La tristeza de Feliza Bursztyn

Feliza Bursztyn. Chatarra de hierro, 1980. 168 x 165 x 50 cm.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Antes de leer Los nombres de Feliza de Juan Gabriel Vásquez, tenía un vago recuerdo de la escultora Feliza Bursztyn. Sabía que vivió sus últimos años en zozobra por la compleja situación sociopolítica colombiana. El final de los años setenta del siglo pasado fue uno de los períodos más aterradores del país, antes de que se hablara de terror de Estado. Era el tiempo del Estatuto de Seguridad, declarado por el presidente Julio César Turbay Ayala —qué mal sabor en la boca al pronunciar su nombre—, cuando se incrementó la violación abierta y reiterada de los derechos humanos. La pesadilla de los allanamientos, detenciones ilegales, torturas, desapariciones y crímenes de Estado era el pan de cada día. El horror de los consejos verbales de guerra y las tenebrosas caballerizas de Usaquén. Muchos campesinos, sindicalistas, estudiantes e intelectuales fueron perseguidos y vigilados. Y los artistas, fueran militantes, simpatizantes de izquierda o solo voces críticas, terminaron involucrados, víctimas de un régimen político represivo y autoritario, al mejor estilo de las dictaduras militares del resto del continente. Feliza fue una de aquellas víctimas.

¿Quién era esta mujer irreverente, de carcajada insolente, capaz de convertir la chatarra en arte? La novela de Juan Gabriel Vásquez, mezcla de relato periodístico, biografía y una necesaria dosis de ficción, logra rescatarla de un inmerecido olvido y de la maledicencia de esa época oscura de nuestro país. La enaltece como artista y mujer, guerrera de los símbolos, que comandó su vida y su destino, hasta que el exilio forzado logró doblegarla, quebrar su vitalidad.

Las cinco partes de la novela se entretejen fluidamente, perfilan el personaje, narran sucesos claves de las diferentes etapas de su vida, develan secretos, pensamientos y emociones a los que no tendríamos acceso si no fuera por el arte literario. Además de su familia, están allí otras personalidades del ámbito cultural y artístico que conformaban el mundo de Feliza: Gabriel García Márquez, Alejandro Obregón, Marta Traba, Álvaro Cepeda Samudio, Edgar Negret, Luis Caballero, o Jorge Gaitán Durán, con quien tuvo un romance que el poeta incorpora en bellos versos. Porque estaban “enamorados como dos locos, / dos astros sanguinarios, dos dinastías / que abiertas se disputan un reino…” .

La historia de la escultora discurre de manera directa y sencilla por las páginas de Vásquez. Se alternan los tiempos, se utiliza un narrador externo que se basa en entrevistas, testimonios y documentos, junto a otro narrador homodiegético que le permite al autor hablarnos de sus motivaciones y de las circunstancias en las que escribió la novela. No hay grandes pretensiones, solo el prodigio de darle voz a Feliza, caracterizar su época, exaltar su personalidad, el coraje para librarse de ataduras, enaltecer su arte por encima de las circunstancias que vivió. En fin, devolverla a la vida, traerla al aquí y al ahora. Qué otra cosa podemos pedir a la literatura sino es completar el pasado y luchar contra el olvido.

En la columna periodística escrita días después de la muerte de la escultora en enero de 1982, Gabo nos cuenta cómo la encontró en sus días de exilio en París: «Estaba atónita y distante, y su risa explosiva y deslenguada se había apagado para siempre. Sin embargo, un examen médico muy completo había establecido que no tenía nada más que un agotamiento general, que es el nombre científico de la tristeza».

Pero ¿por qué murió de tristeza? El viaje que propone Juan Gabriel Vásquez, a través de su vida hasta aquella noche final, es su respuesta a esta pregunta. Estremece recorrer sus páginas, revivir pasajes sombríos de nuestro país. Sobre todo, el viaje nos permite descubrir y comprender a Feliza y empezar a amarla. La literatura la trae de vuelta, como esas piedras preciosas que subyacen en la arena. Porque la palabra bursztyn en castellano significa ámbar, esa resina en la que viajan milenios, noticias, insectos… memoria cautiva, alianza de dureza y ternura…

Enero de 2025

Vásquez, Juan Gabriel. “Los nombres de Feliza”.  Alfaguara, 2024. [Carátula del libro]

Palabras sin labios en “La clase de griego”

Imagen 1: “Mutismo selectivo”, 2021. Acrílico, acuarela, gouache, tinta sobre papel. 42×33 pulgadas. 

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Estas pinturas son de Nadia Waheed, artista paquistaní (1992) quien hace retratos vibrantes de mujeres del sur de Asia, en medio de paisajes oníricos y expansivos llenos de nenúfares, una densa flora forestal e interminables extensiones de agua. 

 

Imagen 2: “Yo a través de otro: amigo”.  2021 Óleo sobre lienzo de la artista Nadia Waheed.  18×18 pulgadas.

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Ambas imágenes hacen parte del proyecto  virtual de una comunidad de apoyo para personas afectadas por el mutismo selectivo (SM) a través de la redsocial Reddit, disponibles en internet.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Cuando por fin pronuncio la primera sílaba, cierro con fuerza los ojos,
convencida de que cuando los abra todo habrá desaparecido.

 

En esta novela de Han Kang, a una mujer sin nombre solo la motiva aprender griego antiguo, una lengua que ya no se habla. Tiene los labios rígidos y sellados. El lenguaje materno se ha llenado de alfileres que se le clavan en el cuerpo.

Suele aceptarse que el nacimiento de la escritura ocurrió hace seis mil años en Mesopotamia, que se inventó de manera independiente, no sabemos si de modo simultáneo, en Egipto, China y la India. Surgió por la necesidad práctica de hacer registros de las propiedades. Primero nacieron las cuentas, después los cuentos, nos dicen. Se dibujaban las cosas que se querían contar, como los animales, los árboles, los objetos, los esclavos. Luego se quiso anotar las ideas, pero como hacían falta demasiados dibujos para expresar los deseos y los pensamientos, se crearon signos y surgió el alfabeto, la «partitura de las palabras», su sonido. Casi nunca lo pensamos, pues las letras nos parecen algo natural, pero su invención es uno de los mayores logros del ser humano. Si pudiéramos volver atrás, comprenderíamos ese prodigio.

Sin ninguna relación ni propósito, escribía las palabras que le habían causado alguna impresión. De todas ellas, la que guardaba como un tesoro era «숲» (bosque), cuya forma le recordaba a una antigua pagoda: ㅍ era la base, ㅜ el cuerpo y ㅅ la cúpula. Le gustaba que hubiera que entrecerrar los labios y dejar pasar el aire lenta y cuidadosamente para pronunciar ㅅ ㅜ ㅍ; y que al final hubiera que sellar los labios para que la palabra se completase en el silencio. Cautivada por esta palabra cuya pronunciación, significado y forma estaban envueltos en tanta quietud, la escribía una y otra vez: 숲. 숲. 숲.

Escribir consonantes y vocales fue una revolución. Nos lo refiere Irene Vallejo en su bello relato sobre el tema. En nuestro idioma solo algunas letras conservan su antigua ligazón con la imagen de las cosas. La M viene del movimiento del agua, la O de un ojo, la N de una serpiente. Hemos olvidado aquel día en el que por primera vez trazamos el sonido de nuestra lengua. Jugamos a que la a era un ratón si alargábamos su cola, la Z bien podía ser un pato y la flaca i un señor con sombrero. M con a siempre era mamá y qué divertido resultaba aquel juego de combinaciones cuando no aparecía un reglazo o una chancleta de por medio.

Su hermano mayor acababa de empezar la escuela y, jugando a ser maestro, le enseñó el alfabeto coreano antes de que ella cumpliera los cinco años. Aunque no llegó a entender del todo la explicación, se pasó el resto de esa tarde de primavera de cuclillas en el patio pensando en las vocales y las consonantes.

