuente de estas poéticas, controvirtiendo el prejuicio y demostrando que las escritoras no «se conformaban con los temas predeterminadamente femeninos». Concluye el homenaje así: «¡Quien pudiera realizar el prodigio de que fueras tú, Rosalía tan querida, la que ocuparas el sitio que el destino negara a tantas que, como tú, lo merecieron antes y mejor que yo!».

Hasta que empieza a brillar es un bello e inteligente acercamiento a María Moliner y a su época. El autor, que también es filólogo, nos da luz para entender que un diccionario no es ese mamotreto frío y tedioso que abrimos cuando no queda otro remedio y que muchos hoy ni siquiera conocieron. Andrés Neuman nos seduce y nos convence de que el diccionario Moliner alberga la vida y el poder de las palabras. También por eso el título de la novela merece citar la fuente poética que lo inspiró:

No conozco nada en el mundo que tenga tanto poder como una palabra. A veces escribo una y la miro hasta que empieza a brillar.
                                                                                                                                                                                                           EMILY DICKINSON

Bogotá, mayo de 2025

María Moliner con su diccionario. (Imagen pública disponible en internet)

Detalle de la carátula del libro de Andrés Neuman: ‘Hasta que empieza a brillar’. Alfaguara, 2025. 296 páginas.

Imposible no sentir frío

Casa tradicional campesina / Paisajes de Hallasan en las montañas en la Isla de Jeju, Corea del Sur.  Imágenes de dominio público, disponibles en internet. 

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Hay atmósferas literarias que logran traspasar las palabras y se convierten en sensaciones vívidas. Una suerte de ilusionismo sin más trucos que el peso de las imágenes, que la fuerza de las descripciones y el arrebatador encanto de la escritura al crear mundos y hacer que los lectores vivan dentro de ellos.

En Imposible decir adiós, la novela de Han Kang, el frío se toma mi cuerpo; el castañetear de dientes de una mujer se ha convertido en mi escalofrío; su periplo bajo una tormenta de nieve ha convertido mis pies en bloques de hielo; debo soltar el libro porque mis manos se congelan. Recuerdo entonces una sensación semejante que tuve hace varios años al leer un cuento de Jack London, ese maestro de la narración que nos lleva a experimentar los rigores de la naturaleza en sus textos. En “Encender una hoguera”, uno de sus cuentos inolvidables, viví el frío extremo.

Un hombre sin nombre, al que define como chechaquo, novato en lengua indígena, explora bosques maderables y recorre a pie las nieves del Yukón en Alaska. No sabe a lo que se enfrenta porque, así lo dice London, carece de imaginación. «Cincuenta grados bajo cero se reducían para él a eso… a cincuenta grados bajo cero». Pero el autor nos aclara que la temperatura no era siquiera de setenta y cinco grados bajo cero porque el punto de congelación es de treinta y dos grados Fahrenheit, lo que equivalía a experimentar ciento siete grados bajo el punto de congelación. El hombre ignora lo que su perro esquimal sabe por instinto. Y un hombre no debe viajar solo en esa región con esas temperaturas, le han dicho. Basta con que un pie se hunda en el agua helada. Y eso le acaba de ocurrir.

Debe encender una hoguera o pronto sus pies se convertirán en hielo. Pero hacer una hoguera implica detenerse, saber que el corazón disminuirá sus latidos y, lo que es peor, tener que quitarse las manoplas. Con dificultad logra encender la llama porque «entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escaso contacto». Antes de que el fuego se avive una rama deja caer sobre la débil lumbre su carga de hielo. Sus dedos muertos ya no pueden coger las cerillas para intentarlo de nuevo y, después de varias angustiosas tentativas, desperdicia todos los fósforos de azufre que lleva consigo. Ahora solo le queda matar el perro para meter las manos dentro de sus entrañas calientes. Pero las manos son ya cosas ajenas que le cuelgan y no le obedecen. Decide correr sin pies y su desesperado vuelo lo hace caer de bruces sobre la nieve. El perro no entiende nada, hasta que olfatea la muerte y corre hacia el campamento. El cuento avanza de la ironía a la insensatez, del congelamiento a la angustia, del sufrimiento a la impotencia, hasta dejarnos ateridos y desconsolados en las últimas líneas. Un hielo glacial nos recorre el cuerpo.

 

Un shima enaga (o el carbonero coreano), una pequeña ave esponjosa endémica de Corea y Japón. 

