Estar cabeza abajo para no sucumbir. A propósito de “La vegetariana” de Han Kang

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Solo confío en mis pechos. Me gustan mis pechos, pues con ellos no puedo matar a nadie. ¿Acaso las manos, los pies y los dientes, e incluso la lengua y la mirada, no son armas con las que se puede matar y herir a cualquiera? Pero los pechos no.

Sus encías se llenan de sangre cuando los dientes desgarran la carne cruda. Se mira las manos rojas y siente miedo. Tiene la sensación de que alguien ha matado a una persona o quizá ella es la asesinada. Las imágenes y sensaciones la estremecen y después de estos sueños ya no podrá volver a ser la misma mujer. Yeonghye representa la rebelión frente a un mundo en el que le ha correspondido ser hija, esposa, objeto sexual, civilizada, pieza del engranaje, materia animal. Su resistencia, su trasmutación, provocarán un remezón en su entorno familiar que modificará el mundo de todos.

Ante el fracaso de las normas, las sentencias y los ruegos, piensan que se ha vuelto loca. Para eso están las camisas de fuerza físicas y químicas. Artefactos que suplen el chasco de los médicos. Ella no claudica, se desnuda, quiere preservar su libertad de dientes para adentro. Sueña, desea, clava su cabeza en el suelo, abre las piernas para que brote la flor del pubis y sus manos raíces quieren hundirse en la tierra para volver a nacer, para germinar.

A Han Kang la han comparado con Kafka por la transformación de su personaje que también nos recuerda a Bartleby, el escribiente de Melville, por su resistencia pasiva a obedecer órdenes, por esa fuerza inmóvil que rompe formatos y golpea los cimientos de una sociedad que se alimenta del rendimiento, de la productividad y el consumo. Pero esta autora trasciende el fenómeno de su protagonista, se inmiscuye en la mentalidad de quienes la rodean, en la emoción y el estremecimiento de los implicados, tensa las fibras de lo social.

Desde mediados del siglo XX Corea del Sur empezó a experimentar una brusca transformación y se convirtió en uno de los países de mayor consumo de alcohol y con más altas tasas de suicidio, especialmente en los jóvenes, producto de esa mezcla entre el confucionismo y un capitalismo brutal, cuyas consignas son la competencia, la productividad ciega, a costa de las necesidades y deseos personales. Y sobre el ser femenino a menudo cae de manera aplastante el peso del patriarcado, su papel de columna, sostén, raíz. Quizá si sabemos esto comprenderemos mejor el alma de La vegetariana.

Yeonghye es dueña de esa boca que aprieta, dueña de su garganta por donde sale ese silencio que ofende y su sangre a bocanadas. Entre tanto, siente el llamado del bosque y en su cuerpo crecen flores que incitan al amor vegetal. Todos los árboles del mundo son sus hermanos.

La narración fluye con sencillez, perplejidad, uñas, nervio y una amarga jocosidad, a través de las tres voces que hilan la historia y que privilegian una faceta, una fase de la vida de esa mujer inabarcable. Su cuerpo es el lugar de la rebelión, del arte, del enigma. En su introversión vital ella comprende que todos los árboles están cabeza abajo y así quiere estar. Estar cabeza abajo es invertir el mundo, es cambiar la perspectiva, saber que se puede ser de otro modo para no sucumbir.

En nuestro mundo de cemento aprendimos que la condición vegetal es la mínima expresión de la vida. Es perder las facultades mentales, los sentidos, la voluntad, la autonomía. Sin embargo, el mundo vegetal es más sensible que el animal porque, además de nuestros cinco sentidos, las plantas tienen por lo menos quince. «Las plantas podrían vivir sin nosotros. Nosotros, en cambio, sin ellas nos extinguiríamos en poco tiempo».

No entendemos que las plantas son seres modulares en los que cada parte es importante y ninguna es indispensable. Nos lo dice Stefano Mancuso: «En las plantas, las funciones no van ligadas a los órganos. Esto significa que los vegetales respiran sin tener pulmones, se alimentan sin tener boca ni estómago, se mantienen erguidas sin tener esqueleto y […] son capaces de tomar decisiones sin tener cerebro». Existe en la raíz algo similar al cerebro animal, miles de ápices radicales con los que las plantas «sienten y calculan la gravedad, los campos electromagnéticos, la humedad, son capaces de analizar numerosos gradientes químicos…», se comunican y tejen una vida social.

Es justamente por esa aparente inmovilidad que las plantas han desarrollado una «resistencia pasiva a los ataques externos». Yeonghye ha roto de manera tajante con su mundo para cambiar de esencia, para fluir hacia adentro su savia, sus palabras líquidas. Por eso su fuerza es incontenible y su firmeza irreductible como el tronco de un árbol, a pesar de que ahora es leve como un bebé. Sus entrañas se atrofian, crecen hojas en su cuerpo y de sus manos brotan raíces. No solo ha dejado de comer carne, es que ya no necesita otro alimento. Le bastan el sol y el agua.

Se siente la impotencia de los otros, el fracaso del poder con todas sus máscaras, el grito mudo de esta mujer insurrecta que ha empezado a modelarse desde adentro, con la sustancia de los sueños.

—¿Qué estás diciendo? ¿Crees que te has convertido en un árbol? Si eres un vegetal, ¿cómo es que puedes hablar? ¿Cómo es que puedes pensar?
Los ojos de Yeonghye brillaron. Una sonrisa enigmática hizo resplandecer su rostro.
—Tienes razón… Muy pronto dejaré de hablar y de pensar. Falta muy poco —dijo Yeonghye, esbozando una sonrisa y respirando fuerte—. De verdad que será muy pronto. Espera y verás.

Bogotá, octubre 2024

 

Calle de Seúl. Foto de Stéphan Valentín (disponible en la red)

Esta vieja guerra

Una vieja imagen para un nuevo tiempo. “Soldadito de plomo”. Facsimil de la Colección de la Biblioteca Pública de Nueva York, a propósito del cuento de Hans C. Andersen. Imagen disponible en la red.

Por Efrén Piña Rivera

Hace mil días que comenzó esta guerra (¿la tercera?), tan mundial como el campeonato de la Fifa, el reinado internacional de belleza, o los Olímpicos. Comenzó en su modalidad de guerra proxy, in crescendo. Admitirla como hecho o invisibilizarla depende del interés político de sus actores, o del manejo de la atención y las expectativas desde los medios. ¿Quién establece cuándo empieza una guerra?, ¿cuándo es mundial? y ¿qué número ordinal le corresponde? ¿Quién es el árbitro que baja la bandera para declarar el arranque?, ¿y cómo elige ese momento?  Las versiones cambian con arreglo a lo que cada relator quiera destacar.  No será noticia oír la declaración formal del inicio de la Tercera Guerra Mundial. ¿Llamarla la Tercera? No hace falta. Lo que falta es asumir que esto no es un videojuego o una mala película. Nos pasa lo mismo que frente a un “culebrero” o un mago que anuncia lo que está por venir y que no llega, cuando anuncia una y otra vez lo que ya está pasando y todos seguimos tan atentos, sin ver lo que tenemos al frente, sin entender de qué se trata.

Por qué no decir, por ejemplo, que con el lanzamiento de los misiles gringos ATACMS hoy, continuamos la misma guerra mundial que viene del siglo XX, esa vieja guerra que se teje y suma con el viejo propósito de genocidio palestino, made in Israel, que no para en Oriente Medio. Performatividad es la palabra clave. Al fin, en todos los lugares se trata de los mismos agentes y financiadores… los mismos señores de la guerra, empresarios y gestores, ellos sí, con una muy clara visión mundial.

Al marcar en el calendario el día mil de las “operaciones militares especiales” de Rusia en Ucrania, que según el Kremlin cumplía el objetivo de “salvar las vidas y proteger la integridad física, psicológica y cultural de los civiles en la región de Donbás”, admitámoslo… por cuenta de ese acto humanitario del Kremlin y de la respuesta igualmente humanitaria de la OTAN, desde ese día de febrero vivimos la experiencia de una guerra mundial. Una guerra como muchas, en nombre de la gente, de un marco de verdad y de justicia. Una guerra como muchas, en nombre del humanismo.

Ya lo podemos anotar en nuestros diarios, en esquelas o memes, como un referente que se integra a otros momentos significativos de nuestra vida, como cuando nuestro equipo favorito obtuvo un título, como la ocasión de aquel acto sacramental, o como lo fue cierta pandemia: estamos en medio de la guerra mundial de nuestro tiempo.

Desde hace mil días vivimos el incremento constante de la agresividad, la ampliación del número de involucrados en conflictos en tantas partes, en tantas fronteras… Rusia y Ucrania completaron ya el millón de muertos en mil días. Entre ellos, los ridículos soldaditos de plomo que creyeron que salvaban a su patria, los peones mercenarios que buscaron fama y dinero, los miserables reclutados que pagaban escondederos para que no cargaran con ellos, muchos niños y viejos sacados a la fuerza de sus casas rusas y ucranianas y, otros, jóvenes perseguidos por la humanitaria policía de la Unión Europea entre bares, carreteras y estaciones de tren o de bus en el hoy triste “jardín de Borrell”[1]. Cuerpos prestos para alimentar esa trituradora de carne que llaman “el frente”. Siguen muriendo miles y miles de civiles, tantas familias completas, en esta máquina de muerte para los afortunados del negocio de las armas y la atención de quienes la seguimos en línea. Y no solo es lo que pasa en Europa del Este. Es también lo que viene sucediendo en el Magreb y el África allende el Sáhara, en el Pacífico y América Latina. En todos los casos, en nombre de la humanidad… Es el talante del siglo XXI.

Estamos en medio de una guerra mundial no declarada que va a peor, para disfrute de la audiencia. Como en un juego interactivo, las operaciones especiales incluyen el paso a niveles más avanzados, con variaciones y nuevos juguetes explosivos, con nuevos retos. 

Se anuncian diferentes escenarios para los siguientes soldados y arlequines, para reclutas y mercenarios, con su renovada y bien paga provisión de bombas y proyectiles. Y llegan más personajes para el circo: ya no solo será el viejito gagá de Washington, el ególatra de ultra derecha de Moscú, los absurdos saltimbanquis de Bruselas y Berlín, de Paris y Londres, sacando los dientes y escondiendo la mano, incitando a esos fantoches al servicio de la cruel risa y de la muerte: Zelensky, estrella de las pantallas en Kiev, Netanyahu desde su réplica de jardín, a orillas de un mar de sangre.

Están por llegar nuevos protagonistas de la Comedia, grandes humanistas para esta vieja guerra mundial. Como los otros, cada uno se mantendrá en su respectivo búnker, haciendo palmas y corrillos, animando el show para nuestro entretenimiento… todo en nombre de un humanismo puro y duro.

***

[1] La referencia es por las declaraciones de Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para los Asuntos Exteriores, en octubre de 2022, en medio de esta guerra, cuando comparó a Europa con un jardín y al resto del mundo con la jungla. “Europa es un jardín. Hemos construido un jardín. Todo funciona”, dijo en la inauguración de la Academia Diplomática Europea en Brujas (Bélgica). El Viejo Continente es “la mejor combinación de libertad política, prosperidad económica y cohesión social que la humanidad ha sido capaz de construir: las tres cosas juntas” continuó. “Los jardineros tienen que ir a la jungla [y para proteger el jardín] los europeos tienen que involucrarse mucho más con el resto del mundo. De lo contrario, el resto del mundo nos invadirá, por diferentes vías y medios”. Todo este asunto es una provocación para escribir sobre “jardines” y esa extraña sensación de “mundo” que tenemos hoy. Ya veremos.

En los medios y las redes hoy se presentan las formas y las sombras de misiles balísticos de largo alcance, made in USA, surcando cielos azules como la señal de los nuevos tiempos, una nueva fase de la  guerra entre Ucrania, la OTAN y Rusia. Es la atractiva imagen de un gran negocio, el de la muerte por venir.

¿Quién osó perturbar el concierto?

Crónica sobre lo sucedido en una biblioteca pública en Bogotá el 9 de octubre de 2024, a modo de un cadáver exquisito. [1]

 Por Luz Helena Cordero Villamizar / Efrén Piña Rivera

 ¿Y ahora qué?

