Las hermanas Brontë y la literatura como pasión e insumisión

Retrato de Anne, Emily y Charlotte Brontë hecho por su hermano Branwell, quien posteriormente borró su propia figura del cuadro. Imagen de dominio público.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Digo Cumbres borrascosas y surge una atmósfera sombría, una cuchillada de hielo, una sensación de inquina e impotencia. Comarcas estériles donde crecen silvestres y se regodean las pulsiones humanas. El viento cabalga las colinas, esparce la escarcha, el silencio cubre los senderos mientras vuelan los tordos hacia la granja donde agoniza Catherine. Relaciones imposibles, hombres rudos y mujeres que acarician con paciencia el destino que alguien ha escogido para ellas. Personajes animados por razones ocultas para quienes narran la historia; móviles quizá sobrenaturales que los lectores tienen la necesidad de descifrar. Y cercándolo todo están la indolencia, la fatalidad.

Patético y complejo mundo el que anida en la cabeza de aquella joven institutriz de ceño adusto, Emily Brontë, que se encubre tras un tal Ellis para enfrentarse al pacato mundo de la era victoriana. La misma historia tantas veces repetida: mujeres a quienes se niega su rol de escritoras y cuyos nombres se esconden con vergüenza, con miedo o rabia, detrás de un seudónimo masculino.

Las hermanas Brontë conservaron la letra inicial de sus nombres y apellidos para no perder del todo la identidad: Ellis Bell para Emily, Currer Bell para Charlotte y Acton Bell para Anne. En sus casos había otra razón poderosa para el ocultamiento: pretendían que sus obras fueran valoradas sin el prejuicio con el que se recibían los textos escritos por mujeres, usualmente tratados con «galantería para sus gratificaciones, lo cual no es un verdadero elogio», o que provocaban «el rechazo abrupto y humillante», en palabras de la propia Charlotte.

La familia Brontë, signada por la muerte prematura de sus miembros, vive aprisa su vida interior, como si sospechara que son precisamente sus obras las que le concederán la inmortalidad. Los libros fueron la herencia y la fortaleza de las hijas de Patrick, el párroco anglicano que les dio su biblioteca como alimento y furtivamente compartió con ellas la alegría de que sus obras llegaran a los lectores, pese a los editores y a la censura. La complicidad del padre le da un lugar en esta historia.

El pueblo de Haworth, según Elizabeth Gaskell, estaba situado en una ladera de una colina muy empinada, en medio de un oleaje de colinas sinuosas coronadas por páramos agrestes. Allí se respiraba un ambiente opresivo, de soledad y encierro. Sus gentes eran hoscas, desconfiadas: «hay pocas muestras de las cosas agradables de la vida entre esta población ruda y violenta. Su acogida es seca; el tono y el acento de su habla, ásperos y bruscos». Con esta atmósfera se adivina la necesidad de acudir a los libros y a la imaginación para crear mundos e historias y así escapar de su tiempo y de aquel condado lúgubre y frío de West Yorkshire en Inglaterra.

Las aplicadas y talentosas hermanas subvierten el orden y el puritanismo rayando sus cuadernos. Junto a su hermano Branwell crean mundos imaginarios, trabajan sus manuscritos en la intimidad, crean personajes que intentan escapar del rigor de la estrechez, del orden casi feudal de Haworth, en el que la juventud era fugaz, la felicidad y el amor apenas un albur y donde todo llevaba a la desesperanza.

Desde su infancia ya vivían en el fantástico mundo de Glass Town que crearon como un juego. Un país hecho de islas autónomas, con historia y geografía, con un sistema de gobierno e incluso con publicaciones periódicas. Las restricciones impuestas por los mayores, Charlotte y Branwell, en relación con las aventuras en la “Confederación de la Ciudad del vidrio”, llevó a la insurrección de las pequeñas y ocasionó un maravilloso cisma. El rebelde mundo de Gondal fue la respuesta de Emily y Anne a las imposiciones de los grandes. Ese fue el reino donde transcurrieron sus aventuras infantiles y donde engendraron personajes que luego tendrían un lugar en la trama de sus novelas y en los tópicos de sus poemas y pinturas. Porque las Brontë también fueron buenas dibujantes. Gondal se pobló de héroes románticos y aventureros e inspiró versos que aludían a la guerra, al amor y a la intriga. Las “Crónicas de Gondal” se perdieron, aunque son mencionadas en los diarios de Emily y de Anne.