Vuelvo a la novela de Kang que está plagada de frío de principio a fin. Su primera frase es: «Caía una nieve rala» y en la última página alguien intenta prender una cerilla en medio de la nieve. Porque la nieve es un personaje central, como lo son Gyeongha e Inseon, las dos amigas que tejen y revelan la memoria dolorosa de Corea. El frío no solo está en la atmósfera; está en los miles de cuerpos anónimos de las fosas comunes, en el estremecimiento que provocan sus relatos, en la pesadilla de Gyeongha y su necesidad de darle forma y voz al espanto.

Son permanentes las alusiones a la naturaleza de la nieve, las descripciones minuciosas y bellas que nos hacen sentirla en la piel, verla brillar, hundirnos y rodar por hondonadas de hielo. ¿Cómo se forma un copo de nieve? Basta una mota de polvo, una partícula de ceniza microscópica, una molécula de agua, para formar un cristal de estructura hexagonal. Un copo de nieve encierra los sonidos y hace brotar el silencio, refleja la luz. La nieve no es etérea, su corazón es como un grano de sal y su peso es el de una gota de agua. Esto nos dice de modo minucioso, delicado.

También son reiteradas las menciones a la nieve como escenario de búsqueda, de miedo y horror.

 Mi madre me contó que aquel día aprendió, de una vez y para siempre, que cuando alguien se muere y su cuerpo se enfría la nieve se acumula sobre sus mejillas y la sangre se escarcha.

Gyeongha narra su periplo en la isla de Jeju, camino a la casa de Inseon, para cumplir con un encargo que su amiga le ha hecho. Mientras intenta llegar, rastrea entre la realidad y el sueño, se hunde en la pesadilla, se equivoca de sendero, rueda y cae en un pozo de nieve sin fondo. «La nieve me cubre la cara como si estuviera muerta». Se oye el castañeteo de sus dientes, los copos de nieve entran en sus ojos, no sabe dónde se encuentra ni hacia dónde debe ir. Quizá va al pasado, más de setenta años atrás, cuando asesinaron treinta mil personas, quizá cien mil o un poco más, o cuando tuvo lugar la guerra y fusilaron cientos de personas en la playa, o unos años después, en tiempos de otro terror en que llenaron las cuevas y las galerías de las minas con miles de cuerpos. Este continuo de violencias se superpone, se confunde, se actualiza.

No sé cómo las pesadillas se alejaron de mí. No sé si es que yo gané al fin la batalla, o si es que tras dejarme destrozada, pasaron de largo. Simplemente empezó a nevar debajo de mis párpados. Simplemente la nieve se arremolinó, se acumuló y se congeló.

El estremecimiento no es solo a causa del frío sino de los testimonios, de las voces que narran el pavor, que brotan de las cartas, de las fotografías y de los documentos reunidos por Inseon para sus documentales. Las voces se van desgranando al mismo ritmo de la nieve sobre los párpados, sobre la conciencia de su Gyeongha y sobre los lectores. Las dos mujeres, la escritora y la documentalista, se han propuesto sacar a la luz hechos dolorosos que las presentes generaciones quieren olvidar. La literatura y el arte son la memoria viva de los tiempos oscuros; la llama que derrite la nieve y permite ver lo que permanecía sepultado.

«Yo creía que mi madre era la persona más débil del mundo —dice Inseon—, pensaba que era como un espectro, alguien muerto en vida». La madre arrastra el peso de lo acontecido a tres generaciones y no ha cesado en la búsqueda, en el esclarecimiento de los hechos e Inseon sabe que es su deber continuar su legado. ¿De qué otro modo explicar la tenacidad, la persistencia, la necesidad de nombrar? Gyeongha ha descubierto que su pesadilla coincide con los hallazgos de su amiga. ¿Qué puede surgir de esta amalgama entre la historia real y el delirio?

Han Kang construye una trama enrarecida en la que los lectores la seguimos a ciegas, yertos de frío y expectantes, experimentando el dolor en los huesos, el sofoco, la necesidad de una luz esquiva que no aparece en los senderos ni en la casa solitaria de Inseon, plagada de relatos, de sombras y de espectros. Pero ¿por qué ha ido Gyeongha hasta esa casa solitaria, en medio de una tormenta de nieve, y qué misión le ha encargado su amiga, recluida en el hospital? El motivo parece pueril. Le ha pedido dar agua a un pájaro. Es cuestión de vida o muerte.

Me pregunté cómo estaría el pájaro. Inseon me había dicho que para salvarlo debía darle agua en el día de hoy.
           Pero ¿hasta cuándo duraría el día de hoy para un pájaro?

¿Dar agua a un pájaro justifica un viaje de riesgo entre Seúl y Jeju, bajo la ventisca, extraviarse, rodar por una pendiente, terminar casi sepultada bajo la nieve, bajo el peso de relatos y años tan dolorosos? La respuesta que nos da la autora es que sí. El pájaro lo justifica todo y quizá el pájaro es el arte, el vuelo, ese desplegar de alas en busca de todos los sentidos.