¿Nos rendimos ante esta terrible violencia…

o insistimos en que debe y puede haber paz?

Daniel Barenboim

 

¿Quién osa perturbar nuestra tranquilidad? El lunes 7 de octubre de 2024 se cumplió un año del inicio de la última tragedia del pueblo palestino. Sí. Aquel día también se produjo el asalto violento por parte de Hamas contra ciudadanos de Israel, con graves y dolorosas consecuencias. No menciono el número de asesinados de cada lado porque no se trata de cuántos inocentes mueren a cambio de cuántos agresores. Ningún ataque armado nos deja en paz ni a salvo. Es la última tragedia palestina porque sabemos que desde la creación del Estado de Israel en 1948 inició la Nakba, esta historia de ocupación, de abusos, expropiaciones, detenciones ilegales, torturas, apartheid, masacres e injusticias. Quien no esté al tanto hoy de lo que está pasando en el Medio Oriente debe ser habitante de la luna.

Y es una catástrofe porque lo que ocurre no se define con la palabra guerra. En este caso uno de los ejércitos más poderosos del mundo tiene la misión de arrasar un pueblo entero, y de paso, se da la licencia de celebrar las explosiones, la muerte de cada niño, de cada mujer, de cada civil asesinado. Esto no ocurre solamente en el llamado Oriente Medio. Sucede aquí, en este instante, en nuestras manos, en la pantalla de nuestro teléfono, ante nuestros ojos abismados. ¿Qué hacer? ¿Mirar a otro lado? ¿Borrar los mensajes, los videos? ¿Silenciar el móvil, apagar el corazón?

No celebramos las violentas incursiones de Hamas en lo que históricamente fue tierra de palestinos, en aquel terreno dividido por cercas alambradas en las que de un lado están las colonias invasoras, suceden fiestas ostentosas y, del otro, campea la miseria de los confinados en la reclusión a cielo abierto más grande del mundo. No avalamos la violencia contra los advenedizos colonos de Israel, esos que deambulan armados con fusiles, al lado de fuerzas paramilitares al servicio del sionismo invasor, que acosan y desplazan a los habitantes históricos del lugar, los ilegales usurpadores del territorio legítimamente palestino para borrar y repoblar, como lo hacen de manera sistemática desde hace más de setenta años.

No justificamos las muertes y los secuestros, los desmanes transmitidos en directo contra civiles israelíes, ni contra las mujeres, hombres y niños de Palestina, en una sucesión de hechos previamente anunciada y conocida por la más sofisticada fuerza militar de la región, las Fuerzas de Defensa de Israel, FDI, y por una de las agencias de inteligencia más eficaces del planeta, el Mossad. Unas y otra parecían esperar que sucediera aquella inadmisible masacre contra su propia gente para poder desencadenar la “solución final” de la cuestión palestina. Y sucedió aquel 7 de octubre.

No. Nada justifica la destrucción masiva, la guerra total de exterminio contra una población palestina inerme. Ningún argumento de legítima defensa avala cerca de 186 mil muertes en territorio ajeno en un año, más de 42 mil palestinos registrados, según datos acreditados por la OMS, más los que se calculan bajo los escombros, cerca del 9 por ciento de la población gazatí. Son decenas de miles de muertos por bombardeos, por agresiones directas, por el hambre y por las enfermedades sobrevinientes, según las estimaciones de The Lancet. Nada justifica que hoy cientos de miles estén condenados a morir por inanición, ni por las 75 mil toneladas de bombas, 36 kilos de explosivos por cada palestino en el año que se completó a comienzos de octubre de 2024. Nada excusa el asesinato del equivalente a una clase llena de niños, todos los días durante un año entero. Nada justifica nuestra comodidad, nuestro silencio.

El 9 de octubre de 2024, justo en la semana de conmemoración de esta catástrofe sin fin, la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, institución pública, presentó un concierto de piano del músico israelí David Greilsammer. ¿Casualidad? Una hora antes del concierto nos vimos en un café cerca de la biblioteca. Era difícil ocultar esa sensación de sofoco y tensión, antes de lanzarnos al vacío sin la certeza de encontrar agua fresca en el fondo del abismo. Esa misma mañana bogotana despertamos con ese molesto bochorno, alimentado con las noticias sobre las recientes incursiones de los soldados y las bombas de Israel en el Líbano, sobre nuevas víctimas mortales en Gaza y Cisjordania; sobre la continuidad del bloqueo a la entrada de cualquier ayuda humanitaria, el agua, el alimento y los medicamentos; sobre la hipocresía internacional y los ataques a las instituciones de las Naciones Unidas; sobre la máquina de guerra y sus acciones impunes.

No sabíamos qué tipo de auditorio encontraríamos esa noche del 9 de octubre. Un público despistado quizás, ignorante de lo que sucedía o con la versión light tejida a punta de memes. O quizás un público temeroso. Incluso imaginamos a voceros de un sionismo envalentonado acompañando a uno de los suyos, sacando pecho por los avances militares de su ejército allende el Mediterráneo. Uno a uno, los convocados fueron arribando. Éramos pocos. Algunos compartieron sus razones para no llegar a la cita, otros sencillamente no aparecieron. No importaba. Si hubiéramos acudido solo dos, igual lo habríamos hecho.

Aunque dudábamos de la efectividad de nuestro gesto, era claro que no nos interesaba arruinar el concierto de piano, y menos profanar uno de los pocos bellos espacios de música de la capital, por su agenda uno de los principales auditorios musicales en Colombia, accesible como pocos. Pero, ¿quién y por qué decidió programar a un artista de Israel justamente la misma semana en que se conmemora un año de aquel fatídico 7 de octubre? ¿Cuál sería el mensaje del artista en estos tiempos de penuria? Queríamos ser voz pública en un escenario público. En todos los espacios debe visibilizarse el genocidio, la masacre desatada por Israel. Aunque sin confrontaciones directas, el nuestro era un acto de protesta contra la normalización de la vergüenza. Buscábamos sensibilizar, desafiar el confort, la apatía.

Muhamad Abu Ida es un niño de once años. Nos cuenta que cuando escuchó la explosión se cubrió la cabeza con las manos y en el hospital le amputaron su mano derecha. Ahora trata de tocar el oud utilizando su muñón. Con gran dificultad logra rasgar las cuerdas, oye su música y nos sonríe.

A Renad Attalah le brillan los ojos y la risa. A sus diez dice ser chef, habla firme a la cámara en medio de las ruinas, nos enseña a preparar una ensalada gazatí utilizando pepino, tomate, limón, pimiento verde. Luego la prueba, dice que es fantástica. Nos aclara que sonríe para intentar olvidar la tragedia, la miseria y el miedo con los que convive. Ha visto cosas que quisiera borrar.

Rasha es otra niña de diez años. El otro día encontraron una hoja de cuaderno con su letra bajo los escombros. Es una carta que hizo como testamento: “Por favor, no lloren por mí, porque me pondría triste. Espero que mi ropa pueda ser donada a los necesitados y mis accesorios a Rahaf, Lana y Batool. Las cajas de abalorios deberían ser donadas a Batool. En cuanto a mi asignación mensual de 50 shekels, quiero que la mitad sea para Rahaf y la otra mitad para Ahmad. Me gustaría que Batool tenga mis juguetes. Por último, por favor, no le griten a mi hermano Ahmad. Por favor, cumplan estos deseos”. Ella no sabía que su hermano Ahmad de ocho años sería asesinado junto a ella.

La periodista palestina Wafa Al-Udaini grabó un video en el que conversa con Malek, su hijo de seis años. Escuchamos su voz mientras vemos al niño dibujar con un pincel y témperas. Ella le pregunta qué está pintando. Mientras retiñe los colores, él responde que dos árboles, el cielo, el sol, un avión, una casa con pasto. La mamá quiere saber si se trata de un avión palestino. El niño responde con firmeza que no, que es un avión de la ocupación israelí. Ella averigua si a él le gusta ese avión. Claro que no. ¿Entonces por qué lo has pintado? Malek se toca la cabeza y le dice que lo pinta porque hace ruido en su cerebro, al tiempo que imita el sonido del avión. Por último, Wafa le pregunta si le gusta que ese avión esté en su cielo. Por supuesto que no porque el avión mata niños y los aterroriza. El video circula con un mensaje aclaratorio sobre la muerte de la periodista tras un ataque aéreo israelí contra su casa familiar en Deir el-Balah, centro de Gaza. En el bombardeo también murieron sus hijos, incluido Malek.

Podríamos contar cientos de historias, ver miles de imágenes de niños con sus miembros amputados, niñas heridas que gimen, los rescatados de los escombros, los que lloran a sus padres, esos que pescan una gota de agua en la tierra, que buscan alimento en la basura, que comen hierba, cientos de miles de niños amortajados, medios niños, carne de espanto. Y nos preguntamos dónde guardar tanto dolor, qué hacer con todo eso, cómo tocar el violín, cómo disfrutar esa ensalada, qué pintar después de Malek, cómo escribir estas líneas.

Casi todo lo que veo, casi todo lo que leo o escucho lo mueve mi dedo, se pierde en la pantalla, se sepulta en el teléfono, lo trago con mis lágrimas. Y cuando no puedo más, cuando necesito compartir una dosis mínima de espanto, mi dedo pulsa y lo envía a unos grupos de contacto en las redes sociales. Casi siempre cunde el silencio. Otras veces alguien pone enseguida un chiste, como respuesta envían mensajes con consejos para disfrutar la vida. ¿Quién osa perturbar nuestra tranquilidad? ¿Somos mensajeros de la catástrofe? ¿Debemos disculparnos?

Carátula del programa de mano del concierto. David Greilsammer. Piano. Recorridos por la música de cámara. Temporada nacional de conciertos, Banco de la República, 2024.  Imagen disponible en redes sociales.

 ¿Tiene sentido asistir a un concierto musical en medio de la muerte? Sin duda. Aquella fue una hora de música continua en la que el pianista israelí, David Greilsammer, rompió los moldes convencionales de un concierto con una fusión ecléctica e innovadora de obras, de distintos estilos y épocas[2]. Ese bello caos que fluyó ininterrumpidamente en su Labyrinth, un intrincado recorrido con el que soñó Greilsammer cuando era muy joven, “entre lo melancólico y lo intempestuoso” según las palabras del mismo artista, sugería que asistíamos a una especie de cadáver exquisito musical, al mejor estilo de los surrealistas. Al rehacer el viaje propuesto para aquella noche con Bach y Ligeti, Beethoven, Enrique Granados, Satie y Scriabin, el checo nacionalista Janáček y el cortesano francés Lully, no podíamos olvidar que estamos en medio de la peor masacre del siglo XXI.

Entonces evocamos nombres como el de Pavel Haas, alumno del mismo Janáček, Kurt Weill, socio de Bertolt Brecht, Hans Eisler y su maestro Arnold Schönberg, perseguidos por ser judíos, durante la que llamaron Segunda Guerra Mundial. Nos acercamos a las conmovedoras historias de esas otras grandes víctimas del antisemitismo, la de Viktor Ullmann e Ilse Weber, confinados y asesinados en Auschwitz. Todos grandes artistas que desafiaron con sus obras el fin de los tiempos, parafraseando el título del Cuarteto de Olivier Messiaen[3]. Que opusieron la música a la muerte misma, como respondiendo a aquel filósofo que entendía que “después de Auschwitz, ya no es posible escribir poemas”. Ninguno de aquellos músicos calló, porque no es posible callar ante la barbarie, ni mirar hacia otra parte. Cómo dudar de que nuestro pianista israelí conoce mejor que nosotros no solo la obra sino también esas historias de estos grandes músicos perseguidos, todos judíos.