A Charlotte Brontë, la mayor, debemos no solo Jane Eyre, ese clásico de las letras inglesas, sino su admirable tesón y su audacia para sacar a la luz las novelas y poemarios escritos por ella y por sus hermanas. Esta mujer admirable confiesa en 1850, en su nota biográfica sobre Ellis y Acton Bell, siendo ya la única sobreviviente, que cuando eran niñas, al vivir en una región tan apartada y con tan escaso acceso a la educación, no tuvieron otro aliciente que los libros ni otro placer y pasatiempos más alegre que componer textos literarios. Publicaron juntas un volumen de poesía que tuvo la fría recepción para la que ya se habían preparado de antemano y, sin cejar su empeño, cada una se concentró en escribir su propia novela. Aunque los críticos no les hacían justicia a sus obras, el fracaso las incentivaba más.

Facsímil con los bocetos de Emily de dos de los documentos de su diario, que la muestran con Anne y Keeper (su perro). Imagen de dominio público tomada de https://www.annebronte.org/

Jorge Zalamea Borda en su sugestivo ensayo “La extraña familia de Patricio Brontë” escrito en 1940, cuyo título contiene algo de negación, algo de ocultamiento de la fuerte identidad de las tres escritoras, hace este retrato de Emily:

El quebradizo cuello, la barbilla indecisa, la boca en que el labio superior sobresale, las pálidas mejillas, el suelto, corto, descuidado cabello, son pueriles y tienen esa irregular belleza que hace llorar de ternura. Pero la nariz fría, fina, cortante, de móviles aletas y los alucinados ojos redondos y la frente imperiosa acusan una vida profunda, una pasión latente, una tensión amenazante del espíritu, del corazón y de la inteligencia.

Como el del poeta colombiano, son múltiples los textos en los que Emily y sus hermanas son retratadas con prejuicio y algo de recelo, como si fueran personajes o caricaturas de sus propias novelas. Se dice que a Emily no se le conoció una relación amorosa, que sus treinta años transcurrieron de puertas para adentro, que fue frustrada e infeliz porque nunca se casó, que de sus labios no salía ninguna revelación sobre el mundo que construía para sus personajes. Y es que a través de ellos expuso no solo sus pensamientos y emociones, sino su versión del contexto en que vivió. Por eso resulta cuando menos injusto considerar que su carácter fue pobre, triste, obtuso, desteñido. Estos juicios desconocen la esencia de su ser y son otra forma de negarla, cuando cada párrafo de su novela muestra su ímpetu y su pasión vigorosa. Su intensidad se lee en cada verso, su vida es inseparable de su literatura. Ese fue el camino que eligió para amar y vivir en medio de valles y páramos y la forma de ser deliberante frente a su época. De nuevo Charlotte es quien describe claramente el tesón y la fuerza de Emily al hablar de sus últimos días:

Mientras su físico se deterioraba, mentalmente se fortalecía más aún de lo que nunca habíamos conocido en ella. Día tras día, al ver con qué fachada hacía frente al sufrimiento, yo me llenaba de una angustia de asombro y de amor al mirarla. Jamás he visto nada igual, pero, ciertamente, jamás he visto nada a su altura en ningún aspecto. Más fuerte que un hombre, más sencilla que una niña, tenía una forma única de ser. Lo más terrible era que mientras rebosaba compasión hacia los demás, consigo mismo era inmisericorde; el espíritu era implacable con la carne: a la mano temblorosa, las exánimes extremidades, los ojos apagados, les exigía el mismo servicio que le habían prestado en la salud.