Cogí la varita de madera astillada entre los dedos y volví a raspar la cabeza del fósforo contra la cajita. Entonces surgió un fogonazo como un corazón palpitante, como un capullo de flor vibrante de vida, como el aleteo del pajarillo más pequeño del mundo.

 Bogotá, febrero 2025

 

Carátula de la edición coreana original de “Imposible decir adiós”, publicada en diciembre de 2024 por Random House, traducida al castellano por Sunme Yoon. La versión  en inglés se titula “We do not part [No nos separamos]”.

La tristeza de Feliza Bursztyn

Feliza Bursztyn. Chatarra de hierro, 1980. 168 x 165 x 50 cm.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Antes de leer Los nombres de Feliza de Juan Gabriel Vásquez, tenía un vago recuerdo de la escultora Feliza Bursztyn. Sabía que vivió sus últimos años en zozobra por la compleja situación sociopolítica colombiana. El final de los años setenta del siglo pasado fue uno de los períodos más aterradores del país, antes de que se hablara de terror de Estado. Era el tiempo del Estatuto de Seguridad, declarado por el presidente Julio César Turbay Ayala —qué mal sabor en la boca al pronunciar su nombre—, cuando se incrementó la violación abierta y reiterada de los derechos humanos. La pesadilla de los allanamientos, detenciones ilegales, torturas, desapariciones y crímenes de Estado era el pan de cada día. El horror de los consejos verbales de guerra y las tenebrosas caballerizas de Usaquén. Muchos campesinos, sindicalistas, estudiantes e intelectuales fueron perseguidos y vigilados. Y los artistas, fueran militantes, simpatizantes de izquierda o solo voces críticas, terminaron involucrados, víctimas de un régimen político represivo y autoritario, al mejor estilo de las dictaduras militares del resto del continente. Feliza fue una de aquellas víctimas.

¿Quién era esta mujer irreverente, de carcajada insolente, capaz de convertir la chatarra en arte? La novela de Juan Gabriel Vásquez, mezcla de relato periodístico, biografía y una necesaria dosis de ficción, logra rescatarla de un inmerecido olvido y de la maledicencia de esa época oscura de nuestro país. La enaltece como artista y mujer, guerrera de los símbolos, que comandó su vida y su destino, hasta que el exilio forzado logró doblegarla, quebrar su vitalidad.

Las cinco partes de la novela se entretejen fluidamente, perfilan el personaje, narran sucesos claves de las diferentes etapas de su vida, develan secretos, pensamientos y emociones a los que no tendríamos acceso si no fuera por el arte literario. Además de su familia, están allí otras personalidades del ámbito cultural y artístico que conformaban el mundo de Feliza: Gabriel García Márquez, Alejandro Obregón, Marta Traba, Álvaro Cepeda Samudio, Edgar Negret, Luis Caballero, o Jorge Gaitán Durán, con quien tuvo un romance que el poeta incorpora en bellos versos. Porque estaban “enamorados como dos locos, / dos astros sanguinarios, dos dinastías / que abiertas se disputan un reino…” .

La historia de la escultora discurre de manera directa y sencilla por las páginas de Vásquez. Se alternan los tiempos, se utiliza un narrador externo que se basa en entrevistas, testimonios y documentos, junto a otro narrador homodiegético que le permite al autor hablarnos de sus motivaciones y de las circunstancias en las que escribió la novela. No hay grandes pretensiones, solo el prodigio de darle voz a Feliza, caracterizar su época, exaltar su personalidad, el coraje para librarse de ataduras, enaltecer su arte por encima de las circunstancias que vivió. En fin, devolverla a la vida, traerla al aquí y al ahora. Qué otra cosa podemos pedir a la literatura sino es completar el pasado y luchar contra el olvido.

En la columna periodística escrita días después de la muerte de la escultora en enero de 1982, Gabo nos cuenta cómo la encontró en sus días de exilio en París: «Estaba atónita y distante, y su risa explosiva y deslenguada se había apagado para siempre. Sin embargo, un examen médico muy completo había establecido que no tenía nada más que un agotamiento general, que es el nombre científico de la tristeza».