Como la protagonista de la novela, aprendí a leer y a escribir jugando con mi hermano. Esperaba con ansiedad su regreso de la escuela para que me contara lo que le habían enseñado. Él disfrutaba ser mi profesor. Ni siquiera recuerdo cómo se dio, solo sé que así tuvo lugar la magia de las letras, como quien cierra y abre los ojos para descubrir algo nuevo. Y el mundo ya no fue el mismo.

Es raro pensar en las letras, soltarlas y verlas hacer cabriolas en el aire, o pronunciar las palabras para escuchar su sonido bien adentro, sentir cómo penetran las cavidades, cómo resuenan, rebotan o se ahogan.

El lenguaje verbal es uno de esos dones que solo valoramos cuando lo perdemos. Como si un día queriendo decir hola dijéramos adiós, o al tratar de responder una pregunta, en lugar de palabras nos saliera aire caliente, un quejido, o un silencio semejante al dolor. Perder el lenguaje, como perder la visión, es quedar atrapados en las profundidades del adentro.

El lenguaje, que la aprisionaba y la hería como una prenda hecha con miles de alfileres, desapareció de un día para otro. Podía oírlo, pero un silencio como una gruesa y compacta capa de aire se interponía entre el caracol de sus oídos y el cerebro. […] Un silencio anterior al habla, anterior incluso a la existencia, absorbía el fluir del tiempo y la envolvía por dentro y por fuera como una esponjosa capa de algodón.

Mi hermana fue profesora de español, inglés y francés. Cuarenta alumnos por curso durante treinta años. Un día, en medio de una clase, quedó en blanco. En lugar de palabras se instaló en su mente una bruma, surgió un abismo entre ella y el mundo. La posibilidad del lenguaje se había paralizado y un frío la recorrió. Saberse con las palabras adentro, ver la silueta de consonantes y vocales, pero no lograr articularlas, perder el nombre de las cosas.

Cuando pasó un minuto o más sin que pronunciara la siguiente palabra, los estudiantes empezaron a murmurar. Con los ojos muy abiertos, ella tenía la vista fija en un punto del vacío que no era la clase ni el techo ni la ventana…

En la novela la mujer rehúye el contacto social, deambula en la noche por las calles de Seúl, lleva las cicatrices de su historia arropadas bajo su traje oscuro, se detiene en algún punto para sentir colores, para mirar sonidos, o se encierra con su soledad hinchada de sucesos que le dan náuseas o la hunden en la tristeza. Solo quiere aprender griego, una «lengua muerta». Quizá porque no se habla hace miles de años, como encerrarse en un cuarto inaccesible. A no ser que el profesor de griego, ¡oh paradoja!, viva en su propio nicho de penumbra y al tantear el aire logre rozarla con sus manos.

La clase de griego es un tributo al lenguaje y al ámbito de lo sensitivo. Cada párrafo atesora alusiones e imágenes que recorren la piel, que tocan el oído o penetran por los ojos, palabras que vibran con una delicada sensualidad. Bastaría con decir que estas páginas transpiran poesía, pues las historias que ligan a los personajes se tejen con la belleza de lo triste y lo profundo, con la lengua viva de lo sensible, como el vuelo de ese pájaro en la oscuridad que, entre golpes y sofoco, entre aleteos y esperanza, se choca con el cristal, o tal vez huye hacia el silencio.

Uno de los momentos más bellos de la novela es aquel diálogo en la oscuridad entre ella y su profesor. No son ellos sino sus sombras enormes en el techo las que se comunican. Cuando él habla, ella le escribe las respuestas en la palma de su mano. El hombre, que ya recorre el laberinto de su ceguera, hasta ese momento se aferra a imágenes imprecisas que ha logrado retener. Pero con ella no necesita fingir. Ahora le relata su historia, como quien suelta un torrente estancado hace muchos años dentro del pecho. Ella lo escucha y mueve sus pies para decir “aquí estoy, sigue contando, no te detengas”. Lo acompaña con sus propios recuerdos.

¿Por qué ella aprende griego?, ¿por qué él se aferra a esa lengua para comunicarse o para esconderse? ¿Qué azar los empuja a entrecruzar sus sombras, el miedo, la mudez? Las frases que ella llena de silencio cabalgan sobre las que salen de los labios de él, se juntan a las que traza con su dedo sobre la piel, en la palma de la mano. Las preguntas se responden con el abrazo, se acentúan con el calor de los cuerpos, con la respiración. Escuchar la caricia, sentir el borde de la risa y el dolor. Este encuentro lleva a la fascinación. Él no sabe que las pupilas de ella se reflejan en sus ojos casi inútiles. Ya han caído las esclusas, brota «un sonido leve y redondo como una burbuja», y cuando se presiente el retorno del lenguaje articulado, la palabra se ahoga en el beso.

La poesía es la voz que escuchamos allí donde todo parece callar y estallar.

Ella se inclina hacia delante.
Aprieta con fuerza el lápiz.
Agacha más la cabeza.
Las palabras no se dejan asir. Las palabras que han perdido los labios,
que han perdido los dientes y la lengua,
que han perdido la garganta y el aliento, no se dejan asir.
Como si fueran fantasmas incorpóreos, ella no puede tocar sus formas.

Noviembre de 2024

Inscripciones griegas antiguas en una piedra. La historia del alfabeto griego es, sin duda, uno de los mejores ejemplos de ósmosis histórica. Una cultura no tiene fronteras y está en constante evolución.

Esta imagen de caligrafía coreana corresponde al trabajo artístico difundido por Joan Carles Sanchez. “Poema: Energía de la tierra”. © Park Deok-jun. Tomado del blog: https://blog.joancarlessanchez.com/2012/06/caligrafia-coreana.html

Esos “Actos humanos” que laceran

Foto: 5.18. Esculturas / Mayo 18. Memorial Park (Gwangju, Corea del Sur).

Gwangju: la ciudad de la demo-cracia: “Gwangju tiene el 18 de mayo. Cuando estés en la ciudad, no podrás escapar de la frase 18 de mayo, o “5.18”, como se suele definir aquí. Está el Parque de la Libertad 5.18, los Archivos 5.18 y la Plaza 5.18 frente a los edificios de la antigua capital provincial. Está el Cementerio Nacional 18 de Mayo, al que se llega tomando el autobús número 518 hacia el norte por la Calle de la Democracia. En caso de que de alguna manera olvides la fecha, el ayuntamiento de Gwangju, construi-do en 2004, te lo recordará: su mitad izquierda tiene cinco pisos y su mitad derecha tiene 18”. Tomado de: https://koreaexpose.com/gwangju-the-city-of-democracy/

Por Luz Helena Cordero Villamizar

La ficción da ojos al narrador horrorizado. Ojos para ver y para llorar…
Quizá hay crímenes que no deben olvidarse, víctimas cuyo sufrimiento
pide menos venganza que narración. Sólo la voluntad de no olvidar
puede hacer que estos crímenes no vuelvan nunca más.  [Paul Ricœur]

La ficción completa el relato histórico, zurce los hilos rotos, horada en el silencio, en lugares imprecisos, en rostros borrados, recorre tiempos oscuros para develar hechos, descifrar símbolos, para revelar lo que otros callaron. La literatura vuela, repasa, insiste, interroga el olvido, da voz a los muertos. Allí donde el pasado es pesadilla o sueño, la imaginación crea relatos que nos devuelven la memoria y, aunque duelan, producen algo semejante al consuelo. Henri Bergson dice que a la memoria que repite se opone la memoria que imagina. Es que la memoria se alimenta de realidad y de ficción, de hechos que tuvieron lugar un día, pero también de esos que fabulamos o que apenas intuimos, de los que vivimos por el relato de otros, o incluso de los sueños.