Cumbres borrascosas habría permanecido en la oscuridad de no haber sido por Charlotte. Es ella quien reconoce el valor literario de la novela y logra su publicación, así como gestiona la edición de su ópera prima Jane Eyre y de la primera novela de Anne, Agnes Grey. Esta intrepidez trasciende y se constituye en un legado para la humanidad. Wuthering Heights, ese referente literario universal, vio la luz en 1847, un año antes de la muerte de su autora, quien no escapó de la enfermedad que había mandado a la tumba a sus dos hermanas mayores, María y Elizabeth, y que luego acabaría también con Charlotte y con Anne. La tuberculosis es otro personaje de su novela. La peste blanca, la peste romántica del Siglo XIX que se pasea por los campos y los más finos salones para subyugar la belleza y el poder, esa “enfermedad de las pasiones frustradas”, según Thomas Mann. La bella palidez de la muerte se interpone para definir giros dramáticos y el destino de todos.

Heathcliff y Catherine rezuman una pasión desaforada, se atraen desde la infancia con un amor furtivo al que no accede el lector, pues apenas se presiente entre los pantanos, dentro de los cuartos, más allá de cualquier mirada, sin que siquiera la autora conozca su intimidad. El niño Heathcliff fue llevado una noche por el señor Earnshaw, el padre de Catherine, y acogido como un hijo adoptivo. Su procedencia es desconocida. Su color de piel, sus ademanes toscos, el brillo de sus ojos, generan resquemores. ¿Foráneo? ¿Negro? ¿Gitano? Todo hace sospechar. Nunca será aceptado por la familia ni por los criados. Tampoco Catherine acepta las emociones que él le provoca. Y cuando el padre muere, sobre su protegido caen los rigores de la soberbia de Hindley Earnshaw, el hermano de Catherine.

El amor tácito de los jóvenes en la hacienda Cumbres borrascosas seguirá creciendo, se confundirá con dolor, violencia, rencor. Catherine comienza un juego de doble filo. Aunque ame a Heathcliff se casará con Edgard Linton, el heredero de la Granja de Los Tordos. Y este acontecimiento marca trágicamente la vida de sus herederos y de otros personajes, hasta tocar el absurdo, hasta la inverosimilitud. En las historias que se desatan entre las dos familias, en sus haciendas, en ese frío campo azotado sin piedad por el viento, hay sufrimiento y deseos desbordados, hay intriga y saña, más allá de la muerte.

Nelly Dean, el ama de llaves, es la narradora central de las múltiples tramas y además participa e interviene en los hechos dramáticos que abarcan unos cuarenta años. Es el alter ego de Emily, los ojos de los lectores dentro de las habitaciones, la que fisgonea, la servidora fiel y muchas veces intrusa y delatora. Ella sabe lo que ocurre entre las penumbras y las almas y da cuenta de hechos ocultos utilizando el relato de otros para completar los hechos. Lockwood, el hombre que inicia y cierra la narración, es apenas un pretexto, pues en la novela predomina la voz de las mujeres. Son ellas las que finalmente definen los desenlaces.

La joven Cathy, hija de Catherine y Edgar Linton, marca el final de la historia, pues además de su belleza y su ternura, es una mujer letrada. Entre las formas de violencia que se ejerce contra ella por parte de los hombres está el negarle al acceso a los libros, quemarle los únicos que tiene a su alcance. Pero vencerá por su fuerza y su inteligencia y así terminará enseñando a leer a Harenton, su rudo primo, víctima también del maltrato de su tío Heatcliff. A través de las letras lograrán acercar sus corazones y fundarán otra historia, que esta vez se presiente apacible y dulce, como consuelo para el estremecido lector.

Paisaje característico de Haworth retratado en la novela Cumbres Borrascosas de Emily Brontë.  Imagen de dominio público.

Top Withens, West Riding, Yorkshire [1944-1945] del fotografo inglés (nacido en Alemania) Bill Brandt. 1904-1983.  © Bill Brandt / Bill Brandt Archive Ltd. Imagen de disponible en internet. 