En la galardonada película La zona de interés dirigida por Jonathan Glazer, el comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, su esposa Hedwig y sus pequeños hijos, habitan en una casa contigua al campo de concentración, hecha a la medida de sus sueños: jardines, huerto, piscina, fuentes, espacios interiores confortables con elegantes mobiliarios y además personal cautivo a su servicio. Su vida cotidiana es la de cualquier familia burguesa y todo lo que ocurre adentro es una macabra ironía que transcurre a espaldas del horror que les rodea. En el paseo en bote por el lago han tropezado con trozos de cuerpos humanos. Mientras cenan, en medio de juegos y conversaciones, con frecuencia a lo lejos se oyen disparos. ¿Quién osa perturbar su sueño?

Antes de sentarse al piano, Greilsammer se dirigió al público en un castellano aceptable, explicó el repertorio de su Labyrinth sin referirse a uno solo de los catorce compositores que lo nutrían. Solo habló de él mismo y de cierta inspiración onírica en sus años mozos. Eso sonó bastante arrogante. A propósito, cómo olvidar al director Riccardo Muti en la Opera de Roma, cuando después de dirigir Nabucco de Verdi se volvió en medio de los aplausos hacia el auditorio, en el que estaban Silvio Berlusconi y varios políticos más, y arengó a los asistentes a no callar más ante la vergonzosa situación política de Italia. Con el coro en pleno, la orquesta y el público del teatro, cantaron a Berlusconi ese himno de rebelión del pueblo italiano contra la opresión, Va Pensiero[4]. Aquel acto fue una protesta política en vivo y en directo, una lección del inocultable contacto entre arte y política.

No esperábamos que nuestro amigo israelí se convirtiera en el dilecto napolitano, pero era la noche del 9 de octubre y no hubo mención sobre lo que pasaba en ese momento en su tierra, sobre uno de los mayores y más descarados desastres humanitarios, el genocidio ejecutado por las FDI. Como Riccardo Muti y Daniel Barenboim, ante esta coyuntura el artista no puede callar. Ambos, autoridades éticas y artísticas de este tiempo, hacen de su música y de sus silencios un elocuente grito, dan cuenta del lugar de la música, del arte y del artista con la realidad de hoy. En otra ocasión Muti había reivindicado el derecho de existir del pueblo armenio, víctima de ese otro genocidio.

Que sean hoy los líderes del gobierno israelí los grandes responsables de la muerte de tantos seres humanos en el último año, es algo que no se puede pasar por alto. Asistimos a un concierto en medio de un genocidio, o mejor, asistimos a un genocidio en medio de un concierto. Y no solo es el inexcusable accionar criminal de gobiernos y comunidades (pro)sionistas contra el pueblo palestino, es también la repetición de las técnicas de muerte aplicadas al Otro deshumanizado de las que fueron víctimas sus padres y sus abuelos. Además, es inaceptable que tan execrable crimen lo estén cometiendo en nombre de la comunidad judía. Nunca como ahora tantas voces y tan distintas, en todo el mundo, cuestionan a Israel. Son tiempos en que tanto la islamofobia como el antisemitismo se inflan por doquier y hoy son los gobiernos y comunidades (pro)sionistas los grandes responsables.

Y hay que mencionarlos. Porque los causantes de tanta muerte, no solo en Palestina y en el Líbano sino en Israel, así como los responsables del grave detrimento de la imagen de la comunidad hebrea en el mundo, tienen nombres propios: Benjamin Netanyahu, Itamar Ben Gvir, Bezalel Smotrich, Yoav Galant, jefes militares como Ghassan Alian, Herzl Halevi, y promotores de la muerte como Ayelet Shaked, entre muchos. Es claro que estos voceros de la ultraderecha israelí no son los únicos. También son responsables los poderosos de Estados Unidos, públicos o desconocidos, los gobiernos de Occidente, de los países árabes y tantos más que financian, que aplauden descaradamente o que miran para otro lado, con su insoportable paciencia, con su irritante indolencia, como carroñeros.

Cómplices también somos todos con el silencio, por nuestra apatía y normalización.

Facsimil de uno de los carteles expuestos la noche del 9 de octubre de 2024 al cierre del concierto de la Biblioteca Luis Ángel Arango, en Bogotá.

Y es más grave si pensamos que esta inmensa y descontrolada masacre de mujeres y hombres, de viejos y niños, que se repite día a día, habilita de aquí en adelante la autorización expresa para que se prolongue este juego de muerte sin consecuencia alguna. Muchas comunidades judías en el mundo han sido vehementes denunciantes de los abusos de Israel. En la primera semana de octubre de 2024, de acuerdo con el diario israelí Haaretz el 53 por ciento de los ciudadanos de Israel estaba en contra de la guerra. Es un pueblo tan dividido y polarizado como el nuestro, un pueblo lleno de miedo y de agresividad como nosotros y como tantos. El pianista Barenboim lo expresaba así: “Israel es muy poderoso, pero lo único más fuerte que su poder es su temor. Poder con miedo es mucho peor que miedo sin poder”.

Hay demasiado miedo hoy. Y se alimenta con tanta difusión de muerte e ignominia en las redes. Algunos de los amigos que no llegaron a la cita del concierto en la Biblioteca para hacer nuestro acto, a pesar de haber comprado tiquetes para el ingreso, suponemos que no lo hicieron por miedo. Eso se entiende. En Colombia no se puede jugar a ser valiente sin consecuencias. El miedo será inevitable pero no puede normalizarse. Nosotros, lejos de pasar de temerarios, también sentíamos el miedo desde días atrás. Este se incrementó cuando nos acercábamos al auditorio. Y fue mayor cuando en las sillas contiguas a las nuestras, dos gigantes, uno en traje camuflado, y el otro rapado, se acomodaron acartonados, sin dejar de mirar de reojo alrededor, al mismo tiempo que salía nuestro músico a escena.

Estábamos dispuestos a aceptar cierto nivel de confrontación. Era claro que nuestro gesto rompería con los protocolos de la sala de música, desafiaría la normalidad de este tipo de eventos, provocaría reacciones, pues buscaba llamar la atención, incomodar. Alguna reacción fuerte vendría de parte de algún energúmeno descontrolado, animado por su fanatismo proisraelí. Ese para quienes solo somos vulgares aliados del terrorismo islámico o descarados emisarios de ese presidente advenedizo, “comunista y antisemita”, opuesto a la libertad ¡carajo!, al progreso colonial y civilizatorio y al derecho natural de aquel pueblo con la gracia divina, para hacer lo que le venga en gana, pues es su destino manifiesto. O quizás la reacción vendría de aquel que se siente dueño del espacio, con autoridad para reconvenir y vituperar si es necesario, para lanzarse con el propósito policivo de hacer valer el orden y el concierto, nunca mejor dicho. Aquel defensor irrestricto de lo moralmente correcto, de acuerdo con las normas del buen comportamiento en los escenarios y eventos de música culta. Aquel para quien somos unos sediciosos, o al menos, unos maleducados fuera de contexto, que deben ser expulsados, muy lejos de la “gente de bien”: “¡Lo que hay que aguantar en estos lugares públicos!” Esperábamos la reacción de cualquiera de los dos personajes, pues a ambos desafiábamos. Estabamos dispuestos a la confrontación, pero tambien esperabamos la complicidad, el apoyo de otros asistentes, con cierto nivel de conciencia y solidaridad con esta causa. Imaginábamos que reaccionarían con algún gesto de aprobación y beneplácito.

Después de su pulcra interpretación el artista se levantó para hacer la venia. En ese momento en tres puntos distintos del auditorio desplegamos carteles con frases de Daniel Barenboim, personalidad emblemática por lo que representa[5]. Pianista y director de orquesta. Latinoamericano y universal, israelí y palestino, gestor, al lado de su colega Edward Said, del encuentro entre el pueblo judío y el palestino desde la música. Por su postura pacifista y su crítica a las acciones del gobierno de Israel. Nuestro estandarte eran sus palabras. Quisimos que Barenboim estuviera presente diciendo: “Por mis venas corre la sangre judía y mi corazón late por la causa palestina”.

Lo cierto es que esas formas de reacción que presumimos, las encontramos en la escena. El que imaginamos fanático, el que suponemos usa “ese perfume de aspecto caro que llamamos Fascism”, muy popular entre los ganadores de las elecciones parlamentarias de Israel de 2019[6], ese estuvo ahí. El que en nombre de las buenas costumbres y de la salud pública decidiera posar de técnico en control de plagas, ese se hizo notar también. Por fortuna, este último, el del guiño de empatía, la mujer que se acercó a dar un saludo tímido de apoyo a nuestra pequeña acción, también se dejó ver. Eso sí con disimulo, como evitando desentonar con la formalidad del lugar. Los guardias fueron testigos pasivos de excepción. Como otros asistentes se limitaron a registrar lo sucedido con sus cámaras y teléfonos. Al final, esperábamos más. Para decepción nuestra predominó la apatía.

Cualquiera de nosotros estaba preparado para dar razones, para explicar sentidos, para hablar en caso de alguna interpelación. Que se está ejecutando un gran plan sistemático de exterminio y arrasamiento, auspiciado con US$23 mil millones entregados por el gobierno norteamericano durante ese año, sin contar recursos adicionales de otros gobiernos europeos. Que según la OMS se han registrado más de mil ataques contra los servicios de salud. Que Israel ha asesinado a más de 130 periodistas en solo un año y al menos 32 fueron atacados deliberadamente, para acallarlos, según Reporteros sin fronteras, mientras la desinformación y el blanqueamiento de crímenes del Estado israelí, controlado por lo más rancio del racismo sionista, descuella. Que todo esto también es un suicidio para Israel.

David Greilsammer detuvo su mirada frente a un cartel y fue notorio el cambio en su expresión. En el centro de la sala otro cartel gritaba: “Soy palestino y también israelí… Es posible ser ambas cosas [Daniel Barenboim]”. Otro más decía: “Los israelíes tendrán seguridad cuando los palestinos sientan esperanza, es decir justicia [Daniel Barenboim]”. Y uno más afirmaba: “Israel es muy poderoso, pero más fuerte que su poder es su temor. Poder con miedo es peor que miedo sin poder”.

No. El arte no es neutral. Y menos frente a una realidad tan apabullante como esta. Los carteles en medio de los aplausos funcionaron como malas noticias. Por un instante la sonrisa de Greilsammer se trocó en un gesto de desconcierto. Su respuesta fue el silencio.

No es aceptable. Un pianista de nacionalidad israelí, director titular de la Filarmónica de Medellín, en una fecha como esta, no puede pasar por desentendido. Quizás no merecía la habitual ovación. Y efectivamente efectivamente no ocurrió. Así como bajaron los reflectores, se apagaron pronto los aplausos.

Teníamos claro que no íbamos a gritar consignas, tampoco interrumpiríamos el concierto ni invadiríamos la tarima. No queríamos que alguien instrumentalizara nuestra acción. Nada de eso. No queríamos ser parte del caos en el lugar de la música. El silencio es también una forma de reclamo frente al ruido. ¿Quién se atrevería a confrontar las frases de Daniel Barenboim?

A la salida del auditorio vino la embestida. Una mujer se abalanzó sobre el primer cartel, rasgándolo con violencia y diciendo: “¡Fue una falta de respeto con el artista!” Otro dijo: “¡Este no es el lugar para la protesta, vayan a marchar a la calle!” Alguien más agregó: “Sería más grato si no mezclaran la política con el arte”. Todo con ese tono pijo característico de cierto público bogotano. La mujer tomó mayor confianza, regresó y se lanzó sobre los otros carteles hasta destruirlos todos. Los agresores y su aire triunfalista como el de los rostros de los soldados israelíes frente a los escombros. Los agresores callando a Barenboim con un manotazo. Ojalá hayan indagado quién es Daniel Barenboim. Ellos fueron parte importante de nuestro acto, fueron los protagonistas al dejar en evidencia lo que son y lo que representan.

Esperamos que el juiciosamente escuchado David Greilsammer se haya inquietado con lo sucedido. Que se haya sentido interpelado. “Beethoven se interesaba por la política porque le interesaba profundamente la humanidad”, nos recuerda el mismo Barenboim. Justamente de esto trataba nuestro acto.