Pero ¿por qué murió de tristeza? El viaje que propone Juan Gabriel Vásquez, a través de su vida hasta aquella noche final, es su respuesta a esta pregunta. Estremece recorrer sus páginas, revivir pasajes sombríos de nuestro país. Sobre todo, el viaje nos permite descubrir y comprender a Feliza y empezar a amarla. La literatura la trae de vuelta, como esas piedras preciosas que subyacen en la arena. Porque la palabra bursztyn en castellano significa ámbar, esa resina en la que viajan milenios, noticias, insectos… memoria cautiva, alianza de dureza y ternura…

Enero de 2025

Vásquez, Juan Gabriel. “Los nombres de Feliza”.  Alfaguara, 2024. [Carátula del libro]

Palabras sin labios en “La clase de griego”

Imagen 1: “Mutismo selectivo”, 2021. Acrílico, acuarela, gouache, tinta sobre papel. 42×33 pulgadas. 

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Estas pinturas son de Nadia Waheed, artista paquistaní (1992) quien hace retratos vibrantes de mujeres del sur de Asia, en medio de paisajes oníricos y expansivos llenos de nenúfares, una densa flora forestal e interminables extensiones de agua. 

 

Imagen 2: “Yo a través de otro: amigo”.  2021 Óleo sobre lienzo de la artista Nadia Waheed.  18×18 pulgadas.

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Ambas imágenes hacen parte del proyecto  virtual de una comunidad de apoyo para personas afectadas por el mutismo selectivo (SM) a través de la redsocial Reddit, disponibles en internet.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Cuando por fin pronuncio la primera sílaba, cierro con fuerza los ojos,
convencida de que cuando los abra todo habrá desaparecido.

 

En esta novela de Han Kang, a una mujer sin nombre solo la motiva aprender griego antiguo, una lengua que ya no se habla. Tiene los labios rígidos y sellados. El lenguaje materno se ha llenado de alfileres que se le clavan en el cuerpo.

Suele aceptarse que el nacimiento de la escritura ocurrió hace seis mil años en Mesopotamia, que se inventó de manera independiente, no sabemos si de modo simultáneo, en Egipto, China y la India. Surgió por la necesidad práctica de hacer registros de las propiedades. Primero nacieron las cuentas, después los cuentos, nos dicen. Se dibujaban las cosas que se querían contar, como los animales, los árboles, los objetos, los esclavos. Luego se quiso anotar las ideas, pero como hacían falta demasiados dibujos para expresar los deseos y los pensamientos, se crearon signos y surgió el alfabeto, la «partitura de las palabras», su sonido. Casi nunca lo pensamos, pues las letras nos parecen algo natural, pero su invención es uno de los mayores logros del ser humano. Si pudiéramos volver atrás, comprenderíamos ese prodigio.

Sin ninguna relación ni propósito, escribía las palabras que le habían causado alguna impresión. De todas ellas, la que guardaba como un tesoro era «숲» (bosque), cuya forma le recordaba a una antigua pagoda: ㅍ era la base, ㅜ el cuerpo y ㅅ la cúpula. Le gustaba que hubiera que entrecerrar los labios y dejar pasar el aire lenta y cuidadosamente para pronunciar ㅅ ㅜ ㅍ; y que al final hubiera que sellar los labios para que la palabra se completase en el silencio. Cautivada por esta palabra cuya pronunciación, significado y forma estaban envueltos en tanta quietud, la escribía una y otra vez: 숲. 숲. 숲.

Escribir consonantes y vocales fue una revolución. Nos lo refiere Irene Vallejo en su bello relato sobre el tema. En nuestro idioma solo algunas letras conservan su antigua ligazón con la imagen de las cosas. La M viene del movimiento del agua, la O de un ojo, la N de una serpiente. Hemos olvidado aquel día en el que por primera vez trazamos el sonido de nuestra lengua. Jugamos a que la a era un ratón si alargábamos su cola, la Z bien podía ser un pato y la flaca i un señor con sombrero. M con a siempre era mamá y qué divertido resultaba aquel juego de combinaciones cuando no aparecía un reglazo o una chancleta de por medio.

Su hermano mayor acababa de empezar la escuela y, jugando a ser maestro, le enseñó el alfabeto coreano antes de que ella cumpliera los cinco años. Aunque no llegó a entender del todo la explicación, se pasó el resto de esa tarde de primavera de cuclillas en el patio pensando en las vocales y las consonantes.

Como la protagonista de la novela, aprendí a leer y a escribir jugando con mi hermano. Esperaba con ansiedad su regreso de la escuela para que me contara lo que le habían enseñado. Él disfrutaba ser mi profesor. Ni siquiera recuerdo cómo se dio, solo sé que así tuvo lugar la magia de las letras, como quien cierra y abre los ojos para descubrir algo nuevo. Y el mundo ya no fue el mismo.

Es raro pensar en las letras, soltarlas y verlas hacer cabriolas en el aire, o pronunciar las palabras para escuchar su sonido bien adentro, sentir cómo penetran las cavidades, cómo resuenan, rebotan o se ahogan.