Se ha dicho que esta no es una novela de amor sino de terror o de venganza. Esto es una reducción para una obra tan innovadora. En sus múltiples tramas emergen tópicos diversos que reflejan los conflictos y la ideología de la época. Los prejuicios y privilegios de clase, el rechazo al foráneo, el sometimiento de la mujer a los hombres, el trato rudo a los niños, la educación como privilegio, la moral puritana, la sumisión ante los amos terratenientes, las creencias en fuerzas telúricas que explican la sevicia y crueldad humanas. Esa mezcla de lo satánico con lo erótico, los fantasmas que reclaman su porción de felicidad, el mundo de las sombras donde los personajes dejan ver su otra cara, en un desafío del maniqueísmo propio de su tiempo. La cópula de lo romántico y lo gótico.

¿Que la novela era tosca y los personajes rústicos y repulsivos en su comportamiento y en su lenguaje? ¿Que la novela ofendía a los lectores acostumbrados a historias románticas o a tramas de enseñanza moral? Eso y más se dijo cuando se publicó. Charlotte quiso mediar, en parte justificando las críticas, casi disculpando a la autora por el mundo que vivió, y, por otro lado, explicando las complejidades que subyacen en la creación literaria, sin duda lo mejor de su razonamiento en favor de la novela. Respondió que era necesario escribir los improperios con las palabras que son, en vez de sustituirlas por espacios en blanco precedidos de la letra inicial, como se estilaba en la época. Argumentó que un autor creador no tiene todo el control sobre la trama ni sobre la psicología de sus personajes, pues estos tienen voluntad propia.

Poco se habla de la obra poética de Emily. Virginia Woolf resaltó su talento así: «A Emily Brontë no le bastaba con escribir unos versos, con proferir un grito, con expresar un credo. En sus poemas lo hizo de manera contundente, y quizá estos poemas lleguen a ser más duraderos que su novela». Aunque hasta hoy este vaticinio literario no se ha cumplido, sus poemas contienen tanta fuerza, dramatismo y pasión como el sentir de los personajes de Cumbres borrascosas. Personajes que, según la misma Woolf, siendo tan distintos y lejanos a lo real, adquieren tal verosimilitud que podemos verlos y sentir con ellos.

Es como si pudiéramos hacer trizas todo aquello por lo que conocemos al ser humano y rellenar estas transparencias irreconocibles con una ráfaga de vida tal que trasciendan la realidad. El suyo es, entonces, el más excepcional de todos los poderes. Era capaz de liberar la vida de su dependencia de los hechos reales; definir el alma que hay detrás de un rostro con unas simples pinceladas y darlas de tal modo que a ese rostro no le haga falta un cuerpo; hablar de un páramo y hacer que sople el viento y que ruja el trueno.

Emily incorpora en su ser el paisaje agreste en que vivió. Es amante de esas alondras salvajes, de las rocas heladas y cenicientas, de las campanillas azules y de esos campos de maíz contoneándose. Es esa niña que tiene la cabeza sobre la almohada, pero su pensamiento vuela muy lejos para divisar los astros, para escuchar «el choque de roca con ola y de ola con roca», aunque se encuentre a gran distancia del mar. Es esa mujer que habita también en «el país de la muerte» donde ya nada preocupa; que vive intensamente, con una turbulencia interior tan desaforada, que apenas se intuye en su rostro inmutable. Es la autora que vuelca todo su ser en la literatura.

Emily Brontë no abandona del todo su fantástico país de Gondal. Mientras lee acuciosamente su época decide morar en su mundo interior, habita la casa de su Imaginación, ese refugio, el único lugar en donde se siente libre, donde es soberana. Porque la Imaginación es su «amiga verdadera»:

Cuando, cansada de las preocupaciones del largo día,
y de la terrenal mudanza de dolor en dolor,
perdida y dispuesta a desesperar,
tu cálida voz me vuelve a llamar,
¡oh, amiga verdadera! ¡No estoy sola
mientras puedas hablarme con ese tono de voz!