Ojalá estas palabras lleguen a aquellos asistentes al concierto del 9 de octubre en la Luis Ángel Arango. Sobre todo a los perfumados, tan sensibles a la buena música, a los que se incomodaron con nuestros carteles, hechos a mano alzada y en papel kraft. Ojalá tengan la oportunidad de encontrarse con este texto que ya circula en las redes y que esto amerite una conversación, repasar el sentido de lo que dijeron Beethoven, Daniel Barenboim, Riccardo Muti, Edward Said. Que se encuentren con los poemas de Mahmud Darwish cuando dice “La esperanza es la fuerza indómita del débil”, o con la vida y la muerte de la cantante judía Ilse Weber, con sus estrofas concebidas en un campo de concentración y que hoy hacen coro con las mujeres palestinas.

En este lugar, todos estamos condenados, / una multitud avergonzada y desesperada.

Todos los instrumentos son contrabando, / no se permite la música.

Soportamos la miseria y la crueldad, / cada tormento que inventan.

Que prueben más nuestros espíritus, / del polvo nos levantaremos.

Debemos ser fuertes en nuestro interior, / no sea que en la desesperación y el pavor nos ahoguemos.

Debemos cantar hasta que la canción disuelva / estos muros, y nuestra alegría los derribe.

¿Quién osa perturbar el concierto? ¿Por qué mezclar la política con el arte? ¿La muerte es política? ¿Qué dirá Barenboim ante sus frases rotas? ¿Qué nos diría Muhamad, el niño que intenta tocar el oud con su muñón? ¿Qué responderían Rasha cuando prepara sus ensaladas bajo los cohetes, o Malek, el pequeño dibujante, víctima del avión que pintó y que lo aterrorizaba?

 El escritor español Santiago Alba Rico en un reciente artículo habla del intento que hizo para “empatizar con el sargento Blancovich en Gaza”, después de ver el documental de Al Jazeera sobre el año transcurrido “después de las matanzas de Hamás”[7]. Después de describir escenas en las que los soldados celebran la destrucción y las muertes como si se trataran de una fiesta, el autor suelta una frase que golpea hondo: “Hay que ver el documental de Al Jazeera e intentarlo y fracasar con un nudo en la garganta. Nos merecemos al menos ese nudo”.

 ¿Quién osó perturbar el concierto? Aunque David Greilsammer no lo haya advertido, o haya simulado que no pasaba nada; a pesar de que muy pocos asistentes hayan reaccionado frente a nuestro mensaje; aunque algunos no sepan quién es Daniel Barenboim, aquel pequeño acto fue un llamado de atención necesario y este escrito es su testimonio. El pianista israelí merecía al menos ese desconcierto y aquella minoría del público que reaccionó en contra, merecía ese disgusto. Todos nos merecemos al menos ese nudo en la garganta.

 

Bogotá, 24 de octubre de 2024.

  

Sala de conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá. Foto de archivo disponible en las redes e internet.

Notas: 

[1]Un cadáver exquisito es un relato escrito a varias manos, de acuerdo con los juegos literarios propuestos por los surrealistas en los inicios del siglo XX.

[2] Remitimos al sitio oficial del artista israelí David Greilsammer donde está descrito su proyecto musical Labyrinth. http://davidgreilsammer.com/

[3] Alusión al Cuarteto para el fin de los tiempos [Quatuor pour la fin du temps], composición del francés Olivier Messiaen. Creada en el campo de prisioneros de guerra alemán de Görlitz y estrenada en enero de 1941.

[4] El gesto político del director napolitano Riccardo Muti frente al manejo de Berlusconi en aquella memorable ocasión del 12 de marzo de 2011 en Roma, quedó registrado por la RAI y está disponible en redes. “Vuela, pensamiento” (coro de los esclavos judíos) fue asimilado por los italianos en tiempos de Verdi como un canto contra la opresión extranjera en que vivían. Muy pertinente asociación con la persecución de los palestinos en manos de un ejército y colonos invasores, en la actualidad.

[5] Todas las frases de Daniel Barenboim aquí incluidas y utilizadas en el acto son transcripciones literales, tomadas de diferentes intervenciones públicas, artículos y entrevistas del pianista y director argentino y disponibles en la internet.

[6] En referencia al anuncio publicitario de aquella ministra de Justicia del gobierno de Israel, Ayelet Shaked, rociándose un perfume llamado “Fascism”, durante la campaña de su partido de la ultraderecha sionista, Casa judía, en las elecciones parlamentarias de 2019. Ver: https://youtu.be/0XvIvYAtuX8?si=4ukC6Puy_dWlY9XM

[7] Nos referimos a la columna del escritor Santiago Alba Rico con el título “Empatizar con el sargento Blancovich en Gaza”, publicado en la versión digital del diario El País de España, el día 10 de octubre de 2024. Disponible en: https://elpais.com/opinion/2024-10-11/empatizar-con-el-sargento-blancovich.html

 

 

Daniel Barenboim y Edward Said. Imagen disponible en internet tomada de la página oficial de la Barenboim-Said Foundation. https://barenboim-said.org/

Zananna 2: Tempestad de fuego

“Napalm” es el nombre con que se conoce uno de los murales más elocuentes de Bansky, “el artista callejero de Bristol”. Hace parte de una serie de trabajos sobre el amor a las bombas del mundo de hoy.

Por Efrén Piña Rivera

“En Gaza, los corresponsales han descrito el zumbido de los aviones no tripulados israelíes. En árabe se les conoce como “Zananna”, literalmente “niño llorica”” [BBC].

Al documentar la cuestión de los bombardeos encuentro un sinfín de acontecimientos que ilustran esa tendencia a normalizar la soez experiencia de un ataque indiscriminado. Transitar por ese oscuro camino de la historia, reseñar cada episodio en su contexto, es convertirse en amanuense de la ignominia humana. Me dejo arrastrar por la tentación de acopiar aquí algunas de estas tristes situaciones. Por momentos opto por ser acucioso en listas, fechas y lugares, omitiendo detalles, invitando a la consulta, con la intención deliberada de saturar y aturdir. No hay duda de que cualquier lista que se haga al respecto será inequívocamente decepcionante pues los casos son innumerables y siguen en aumento. Los registros siempre serán incompletos. Debo resignarme a breves enunciados para provocar el interés del lego y alguna reacción de quien sí conoce sobre el tema. En todo caso, incluyo ciertos guiños que asocian los eventos luctuosos de la guerra con “el avance” de la ciencia y la tecnología, buscando conectar dos caminos paralelos, el del progreso y la deshumanización, el del tal avance y su efecto en la masificación naturalizada de la muerte violenta. Reúno aquí, a manera de tips, algunas situaciones en un caos ex profeso y algunas preguntas propias después de revisar varios trabajos disponibles sobre el tema.

Uno. Los primeros artefactos explosivos fueron cañas de bambú taponadas en los extremos y rellenas de alguna sustancia explosiva, probablemente de pólvora creada en la China del siglo IX. El artefacto devino en cohete con múltiples variantes cuando se controló la explosión, al dejar libre uno de los extremos del tubo. Como en tantos otros temas los chinos marcaron el derrotero para la humanidad. Es el antecedente de lo que hoy sucede en Palestina y en Sudán, en Ucrania y en Yemen. Así comenzó el que después sería un excelente negocio, el de la producción (y consumo) de armas, un emprendimiento económico que hoy sus dueños no están dispuestos a abandonar.

Fue en la India de finales del siglo XVIII el lugar desde donde los emisarios del Imperio Británico llevaron a Europa esta invención. Y fueron ellos, los ingleses, quienes por primera vez la emplearon en suelo europeo, cuando utilizaron cohetes para incendiar Copenhague en los inicios del siglo XIX. Pero para aquel momento no era esta la tendencia. Como arma del Imperio Británico estaba reservada para dirigirla contra los salvajes, los bárbaros, para amedrentar a sus enemigos “nativos” en distintas aventuras coloniales en Asia, África y América. Los ingleses regularizaron el uso de explosivos lanzados mediante cohetes en Argelia en 1816, en Birmania en 1825, en Ashantee en 1826, en Sierra Leona en 1831, en Afganistán en 1837-1842, en China entre 1839 y 1842 y entre 1856 y 1860. Los emplearon contra Shimonoseki en 1864, en América Central en 1867, en Abisinia en 1868, contra el pueblo zulú en Sudáfrica en 1879, contra los nagas en la frontera afgana en 1880, contra Alejandría en 1882 y contra los rebeldes en Sudán, Zanzíbar y África oriental y occidental en 1894. Es obvio que todos estos casos corresponden al despliegue y manutención de su exitoso proyecto colonial a lo largo de aquel siglo. Los bombardeos no se inauguran en Europa, pero sí es una estrategia consolidada como acción civilizatoria contra el bárbaro y el salvaje. 

Dos. La valoración del mundo no occidental como un espacio abierto y disponible para la conquista y la invasión, por parte de la cultura moderna-colonial, auto otorgaba a las fuerzas europeas la justificación para la eliminación masiva de pueblos en nombre de la civilización y la ley natural. Este modelo de violencia del colonialismo, con licencia para el exterminio, se ejecutó con la simbólica separación entre el guerrero y el bárbaro, adversario sin estatus definido. El bombardeo ahí estaba plenamente justificado como táctica civilizatoria.

En la ficción literaria de Jules Verne, el ingeniero Robur, el conquistador (1886), justificaba el lanzamiento de explosivos desde aeronaves. Era parte del proceso culturizador de Africa, y en contra de los africanos, quienes “con aullidos de terror, intentan escapar del fuego asesino”. Los bombardeados no eran soldados ni civiles, eran seres de calidad inferior que huían de la autoridad y superioridad “natural” del invasor. Dicha doctrina constituyó el antecedente y soporte para las guerras totales del siglo XX. Aquí, civilización y barbarie en el proceso globalizador no son conceptos antagónicos, sino dos aspectos asociados del mismo devenir histórico.

“Bombardeo sobre Vieques” (2010) del pintor Edgardo Larregui Rodríguez. Museo de Arte de Puerto Rico. Acrílico, marcador de aceite, collage, escarcha, vinil reflectante y resina sobre lienzo. 48″ x 66″. Imagen de dominio público, disponible en internet. 

Vieques es el nombre de la isla-municipio puertorriqueña utilizada durante décadas por el ejército de los Estados Unidos, sus aliados de la OTAN y compañías privadas para probar armamento y realizar prácticas de maniobras militares. La isla y su población han sido usados como polígonos de tiro durante más de sesenta años.

Tres. El ensayista sueco Sven Lindqvist, quien aporta muchos ejemplos y reflexiones históricas y éticas sobre el tema que aquí comparto, refiere que, al hacer su selección pocas veces es posible encontrar una justificación más miserable para la agresión a una ciudad por parte de un Imperio que la empleada por los funcionarios británicos para bombardear y arrasar a la legendaria Alejandría en 1882. El Primer Ministro Gladstone, cuenta nuestro guía, se remitió a un derecho fundamental de intervenir en aras de la paz, de la humanidad y el progreso, para destruir y luego ocupar los despojos del importante puerto sobre el Mediterráneo.

La Armada británica bombardeó Alejandría desde la salida hasta la puesta del sol. De noche, la ciudad se transformaba en un mar de llamas. La prensa extranjera sostuvo que el incendio había sido causado por los bombardeos, pero los británicos lo negaron, afirmando que los egipcios habían incendiado la ciudad en su retirada. Ambas partes presentaron testigos oculares que confirmaron sus posturas. El objetivo del bombardeo era aplastar una revuelta nacionalista contra las fuerzas aliadas francesas y británicas. El resultado fue que Egipto se convirtió, durante medio siglo, en colonia británica. Es posible que los británicos hubieran planteado la intervención como un acto humanitario, pero, desde luego, también tuvieron en cuenta intereses nacionales. Desde el punto de vista del derecho internacional, el problema más serio fue el precedente que se había sentado en Alejandría. “A partir de ahora, ¿se considerará lícito -se preguntaba el almirante Aube en Revue des deux Mondes– que la armada bombardee las ciudades costeras indefensas del enemigo?”. En 1911 se habría podido añadir: “Si lo que ya ha hecho la Armada determina lo que se les estará permitido a las fuerzas aéreas en el futuro, ¿qué ciudad podrá sentirse a salvo de la destrucción?

