Crónica sobre lo sucedido en una biblioteca pública en Bogotá el 9 de octubre de 2024, a modo de un cadáver exquisito. [1]
Por Luz Helena Cordero Villamizar / Efrén Piña Rivera
¿Y ahora qué?
¿Nos rendimos ante esta terrible violencia…
o insistimos en que debe y puede haber paz?
Daniel Barenboim
¿Quién osa perturbar nuestra tranquilidad? El lunes 7 de octubre de 2024 se cumplió un año del inicio de la última tragedia del pueblo palestino. Sí. Aquel día también se produjo el asalto violento por parte de Hamas contra ciudadanos de Israel, con graves y dolorosas consecuencias. No menciono el número de asesinados de cada lado porque no se trata de cuántos inocentes mueren a cambio de cuántos agresores. Ningún ataque armado nos deja en paz ni a salvo. Es la última tragedia palestina porque sabemos que desde la creación del Estado de Israel en 1948 inició la Nakba, esta historia de ocupación, de abusos, expropiaciones, detenciones ilegales, torturas, apartheid, masacres e injusticias. Quien no esté al tanto hoy de lo que está pasando en el Medio Oriente debe ser habitante de la luna.
Y es una catástrofe porque lo que ocurre no se define con la palabra guerra. En este caso uno de los ejércitos más poderosos del mundo tiene la misión de arrasar un pueblo entero, y de paso, se da la licencia de celebrar las explosiones, la muerte de cada niño, de cada mujer, de cada civil asesinado. Esto no ocurre solamente en el llamado Oriente Medio. Sucede aquí, en este instante, en nuestras manos, en la pantalla de nuestro teléfono, ante nuestros ojos abismados. ¿Qué hacer? ¿Mirar a otro lado? ¿Borrar los mensajes, los videos? ¿Silenciar el móvil, apagar el corazón?
No celebramos las violentas incursiones de Hamas en lo que históricamente fue tierra de palestinos, en aquel terreno dividido por cercas alambradas en las que de un lado están las colonias invasoras, suceden fiestas ostentosas y, del otro, campea la miseria de los confinados en la reclusión a cielo abierto más grande del mundo. No avalamos la violencia contra los advenedizos colonos de Israel, esos que deambulan armados con fusiles, al lado de fuerzas paramilitares al servicio del sionismo invasor, que acosan y desplazan a los habitantes históricos del lugar, los ilegales usurpadores del territorio legítimamente palestino para borrar y repoblar, como lo hacen de manera sistemática desde hace más de setenta años.
No justificamos las muertes y los secuestros, los desmanes transmitidos en directo contra civiles israelíes, ni contra las mujeres, hombres y niños de Palestina, en una sucesión de hechos previamente anunciada y conocida por la más sofisticada fuerza militar de la región, las Fuerzas de Defensa de Israel, FDI, y por una de las agencias de inteligencia más eficaces del planeta, el Mossad. Unas y otra parecían esperar que sucediera aquella inadmisible masacre contra su propia gente para poder desencadenar la “solución final” de la cuestión palestina. Y sucedió aquel 7 de octubre.
No. Nada justifica la destrucción masiva, la guerra total de exterminio contra una población palestina inerme. Ningún argumento de legítima defensa avala cerca de 186 mil muertes en territorio ajeno en un año, más de 42 mil palestinos registrados, según datos acreditados por la OMS, más los que se calculan bajo los escombros, cerca del 9 por ciento de la población gazatí. Son decenas de miles de muertos por bombardeos, por agresiones directas, por el hambre y por las enfermedades sobrevinientes, según las estimaciones de The Lancet. Nada justifica que hoy cientos de miles estén condenados a morir por inanición, ni por las 75 mil toneladas de bombas, 36 kilos de explosivos por cada palestino en el año que se completó a comienzos de octubre de 2024. Nada excusa el asesinato del equivalente a una clase llena de niños, todos los días durante un año entero. Nada justifica nuestra comodidad, nuestro silencio.
El 9 de octubre de 2024, justo en la semana de conmemoración de esta catástrofe sin fin, la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, institución pública, presentó un concierto de piano del músico israelí David Greilsammer. ¿Casualidad? Una hora antes del concierto nos vimos en un café cerca de la biblioteca. Era difícil ocultar esa sensación de sofoco y tensión, antes de lanzarnos al vacío sin la certeza de encontrar agua fresca en el fondo del abismo. Esa misma mañana bogotana despertamos con ese molesto bochorno, alimentado con las noticias sobre las recientes incursiones de los soldados y las bombas de Israel en el Líbano, sobre nuevas víctimas mortales en Gaza y Cisjordania; sobre la continuidad del bloqueo a la entrada de cualquier ayuda humanitaria, el agua, el alimento y los medicamentos; sobre la hipocresía internacional y los ataques a las instituciones de las Naciones Unidas; sobre la máquina de guerra y sus acciones impunes.