Puesto que no hay esperanza en el mundo exterior,
doblemente aprecio el mundo interior,
tu mundo, en que ni el fraude, ni el odio, ni la duda,
ni la fría desconfianza brotan jamás;
donde tú y yo y la Libertad
tenemos soberanía indisputable.

Bogotá, noviembre 2020 año de pandemia y junio 2024.

Abadía de Kirkstall, dibujada por Charlotte Brontë. Imagen de dominio público tomada de: https://www.annebronte.org/

Desatar la lengua

 “Bodegón con cesta de manzana y pan”, Vincent van Gogh, 1886. Pintura al óleo sobre lienzo / papel. Tamaño original: 55 x 46 cm. Imagen disponible en internet.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Hay poemas que son como bocados o “gotas amargas”, sabores que se repasan con la lengua, en la garganta, con la saliva del recuerdo, con un espasmo de las vísceras. Caen las palabras en algún punto de esa memoria colectiva que nos hace exclamar “he visto eso”, “yo estuve ahí”, “estos versos me interpretan”. Este es un logro de la poesía, es el latido que revela la luz del poema, la vida contenida en las palabras y la mutación que experimentan cuando se encuentran con el mundo del lector.

Poetas de todos los tiempos han incorporado en sus versos la historia, el absurdo, el dolor; ese modo particular de combinar lo triste y lo bello que provoca un «placer estético» y que también toca la conciencia, sin perder conexión con un tiempo y un contexto. Esto es lo que Gonzalo Rojas considera como la única función de la poesía. A diferencia de los discursos o de los panfletos, en poesía los opuestos no tienen un manejo disyuntivo, las cosas son y no son, al mismo tiempo. Cuando un poeta nombra la muerte también habla de la vida y del amor. «Pero, si estás muriéndote, aún vives», dice Joan Margarit.

Esta Caligrafía de la sombra de Luz Mary Giraldo alberga contradicciones, contrastes, antagonismos que llevan a afirmaciones, negaciones que conducen a certezas. En casi todas sus páginas hay cantos de pájaros, amaneceres, viento fresco y jardines que se presienten bellos. Pero esto no puede ser cierto porque los ojos de la poesía descubren el envés de las cosas y el paisaje se torna oscuro por la conciencia de un tiempo que arrastra desamparo y desolación.

Una ventana que puede ser la de la infancia, esa que tenemos al frente, o la que acabamos de abrir entre la página, nos muestra la mutilación de la belleza, «agujas en las alas de las mariposas», un viento que «muerde el esqueleto de los pájaros» y los deja sin picos, sin lengua. A propósito, la imagen recurrente de un pájaro sin pico, de una lengua amputada, tiene en este poemario una fuerte y diversa connotación.

La voz poética es esa mujer que, parada ante la puerta de su casa, mira al horizonte y «lanza piedras contra este planeta de agonías». Sabe que su palabra no logra dar abrigo a los abandonados, que «no hay palabras que les den la mano», «ni versos que alcancen a nombrar su tiempo», pero, como he dicho, la escritura encierra su contrario que es la pertinacia del oficio de nombrar, de crear imágenes que pulsen, que inciten, que provoquen y remuevan la inercia de la desgracia. Porque la imagen estremece e incomoda y la palabra interroga, cuestiona, propone. En otras palabras, la poesía, al tiempo que resiste, crea modos de ver e interpretar.

Emilia Ayarza pregunta a los hombres de este país:

Hombres que nunca hicieron nada:
Respondan uno a uno
a dónde se columpia la tarántula del tiempo
en qué sitio se desnudan las naranjas…

Nazim Hikmet escribe desde la cárcel:

Hermano mío,
enviadme libros con finales felices,
que el avión pueda aterrizar sin novedad,
el médico salga sonriente del quirófano,
se abran los ojos del niño ciego,
se salve el muchacho al que mandan fusilar

Raúl Zurita pone voz a los desaparecidos, a los muertos dispersos sobre las cordilleras; Silvia Plath nombra el rostro terrible de los cisnes y Fernando Charry Lara describe la escena de una masacre para luego decir: «son cuerpos que son piedra, que son nada».