Cuatro. Fue en los comienzos de diciembre de 1903 cuando se elevó por primera vez un avión en el cielo. En la misma semana los esposos Curie recibieron el premio Nobel por sus investigaciones con la radiactividad. Ambos eventos, diríamos simultáneos, confluirían una generación más tarde en el recordado bombardeo atómico, el lanzamiento por parte de la fuerza aérea norteamericana de Little Boy sobre Hiroshima y Fat Man sobre Nagasaki, con el exitoso balance de cerca de 250 mil muertos iniciales y medio mundo doblegado a sus pies, allá por 1945. Es muy elocuente la confluencia impresionante de productos del ingenio en el siglo XX: la concreción del sueño humano de volar, la indagación científica sobre la naturaleza y la ampliación de la capacidad destructiva de la humanidad. La ciencia se ha convertido en un “crimen organizado” escribió  Albert Camus después del memorable episodio, destacando que estaríamos ad portas del “suicidio colectivo”.

A propósito de la misión norteamericana en territorio japonés, aun retumba el testimonio de vida del piloto de aquella misión después del lanzamiento de la primera bomba atómica, a quien sus contemporáneos “estaban dispuestos a honrarle por su participación en la masacre, pero —según anota Bertrand Russell— cuando se mostró arrepentido, arremetieron contra él, reconociendo en este arrepentimiento su propia condena”. El militar texano de nombre Claude Eatherly mantuvo una intensa correspondencia con el intelectual Günther Anders entre 1959 y 1961, donde da muestras de su desconsuelo ante el evento que lo hizo famoso. Ambos mantuvieron su compromiso, cada uno a su manera, en la lucha contra el horror y la sinrazón de la era de los bombardeos atómicos. En el epílogo de “El piloto de Hiroshima” sentencia Anders, convencido de la obsolescencia del ser humano en un mundo regido por máquinas y ante la posibilidad de la aniquilación total de la especie:

Estamos condenados a vivir en la «última época» (Endzeit), una época que sólo puede ponerse fin a sí misma, y que seguirá siendo última aunque logremos aplazar día a día el «fin de los tiempos» (Zeitende) —ésta es la razón de que ninguna interpretación de nuestra era atómica consciente de esta realidad pueda ir a remolque de los acontecimientos—. Este rasgo distintivo de nuestra época jamás desaparecerá, pues una vez que hemos adquirido la capacidad de poner fin al tiempo, ya no hay marcha atrás: podremos ser capaces de aprender cosas nuevas, pero lo que nunca podremos hacer es desaprender lo que hemos aprendido. [Günther Anders, Hiroshima ist überall, 1995].

No se puede perder de vista que fue precisamente un bombardeo el que justificó la entrada de los Estados Unidos en aquella contienda mundial. Y es que las misiones japonesas no solo tuvieron como tarea destruir la capacidad ofensiva de los Estados Unidos en Pearl Harbor. Fueron múltiples y temibles las acciones del Servicio Aéreo de la Armada Imperial Japonesa en China, en la Guerra del Pacífico, en Asia meridional y el Pacífico Sur, con objetivos muy precisos de destruir poblaciones civiles.

Detalle de “Cuatro aviones bombardeando” de Enric Climent (ca. 1937). Carboncillo, tinta a la pluma y al pincel y gouache sobre cartón, 74,5 x 104,5 cm. Barcelona, Museu Nacional d’Art de Catalunya.

Cinco. Hay información contradictoria sobre las primeras misiones aéreas de bombardeo indiscriminado en Europa y alrededores. Si bien se tiene constancia de que un piloto italiano lanzó cuatro granadas con algunas víctimas en Libia en septiembre de 1911 durante la Guerra ítalo-turca, otros escritos señalan que los primeros bombardeos sobre población civil (y el empleo de armas químicas) fueron ordenados por la dictadura militar de Primo de Rivera contra poblados y zocos del norte de África en la Segunda Guerra del Rif. Sí es claro que los bombardeos que fueron “novedad” militar en el siglo XIX se volvieron sistemáticos y una práctica extendida en la Gran Guerra de 1914. El ejército alemán utilizó dirigibles Zeppelin y bombarderos que llevaron a cabo incursiones sobre Lieja, Amberes y París e inauguraron sus ataques masivos sobre Londres en mayo de 1915. Alemania utilizó más de cien dirigibles durante más de cincuenta ataques aéreos a sus rivales. Los soldados alemanes trataban de no sembrar la alarma, de evitar el pánico, en sus acciones contra Inglaterra. Las alertas corrían por cuenta de la policía local provista de un silbato y bicicleta. Y reeditaron los bombardeos en las Islas Británicas en 1940 con el llamado Blitz, y el Blitz Baedeker, planeado por Göring para gloria del Führer. No solo incluyó a Londres sino a otras capitales del Reino Unido: Liverpool, Glasgow, Birmingham, entre muchas más.

Este tipo de ataque cobró especial significación antes y durante la Guerra Civil Española. Tanto nacionalistas como republicanos ya habían bombardeado ciudades en el territorio ibérico como Tetuán, Oviedo, Granada, Zaragoza, Córdoba y Sevilla, según se reconoce en los partes oficiales de guerra. El siempre presente en la memoria de todos es el bombardeo sobre Guernica (País Vasco) en 1937, a manos de la Legión Cóndor al servicio de la Alemania nazi y con la anuencia del Generalísimo Franco. En 1938 la aviación ítalo-germana bombardeará por primera vez la ciudad de Granollers. Desde entonces hasta hoy, el lanzamiento irresponsable de bombas ya perdió su carácter extraordinario y es un componente infaltable en cualquier guerra, un hecho “normal” en cualquier ofensiva militar.

El Tratado de Defensa del Atlántico Norte tiene un lugar destacado en estas alusiones, pues ha hecho un importante aporte en la materia con los bombardeos, sobre todo luego de la caída de la URSS y sus aliados en Europa oriental, es decir, precisamente cuando pierde su sentido defensivo original. La Otan bombardeó Belgrado en 1999 para dar espacio a Kosovo e instalar bases en la región, participó activamente en el derrocamiento y asesinato de Muhammar Al Gaddafi en Libia en 2011 y ya es muy conocida su ininterrumpida y amenazante expansión hacia el Este europeo, mediante la instalación de bases de misiles en las últimas décadas, uno de los motivos de la actual crisis ruso-ucraniana.

Seis. Colombia tiene su propia y vergonzosa experiencia en materia de bombardeos. Y no es cuestión de un pasado liquidado. Hace parte del día a día, desde hace décadas, casi diríamos desde siempre. No hay rincón colombiano, zona rural o entorno natural que no haya experimentado un bombardeo. Y prácticamente no hay ejército, banda, de paramilitares o mafiosos, no hay grupo armado que no haya apelado a estos ataques de forma abierta y en muchos casos veladamente. Sin embargo, los atentados perpetrados desde naves o artefactos aéreos hasta el día de hoy, en la era de los drones, fueron un casi exclusivo privilegio de los múltiples gobiernos al servicio de oligarquías locales o nacionales, desde el Estado y sus fuerzas armadas. Su propósito es el de siempre, el mismo en todos los casos: diezmar adversarios y poblaciones, controlar o destruir territorios, recursos y escenarios estratégicos, vías, puentes, rutas, aeródromos y ese largo etc. Todo en nombre del pueblo y en contra del pueblo mismo.

Listo algunos episodios nacionales sin orden ni concierto. Bombardeos aéreos hubo en el viejo Yacopí de los cincuenta, en Marquetalia, Villarrica, en El Pato y Sumapaz. Sus promotores, Rojas Pinilla y los gobiernos del Frente Nacional. Han sido bombardeadas iglesias y parques naturales, lugares sagrados de pueblos indígenas, lugares de refugio y de recreo. Fue bombardeada la Comunidad de Paz del municipio de San José de Apartadó y la Sierra Nevada de Santa Marta. El gobierno de Duque y su ministro Molano atacaron una celebración campesina con niños y ancianos en Putumayo, el presidente Betancur bombardeó el Palacio de Justicia en el 85 y el presidente Gaviria atacó Casa Verde en La Uribe con el propósito infructuoso de desmantelar el Estado Mayor de las Farc. Álvaro Uribe Vélez bombardeó medio país y más allá, la frontera venezolana y Sucumbíos en el vecino Ecuador. Se trató de “bombardeos inteligentes” en el sector de Teteyé, denunciados por el gobierno de Correa que provocaron crisis diplomáticas. Décadas atrás hubo bombardeos en Leticia, en la región de Tarapacá y Güepí en la guerra con el Perú.

Pero es que además están los amargamente célebres “tatucos” o cilindros bomba que las Farc usaron contra soldados y civiles. Y no fue solo Bellavista en Bojayá sino en múltiples incursiones y tomas guerrilleras. Hoy las llamadas disidencias emplean artefactos explosivos lanzados mediante drones dirigidos contra civiles y uniformados por igual en Argelia, Cauca, y en otros lugares del Pacífico. Se habla de una nueva fase de la guerra con el uso de estos artefactos.

  

“Rojas Pinilla”. Oleo de la pintora colombiana Débora Arango (ca.1954), inspirada en el hito del 13 de junio de 1953, con toma del poder del general Gustavo Rojas Pinilla, otro pretendido pacificador del país mediante el uso de bombas.

Siete: Las luchas insurgentes y contrainsurgentes apelaron a los bombardeos en el entorno latinoamericano. Distintos gobiernos de países de la región, con su propia tradición de militarismo, dictaduras y nacionalismo, con sus experiencias de “colonialismo interno” y guerras de exterminio a “pueblos originarios”, encontraron en el bombardeo interno una fórmula que sigue en boga. Somoza perpetró múltiples masacres en Nicaragua a través de bombardeos en zonas rurales y sobre las ciudades que estaban en manos de la guerrilla sandinista. En Estelí, una ciudad de 40 mil habitantes, dejó más de novecientos muertos. Aviones de la Armada Argentina y sectores de la Fuerza Aérea lanzaron un bombardeo sobre la Plaza de Mayo en el corazón de Buenos Aires en su intento fallido de derrocar a Juan Domingo Perón. La guerra del Chaco, el conflicto entre Perú y Ecuador, Batista en Cuba y un muy extenso etcétera.

Los aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea Chilena atacaron el palacio de La Moneda en Santiago para asesinar al presidente Salvador Allende en septiembre de 1973. Poco más de un siglo atrás, en 1866, las fuerzas armadas españolas ya habían bombardeado propiedades británicas en la vecina Valparaíso, para aquel momento el “único ejemplo de ciudad comercial atacada con el único propósito de devastarla”, en opinión de la prensa y los juristas ingleses. Chile siempre ha dado ejemplo en el Sur de América y en el mundo.

En la fase final de la Revolución Cubana el dictador Fulgencio Batista utilizó la Fuerza Aérea Cubana para bombardear áreas controladas por los rebeldes. Después del triunfo de los guerrilleros barbudos, Bahía de Cochinos resistió un ataque aéreo en 1961 durante la fallida invasión de Playa Girón para derrocar a Fidel Castro con el apoyo de la CIA y el aval del gobierno de los Estados Unidos.

Durante la Revolución del 32 el gobierno federal de Getúlio Vargas envío a la aviación militar a bombardear las posiciones de los rebeldes paulistas, así como algunas áreas urbanas. El gobierno salvadoreño de Hernández Martínez hizo lo propio para sofocar la rebelión liderada por Farabundo Martí. Fue “la Matanza”, con un estimado de 10 a 40 mil campesinos asesinados. En tiempos más recientes, ya en el siglo XXI, en varios estados de México, como Sinaloa, Tamaulipas, y Michoacán, las Fuerzas Armadas mexicanas utilizaron helicópteros para realizar bombardeos aéreos contra convoyes y campamentos de carteles de la droga. De acuerdo a los testimonios publicados es dificil pensar que se trataron de operaciones quirúrgicas, ajustadas a cálculos milimétricos de precisión. Estos ataques generalmente han sido parte de operaciones dirigidas contra líderes del crimen organizado pero la “tormenta de fuego” solía caer precisamente sobre los civiles.