El lenguaje verbal es uno de esos dones que solo valoramos cuando lo perdemos. Como si un día queriendo decir hola dijéramos adiós, o al tratar de responder una pregunta, en lugar de palabras nos saliera aire caliente, un quejido, o un silencio semejante al dolor. Perder el lenguaje, como perder la visión, es quedar atrapados en las profundidades del adentro.

El lenguaje, que la aprisionaba y la hería como una prenda hecha con miles de alfileres, desapareció de un día para otro. Podía oírlo, pero un silencio como una gruesa y compacta capa de aire se interponía entre el caracol de sus oídos y el cerebro. […] Un silencio anterior al habla, anterior incluso a la existencia, absorbía el fluir del tiempo y la envolvía por dentro y por fuera como una esponjosa capa de algodón.

Mi hermana fue profesora de español, inglés y francés. Cuarenta alumnos por curso durante treinta años. Un día, en medio de una clase, quedó en blanco. En lugar de palabras se instaló en su mente una bruma, surgió un abismo entre ella y el mundo. La posibilidad del lenguaje se había paralizado y un frío la recorrió. Saberse con las palabras adentro, ver la silueta de consonantes y vocales, pero no lograr articularlas, perder el nombre de las cosas.

Cuando pasó un minuto o más sin que pronunciara la siguiente palabra, los estudiantes empezaron a murmurar. Con los ojos muy abiertos, ella tenía la vista fija en un punto del vacío que no era la clase ni el techo ni la ventana…

En la novela la mujer rehúye el contacto social, deambula en la noche por las calles de Seúl, lleva las cicatrices de su historia arropadas bajo su traje oscuro, se detiene en algún punto para sentir colores, para mirar sonidos, o se encierra con su soledad hinchada de sucesos que le dan náuseas o la hunden en la tristeza. Solo quiere aprender griego, una «lengua muerta». Quizá porque no se habla hace miles de años, como encerrarse en un cuarto inaccesible. A no ser que el profesor de griego, ¡oh paradoja!, viva en su propio nicho de penumbra y al tantear el aire logre rozarla con sus manos.

La clase de griego es un tributo al lenguaje y al ámbito de lo sensitivo. Cada párrafo atesora alusiones e imágenes que recorren la piel, que tocan el oído o penetran por los ojos, palabras que vibran con una delicada sensualidad. Bastaría con decir que estas páginas transpiran poesía, pues las historias que ligan a los personajes se tejen con la belleza de lo triste y lo profundo, con la lengua viva de lo sensible, como el vuelo de ese pájaro en la oscuridad que, entre golpes y sofoco, entre aleteos y esperanza, se choca con el cristal, o tal vez huye hacia el silencio.

Uno de los momentos más bellos de la novela es aquel diálogo en la oscuridad entre ella y su profesor. No son ellos sino sus sombras enormes en el techo las que se comunican. Cuando él habla, ella le escribe las respuestas en la palma de su mano. El hombre, que ya recorre el laberinto de su ceguera, hasta ese momento se aferra a imágenes imprecisas que ha logrado retener. Pero con ella no necesita fingir. Ahora le relata su historia, como quien suelta un torrente estancado hace muchos años dentro del pecho. Ella lo escucha y mueve sus pies para decir “aquí estoy, sigue contando, no te detengas”. Lo acompaña con sus propios recuerdos.

¿Por qué ella aprende griego?, ¿por qué él se aferra a esa lengua para comunicarse o para esconderse? ¿Qué azar los empuja a entrecruzar sus sombras, el miedo, la mudez? Las frases que ella llena de silencio cabalgan sobre las que salen de los labios de él, se juntan a las que traza con su dedo sobre la piel, en la palma de la mano. Las preguntas se responden con el abrazo, se acentúan con el calor de los cuerpos, con la respiración. Escuchar la caricia, sentir el borde de la risa y el dolor. Este encuentro lleva a la fascinación. Él no sabe que las pupilas de ella se reflejan en sus ojos casi inútiles. Ya han caído las esclusas, brota «un sonido leve y redondo como una burbuja», y cuando se presiente el retorno del lenguaje articulado, la palabra se ahoga en el beso.

La poesía es la voz que escuchamos allí donde todo parece callar y estallar.

Ella se inclina hacia delante.
Aprieta con fuerza el lápiz.
Agacha más la cabeza.
Las palabras no se dejan asir. Las palabras que han perdido los labios,
que han perdido los dientes y la lengua,
que han perdido la garganta y el aliento, no se dejan asir.
Como si fueran fantasmas incorpóreos, ella no puede tocar sus formas.