Así Luz Mary Giraldo, con su voz de «escalofrío y agonía», aunque potente, con su modo de poner en cuestión, lejos de lo lastimero, crea imágenes que traspasan el cascarón de la tibieza. Ve «la cicatriz de una piedra» en las heridas del condenado a muerte, un perro que ha perdido el hocico y las orejas, un gato ciego y sin cola, alas rotas por doquier, un mundo roto y más roto. Habla de «la ilusión del plato de sopa», de una «cena miserable» que nos recuerda el poema de César Vallejo o las pinturas de Van Gogh. Esa «cena miserable a la que asistimos todos» y de la que «solo queda un pedazo de pan pintado en el bodegón».

La poeta hace también nuestra aquella escena, aquel cuadro dantesco que partió en dos su infancia, cuando desde el balcón de su casa un «noviembre de un año cualquiera», que sigue siendo hoy, vio pasar una pila de cuerpos con sus miradas turbias y «no pude escribir su nombre en los cuadernos». Quizá porque no pudo escribir aquel horror, brota ahora esta ofrenda entre sus dedos, esta caligrafía poética que acrecienta el asombro y transcribe estéticamente un mundo y un tiempo.

En este libro, gran paradoja, se siente la impotencia de la lengua, ese no poder transformar la realidad como quisiéramos, por arte de magia, por arte de palabras. Son treinta y cuatro poemas como perros que ladran a la luna, como maullido de gato en una casa sola.

Eres lengua a punto de enmudecer
y lamentas la insuficiencia de tus palabras.
Sabes que hay un nudo ciego en todas partes.
No puedes hablar.

No obstante, como acto creativo que es, la palabra poética logra conmover a ese engreído y torpe animal que somos y, así como la música lo sosiega, «este solitario animal vuela sin alas / y aunque desconfía de las palabras / con ellas arma un rompecabezas». Por eso, porque está dolida de memoria y aun así no pierde la esperanza, Luz Mary Giraldo desata su lengua.

Y quiero desatar la lengua
para pedir que el sueño vaya directo al corazón
y no desaparezcan los abrazos
para que los amores no naufraguen en la sombra
y el barro vuelva a crear el paraíso.

Junio de 2024

Imagen tomada del libro El lenguaje de los pájaros o La conferencia de los pájaros, escrito por el poeta y místico persa Farid al Din Attar (c. siglos XII / XIII). Corresponde a los folios de un manuscrito fechado c. 1600. Las pinturas fueron realizadas por Habiballah de Sava en tinta, acuarela opaca, oro, y plata en papel. Colección en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. Imagen disponible en internet.

Tres poemas del libro Caligrafía de la sombra. Sílaba Editores. Medellín, 2024.

Anciana con hoja seca

A Christian Sabau.
Entre Curtea de Arges y Piteshti

Entre girasoles revolotean los canarios.
La anciana come trozos de pan y bebe café a sorbos
para que no se acabe.
Un cardenal de intenso color rojo se eleva al infinito
mientras ella mastica despacio porque le duelen las encías.
A diario teje una colcha de retazos.

Las flores se inclinan y la cosecha se recoge.
El viento se oye sobre las hojas secas
y los pájaros vuelan en el amarillo de la tarde.
Es hermoso el escenario.

A la anciana le crujen los huesos y los días
y le duele el invierno.
Está sola desde que inició la guerra.

Se iluminan los rostros que dibuja el verano
y la anciana no los ve
ni las hojas que caen
ni escucha el canto de los pájaros
ni percibe el color de su vuelo.

Tampoco siente calor sobre su cuerpo.
Apenas mastica el saldo de su vida
y da vueltas a las agujas mientras parpadea.

El vuelo de los pájaros sube y baja tejido adentro
y la anciana murmura o tartamudea
con el hilo en la punta de los dedos
donde un pétalo amarillo cae.

La palma de su mano parece una hoja seca.