Militares sublevados e invasores lo hicieron con morteros, desde aviones, helicópteros blackhawks, embarcaciones y ahora también con drones. Grenada y Cuba, Panamá, Guatemala y Nicaragua, esta es otra forma de narrar el devenir del progreso en América Latina, con la ayuda siempre infaltable e infatigable de las fuerzas armadas y las empresas de seguridad de los Estados Unidos. Y así sigue este excelente negocio.

Hoy vemos a diario los ataques con esas pequeñas aeronaves no tripuladas que se controlan de forma remota para dejar su estela de muerte en Yemen, en Sudán y Afganistán, en Somalía y Pakistán, entre Rusia y Ucrania, y hasta hace poco entre Irán e Irak. Los ataques en Guta Oriental (en los suburbios de Damasco) de Al Asad auspiciados por Putin y las ininterrumpidas, descaradas y descarnadas acciones genocidas del Israel sionista en la Franja de Gaza. No tienen sentido más comentarios.

Es normal para todos que un avión deje caer su carga letal sobre poblaciones de manera indiscriminada. ¿Por qué no hay debates públicos al respecto? ¿Por qué son tan limitadas (y cuestionadas) las movilizaciones masivas en contra del bombardeo como estrategia de destrucción de vidas de hombres y mujeres inocentes, niños y viejos inermes? Al final del siglo pasado ya se justificaba la versión más letal y absurda de estas acciones bélicas en las llamadas guerras preventivas. El bombardeo se convirtió en forma de diplomacia y de gestión de la paz. Lo emplearon Nixon y su socio el Nobel de Paz Henry Kissinger (con el napalm en Vietnam o su atentado en la Casa de la Moneda en Santiago). Lo han llevado a cabo los Bush, padre e hijo, Hitler y Franco, Javier Solana y Barack Obama, otro Nobel de Paz norteamericano, en sus guerras proxy de Afganistán, Irak y Siria, Zelensky y Putin, Roosevelt y Churchill, Biden y Netanyahu. Casi que la condición para ser líder en el mundo contemporáneo es tener en su haber uno o varios capítulos asociados al empleo de las bombas y las armas de destrucción masiva. 

Con el tiempo todos nos volvemos moralmente neutrales, diría Leonard Lewin, “no diría cínicos, sino más bien tan objetivos como hemos aprendido a ser ante otro tipo de problemas de carácter profesional”. Lo que hacemos todos es justificar una matanza a escala industrial. Aquello de las víctimas son externalidades, daños colaterales. ¡Que viva el progreso, carajo! 

Nacimiento en la iglesia evangélica luterana de Navidad en Belén, Cisjordania (2023). “Si Jesús naciera de nuevo hoy, lo haría bajo los escombros en Gaza… Para nosotros, Dios está bajo los escombros… especialmente cuando el mundo continúa justificando el asesinato y deshumanización de estos niños”.

Zananna 1: “Inocente yo de la sangre de aquel”

“Top Gun. Maverick”, Paramount, 2022.

Muchos niños y niñas hoy sueñan con pertenecer a una especie de escuadrón Top Gun, al lado de héroes tipo Tom Cruise, un tal Maverick, un galán atlético, muy majo, en versión 3.0 

Luego del estreno de la película Top Gun en 1986, producida por la Paramount, aquel emporio del lobby sionista en la meca del cine (que tiene una primera secuela en 2022 y anuncia otra más), los niveles de reclutamiento en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y de la propia Armada norteamericana se elevaron en más del 500%. El dato es de la misma US Navy. 

Por Efrén Piña Rivera

 

“En Gaza, los corresponsales han descrito el zumbido de los aviones no tripulados israelíes. En árabe se les conoce como “Zananna”, literalmente “niño llorica”” [BBC].

 

¿Por qué se admite como razonable el empleo de bombas explosivas y su capacidad arrasadora? ¿Desde cuándo (y hasta cuándo) un bombardeo indiscriminado empezó a ser (y será) visto como algo normal? En el repaso cotidiano de noticias ya nos parece natural que se reduzcan a polvo y escombros los entornos necesarios para la vida humana y no humana, en medio de un enfrentamiento bélico. Vivimos frente a nuestras pantallas,  en medio de un triste juego de guerra en línea. ¿Por qué?

¿Por qué sigue creciendo cada vez más entre niños y niñas, entre adultos, el consumo de videojuegos, de simuladores de vuelo de combate de código abierto —lo que va de Ace Combat 7, Il 2 Sturmovik, Flightgear, hasta Project Wingman o Digital Combat Simulator DCS— con sus hiperrealistas misiones de entrenamiento, de reconocimiento y destrucción masiva, disponibles sin reserva alguna, bien sea en computadores personales o nuestros smartphones? Ya muy avanzado el siglo XXI nos acostumbramos a los pilotos de bombarderos, marines y miembros de fuerzas especiales israelíes y estadounidenses, quienes, antes que rudos soldados son muchachitos imberbes, expertos en el control remoto, el joystick, en simulaciones on line. Muchos de estos anónimos soldaditos digitales son los protagonistas de los conflictos mundiales de este tiempo, incluidos los atentados de Israel contra sus vecinos y el aterrador genocidio perpetrado contra el pueblo palestino. 

¿Quien duda hoy de que el gran éxito de estas piezas de entretenimiento mainstream, las series y películas de Netflix y Hollywood incluidas, tienen que ver todo con lo que sucede en Ucrania, en Sudán o en Gaza y que hay efectos perversos de estas formas de entretenimiento a la hora de naturalizar los bombardeos como acción bélica normal? Sin ambages se puede afirmar que es por las mismas razones que no cuestionamos el crecimiento desordenado y caótico de ciertos centros urbanos, por la misma razón que se considera progreso el que cada día se amplíen, sin orden ni concierto, las plantaciones extensivas en forma de monocultivo, hartas en químicos y carentes de diversidad biológica. Por la misma razón que parece plausible la proliferación de plantas nucleares, grandes hidroeléctricas, gigantescas minas a cielo abierto. Si se piensa bien, tienen mucho en común los videojuegos de combates aéreos, la validación de muchos proyectos económicos energéticos y el furor arrasador de las armas de destrucción masiva, sea una bomba nuclear o una de alta potencia explosiva. Al final se trata de propósitos equiparables: experimentar la guerra y la destrucción, el poder y el control sobre la vida de otros, de lo Otro, y esa extraña sensación de ser parte de los buenos, de los exitosos, o de los reconocidos triunfadores de un juego en línea.

Semejante comparación merece su despliegue. Por ahora, solo es una provocación para compartir algunas notas sobre bombas y bombardeos. ¿Por qué no es motivo de repudio o indignación, al menos de debate, el empleo de tantas maravillas tecnológicas, aviones, drones o naves tripuladas a distancia para atacar civiles, diezmar poblaciones? 

 

Una de las imágenes icónicas de la transmisión en directo del bombardeo sobre Bagdad en enero de 1991. La cobertura de la “primera guerra de Irak” se calificó de espectáculo con narrativa propia de serie de televisión. En la madrugada del 17 de enero de 1991, las tropas estadounidenses, británicas y de Arabia Saudí comenzaron un ataque aéreo en Irak, respondiendo así a la invasión de Kuwait por parte de Sadam Husein. Fue el inicio de la Operación llamada Tormenta del Desierto.

“Sentado cómodamente en el salón de mi casa, con una cerveza al lado y la mesa bien provista de comida y tabaco, estoy siguiendo estos días, como millones de espectadores en todo el mundo, la retransmisión televisiva de la guerra del Golfo como si fuera un partido de fútbol o una película más. Este detalle, aparentemente natural e intrascendente, es para mí, sin embargo, fundamental y, más aún que los aviones invisibles o que los misiles inteligentes dirigidos a distancia por un ordenador, el que de verdad diferencia esta guerra de cualquier otra anterior. [Julio Llamazares. La guerra televisada, para El País de España, 23 de enero de 1991].

Un bombardeo es el ejemplo más palmario de una matanza industrial. Destruye sin sonrojo en el corto plazo y perpetúa los ciclos de violencia y oprobio en el largo plazo. No solo arrasa masivamente con seres humanos y formas de vida, asola entornos protectores, necesarios para todos, sino que deshace la empatía y la humanidad. El ataque indiscriminado a concentraciones humanas, ciudades, aldeas y territorios habitados, provoca la despersonalización de las víctimas civiles, reduciéndolas a estadísticas.

Naturalizar los bombardeos significa admitir el costo humano aceptando que las vidas civiles son un daño colateral, una tragedia inevitable, cuando de hecho es evitable. En el peor de los casos, hay quienes intentan justificarlos ética o científicamente avalando incluso el genocidio y la exterminación. “¡Ahí no hay inocentes!” dicen los asesinos. “Inocente yo de la sangre de aquel —repiten los perpetradores con Pilatos en el Evangelio según San Mateo— ¡Allá vosotros!”. Tamaño cinismo… Y todo continúa como si fuera un juego.

Los modernos teóricos de la guerra sostienen que los bombardeos indiscriminados otorgan ventajas políticas y estratégicas significativas en la competencia por el poder y la dominación del otro. La racionalidad instrumental de la guerra versus la racionalidad de la vida. Los más comunes argumentos en favor de los bombardeos son, entre otros, la incrementada efectividad a la hora de “paralizar la infraestructura crítica” de un país o región enemigos. Atacar centros de producción, sistemas de transporte y redes de comunicación, afirman sus defensores, reduce o elimina la capacidad logística y operativa del oponente. Arrasar fábricas, hospitales, redes de transporte, erosiona la moral del enemigo, lo deja sin recursos ni esperanza de victoria. Impedir las rutinas y formas de vida básicas de la población del lado enemigo conduce al colapso social y político del adversario. Todo muy racional. Como lo dijo con ironía Zygmunt Bauman en su ensayo sobre el genocidio en el mundo moderno: “la razón instrumental es, como todos sabemos, política y moralmente neutra”.

Y es que el impacto psicológico y moral de los bombardeos es devastador. Es terrorismo puro y duro. La indiferencia hacia este tipo de sufrimiento representa la flagrante erosión de los principios humanitarios. Crean un estado de pánico y vulnerabilidad en el que la vida de los inocentes está sujeta al azar, minan la dignidad, perpetúan y normalizan la brutalidad. Presentarlos como una rutina aceptada debilita cualquier sistema legal y alienta a sus perpetradores a ignorar las leyes diseñadas para proteger a los civiles, aumentando la impunidad de quienes cometen tales atrocidades. Un bombardeo es un atentado a la posibilidad de un orden social e internacional basado en la justicia.

Los estudios en el campo militar sostienen, con ínfulas de un banal pragmatismo o un pretendido realismo político, que con los bombardeos se acorta la duración de los conflictos, pues las incursiones aéreas masivas socavan la resistencia y procuran una rendición rápida. Sin embargo en los siglos XX y XXI sobran los ejemplos de bombardeos indiscriminados que se han prolongado durante meses o incluso años. Es Vietnam, es Siria y ahora Palestina. Ciclos interminables de destrucción y muerte, de reconstrucción y sobrevivencia al límite: un círculo perverso que ya había sido discutido en la obra clásica de la cuestión bélica, El arte de la guerra. Efectivamente, Sun Tzu defendía “la guerra limitada”, con el uso mínimo de la fuerza orientado a alcanzar objetivos específicos con el menor costo posible en términos de vidas y recursos. Frente a ello los bombardeos son la destrucción a gran escala, son la sevicia de una violencia descontrolada. Para el clásico estratega chino, la guerra debe ser rápida y eficiente. Y aquí lo eficiente es el gran negocio continuado de la industria de la destrucción y la muerte.

Imagen con vista de una calle con sus edificios destruidos tras los primeros bombardeos israelíes en Jabalia, Gaza – Palestina, en la mañana del jueves 12 de octubre de 2023, tras los bombardeos del día anterior. Son incalculables los testimonios, los reportes, los efectos del avance genocida del ejército israelí, disponibles en el mundo entero. con armas alemanas, norteamericanas y la connivencia de tantos gobiernos occidentales. Se multiplica la barbarie desde aquellos días hasta hoy, y sin esperanza de solución o sanción a los responsables.