Frente a un pasado oscuro, allá donde hubo dolor, humo, infamia, la ficción siembra palabras que levantan la voz, que perduran y rasgan la injusticia, la ofensa del olvido. Paul Ricœur dice que las obras históricas buscan reconstruir lo que fue “real”, mientras que el relato de ficción crea personajes, tramas y acontecimientos que, siendo “irreales”, «expresan su función positiva de revelación y de transformación de la vida y de las costumbres». La ficción despliega las posibilidades no realizadas del pasado histórico, revela lo verosímil, lo que «habría podido acontecer», libera las potencialidades del pasado “real” y los posibles “irreales” de la ficción.

En Actos humanos Han Kang emprende una dolorosa travesía por los hechos acaecidos en mayo de 1980 en la ciudad coreana de Gwangju, donde la represión desatada por la dictadura desencadenó protestas populares que fueron respondidas con una masacre de varios días que dejó miles de víctimas. El horror en los métodos y la impunidad dejó una herida abierta que permaneció oculta por muchos años.

La escritora asume la responsabilidad de develar esta historia mediante múltiples recursos narrativos, saltos temporales, puntos de vista cruzados, distintas voces que son el eco, los rostros y los nombres perdidos, los cuerpos de esa multitud masacrada. Muchachos colegiales, jóvenes sindicalizadas, parientes que buscan a sus muertos por las calles, en arrumes de cadáveres, entre las cenizas de las fosas comunes, sin el consuelo de cumplir con los rituales funerarios.

La violencia no solo se ensaña con los cuerpos. Las almas que deambulan por la novela buscan a sus deudos, indagan por la suerte de sus amigos, huyen de la miseria de la carne. «Cuando el cuerpo muere, ¿qué le pasa al alma? ¿Cuánto tiempo permanece al lado de su antigua casa?» Se pregunta Dong-ho, el chico de tercer año de secundaria, mientras hace el inventario de cadáveres y busca a su amigo Jeong Dae.

“Santo cielo, todos estos cadáveres; ¿no estás asustado?”
“Los soldados son los que dan miedo”, dijiste con una media sonrisa.

¡Cómo laceran las palabras que cuentan este horror! Pero más laceran los hechos, su impunidad y la desmemoria.

En la novela no hay espectadores, todos los personajes están inmersos en la tragedia. Los lectores también estamos hundidos, transitamos por círculos cada vez más profundos. Jeong Dae aparece, intenta separarse de sus despojos que apestan al sol. «Nuestros rostros azul negruzco brillaban apagados a la luz de la luna llena».

Más allá habla el prisionero torturado que se siente culpable por haber sobrevivido: «… mi cuerpo ya no era mío. Que mi vida había sido quitada por completo de mis manos, y lo único que se me permitía hacer ahora era experimentar dolor». Escuchamos también a la editora abofeteada. Ella carga en su bolso las pruebas tipográficas, el cadáver de un libro con unas pocas líneas no tachadas por la censura. Acompañamos en su deambular a la chica de la fábrica que no sabe en qué rincón de su mente podrá acomodar los recuerdos.

Y cómo asimilar el dolor de aquella mujer en ese relato que va de la ternura al espanto, del grito a la mudez. Representa a todas las madres que, en cualquier parte, a través de los tiempos, reclaman justicia. En lugar de llorar como los demás, ella repasa la historia del hijo desde que lo amamantó hasta ese último momento cuando se traga el puñado de hierba que quitaron para su tumba.

Lo tragué, me hundí en el suelo y lo vomité de nuevo, luego, una vez que se abrió camino fuera de mí, tiré otro puñado y me lo metí en la boca.

Estos Actos humanos no admiten respiro. Un capítulo se superpone al anterior y al siguiente, la narración avanza y retrocede. Por momentos hay un tono coloquial, luego se dan giros, las conjugaciones alternan la primera, la segunda y la tercera persona gramaticales, lo que exige una lectura atenta e invita a aguzar los sentidos. La tensión del lector se lleva al máximo.

¿Es cierto que los seres humanos son fundamentalmente crueles? ¿Es la experiencia de la crueldad lo único que compartimos como especie? ¿Es la dignidad a la que nos aferramos nada más que el autoengaño, enmascarando de nosotros mismos esta única verdad: que cada uno de nosotros es capaz de ser reducido a un insecto, una bestia delirante, ¿un trozo de carne? Ser degradado, dañado, sacrificado, ¿es este el destino esencial de la humanidad, uno que la historia ha confirmado como inevitable?

Dan ganas de cerrar los ojos e imaginar que solo es ficción, que se trata de otra novela, pero estamos atrapados desde la primera página y huir es imposible. Sentimos que esa historia la hemos vivido ya, que la conocemos con otros protagonistas, que también ocurrió en nuestro tiempo, que sucede ahora mismo, en aquel sitio del planeta hacia donde no queremos mirar. O la tenemos muy cerca, quizá en nuestro país.

Noviembre de 2024

El 18 de mayo se conmemora en Corea del Sur el aniversario del Movimiento democrático de Gwangju, conocido internacionalmente como Gwangju Uprising (광주 항쟁), May 18 Gwangju Democratization Movement (5·18 광주 민주화 운동) y May 18 Democratic Uprising, por la UNESCO. A partir del 18 y durante varios días de mayo la ciudad fue sitiada y atacada por el ejército y tropas paramilitares, con el fin de reprimir los movimientos populares prodemocracia, causando numerosos muertos y heridos. [Imagen disponible en internet].

Estar cabeza abajo para no sucumbir. A propósito de “La vegetariana” de Han Kang

Arte en la calle. Por: Sandrine Boulet Foto de Karolina Lidia Pawelec.  2011. Publicado en Street Art: www.streetartutopia.com. Imagen tomada del sitio web: this isn’t happiness

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Solo confío en mis pechos. Me gustan mis pechos, pues con ellos no puedo matar a nadie. ¿Acaso las manos, los pies y los dientes, e incluso la lengua y la mirada, no son armas con las que se puede matar y herir a cualquiera? Pero los pechos no.

Sus encías se llenan de sangre cuando los dientes desgarran la carne cruda. Se mira las manos rojas y siente miedo. Tiene la sensación de que alguien ha matado a una persona o quizá ella es la asesinada. Las imágenes y sensaciones la estremecen y después de estos sueños ya no podrá volver a ser la misma mujer. Yeonghye representa la rebelión frente a un mundo en el que le ha correspondido ser hija, esposa, objeto sexual, civilizada, pieza del engranaje, materia animal. Su resistencia, su trasmutación, provocarán un remezón en su entorno familiar que modificará el mundo de todos.

Ante el fracaso de las normas, las sentencias y los ruegos, piensan que se ha vuelto loca. Para eso están las camisas de fuerza físicas y químicas. Artefactos que suplen el chasco de los médicos. Ella no claudica, se desnuda, quiere preservar su libertad de dientes para adentro. Sueña, desea, clava su cabeza en el suelo, abre las piernas para que brote la flor del pubis y sus manos raíces quieren hundirse en la tierra para volver a nacer, para germinar.

A Han Kang la han comparado con Kafka por la transformación de su personaje que también nos recuerda a Bartleby, el escribiente de Melville, por su resistencia pasiva a obedecer órdenes, por esa fuerza inmóvil que rompe formatos y golpea los cimientos de una sociedad que se alimenta del rendimiento, de la productividad y el consumo. Pero esta autora trasciende el fenómeno de su protagonista, se inmiscuye en la mentalidad de quienes la rodean, en la emoción y el estremecimiento de los implicados, tensa las fibras de lo social.

Desde mediados del siglo XX Corea del Sur empezó a experimentar una brusca transformación y se convirtió en uno de los países de mayor consumo de alcohol y con más altas tasas de suicidio, especialmente en los jóvenes, producto de esa mezcla entre el confucionismo y un capitalismo brutal, cuyas consignas son la competencia, la productividad ciega, a costa de las necesidades y deseos personales. Y sobre el ser femenino a menudo cae de manera aplastante el peso del patriarcado, su papel de columna, sostén, raíz. Quizá si sabemos esto comprenderemos mejor el alma de La vegetariana.