Noviembre de 2024

Inscripciones griegas antiguas en una piedra. La historia del alfabeto griego es, sin duda, uno de los mejores ejemplos de ósmosis histórica. Una cultura no tiene fronteras y está en constante evolución.

Esta imagen de caligrafía coreana corresponde al trabajo artístico difundido por Joan Carles Sanchez. “Poema: Energía de la tierra”. © Park Deok-jun. Tomado del blog: https://blog.joancarlessanchez.com/2012/06/caligrafia-coreana.html

Esos “Actos humanos” que laceran

Foto: 5.18. Esculturas / Mayo 18. Memorial Park (Gwangju, Corea del Sur).

Gwangju: la ciudad de la demo-cracia: “Gwangju tiene el 18 de mayo. Cuando estés en la ciudad, no podrás escapar de la frase 18 de mayo, o “5.18”, como se suele definir aquí. Está el Parque de la Libertad 5.18, los Archivos 5.18 y la Plaza 5.18 frente a los edificios de la antigua capital provincial. Está el Cementerio Nacional 18 de Mayo, al que se llega tomando el autobús número 518 hacia el norte por la Calle de la Democracia. En caso de que de alguna manera olvides la fecha, el ayuntamiento de Gwangju, construi-do en 2004, te lo recordará: su mitad izquierda tiene cinco pisos y su mitad derecha tiene 18”. Tomado de: https://koreaexpose.com/gwangju-the-city-of-democracy/

Por Luz Helena Cordero Villamizar

La ficción da ojos al narrador horrorizado. Ojos para ver y para llorar…
Quizá hay crímenes que no deben olvidarse, víctimas cuyo sufrimiento
pide menos venganza que narración. Sólo la voluntad de no olvidar
puede hacer que estos crímenes no vuelvan nunca más.  [Paul Ricœur]

La ficción completa el relato histórico, zurce los hilos rotos, horada en el silencio, en lugares imprecisos, en rostros borrados, recorre tiempos oscuros para develar hechos, descifrar símbolos, para revelar lo que otros callaron. La literatura vuela, repasa, insiste, interroga el olvido, da voz a los muertos. Allí donde el pasado es pesadilla o sueño, la imaginación crea relatos que nos devuelven la memoria y, aunque duelan, producen algo semejante al consuelo. Henri Bergson dice que a la memoria que repite se opone la memoria que imagina. Es que la memoria se alimenta de realidad y de ficción, de hechos que tuvieron lugar un día, pero también de esos que fabulamos o que apenas intuimos, de los que vivimos por el relato de otros, o incluso de los sueños.

Frente a un pasado oscuro, allá donde hubo dolor, humo, infamia, la ficción siembra palabras que levantan la voz, que perduran y rasgan la injusticia, la ofensa del olvido. Paul Ricœur dice que las obras históricas buscan reconstruir lo que fue “real”, mientras que el relato de ficción crea personajes, tramas y acontecimientos que, siendo “irreales”, «expresan su función positiva de revelación y de transformación de la vida y de las costumbres». La ficción despliega las posibilidades no realizadas del pasado histórico, revela lo verosímil, lo que «habría podido acontecer», libera las potencialidades del pasado “real” y los posibles “irreales” de la ficción.

En Actos humanos Han Kang emprende una dolorosa travesía por los hechos acaecidos en mayo de 1980 en la ciudad coreana de Gwangju, donde la represión desatada por la dictadura desencadenó protestas populares que fueron respondidas con una masacre de varios días que dejó miles de víctimas. El horror en los métodos y la impunidad dejó una herida abierta que permaneció oculta por muchos años.

La escritora asume la responsabilidad de develar esta historia mediante múltiples recursos narrativos, saltos temporales, puntos de vista cruzados, distintas voces que son el eco, los rostros y los nombres perdidos, los cuerpos de esa multitud masacrada. Muchachos colegiales, jóvenes sindicalizadas, parientes que buscan a sus muertos por las calles, en arrumes de cadáveres, entre las cenizas de las fosas comunes, sin el consuelo de cumplir con los rituales funerarios.

La violencia no solo se ensaña con los cuerpos. Las almas que deambulan por la novela buscan a sus deudos, indagan por la suerte de sus amigos, huyen de la miseria de la carne. «Cuando el cuerpo muere, ¿qué le pasa al alma? ¿Cuánto tiempo permanece al lado de su antigua casa?» Se pregunta Dong-ho, el chico de tercer año de secundaria, mientras hace el inventario de cadáveres y busca a su amigo Jeong Dae.

“Santo cielo, todos estos cadáveres; ¿no estás asustado?”
“Los soldados son los que dan miedo”, dijiste con una media sonrisa.

¡Cómo laceran las palabras que cuentan este horror! Pero más laceran los hechos, su impunidad y la desmemoria.