La guerra ha sido dinamizadora de grandes transformaciones del mundo asociadas a lo que hoy llamamos globalización. Cómo dudarlo. Y el mainstream celebra tales cambios: una mayor interdependencia económica, la concentración de la riqueza, la acumulación del capital. Con las guerras y los desplazamientos masivos de poblaciones, con el exilio y la diáspora se incentiva la hibridación cultural entre naciones y continentes. Las nociones de democracia, justicia y humanidad no hacen parte de la ecuación. Todo lo contrario. La guerra también anima la investigación científica y la tecnología aplicada. El conocimiento y su aplicación en la ingeniería, por ejemplo. La guerra moderna creó una nueva élite tecnocrática que integra al político y el militar con el empresario industrial, con el innovador de sistemas de computación, láseres, radares, equipos aeronáuticos y misiles, con los expertos biólogos, economistas, geógrafos, físicos, empeñados en el dominio de seres humanos, objetos y entornos.

La guerra, dijo Von Clausewitz a principios del siglo XIX, “no es más que un duelo a gran escala”. Los tiempos cambian y con ellos los valores y prácticas asociados a la guerra. Ya nadie se bate en rituales matinales por honor, como lo entendía el general prusiano. Hoy la guerra, además de una gran empresa económica de escala industrial, se ha convertido en una actividad mecánica y despersonalizada. A medida que las tecnologías bélicas son más sofisticadas, los ataques aéreos permiten que los perpetradores de estos bombardeos se mantengan a una gran distancia de la destrucción que causan. Son “el exterminio civil”, la “destrucción de la infraestructura mental”, en la distancia, dirá Peter Sloterdijk en Temblores de aire:

Es aquí donde se nos brinda la oportunidad de hablar en términos filosóficos del desarrollo del moderno armamento aéreo, una expresión que pone de manifiesto su pertinencia a la hora de perpetrar ataques en un medio atmosférico. En nuestro contexto hay que aclarar que el armamento aéreo representa per se un fenómeno cardinal del atmoterrorismo en su vertiente estatal. Los aviones militares funcionan en un primer momento, como más tarde lo hará la artillería de cohetes, como armas de acceso: ellas eliminan el efecto inmunizador de la distancia espacial entre grupos armados; posibilitan, pues, el acceso a objetivos que sólo serían conseguidos al precio de un gran número de bajas, o muy difícilmente alcanzables si tuviera lugar un ataque por tierra. Se trata de métodos que apenas prestan importancia a la cuestión de si los combatientes son vecinos naturales o no. Si no se tiene en cuenta el fenómeno de la explosión a larga distancia mediante armamento aéreo, resulta ininteligible el problema de la globalización de la guerra por medio de sistemas teledirigidos.

Tal distanciamiento es una dimensión clave del problema. Si bien ya es controversial el alejamiento de la realidad social por parte de quien la observa (en el campo científico, con su aspiración objetiva), este aislamiento, en función de la seguridad y la perspectiva en las acciones políticas o militares, propicia una falsa ilusión de neutralidad que resulta indefendible. Perder la conexión emocional con los actores sociales en la guerra, ignorar o subestimar las dimensiones subjetivas de las acciones, lleva a la incomprensión, cancela la empatía y denota superficialidad. Vuelve Pilatos.

Un ataque masivo e indiscriminado empleando bombas es una demostración de la fuerza por parte del agresor. Es la prueba de la capacidad tecnológica de destrucción efectiva con un efecto disuasivo no solo frente al rival, también frente a terceros o potenciales oponentes, e incluso ante aliados. Tal amenaza envía un mensaje de que cualquier acción o provocación acarreará una respuesta devastadora. Y precisamente por su carácter indiscriminado y por la oportunidad de la acción remota, distante y segura, minimiza la afectación del atacante, reduce el riesgo de sufrir bajas y otras consecuencias. Todo esto es muy sensato, muy racional, qué duda queda. Pero hay más. La distancia física y emocional entre el atacante y “sus objetivos” facilita la perpetuación de la violencia sin una verdadera comprensión del sufrimiento infligido. Las guerras automatizadas, las mal llamadas inteligentes, que utilizan drones y misiles guiados desde centros operativos alejados del frente o del escenario de enfrentamiento, son un gana-gana que refuerza el valor de los criterios racionales. Hoy la crudeza de la destrucción humana insensata tiene la forma del videojuego al alcance de cualquier niño, que se quiere y puede ganar sin consecuencia alguna, en la comodidad de una mullida poltrona. Al naturalizar esta forma de ataque se pierde la conciencia de la tragedia humana que se encuentra detrás de cada evento de este tipo.

De nuevo Von Clausewitz, en su obra clásica De la guerra (1832), sostiene que el objetivo de la guerra es doble: derrotar al enemigo y alcanzar un acuerdo político favorable. Pero los bombardeos indiscriminados impiden el cumplimiento de este propósito. No solo generan desconfianza y resentimiento entre las poblaciones afectadas, sino que alimentan una narrativa de hostilidad y antagonismo que impide la creación de condiciones necesarias para alguna estabilidad, una paz negociada y de alguna duración. Al destruir las bases civiles que sostienen a un colectivo social, al producir descomposición social, prolongan el conflicto más allá del terreno militar. Regeneran a la guerra misma. Si el propósito de “doblegar” la moral civil, históricamente ha mostrado los efectos contrarios, estos son, la intensificación de la resistencia civil, el compromiso incrementado con la lucha, la incentivación de los ciclos perversos de violencia y, cómo no,  la aparición de nuevos conflictos.

Los bombardeos destruyen también la estructura y las dinámicas sociales. Generan más caos del que dicen resolver. ¿Qué les sucede al analista político y económico, al estratega militar o al científico social, todos seres muy sensatos y racionales, que justifican el sufrimiento masificado, deshumanizado? Sus verdades pretendidamente académicas están tristemente al servicio del interés político o económico que valida la matanza a escala industrial. ¿Acaso la acción de destrucción masiva física, psicológica y moral, no complica el proceso de pacificación posterior y la reconstrucción de un orden social viable? Se contradicen los propósitos que históricamente han justificado la guerra, como estrategia efectiva, como continuación de la política. Es claro que escapa a los marcos tradicionales del pensamiento bélico. Pero entonces, ¿cuál es la naturaleza de la guerra en los tiempos actuales? 

El bombardeo de Dresde durante la noche del 13 al 14 de febrero de 1945, llevado a cabo por dos flotas aéreas de Lancaster de la Fuerza Aérea Real Británica, se apoyaba en última instancia en una concepción pirotécnica, según la cual el núcleo de la ciudad, dentro de un sector barrial en forma circular, fue rodeado y salpicado sin apenas resquicios por un denso cerco compuesto de bombas explosivas e incendiarias, capaz de encerrar todo el ámbito del interior dentro de un lógico efecto de ignición; lo que importaba a las facciones atacantes era generar, gracias a la elevada densidad de las bombas alargadas incendiarias, un vacío central presto a la combustión que desencadenara una suerte de torbellino irrefrenable, lo que se denomina una “tempestad de fuego”. [Peter Sloterdijk, Temblores de aire].

Si se trata de potenciar el conflicto como oportunidad o de vivir la guerra como fiesta (parafraseando al maestro colombiano Estanislao Zuleta), entonces dejemos los videojuegos y volvamos a los duelos mañaneros. Y si se trata de la victoria de la racionalidad instrumental y el negocio industrial de la muerte, entonces, ¿qué tipo de victoria es la devastación total?

Uno de los inolvidables posters con el catálogo de horrores que acumuló la Segunda Guerra Mundial. Describe los efectos del bombardeo aliado sobre la ciudad alemana de Dresde, la noche del 13 de febrero de 1945, acción militar sin justificación estratégica alguna. “Tiene el poder simbólico de los pasajes que señalan los límites de la barbarie humana, como si resultara imposible ir más allá ni concebir mayor infamia. En la contienda hubo otros ataques aéreos con más víctimas mortales y mayor uso de explosivos”. Al respecto, el relato de Kurt Vonegut en “Matadero cinco” (1969) es la referencia obligada sobre aquel episodio de la racionalidad militar de Occidente.

Las hermanas Brontë y la literatura como pasión e insumisión

Retrato de Anne, Emily y Charlotte Brontë hecho por su hermano Branwell, quien posteriormente borró su propia figura del cuadro. Imagen de dominio público.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Digo Cumbres borrascosas y surge una atmósfera sombría, una cuchillada de hielo, una sensación de inquina e impotencia. Comarcas estériles donde crecen silvestres y se regodean las pulsiones humanas. El viento cabalga las colinas, esparce la escarcha, el silencio cubre los senderos mientras vuelan los tordos hacia la granja donde agoniza Catherine. Relaciones imposibles, hombres rudos y mujeres que acarician con paciencia el destino que alguien ha escogido para ellas. Personajes animados por razones ocultas para quienes narran la historia; móviles quizá sobrenaturales que los lectores tienen la necesidad de descifrar. Y cercándolo todo están la indolencia, la fatalidad.

Patético y complejo mundo el que anida en la cabeza de aquella joven institutriz de ceño adusto, Emily Brontë, que se encubre tras un tal Ellis para enfrentarse al pacato mundo de la era victoriana. La misma historia tantas veces repetida: mujeres a quienes se niega su rol de escritoras y cuyos nombres se esconden con vergüenza, con miedo o rabia, detrás de un seudónimo masculino.

Las hermanas Brontë conservaron la letra inicial de sus nombres y apellidos para no perder del todo la identidad: Ellis Bell para Emily, Currer Bell para Charlotte y Acton Bell para Anne. En sus casos había otra razón poderosa para el ocultamiento: pretendían que sus obras fueran valoradas sin el prejuicio con el que se recibían los textos escritos por mujeres, usualmente tratados con «galantería para sus gratificaciones, lo cual no es un verdadero elogio», o que provocaban «el rechazo abrupto y humillante», en palabras de la propia Charlotte.

La familia Brontë, signada por la muerte prematura de sus miembros, vive aprisa su vida interior, como si sospechara que son precisamente sus obras las que le concederán la inmortalidad. Los libros fueron la herencia y la fortaleza de las hijas de Patrick, el párroco anglicano que les dio su biblioteca como alimento y furtivamente compartió con ellas la alegría de que sus obras llegaran a los lectores, pese a los editores y a la censura. La complicidad del padre le da un lugar en esta historia.

El pueblo de Haworth, según Elizabeth Gaskell, estaba situado en una ladera de una colina muy empinada, en medio de un oleaje de colinas sinuosas coronadas por páramos agrestes. Allí se respiraba un ambiente opresivo, de soledad y encierro. Sus gentes eran hoscas, desconfiadas: «hay pocas muestras de las cosas agradables de la vida entre esta población ruda y violenta. Su acogida es seca; el tono y el acento de su habla, ásperos y bruscos». Con esta atmósfera se adivina la necesidad de acudir a los libros y a la imaginación para crear mundos e historias y así escapar de su tiempo y de aquel condado lúgubre y frío de West Yorkshire en Inglaterra.

Las aplicadas y talentosas hermanas subvierten el orden y el puritanismo rayando sus cuadernos. Junto a su hermano Branwell crean mundos imaginarios, trabajan sus manuscritos en la intimidad, crean personajes que intentan escapar del rigor de la estrechez, del orden casi feudal de Haworth, en el que la juventud era fugaz, la felicidad y el amor apenas un albur y donde todo llevaba a la desesperanza.

Desde su infancia ya vivían en el fantástico mundo de Glass Town que crearon como un juego. Un país hecho de islas autónomas, con historia y geografía, con un sistema de gobierno e incluso con publicaciones periódicas. Las restricciones impuestas por los mayores, Charlotte y Branwell, en relación con las aventuras en la “Confederación de la Ciudad del vidrio”, llevó a la insurrección de las pequeñas y ocasionó un maravilloso cisma. El rebelde mundo de Gondal fue la respuesta de Emily y Anne a las imposiciones de los grandes. Ese fue el reino donde transcurrieron sus aventuras infantiles y donde engendraron personajes que luego tendrían un lugar en la trama de sus novelas y en los tópicos de sus poemas y pinturas. Porque las Brontë también fueron buenas dibujantes. Gondal se pobló de héroes románticos y aventureros e inspiró versos que aludían a la guerra, al amor y a la intriga. Las “Crónicas de Gondal” se perdieron, aunque son mencionadas en los diarios de Emily y de Anne.