Yeonghye es dueña de esa boca que aprieta, dueña de su garganta por donde sale ese silencio que ofende y su sangre a bocanadas. Entre tanto, siente el llamado del bosque y en su cuerpo crecen flores que incitan al amor vegetal. Todos los árboles del mundo son sus hermanos.

La narración fluye con sencillez, perplejidad, uñas, nervio y una amarga jocosidad, a través de las tres voces que hilan la historia y que privilegian una faceta, una fase de la vida de esa mujer inabarcable. Su cuerpo es el lugar de la rebelión, del arte, del enigma. En su introversión vital ella comprende que todos los árboles están cabeza abajo y así quiere estar. Estar cabeza abajo es invertir el mundo, es cambiar la perspectiva, saber que se puede ser de otro modo para no sucumbir.

En nuestro mundo de cemento aprendimos que la condición vegetal es la mínima expresión de la vida. Es perder las facultades mentales, los sentidos, la voluntad, la autonomía. Sin embargo, el mundo vegetal es más sensible que el animal porque, además de nuestros cinco sentidos, las plantas tienen por lo menos quince. «Las plantas podrían vivir sin nosotros. Nosotros, en cambio, sin ellas nos extinguiríamos en poco tiempo».

No entendemos que las plantas son seres modulares en los que cada parte es importante y ninguna es indispensable. Nos lo dice Stefano Mancuso: «En las plantas, las funciones no van ligadas a los órganos. Esto significa que los vegetales respiran sin tener pulmones, se alimentan sin tener boca ni estómago, se mantienen erguidas sin tener esqueleto y […] son capaces de tomar decisiones sin tener cerebro». Existe en la raíz algo similar al cerebro animal, miles de ápices radicales con los que las plantas «sienten y calculan la gravedad, los campos electromagnéticos, la humedad, son capaces de analizar numerosos gradientes químicos…», se comunican y tejen una vida social.

Es justamente por esa aparente inmovilidad que las plantas han desarrollado una «resistencia pasiva a los ataques externos». Yeonghye ha roto de manera tajante con su mundo para cambiar de esencia, para fluir hacia adentro su savia, sus palabras líquidas. Por eso su fuerza es incontenible y su firmeza irreductible como el tronco de un árbol, a pesar de que ahora es leve como un bebé. Sus entrañas se atrofian, crecen hojas en su cuerpo y de sus manos brotan raíces. No solo ha dejado de comer carne, es que ya no necesita otro alimento. Le bastan el sol y el agua.

Se siente la impotencia de los otros, el fracaso del poder con todas sus máscaras, el grito mudo de esta mujer insurrecta que ha empezado a modelarse desde adentro, con la sustancia de los sueños.

—¿Qué estás diciendo? ¿Crees que te has convertido en un árbol? Si eres un vegetal, ¿cómo es que puedes hablar? ¿Cómo es que puedes pensar?
Los ojos de Yeonghye brillaron. Una sonrisa enigmática hizo resplandecer su rostro.
—Tienes razón… Muy pronto dejaré de hablar y de pensar. Falta muy poco —dijo Yeonghye, esbozando una sonrisa y respirando fuerte—. De verdad que será muy pronto. Espera y verás.

Bogotá, octubre 2024

 

Calle de Seúl. Foto de Stéphan Valentín (disponible en la red)

Esta vieja guerra

Una vieja imagen para un nuevo tiempo. “Soldadito de plomo”. Facsimil de la Colección de la Biblioteca Pública de Nueva York, a propósito del cuento de Hans C. Andersen. Imagen disponible en la red.

Por Efrén Piña Rivera

Hace mil días que comenzó esta guerra (¿la tercera?), tan mundial como el campeonato de la Fifa, el reinado internacional de belleza, o los Olímpicos. Comenzó en su modalidad de guerra proxy, in crescendo. Admitirla como hecho o invisibilizarla depende del interés político de sus actores, o del manejo de la atención y las expectativas desde los medios. ¿Quién establece cuándo empieza una guerra?, ¿cuándo es mundial? y ¿qué número ordinal le corresponde? ¿Quién es el árbitro que baja la bandera para declarar el arranque?, ¿y cómo elige ese momento?  Las versiones cambian con arreglo a lo que cada relator quiera destacar.  No será noticia oír la declaración formal del inicio de la Tercera Guerra Mundial. ¿Llamarla la Tercera? No hace falta. Lo que falta es asumir que esto no es un videojuego o una mala película. Nos pasa lo mismo que frente a un “culebrero” o un mago que anuncia lo que está por venir y que no llega, cuando anuncia una y otra vez lo que ya está pasando y todos seguimos tan atentos, sin ver lo que tenemos al frente, sin entender de qué se trata.

Por qué no decir, por ejemplo, que con el lanzamiento de los misiles gringos ATACMS hoy, continuamos la misma guerra mundial que viene del siglo XX, esa vieja guerra que se teje y suma con el viejo propósito de genocidio palestino, made in Israel, que no para en Oriente Medio. Performatividad es la palabra clave. Al fin, en todos los lugares se trata de los mismos agentes y financiadores… los mismos señores de la guerra, empresarios y gestores, ellos sí, con una muy clara visión mundial.

Al marcar en el calendario el día mil de las “operaciones militares especiales” de Rusia en Ucrania, que según el Kremlin cumplía el objetivo de “salvar las vidas y proteger la integridad física, psicológica y cultural de los civiles en la región de Donbás”, admitámoslo… por cuenta de ese acto humanitario del Kremlin y de la respuesta igualmente humanitaria de la OTAN, desde ese día de febrero vivimos la experiencia de una guerra mundial. Una guerra como muchas, en nombre de la gente, de un marco de verdad y de justicia. Una guerra como muchas, en nombre del humanismo.

Ya lo podemos anotar en nuestros diarios, en esquelas o memes, como un referente que se integra a otros momentos significativos de nuestra vida, como cuando nuestro equipo favorito obtuvo un título, como la ocasión de aquel acto sacramental, o como lo fue cierta pandemia: estamos en medio de la guerra mundial de nuestro tiempo.

Desde hace mil días vivimos el incremento constante de la agresividad, la ampliación del número de involucrados en conflictos en tantas partes, en tantas fronteras… Rusia y Ucrania completaron ya el millón de muertos en mil días. Entre ellos, los ridículos soldaditos de plomo que creyeron que salvaban a su patria, los peones mercenarios que buscaron fama y dinero, los miserables reclutados que pagaban escondederos para que no cargaran con ellos, muchos niños y viejos sacados a la fuerza de sus casas rusas y ucranianas y, otros, jóvenes perseguidos por la humanitaria policía de la Unión Europea entre bares, carreteras y estaciones de tren o de bus en el hoy triste “jardín de Borrell”[1]. Cuerpos prestos para alimentar esa trituradora de carne que llaman “el frente”. Siguen muriendo miles y miles de civiles, tantas familias completas, en esta máquina de muerte para los afortunados del negocio de las armas y la atención de quienes la seguimos en línea. Y no solo es lo que pasa en Europa del Este. Es también lo que viene sucediendo en el Magreb y el África allende el Sáhara, en el Pacífico y América Latina. En todos los casos, en nombre de la humanidad… Es el talante del siglo XXI.

Estamos en medio de una guerra mundial no declarada que va a peor, para disfrute de la audiencia. Como en un juego interactivo, las operaciones especiales incluyen el paso a niveles más avanzados, con variaciones y nuevos juguetes explosivos, con nuevos retos. 