En la novela no hay espectadores, todos los personajes están inmersos en la tragedia. Los lectores también estamos hundidos, transitamos por círculos cada vez más profundos. Jeong Dae aparece, intenta separarse de sus despojos que apestan al sol. «Nuestros rostros azul negruzco brillaban apagados a la luz de la luna llena».

Más allá habla el prisionero torturado que se siente culpable por haber sobrevivido: «… mi cuerpo ya no era mío. Que mi vida había sido quitada por completo de mis manos, y lo único que se me permitía hacer ahora era experimentar dolor». Escuchamos también a la editora abofeteada. Ella carga en su bolso las pruebas tipográficas, el cadáver de un libro con unas pocas líneas no tachadas por la censura. Acompañamos en su deambular a la chica de la fábrica que no sabe en qué rincón de su mente podrá acomodar los recuerdos.

Y cómo asimilar el dolor de aquella mujer en ese relato que va de la ternura al espanto, del grito a la mudez. Representa a todas las madres que, en cualquier parte, a través de los tiempos, reclaman justicia. En lugar de llorar como los demás, ella repasa la historia del hijo desde que lo amamantó hasta ese último momento cuando se traga el puñado de hierba que quitaron para su tumba.

Lo tragué, me hundí en el suelo y lo vomité de nuevo, luego, una vez que se abrió camino fuera de mí, tiré otro puñado y me lo metí en la boca.

Estos Actos humanos no admiten respiro. Un capítulo se superpone al anterior y al siguiente, la narración avanza y retrocede. Por momentos hay un tono coloquial, luego se dan giros, las conjugaciones alternan la primera, la segunda y la tercera persona gramaticales, lo que exige una lectura atenta e invita a aguzar los sentidos. La tensión del lector se lleva al máximo.

¿Es cierto que los seres humanos son fundamentalmente crueles? ¿Es la experiencia de la crueldad lo único que compartimos como especie? ¿Es la dignidad a la que nos aferramos nada más que el autoengaño, enmascarando de nosotros mismos esta única verdad: que cada uno de nosotros es capaz de ser reducido a un insecto, una bestia delirante, ¿un trozo de carne? Ser degradado, dañado, sacrificado, ¿es este el destino esencial de la humanidad, uno que la historia ha confirmado como inevitable?

Dan ganas de cerrar los ojos e imaginar que solo es ficción, que se trata de otra novela, pero estamos atrapados desde la primera página y huir es imposible. Sentimos que esa historia la hemos vivido ya, que la conocemos con otros protagonistas, que también ocurrió en nuestro tiempo, que sucede ahora mismo, en aquel sitio del planeta hacia donde no queremos mirar. O la tenemos muy cerca, quizá en nuestro país.

Noviembre de 2024

El 18 de mayo se conmemora en Corea del Sur el aniversario del Movimiento democrático de Gwangju, conocido internacionalmente como Gwangju Uprising (광주 항쟁), May 18 Gwangju Democratization Movement (5·18 광주 민주화 운동) y May 18 Democratic Uprising, por la UNESCO. A partir del 18 y durante varios días de mayo la ciudad fue sitiada y atacada por el ejército y tropas paramilitares, con el fin de reprimir los movimientos populares prodemocracia, causando numerosos muertos y heridos. [Imagen disponible en internet].

Estar cabeza abajo para no sucumbir. A propósito de “La vegetariana” de Han Kang

Arte en la calle. Por: Sandrine Boulet Foto de Karolina Lidia Pawelec.  2011. Publicado en Street Art: www.streetartutopia.com. Imagen tomada del sitio web: this isn’t happiness

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Solo confío en mis pechos. Me gustan mis pechos, pues con ellos no puedo matar a nadie. ¿Acaso las manos, los pies y los dientes, e incluso la lengua y la mirada, no son armas con las que se puede matar y herir a cualquiera? Pero los pechos no.

Sus encías se llenan de sangre cuando los dientes desgarran la carne cruda. Se mira las manos rojas y siente miedo. Tiene la sensación de que alguien ha matado a una persona o quizá ella es la asesinada. Las imágenes y sensaciones la estremecen y después de estos sueños ya no podrá volver a ser la misma mujer. Yeonghye representa la rebelión frente a un mundo en el que le ha correspondido ser hija, esposa, objeto sexual, civilizada, pieza del engranaje, materia animal. Su resistencia, su trasmutación, provocarán un remezón en su entorno familiar que modificará el mundo de todos.