 

Estado de alarma

Reconozco el aire de la infancia en la cornisa
donde se posaban los pájaros que alimentó la abuela.
Ahora son tierra de miseria
costra sombría y formas torturadas
oscuridad y silencio.

Las puertas se cierran una detrás de otra como bóvedas
y nadie puede abrirlas con sus manos.

Yo intento abrirlas con mis letras.

En las paredes de la guerra

Alguien tiene que arrastrar una viga
Para apuntalar un muro.
Wislawa Szymborska

Busco la infancia en ciudades donde pasó la guerra
y dibujó el dolor que no cabe en los pliegues de la cara.
Ningún niño sonríe en esos rostros.
Vi esa marca indeleble en Budapest
la vi en Guernika y en el muro de Berlín
y en un entramado de alambre en los campos de mi tierra.
La hemos visto en muchas partes
y sin pudor la muestran las noticias de noche o de mañana.

Todas las guerras se parecen en las calles vacías
y en las casas deshechas
en amados que nunca regresaron
en niños envejecidos sin entender qué pasó
en la terrible espera de madres con mirada ausente
en la cara manchada en los espejos
y en estrellas oscurecidas con el pasar del tiempo.

Solo somos infancia
han dicho los poetas
mientras escriben versos y novelas
y elevan los ojos hacia el cielo
como si allá estuvieran los pensamientos.
Como ellos la busco detrás de las paredes
y a veces la encuentro en la vidriera
donde solíamos ver el rostro de la tía regañona
o los ojos de una abuela cariñosa.
La veo en papeles garabateados con todos los colores
en fotografías de lejanos archivos
en juguetes desteñidos en el rincón de un jardín
y en la ropa deshecha en los armarios.

Hoy es noviembre de un año cualquiera
como cuando di vuelta a la página para crecer
y la vuelvo a encontrar en los ojos sin párpados.
Y la recuerdo mucho más atrás
antes de aquel balcón donde vi la mirada turbia de los muertos
y alguien me dio la mano cuando me puse lívida
y no pude escribir su nombre en los cuadernos.

Mi casa era la infancia
y para sonreír me subo a un árbol de guayabas
elevo cometas con mi hermano
juego con bolitas de cristal que brillan en mis ojos
o recojo aguacates en el patio.
Era la infancia, digo, y aprendo a deletrear
a subir y bajar las escaleras
a abrir las puertas del insomnio.

Sin que la llame viene a veces
viene a decirme que regrese
donde estaban los árboles con aturdidoras cigarras
que busque la fuente en el centro del parque
donde echamos monedas a la suerte.

La infancia quedó atrás.
No se entretuvo jugando en cualquier parte
tal vez se escondió en el laberinto de los sueños
y ahora es el aleph de una imagen imprecisa que gira en la memoria
y hace una trenza con vestidos negros
o desteje el horror debajo de las lágrimas.

Cuando el poeta se desborda y toma el cielo por asalto

\después de Babel de Gabriel Arturo Castro

Y voy llegando al comienzo. La palabra sin nadie [Roberto Juarroz]

Al iniciar la confusión de la palabra es una puerta para salir a otros mundos, habitar y asaltar el cielo y vengar a los hombres, subir a los montes y lanzar desde allí proyectiles contra los dioses: rocas encinas, arboles inflamados.

La palabra,

puerta iluminada,

ciudad para el indigente,

todos los horizontes del verbo se hallan en posible cercanía.

La palabra,

tal vez una atrevida vestidura de piel que hiere el desecho del trigo;

la sinceridad de Dante por su viaje a los tres reinos;

la altura en la intuición derrotada de Sor Juana

o la magia de Altazor con sus nombres de gracia y ostentación;

palabra sobre una palabra imposible,

impaciencia

agitación

balbuceo

rastro de incendio perfectamente allanado,

aliento,

paso y huella de cordero,

la sangre de la aurora derramada;

la palabra tierra,

la palabra fuego hasta el presente, tan alta que desde la cima de la torre los lejanos bosques parecen un enjambre de langostas.