Se anuncian diferentes escenarios para los siguientes soldados y arlequines, para reclutas y mercenarios, con su renovada y bien paga provisión de bombas y proyectiles. Y llegan más personajes para el circo: ya no solo será el viejito gagá de Washington, el ególatra de ultra derecha de Moscú, los absurdos saltimbanquis de Bruselas y Berlín, de Paris y Londres, sacando los dientes y escondiendo la mano, incitando a esos fantoches al servicio de la cruel risa y de la muerte: Zelensky, estrella de las pantallas en Kiev, Netanyahu desde su réplica de jardín, a orillas de un mar de sangre.

Están por llegar nuevos protagonistas de la Comedia, grandes humanistas para esta vieja guerra mundial. Como los otros, cada uno se mantendrá en su respectivo búnker, haciendo palmas y corrillos, animando el show para nuestro entretenimiento… todo en nombre de un humanismo puro y duro.

***

[1] La referencia es por las declaraciones de Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para los Asuntos Exteriores, en octubre de 2022, en medio de esta guerra, cuando comparó a Europa con un jardín y al resto del mundo con la jungla. “Europa es un jardín. Hemos construido un jardín. Todo funciona”, dijo en la inauguración de la Academia Diplomática Europea en Brujas (Bélgica). El Viejo Continente es “la mejor combinación de libertad política, prosperidad económica y cohesión social que la humanidad ha sido capaz de construir: las tres cosas juntas” continuó. “Los jardineros tienen que ir a la jungla [y para proteger el jardín] los europeos tienen que involucrarse mucho más con el resto del mundo. De lo contrario, el resto del mundo nos invadirá, por diferentes vías y medios”. Todo este asunto es una provocación para escribir sobre “jardines” y esa extraña sensación de “mundo” que tenemos hoy. Ya veremos.

En los medios y las redes hoy se presentan las formas y las sombras de misiles balísticos de largo alcance, made in USA, surcando cielos azules como la señal de los nuevos tiempos, una nueva fase de la  guerra entre Ucrania, la OTAN y Rusia. Es la atractiva imagen de un gran negocio, el de la muerte por venir.

¿Quién osó perturbar el concierto?

Crónica sobre lo sucedido en una biblioteca pública en Bogotá el 9 de octubre de 2024, a modo de un cadáver exquisito. [1]

 Por Luz Helena Cordero Villamizar / Efrén Piña Rivera

 ¿Y ahora qué?

¿Nos rendimos ante esta terrible violencia…

o insistimos en que debe y puede haber paz?

Daniel Barenboim

 

¿Quién osa perturbar nuestra tranquilidad? El lunes 7 de octubre de 2024 se cumplió un año del inicio de la última tragedia del pueblo palestino. Sí. Aquel día también se produjo el asalto violento por parte de Hamas contra ciudadanos de Israel, con graves y dolorosas consecuencias. No menciono el número de asesinados de cada lado porque no se trata de cuántos inocentes mueren a cambio de cuántos agresores. Ningún ataque armado nos deja en paz ni a salvo. Es la última tragedia palestina porque sabemos que desde la creación del Estado de Israel en 1948 inició la Nakba, esta historia de ocupación, de abusos, expropiaciones, detenciones ilegales, torturas, apartheid, masacres e injusticias. Quien no esté al tanto hoy de lo que está pasando en el Medio Oriente debe ser habitante de la luna.

Y es una catástrofe porque lo que ocurre no se define con la palabra guerra. En este caso uno de los ejércitos más poderosos del mundo tiene la misión de arrasar un pueblo entero, y de paso, se da la licencia de celebrar las explosiones, la muerte de cada niño, de cada mujer, de cada civil asesinado. Esto no ocurre solamente en el llamado Oriente Medio. Sucede aquí, en este instante, en nuestras manos, en la pantalla de nuestro teléfono, ante nuestros ojos abismados. ¿Qué hacer? ¿Mirar a otro lado? ¿Borrar los mensajes, los videos? ¿Silenciar el móvil, apagar el corazón?

No celebramos las violentas incursiones de Hamas en lo que históricamente fue tierra de palestinos, en aquel terreno dividido por cercas alambradas en las que de un lado están las colonias invasoras, suceden fiestas ostentosas y, del otro, campea la miseria de los confinados en la reclusión a cielo abierto más grande del mundo. No avalamos la violencia contra los advenedizos colonos de Israel, esos que deambulan armados con fusiles, al lado de fuerzas paramilitares al servicio del sionismo invasor, que acosan y desplazan a los habitantes históricos del lugar, los ilegales usurpadores del territorio legítimamente palestino para borrar y repoblar, como lo hacen de manera sistemática desde hace más de setenta años.

No justificamos las muertes y los secuestros, los desmanes transmitidos en directo contra civiles israelíes, ni contra las mujeres, hombres y niños de Palestina, en una sucesión de hechos previamente anunciada y conocida por la más sofisticada fuerza militar de la región, las Fuerzas de Defensa de Israel, FDI, y por una de las agencias de inteligencia más eficaces del planeta, el Mossad. Unas y otra parecían esperar que sucediera aquella inadmisible masacre contra su propia gente para poder desencadenar la “solución final” de la cuestión palestina. Y sucedió aquel 7 de octubre.

No. Nada justifica la destrucción masiva, la guerra total de exterminio contra una población palestina inerme. Ningún argumento de legítima defensa avala cerca de 186 mil muertes en territorio ajeno en un año, más de 42 mil palestinos registrados, según datos acreditados por la OMS, más los que se calculan bajo los escombros, cerca del 9 por ciento de la población gazatí. Son decenas de miles de muertos por bombardeos, por agresiones directas, por el hambre y por las enfermedades sobrevinientes, según las estimaciones de The Lancet. Nada justifica que hoy cientos de miles estén condenados a morir por inanición, ni por las 75 mil toneladas de bombas, 36 kilos de explosivos por cada palestino en el año que se completó a comienzos de octubre de 2024. Nada excusa el asesinato del equivalente a una clase llena de niños, todos los días durante un año entero. Nada justifica nuestra comodidad, nuestro silencio.

El 9 de octubre de 2024, justo en la semana de conmemoración de esta catástrofe sin fin, la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, institución pública, presentó un concierto de piano del músico israelí David Greilsammer. ¿Casualidad? Una hora antes del concierto nos vimos en un café cerca de la biblioteca. Era difícil ocultar esa sensación de sofoco y tensión, antes de lanzarnos al vacío sin la certeza de encontrar agua fresca en el fondo del abismo. Esa misma mañana bogotana despertamos con ese molesto bochorno, alimentado con las noticias sobre las recientes incursiones de los soldados y las bombas de Israel en el Líbano, sobre nuevas víctimas mortales en Gaza y Cisjordania; sobre la continuidad del bloqueo a la entrada de cualquier ayuda humanitaria, el agua, el alimento y los medicamentos; sobre la hipocresía internacional y los ataques a las instituciones de las Naciones Unidas; sobre la máquina de guerra y sus acciones impunes.

No sabíamos qué tipo de auditorio encontraríamos esa noche del 9 de octubre. Un público despistado quizás, ignorante de lo que sucedía o con la versión light tejida a punta de memes. O quizás un público temeroso. Incluso imaginamos a voceros de un sionismo envalentonado acompañando a uno de los suyos, sacando pecho por los avances militares de su ejército allende el Mediterráneo. Uno a uno, los convocados fueron arribando. Éramos pocos. Algunos compartieron sus razones para no llegar a la cita, otros sencillamente no aparecieron. No importaba. Si hubiéramos acudido solo dos, igual lo habríamos hecho.