A Charlotte Brontë, la mayor, debemos no solo Jane Eyre, ese clásico de las letras inglesas, sino su admirable tesón y su audacia para sacar a la luz las novelas y poemarios escritos por ella y por sus hermanas. Esta mujer admirable confiesa en 1850, en su nota biográfica sobre Ellis y Acton Bell, siendo ya la única sobreviviente, que cuando eran niñas, al vivir en una región tan apartada y con tan escaso acceso a la educación, no tuvieron otro aliciente que los libros ni otro placer y pasatiempos más alegre que componer textos literarios. Publicaron juntas un volumen de poesía que tuvo la fría recepción para la que ya se habían preparado de antemano y, sin cejar su empeño, cada una se concentró en escribir su propia novela. Aunque los críticos no les hacían justicia a sus obras, el fracaso las incentivaba más.

Facsímil con los bocetos de Emily de dos de los documentos de su diario, que la muestran con Anne y Keeper (su perro). Imagen de dominio público tomada de https://www.annebronte.org/

Jorge Zalamea Borda en su sugestivo ensayo “La extraña familia de Patricio Brontë” escrito en 1940, cuyo título contiene algo de negación, algo de ocultamiento de la fuerte identidad de las tres escritoras, hace este retrato de Emily:

El quebradizo cuello, la barbilla indecisa, la boca en que el labio superior sobresale, las pálidas mejillas, el suelto, corto, descuidado cabello, son pueriles y tienen esa irregular belleza que hace llorar de ternura. Pero la nariz fría, fina, cortante, de móviles aletas y los alucinados ojos redondos y la frente imperiosa acusan una vida profunda, una pasión latente, una tensión amenazante del espíritu, del corazón y de la inteligencia.

Como el del poeta colombiano, son múltiples los textos en los que Emily y sus hermanas son retratadas con prejuicio y algo de recelo, como si fueran personajes o caricaturas de sus propias novelas. Se dice que a Emily no se le conoció una relación amorosa, que sus treinta años transcurrieron de puertas para adentro, que fue frustrada e infeliz porque nunca se casó, que de sus labios no salía ninguna revelación sobre el mundo que construía para sus personajes. Y es que a través de ellos expuso no solo sus pensamientos y emociones, sino su versión del contexto en que vivió. Por eso resulta cuando menos injusto considerar que su carácter fue pobre, triste, obtuso, desteñido. Estos juicios desconocen la esencia de su ser y son otra forma de negarla, cuando cada párrafo de su novela muestra su ímpetu y su pasión vigorosa. Su intensidad se lee en cada verso, su vida es inseparable de su literatura. Ese fue el camino que eligió para amar y vivir en medio de valles y páramos y la forma de ser deliberante frente a su época. De nuevo Charlotte es quien describe claramente el tesón y la fuerza de Emily al hablar de sus últimos días:

Mientras su físico se deterioraba, mentalmente se fortalecía más aún de lo que nunca habíamos conocido en ella. Día tras día, al ver con qué fachada hacía frente al sufrimiento, yo me llenaba de una angustia de asombro y de amor al mirarla. Jamás he visto nada igual, pero, ciertamente, jamás he visto nada a su altura en ningún aspecto. Más fuerte que un hombre, más sencilla que una niña, tenía una forma única de ser. Lo más terrible era que mientras rebosaba compasión hacia los demás, consigo mismo era inmisericorde; el espíritu era implacable con la carne: a la mano temblorosa, las exánimes extremidades, los ojos apagados, les exigía el mismo servicio que le habían prestado en la salud.

Cumbres borrascosas habría permanecido en la oscuridad de no haber sido por Charlotte. Es ella quien reconoce el valor literario de la novela y logra su publicación, así como gestiona la edición de su ópera prima Jane Eyre y de la primera novela de Anne, Agnes Grey. Esta intrepidez trasciende y se constituye en un legado para la humanidad. Wuthering Heights, ese referente literario universal, vio la luz en 1847, un año antes de la muerte de su autora, quien no escapó de la enfermedad que había mandado a la tumba a sus dos hermanas mayores, María y Elizabeth, y que luego acabaría también con Charlotte y con Anne. La tuberculosis es otro personaje de su novela. La peste blanca, la peste romántica del Siglo XIX que se pasea por los campos y los más finos salones para subyugar la belleza y el poder, esa “enfermedad de las pasiones frustradas”, según Thomas Mann. La bella palidez de la muerte se interpone para definir giros dramáticos y el destino de todos.

Heathcliff y Catherine rezuman una pasión desaforada, se atraen desde la infancia con un amor furtivo al que no accede el lector, pues apenas se presiente entre los pantanos, dentro de los cuartos, más allá de cualquier mirada, sin que siquiera la autora conozca su intimidad. El niño Heathcliff fue llevado una noche por el señor Earnshaw, el padre de Catherine, y acogido como un hijo adoptivo. Su procedencia es desconocida. Su color de piel, sus ademanes toscos, el brillo de sus ojos, generan resquemores. ¿Foráneo? ¿Negro? ¿Gitano? Todo hace sospechar. Nunca será aceptado por la familia ni por los criados. Tampoco Catherine acepta las emociones que él le provoca. Y cuando el padre muere, sobre su protegido caen los rigores de la soberbia de Hindley Earnshaw, el hermano de Catherine.

El amor tácito de los jóvenes en la hacienda Cumbres borrascosas seguirá creciendo, se confundirá con dolor, violencia, rencor. Catherine comienza un juego de doble filo. Aunque ame a Heathcliff se casará con Edgard Linton, el heredero de la Granja de Los Tordos. Y este acontecimiento marca trágicamente la vida de sus herederos y de otros personajes, hasta tocar el absurdo, hasta la inverosimilitud. En las historias que se desatan entre las dos familias, en sus haciendas, en ese frío campo azotado sin piedad por el viento, hay sufrimiento y deseos desbordados, hay intriga y saña, más allá de la muerte.

Nelly Dean, el ama de llaves, es la narradora central de las múltiples tramas y además participa e interviene en los hechos dramáticos que abarcan unos cuarenta años. Es el alter ego de Emily, los ojos de los lectores dentro de las habitaciones, la que fisgonea, la servidora fiel y muchas veces intrusa y delatora. Ella sabe lo que ocurre entre las penumbras y las almas y da cuenta de hechos ocultos utilizando el relato de otros para completar los hechos. Lockwood, el hombre que inicia y cierra la narración, es apenas un pretexto, pues en la novela predomina la voz de las mujeres. Son ellas las que finalmente definen los desenlaces.

La joven Cathy, hija de Catherine y Edgar Linton, marca el final de la historia, pues además de su belleza y su ternura, es una mujer letrada. Entre las formas de violencia que se ejerce contra ella por parte de los hombres está el negarle al acceso a los libros, quemarle los únicos que tiene a su alcance. Pero vencerá por su fuerza y su inteligencia y así terminará enseñando a leer a Harenton, su rudo primo, víctima también del maltrato de su tío Heatcliff. A través de las letras lograrán acercar sus corazones y fundarán otra historia, que esta vez se presiente apacible y dulce, como consuelo para el estremecido lector.

Paisaje característico de Haworth retratado en la novela Cumbres Borrascosas de Emily Brontë.  Imagen de dominio público.

Top Withens, West Riding, Yorkshire [1944-1945] del fotografo inglés (nacido en Alemania) Bill Brandt. 1904-1983.  © Bill Brandt / Bill Brandt Archive Ltd. Imagen de disponible en internet. 

Se ha dicho que esta no es una novela de amor sino de terror o de venganza. Esto es una reducción para una obra tan innovadora. En sus múltiples tramas emergen tópicos diversos que reflejan los conflictos y la ideología de la época. Los prejuicios y privilegios de clase, el rechazo al foráneo, el sometimiento de la mujer a los hombres, el trato rudo a los niños, la educación como privilegio, la moral puritana, la sumisión ante los amos terratenientes, las creencias en fuerzas telúricas que explican la sevicia y crueldad humanas. Esa mezcla de lo satánico con lo erótico, los fantasmas que reclaman su porción de felicidad, el mundo de las sombras donde los personajes dejan ver su otra cara, en un desafío del maniqueísmo propio de su tiempo. La cópula de lo romántico y lo gótico.

¿Que la novela era tosca y los personajes rústicos y repulsivos en su comportamiento y en su lenguaje? ¿Que la novela ofendía a los lectores acostumbrados a historias románticas o a tramas de enseñanza moral? Eso y más se dijo cuando se publicó. Charlotte quiso mediar, en parte justificando las críticas, casi disculpando a la autora por el mundo que vivió, y, por otro lado, explicando las complejidades que subyacen en la creación literaria, sin duda lo mejor de su razonamiento en favor de la novela. Respondió que era necesario escribir los improperios con las palabras que son, en vez de sustituirlas por espacios en blanco precedidos de la letra inicial, como se estilaba en la época. Argumentó que un autor creador no tiene todo el control sobre la trama ni sobre la psicología de sus personajes, pues estos tienen voluntad propia.

Poco se habla de la obra poética de Emily. Virginia Woolf resaltó su talento así: «A Emily Brontë no le bastaba con escribir unos versos, con proferir un grito, con expresar un credo. En sus poemas lo hizo de manera contundente, y quizá estos poemas lleguen a ser más duraderos que su novela». Aunque hasta hoy este vaticinio literario no se ha cumplido, sus poemas contienen tanta fuerza, dramatismo y pasión como el sentir de los personajes de Cumbres borrascosas. Personajes que, según la misma Woolf, siendo tan distintos y lejanos a lo real, adquieren tal verosimilitud que podemos verlos y sentir con ellos.

Es como si pudiéramos hacer trizas todo aquello por lo que conocemos al ser humano y rellenar estas transparencias irreconocibles con una ráfaga de vida tal que trasciendan la realidad. El suyo es, entonces, el más excepcional de todos los poderes. Era capaz de liberar la vida de su dependencia de los hechos reales; definir el alma que hay detrás de un rostro con unas simples pinceladas y darlas de tal modo que a ese rostro no le haga falta un cuerpo; hablar de un páramo y hacer que sople el viento y que ruja el trueno.

Emily incorpora en su ser el paisaje agreste en que vivió. Es amante de esas alondras salvajes, de las rocas heladas y cenicientas, de las campanillas azules y de esos campos de maíz contoneándose. Es esa niña que tiene la cabeza sobre la almohada, pero su pensamiento vuela muy lejos para divisar los astros, para escuchar «el choque de roca con ola y de ola con roca», aunque se encuentre a gran distancia del mar. Es esa mujer que habita también en «el país de la muerte» donde ya nada preocupa; que vive intensamente, con una turbulencia interior tan desaforada, que apenas se intuye en su rostro inmutable. Es la autora que vuelca todo su ser en la literatura.

Emily Brontë no abandona del todo su fantástico país de Gondal. Mientras lee acuciosamente su época decide morar en su mundo interior, habita la casa de su Imaginación, ese refugio, el único lugar en donde se siente libre, donde es soberana. Porque la Imaginación es su «amiga verdadera»:

Cuando, cansada de las preocupaciones del largo día,
y de la terrenal mudanza de dolor en dolor,
perdida y dispuesta a desesperar,
tu cálida voz me vuelve a llamar,
¡oh, amiga verdadera! ¡No estoy sola
mientras puedas hablarme con ese tono de voz!

Puesto que no hay esperanza en el mundo exterior,
doblemente aprecio el mundo interior,
tu mundo, en que ni el fraude, ni el odio, ni la duda,
ni la fría desconfianza brotan jamás;
donde tú y yo y la Libertad
tenemos soberanía indisputable.

Bogotá, noviembre 2020 año de pandemia y junio 2024.

Abadía de Kirkstall, dibujada por Charlotte Brontë. Imagen de dominio público tomada de: https://www.annebronte.org/