No sabíamos qué tipo de auditorio encontraríamos esa noche del 9 de octubre. Un público despistado quizás, ignorante de lo que sucedía o con la versión light tejida a punta de memes. O quizás un público temeroso. Incluso imaginamos a voceros de un sionismo envalentonado acompañando a uno de los suyos, sacando pecho por los avances militares de su ejército allende el Mediterráneo. Uno a uno, los convocados fueron arribando. Éramos pocos. Algunos compartieron sus razones para no llegar a la cita, otros sencillamente no aparecieron. No importaba. Si hubiéramos acudido solo dos, igual lo habríamos hecho.
Aunque dudábamos de la efectividad de nuestro gesto, era claro que no nos interesaba arruinar el concierto de piano, y menos profanar uno de los pocos bellos espacios de música de la capital, por su agenda uno de los principales auditorios musicales en Colombia, accesible como pocos. Pero, ¿quién y por qué decidió programar a un artista de Israel justamente la misma semana en que se conmemora un año de aquel fatídico 7 de octubre? ¿Cuál sería el mensaje del artista en estos tiempos de penuria? Queríamos ser voz pública en un escenario público. En todos los espacios debe visibilizarse el genocidio, la masacre desatada por Israel. Aunque sin confrontaciones directas, el nuestro era un acto de protesta contra la normalización de la vergüenza. Buscábamos sensibilizar, desafiar el confort, la apatía.
Muhamad Abu Ida es un niño de once años. Nos cuenta que cuando escuchó la explosión se cubrió la cabeza con las manos y en el hospital le amputaron su mano derecha. Ahora trata de tocar el oud utilizando su muñón. Con gran dificultad logra rasgar las cuerdas, oye su música y nos sonríe.
A Renad Attalah le brillan los ojos y la risa. A sus diez dice ser chef, habla firme a la cámara en medio de las ruinas, nos enseña a preparar una ensalada gazatí utilizando pepino, tomate, limón, pimiento verde. Luego la prueba, dice que es fantástica. Nos aclara que sonríe para intentar olvidar la tragedia, la miseria y el miedo con los que convive. Ha visto cosas que quisiera borrar.
Rasha es otra niña de diez años. El otro día encontraron una hoja de cuaderno con su letra bajo los escombros. Es una carta que hizo como testamento: “Por favor, no lloren por mí, porque me pondría triste. Espero que mi ropa pueda ser donada a los necesitados y mis accesorios a Rahaf, Lana y Batool. Las cajas de abalorios deberían ser donadas a Batool. En cuanto a mi asignación mensual de 50 shekels, quiero que la mitad sea para Rahaf y la otra mitad para Ahmad. Me gustaría que Batool tenga mis juguetes. Por último, por favor, no le griten a mi hermano Ahmad. Por favor, cumplan estos deseos”. Ella no sabía que su hermano Ahmad de ocho años sería asesinado junto a ella.
La periodista palestina Wafa Al-Udaini grabó un video en el que conversa con Malek, su hijo de seis años. Escuchamos su voz mientras vemos al niño dibujar con un pincel y témperas. Ella le pregunta qué está pintando. Mientras retiñe los colores, él responde que dos árboles, el cielo, el sol, un avión, una casa con pasto. La mamá quiere saber si se trata de un avión palestino. El niño responde con firmeza que no, que es un avión de la ocupación israelí. Ella averigua si a él le gusta ese avión. Claro que no. ¿Entonces por qué lo has pintado? Malek se toca la cabeza y le dice que lo pinta porque hace ruido en su cerebro, al tiempo que imita el sonido del avión. Por último, Wafa le pregunta si le gusta que ese avión esté en su cielo. Por supuesto que no porque el avión mata niños y los aterroriza. El video circula con un mensaje aclaratorio sobre la muerte de la periodista tras un ataque aéreo israelí contra su casa familiar en Deir el-Balah, centro de Gaza. En el bombardeo también murieron sus hijos, incluido Malek.
Podríamos contar cientos de historias, ver miles de imágenes de niños con sus miembros amputados, niñas heridas que gimen, los rescatados de los escombros, los que lloran a sus padres, esos que pescan una gota de agua en la tierra, que buscan alimento en la basura, que comen hierba, cientos de miles de niños amortajados, medios niños, carne de espanto. Y nos preguntamos dónde guardar tanto dolor, qué hacer con todo eso, cómo tocar el violín, cómo disfrutar esa ensalada, qué pintar después de Malek, cómo escribir estas líneas.
Casi todo lo que veo, casi todo lo que leo o escucho lo mueve mi dedo, se pierde en la pantalla, se sepulta en el teléfono, lo trago con mis lágrimas. Y cuando no puedo más, cuando necesito compartir una dosis mínima de espanto, mi dedo pulsa y lo envía a unos grupos de contacto en las redes sociales. Casi siempre cunde el silencio. Otras veces alguien pone enseguida un chiste, como respuesta envían mensajes con consejos para disfrutar la vida. ¿Quién osa perturbar nuestra tranquilidad? ¿Somos mensajeros de la catástrofe? ¿Debemos disculparnos?