Aunque dudábamos de la efectividad de nuestro gesto, era claro que no nos interesaba arruinar el concierto de piano, y menos profanar uno de los pocos bellos espacios de música de la capital, por su agenda uno de los principales auditorios musicales en Colombia, accesible como pocos. Pero, ¿quién y por qué decidió programar a un artista de Israel justamente la misma semana en que se conmemora un año de aquel fatídico 7 de octubre? ¿Cuál sería el mensaje del artista en estos tiempos de penuria? Queríamos ser voz pública en un escenario público. En todos los espacios debe visibilizarse el genocidio, la masacre desatada por Israel. Aunque sin confrontaciones directas, el nuestro era un acto de protesta contra la normalización de la vergüenza. Buscábamos sensibilizar, desafiar el confort, la apatía.

Muhamad Abu Ida es un niño de once años. Nos cuenta que cuando escuchó la explosión se cubrió la cabeza con las manos y en el hospital le amputaron su mano derecha. Ahora trata de tocar el oud utilizando su muñón. Con gran dificultad logra rasgar las cuerdas, oye su música y nos sonríe.

A Renad Attalah le brillan los ojos y la risa. A sus diez dice ser chef, habla firme a la cámara en medio de las ruinas, nos enseña a preparar una ensalada gazatí utilizando pepino, tomate, limón, pimiento verde. Luego la prueba, dice que es fantástica. Nos aclara que sonríe para intentar olvidar la tragedia, la miseria y el miedo con los que convive. Ha visto cosas que quisiera borrar.

Rasha es otra niña de diez años. El otro día encontraron una hoja de cuaderno con su letra bajo los escombros. Es una carta que hizo como testamento: “Por favor, no lloren por mí, porque me pondría triste. Espero que mi ropa pueda ser donada a los necesitados y mis accesorios a Rahaf, Lana y Batool. Las cajas de abalorios deberían ser donadas a Batool. En cuanto a mi asignación mensual de 50 shekels, quiero que la mitad sea para Rahaf y la otra mitad para Ahmad. Me gustaría que Batool tenga mis juguetes. Por último, por favor, no le griten a mi hermano Ahmad. Por favor, cumplan estos deseos”. Ella no sabía que su hermano Ahmad de ocho años sería asesinado junto a ella.

La periodista palestina Wafa Al-Udaini grabó un video en el que conversa con Malek, su hijo de seis años. Escuchamos su voz mientras vemos al niño dibujar con un pincel y témperas. Ella le pregunta qué está pintando. Mientras retiñe los colores, él responde que dos árboles, el cielo, el sol, un avión, una casa con pasto. La mamá quiere saber si se trata de un avión palestino. El niño responde con firmeza que no, que es un avión de la ocupación israelí. Ella averigua si a él le gusta ese avión. Claro que no. ¿Entonces por qué lo has pintado? Malek se toca la cabeza y le dice que lo pinta porque hace ruido en su cerebro, al tiempo que imita el sonido del avión. Por último, Wafa le pregunta si le gusta que ese avión esté en su cielo. Por supuesto que no porque el avión mata niños y los aterroriza. El video circula con un mensaje aclaratorio sobre la muerte de la periodista tras un ataque aéreo israelí contra su casa familiar en Deir el-Balah, centro de Gaza. En el bombardeo también murieron sus hijos, incluido Malek.

Podríamos contar cientos de historias, ver miles de imágenes de niños con sus miembros amputados, niñas heridas que gimen, los rescatados de los escombros, los que lloran a sus padres, esos que pescan una gota de agua en la tierra, que buscan alimento en la basura, que comen hierba, cientos de miles de niños amortajados, medios niños, carne de espanto. Y nos preguntamos dónde guardar tanto dolor, qué hacer con todo eso, cómo tocar el violín, cómo disfrutar esa ensalada, qué pintar después de Malek, cómo escribir estas líneas.

Casi todo lo que veo, casi todo lo que leo o escucho lo mueve mi dedo, se pierde en la pantalla, se sepulta en el teléfono, lo trago con mis lágrimas. Y cuando no puedo más, cuando necesito compartir una dosis mínima de espanto, mi dedo pulsa y lo envía a unos grupos de contacto en las redes sociales. Casi siempre cunde el silencio. Otras veces alguien pone enseguida un chiste, como respuesta envían mensajes con consejos para disfrutar la vida. ¿Quién osa perturbar nuestra tranquilidad? ¿Somos mensajeros de la catástrofe? ¿Debemos disculparnos?

Carátula del programa de mano del concierto. David Greilsammer. Piano. Recorridos por la música de cámara. Temporada nacional de conciertos, Banco de la República, 2024.  Imagen disponible en redes sociales.

 ¿Tiene sentido asistir a un concierto musical en medio de la muerte? Sin duda. Aquella fue una hora de música continua en la que el pianista israelí, David Greilsammer, rompió los moldes convencionales de un concierto con una fusión ecléctica e innovadora de obras, de distintos estilos y épocas[2]. Ese bello caos que fluyó ininterrumpidamente en su Labyrinth, un intrincado recorrido con el que soñó Greilsammer cuando era muy joven, “entre lo melancólico y lo intempestuoso” según las palabras del mismo artista, sugería que asistíamos a una especie de cadáver exquisito musical, al mejor estilo de los surrealistas. Al rehacer el viaje propuesto para aquella noche con Bach y Ligeti, Beethoven, Enrique Granados, Satie y Scriabin, el checo nacionalista Janáček y el cortesano francés Lully, no podíamos olvidar que estamos en medio de la peor masacre del siglo XXI.

Entonces evocamos nombres como el de Pavel Haas, alumno del mismo Janáček, Kurt Weill, socio de Bertolt Brecht, Hans Eisler y su maestro Arnold Schönberg, perseguidos por ser judíos, durante la que llamaron Segunda Guerra Mundial. Nos acercamos a las conmovedoras historias de esas otras grandes víctimas del antisemitismo, la de Viktor Ullmann e Ilse Weber, confinados y asesinados en Auschwitz. Todos grandes artistas que desafiaron con sus obras el fin de los tiempos, parafraseando el título del Cuarteto de Olivier Messiaen[3]. Que opusieron la música a la muerte misma, como respondiendo a aquel filósofo que entendía que “después de Auschwitz, ya no es posible escribir poemas”. Ninguno de aquellos músicos calló, porque no es posible callar ante la barbarie, ni mirar hacia otra parte. Cómo dudar de que nuestro pianista israelí conoce mejor que nosotros no solo la obra sino también esas historias de estos grandes músicos perseguidos, todos judíos.

En la galardonada película La zona de interés dirigida por Jonathan Glazer, el comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, su esposa Hedwig y sus pequeños hijos, habitan en una casa contigua al campo de concentración, hecha a la medida de sus sueños: jardines, huerto, piscina, fuentes, espacios interiores confortables con elegantes mobiliarios y además personal cautivo a su servicio. Su vida cotidiana es la de cualquier familia burguesa y todo lo que ocurre adentro es una macabra ironía que transcurre a espaldas del horror que les rodea. En el paseo en bote por el lago han tropezado con trozos de cuerpos humanos. Mientras cenan, en medio de juegos y conversaciones, con frecuencia a lo lejos se oyen disparos. ¿Quién osa perturbar su sueño?

Antes de sentarse al piano, Greilsammer se dirigió al público en un castellano aceptable, explicó el repertorio de su Labyrinth sin referirse a uno solo de los catorce compositores que lo nutrían. Solo habló de él mismo y de cierta inspiración onírica en sus años mozos. Eso sonó bastante arrogante. A propósito, cómo olvidar al director Riccardo Muti en la Opera de Roma, cuando después de dirigir Nabucco de Verdi se volvió en medio de los aplausos hacia el auditorio, en el que estaban Silvio Berlusconi y varios políticos más, y arengó a los asistentes a no callar más ante la vergonzosa situación política de Italia. Con el coro en pleno, la orquesta y el público del teatro, cantaron a Berlusconi ese himno de rebelión del pueblo italiano contra la opresión, Va Pensiero[4]. Aquel acto fue una protesta política en vivo y en directo, una lección del inocultable contacto entre arte y política.