Ante el fracaso de las normas, las sentencias y los ruegos, piensan que se ha vuelto loca. Para eso están las camisas de fuerza físicas y químicas. Artefactos que suplen el chasco de los médicos. Ella no claudica, se desnuda, quiere preservar su libertad de dientes para adentro. Sueña, desea, clava su cabeza en el suelo, abre las piernas para que brote la flor del pubis y sus manos raíces quieren hundirse en la tierra para volver a nacer, para germinar.

A Han Kang la han comparado con Kafka por la transformación de su personaje que también nos recuerda a Bartleby, el escribiente de Melville, por su resistencia pasiva a obedecer órdenes, por esa fuerza inmóvil que rompe formatos y golpea los cimientos de una sociedad que se alimenta del rendimiento, de la productividad y el consumo. Pero esta autora trasciende el fenómeno de su protagonista, se inmiscuye en la mentalidad de quienes la rodean, en la emoción y el estremecimiento de los implicados, tensa las fibras de lo social.

Desde mediados del siglo XX Corea del Sur empezó a experimentar una brusca transformación y se convirtió en uno de los países de mayor consumo de alcohol y con más altas tasas de suicidio, especialmente en los jóvenes, producto de esa mezcla entre el confucionismo y un capitalismo brutal, cuyas consignas son la competencia, la productividad ciega, a costa de las necesidades y deseos personales. Y sobre el ser femenino a menudo cae de manera aplastante el peso del patriarcado, su papel de columna, sostén, raíz. Quizá si sabemos esto comprenderemos mejor el alma de La vegetariana.

Yeonghye es dueña de esa boca que aprieta, dueña de su garganta por donde sale ese silencio que ofende y su sangre a bocanadas. Entre tanto, siente el llamado del bosque y en su cuerpo crecen flores que incitan al amor vegetal. Todos los árboles del mundo son sus hermanos.

La narración fluye con sencillez, perplejidad, uñas, nervio y una amarga jocosidad, a través de las tres voces que hilan la historia y que privilegian una faceta, una fase de la vida de esa mujer inabarcable. Su cuerpo es el lugar de la rebelión, del arte, del enigma. En su introversión vital ella comprende que todos los árboles están cabeza abajo y así quiere estar. Estar cabeza abajo es invertir el mundo, es cambiar la perspectiva, saber que se puede ser de otro modo para no sucumbir.

En nuestro mundo de cemento aprendimos que la condición vegetal es la mínima expresión de la vida. Es perder las facultades mentales, los sentidos, la voluntad, la autonomía. Sin embargo, el mundo vegetal es más sensible que el animal porque, además de nuestros cinco sentidos, las plantas tienen por lo menos quince. «Las plantas podrían vivir sin nosotros. Nosotros, en cambio, sin ellas nos extinguiríamos en poco tiempo».

No entendemos que las plantas son seres modulares en los que cada parte es importante y ninguna es indispensable. Nos lo dice Stefano Mancuso: «En las plantas, las funciones no van ligadas a los órganos. Esto significa que los vegetales respiran sin tener pulmones, se alimentan sin tener boca ni estómago, se mantienen erguidas sin tener esqueleto y […] son capaces de tomar decisiones sin tener cerebro». Existe en la raíz algo similar al cerebro animal, miles de ápices radicales con los que las plantas «sienten y calculan la gravedad, los campos electromagnéticos, la humedad, son capaces de analizar numerosos gradientes químicos…», se comunican y tejen una vida social.

Es justamente por esa aparente inmovilidad que las plantas han desarrollado una «resistencia pasiva a los ataques externos». Yeonghye ha roto de manera tajante con su mundo para cambiar de esencia, para fluir hacia adentro su savia, sus palabras líquidas. Por eso su fuerza es incontenible y su firmeza irreductible como el tronco de un árbol, a pesar de que ahora es leve como un bebé. Sus entrañas se atrofian, crecen hojas en su cuerpo y de sus manos brotan raíces. No solo ha dejado de comer carne, es que ya no necesita otro alimento. Le bastan el sol y el agua.

Se siente la impotencia de los otros, el fracaso del poder con todas sus máscaras, el grito mudo de esta mujer insurrecta que ha empezado a modelarse desde adentro, con la sustancia de los sueños.

—¿Qué estás diciendo? ¿Crees que te has convertido en un árbol? Si eres un vegetal, ¿cómo es que puedes hablar? ¿Cómo es que puedes pensar?
Los ojos de Yeonghye brillaron. Una sonrisa enigmática hizo resplandecer su rostro.
—Tienes razón… Muy pronto dejaré de hablar y de pensar. Falta muy poco —dijo Yeonghye, esbozando una sonrisa y respirando fuerte—. De verdad que será muy pronto. Espera y verás.

Bogotá, octubre 2024

 

Calle de Seúl. Foto de Stéphan Valentín (disponible en la red)