No esperábamos que nuestro amigo israelí se convirtiera en el dilecto napolitano, pero era la noche del 9 de octubre y no hubo mención sobre lo que pasaba en ese momento en su tierra, sobre uno de los mayores y más descarados desastres humanitarios, el genocidio ejecutado por las FDI. Como Riccardo Muti y Daniel Barenboim, ante esta coyuntura el artista no puede callar. Ambos, autoridades éticas y artísticas de este tiempo, hacen de su música y de sus silencios un elocuente grito, dan cuenta del lugar de la música, del arte y del artista con la realidad de hoy. En otra ocasión Muti había reivindicado el derecho de existir del pueblo armenio, víctima de ese otro genocidio.

Que sean hoy los líderes del gobierno israelí los grandes responsables de la muerte de tantos seres humanos en el último año, es algo que no se puede pasar por alto. Asistimos a un concierto en medio de un genocidio, o mejor, asistimos a un genocidio en medio de un concierto. Y no solo es el inexcusable accionar criminal de gobiernos y comunidades (pro)sionistas contra el pueblo palestino, es también la repetición de las técnicas de muerte aplicadas al Otro deshumanizado de las que fueron víctimas sus padres y sus abuelos. Además, es inaceptable que tan execrable crimen lo estén cometiendo en nombre de la comunidad judía. Nunca como ahora tantas voces y tan distintas, en todo el mundo, cuestionan a Israel. Son tiempos en que tanto la islamofobia como el antisemitismo se inflan por doquier y hoy son los gobiernos y comunidades (pro)sionistas los grandes responsables.

Y hay que mencionarlos. Porque los causantes de tanta muerte, no solo en Palestina y en el Líbano sino en Israel, así como los responsables del grave detrimento de la imagen de la comunidad hebrea en el mundo, tienen nombres propios: Benjamin Netanyahu, Itamar Ben Gvir, Bezalel Smotrich, Yoav Galant, jefes militares como Ghassan Alian, Herzl Halevi, y promotores de la muerte como Ayelet Shaked, entre muchos. Es claro que estos voceros de la ultraderecha israelí no son los únicos. También son responsables los poderosos de Estados Unidos, públicos o desconocidos, los gobiernos de Occidente, de los países árabes y tantos más que financian, que aplauden descaradamente o que miran para otro lado, con su insoportable paciencia, con su irritante indolencia, como carroñeros.

Cómplices también somos todos con el silencio, por nuestra apatía y normalización.

Facsimil de uno de los carteles expuestos la noche del 9 de octubre de 2024 al cierre del concierto de la Biblioteca Luis Ángel Arango, en Bogotá.

Y es más grave si pensamos que esta inmensa y descontrolada masacre de mujeres y hombres, de viejos y niños, que se repite día a día, habilita de aquí en adelante la autorización expresa para que se prolongue este juego de muerte sin consecuencia alguna. Muchas comunidades judías en el mundo han sido vehementes denunciantes de los abusos de Israel. En la primera semana de octubre de 2024, de acuerdo con el diario israelí Haaretz el 53 por ciento de los ciudadanos de Israel estaba en contra de la guerra. Es un pueblo tan dividido y polarizado como el nuestro, un pueblo lleno de miedo y de agresividad como nosotros y como tantos. El pianista Barenboim lo expresaba así: “Israel es muy poderoso, pero lo único más fuerte que su poder es su temor. Poder con miedo es mucho peor que miedo sin poder”.

Hay demasiado miedo hoy. Y se alimenta con tanta difusión de muerte e ignominia en las redes. Algunos de los amigos que no llegaron a la cita del concierto en la Biblioteca para hacer nuestro acto, a pesar de haber comprado tiquetes para el ingreso, suponemos que no lo hicieron por miedo. Eso se entiende. En Colombia no se puede jugar a ser valiente sin consecuencias. El miedo será inevitable pero no puede normalizarse. Nosotros, lejos de pasar de temerarios, también sentíamos el miedo desde días atrás. Este se incrementó cuando nos acercábamos al auditorio. Y fue mayor cuando en las sillas contiguas a las nuestras, dos gigantes, uno en traje camuflado, y el otro rapado, se acomodaron acartonados, sin dejar de mirar de reojo alrededor, al mismo tiempo que salía nuestro músico a escena.

Estábamos dispuestos a aceptar cierto nivel de confrontación. Era claro que nuestro gesto rompería con los protocolos de la sala de música, desafiaría la normalidad de este tipo de eventos, provocaría reacciones, pues buscaba llamar la atención, incomodar. Alguna reacción fuerte vendría de parte de algún energúmeno descontrolado, animado por su fanatismo proisraelí. Ese para quienes solo somos vulgares aliados del terrorismo islámico o descarados emisarios de ese presidente advenedizo, “comunista y antisemita”, opuesto a la libertad ¡carajo!, al progreso colonial y civilizatorio y al derecho natural de aquel pueblo con la gracia divina, para hacer lo que le venga en gana, pues es su destino manifiesto. O quizás la reacción vendría de aquel que se siente dueño del espacio, con autoridad para reconvenir y vituperar si es necesario, para lanzarse con el propósito policivo de hacer valer el orden y el concierto, nunca mejor dicho. Aquel defensor irrestricto de lo moralmente correcto, de acuerdo con las normas del buen comportamiento en los escenarios y eventos de música culta. Aquel para quien somos unos sediciosos, o al menos, unos maleducados fuera de contexto, que deben ser expulsados, muy lejos de la “gente de bien”: “¡Lo que hay que aguantar en estos lugares públicos!” Esperábamos la reacción de cualquiera de los dos personajes, pues a ambos desafiábamos. Estabamos dispuestos a la confrontación, pero tambien esperabamos la complicidad, el apoyo de otros asistentes, con cierto nivel de conciencia y solidaridad con esta causa. Imaginábamos que reaccionarían con algún gesto de aprobación y beneplácito.

Después de su pulcra interpretación el artista se levantó para hacer la venia. En ese momento en tres puntos distintos del auditorio desplegamos carteles con frases de Daniel Barenboim, personalidad emblemática por lo que representa[5]. Pianista y director de orquesta. Latinoamericano y universal, israelí y palestino, gestor, al lado de su colega Edward Said, del encuentro entre el pueblo judío y el palestino desde la música. Por su postura pacifista y su crítica a las acciones del gobierno de Israel. Nuestro estandarte eran sus palabras. Quisimos que Barenboim estuviera presente diciendo: “Por mis venas corre la sangre judía y mi corazón late por la causa palestina”.

Lo cierto es que esas formas de reacción que presumimos, las encontramos en la escena. El que imaginamos fanático, el que suponemos usa “ese perfume de aspecto caro que llamamos Fascism”, muy popular entre los ganadores de las elecciones parlamentarias de Israel de 2019[6], ese estuvo ahí. El que en nombre de las buenas costumbres y de la salud pública decidiera posar de técnico en control de plagas, ese se hizo notar también. Por fortuna, este último, el del guiño de empatía, la mujer que se acercó a dar un saludo tímido de apoyo a nuestra pequeña acción, también se dejó ver. Eso sí con disimulo, como evitando desentonar con la formalidad del lugar. Los guardias fueron testigos pasivos de excepción. Como otros asistentes se limitaron a registrar lo sucedido con sus cámaras y teléfonos. Al final, esperábamos más. Para decepción nuestra predominó la apatía.

Cualquiera de nosotros estaba preparado para dar razones, para explicar sentidos, para hablar en caso de alguna interpelación. Que se está ejecutando un gran plan sistemático de exterminio y arrasamiento, auspiciado con US$23 mil millones entregados por el gobierno norteamericano durante ese año, sin contar recursos adicionales de otros gobiernos europeos. Que según la OMS se han registrado más de mil ataques contra los servicios de salud. Que Israel ha asesinado a más de 130 periodistas en solo un año y al menos 32 fueron atacados deliberadamente, para acallarlos, según Reporteros sin fronteras, mientras la desinformación y el blanqueamiento de crímenes del Estado israelí, controlado por lo más rancio del racismo sionista, descuella. Que todo esto también es un suicidio para Israel.

David Greilsammer detuvo su mirada frente a un cartel y fue notorio el cambio en su expresión. En el centro de la sala otro cartel gritaba: “Soy palestino y también israelí… Es posible ser ambas cosas [Daniel Barenboim]”. Otro más decía: “Los israelíes tendrán seguridad cuando los palestinos sientan esperanza, es decir justicia [Daniel Barenboim]”. Y uno más afirmaba: “Israel es muy poderoso, pero más fuerte que su poder es su temor. Poder con miedo es peor que miedo sin poder”.

No. El arte no es neutral. Y menos frente a una realidad tan apabullante como esta. Los carteles en medio de los aplausos funcionaron como malas noticias. Por un instante la sonrisa de Greilsammer se trocó en un gesto de desconcierto. Su respuesta fue el silencio.

No es aceptable. Un pianista de nacionalidad israelí, director titular de la Filarmónica de Medellín, en una fecha como esta, no puede pasar por desentendido. Quizás no merecía la habitual ovación. Y efectivamente efectivamente no ocurrió. Así como bajaron los reflectores, se apagaron pronto los aplausos.

Teníamos claro que no íbamos a gritar consignas, tampoco interrumpiríamos el concierto ni invadiríamos la tarima. No queríamos que alguien instrumentalizara nuestra acción. Nada de eso. No queríamos ser parte del caos en el lugar de la música. El silencio es también una forma de reclamo frente al ruido. ¿Quién se atrevería a confrontar las frases de Daniel Barenboim?

A la salida del auditorio vino la embestida. Una mujer se abalanzó sobre el primer cartel, rasgándolo con violencia y diciendo: “¡Fue una falta de respeto con el artista!” Otro dijo: “¡Este no es el lugar para la protesta, vayan a marchar a la calle!” Alguien más agregó: “Sería más grato si no mezclaran la política con el arte”. Todo con ese tono pijo característico de cierto público bogotano. La mujer tomó mayor confianza, regresó y se lanzó sobre los otros carteles hasta destruirlos todos. Los agresores y su aire triunfalista como el de los rostros de los soldados israelíes frente a los escombros. Los agresores callando a Barenboim con un manotazo. Ojalá hayan indagado quién es Daniel Barenboim. Ellos fueron parte importante de nuestro acto, fueron los protagonistas al dejar en evidencia lo que son y lo que representan.

Esperamos que el juiciosamente escuchado David Greilsammer se haya inquietado con lo sucedido. Que se haya sentido interpelado. “Beethoven se interesaba por la política porque le interesaba profundamente la humanidad”, nos recuerda el mismo Barenboim. Justamente de esto trataba nuestro acto.

Ojalá estas palabras lleguen a aquellos asistentes al concierto del 9 de octubre en la Luis Ángel Arango. Sobre todo a los perfumados, tan sensibles a la buena música, a los que se incomodaron con nuestros carteles, hechos a mano alzada y en papel kraft. Ojalá tengan la oportunidad de encontrarse con este texto que ya circula en las redes y que esto amerite una conversación, repasar el sentido de lo que dijeron Beethoven, Daniel Barenboim, Riccardo Muti, Edward Said. Que se encuentren con los poemas de Mahmud Darwish cuando dice “La esperanza es la fuerza indómita del débil”, o con la vida y la muerte de la cantante judía Ilse Weber, con sus estrofas concebidas en un campo de concentración y que hoy hacen coro con las mujeres palestinas.

En este lugar, todos estamos condenados, / una multitud avergonzada y desesperada.

Todos los instrumentos son contrabando, / no se permite la música.

Soportamos la miseria y la crueldad, / cada tormento que inventan.

Que prueben más nuestros espíritus, / del polvo nos levantaremos.

Debemos ser fuertes en nuestro interior, / no sea que en la desesperación y el pavor nos ahoguemos.

Debemos cantar hasta que la canción disuelva / estos muros, y nuestra alegría los derribe.

¿Quién osa perturbar el concierto? ¿Por qué mezclar la política con el arte? ¿La muerte es política? ¿Qué dirá Barenboim ante sus frases rotas? ¿Qué nos diría Muhamad, el niño que intenta tocar el oud con su muñón? ¿Qué responderían Rasha cuando prepara sus ensaladas bajo los cohetes, o Malek, el pequeño dibujante, víctima del avión que pintó y que lo aterrorizaba?

 El escritor español Santiago Alba Rico en un reciente artículo habla del intento que hizo para “empatizar con el sargento Blancovich en Gaza”, después de ver el documental de Al Jazeera sobre el año transcurrido “después de las matanzas de Hamás”[7]. Después de describir escenas en las que los soldados celebran la destrucción y las muertes como si se trataran de una fiesta, el autor suelta una frase que golpea hondo: “Hay que ver el documental de Al Jazeera e intentarlo y fracasar con un nudo en la garganta. Nos merecemos al menos ese nudo”.

 ¿Quién osó perturbar el concierto? Aunque David Greilsammer no lo haya advertido, o haya simulado que no pasaba nada; a pesar de que muy pocos asistentes hayan reaccionado frente a nuestro mensaje; aunque algunos no sepan quién es Daniel Barenboim, aquel pequeño acto fue un llamado de atención necesario y este escrito es su testimonio. El pianista israelí merecía al menos ese desconcierto y aquella minoría del público que reaccionó en contra, merecía ese disgusto. Todos nos merecemos al menos ese nudo en la garganta.

 

Bogotá, 24 de octubre de 2024.

  

Sala de conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá. Foto de archivo disponible en las redes e internet.

Notas: 

[1]Un cadáver exquisito es un relato escrito a varias manos, de acuerdo con los juegos literarios propuestos por los surrealistas en los inicios del siglo XX.

[2] Remitimos al sitio oficial del artista israelí David Greilsammer donde está descrito su proyecto musical Labyrinth. http://davidgreilsammer.com/

[3] Alusión al Cuarteto para el fin de los tiempos [Quatuor pour la fin du temps], composición del francés Olivier Messiaen. Creada en el campo de prisioneros de guerra alemán de Görlitz y estrenada en enero de 1941.

[4] El gesto político del director napolitano Riccardo Muti frente al manejo de Berlusconi en aquella memorable ocasión del 12 de marzo de 2011 en Roma, quedó registrado por la RAI y está disponible en redes. “Vuela, pensamiento” (coro de los esclavos judíos) fue asimilado por los italianos en tiempos de Verdi como un canto contra la opresión extranjera en que vivían. Muy pertinente asociación con la persecución de los palestinos en manos de un ejército y colonos invasores, en la actualidad.

[5] Todas las frases de Daniel Barenboim aquí incluidas y utilizadas en el acto son transcripciones literales, tomadas de diferentes intervenciones públicas, artículos y entrevistas del pianista y director argentino y disponibles en la internet.

[6] En referencia al anuncio publicitario de aquella ministra de Justicia del gobierno de Israel, Ayelet Shaked, rociándose un perfume llamado “Fascism”, durante la campaña de su partido de la ultraderecha sionista, Casa judía, en las elecciones parlamentarias de 2019. Ver: https://youtu.be/0XvIvYAtuX8?si=4ukC6Puy_dWlY9XM

[7] Nos referimos a la columna del escritor Santiago Alba Rico con el título “Empatizar con el sargento Blancovich en Gaza”, publicado en la versión digital del diario El País de España, el día 10 de octubre de 2024. Disponible en: https://elpais.com/opinion/2024-10-11/empatizar-con-el-sargento-blancovich.html

 

 

Daniel Barenboim y Edward Said. Imagen disponible en internet tomada de la página oficial de la Barenboim-Said Foundation. https://barenboim-said.org/