Rocas, encinas , arboles, aliento, cordero. Huella sangre, aurora, tierra, fuego, langostas. Langostas, fuego, tierra, aurora, sangre huella, cordero, aliento, árboles, encinas, rocas…

Palabras que perduran y se destruyen y se repiten después de Babel.

 

***

[Poema tomado del libro “Alegoría del buen escriba. Gabriel Arturo Castro. Poesía completa 1990 – 2019”. Editorial Domingo atrasado, 2023].

La imagen destacada en redes sociales de esta entrada corresponde a la portada del mismo libro, ilustración de Rafael Dussan Mejía.

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Tengo en mis manos colecciones de poesía completa de autoras y autores colombianos que conocí hace unos treinta años, cuando recién nos atrevíamos a sacar a la luz esas líneas que teníamos engavetadas, que amasábamos en silencio, esperando el momento para aventarlas, para leerlas en voz alta por primera vez. Por entonces se iniciaba el auge de los encuentros y festivales de poesía, empezábamos a publicar en revistas y, para nuestro asombro y dicha, ya nos incluían en alguna antología poética. Con talento incipiente, o sin él, osábamos decir “soy poeta”.

Hablo en plural porque vivimos una suerte de hermandad. Además de escribir, éramos lectores y críticos de nuestros camaradas de versos, nos impulsábamos mutuamente y, aunque fuéramos tan solo aprendices, nos permitíamos opinar sobre las obras ajenas y hasta teníamos el gusto de despellejarlas. Más que un taller de poesía, lo nuestro era un ritual de lectura, un encuentro de soledades, un cambalache de afectos. Los años fueron perfilando el oficio de cada cual y, al cabo de tres décadas, como he dicho, algunos ya publican su obra completa. Entonces me pregunto: ¿En qué abrir y cerrar de ojos esto ha sido posible?

Aunque no compartí el mismo escenario con Gabriel Arturo Castro, sé que merodeaba por los mismos corredores de la Casa de Poesía Silva en donde tuvo lugar nuestro impulso, al lado de Juan Manuel Roca, María Mercedes Carranza, Jotamario Arbeláez, Henry Luque Muñoz, Miguel Méndez Camacho, por solo citar algunos nombres de quienes fueron nuestros mentores.

Todo este preludio me conduce a la Alegoría del buen escriba, la poesía completa de Gabriel Arturo Castro que recoge sus poemas de un período que inicia por la época a la que hago mención, 1990, y llega hasta 2019, año previo a la pandemia. El libro, publicado por la Editorial Domingo Atrasado del poeta y amigo Jaime Londoño, recoge cinco poemarios en los que se percibe la solidez de la obra de Castro. Al punto que, si se suprimiera el orden cronológico de los libros, no sabríamos bien cuál fue el comienzo de su oficio. Esto es lo primero que me llama la atención, a propósito de otras obras en las que se nota el proceso de maduración de la palabra poética, el cambio drástico de tono o de temáticas.

“Arquetipos arcaicos de poder” en El Áttico, del artista colombiano Rafael Dussan. Técnica mixta. Imagen disponible en internet.

Desde sus primeros libros Gabriel Arturo se siente y se oye hondo, complejo, con una vocación de escudriñar las sombras y el silencio. En sus poemas hay una lluvia de imágenes que no dan tregua, que sobrecogen, regocijan y alimentan la imaginación. Versos cargados de animales, no mitológicos, animales de todo género y especie, pues lo que importa no es su naturaleza sino el atributo que el poeta les da para expresar ese más allá de las palabras: roedores que vomitan la tierra, termitas que devoran el sol, la rana es portadora de agua dulce, la noche es «una tempestad de toros negros», «la palabra es un pájaro», «la salamandra siempre habitó en el fuego». Animales que mutan al arbitrio, a la necesidad, a la pericia y a la mística de quien les da otra vida, por obra y gracia de las palabras.

En estas páginas se respira también la exuberancia de lo vegetal, así como la vida, real y simbólica, que alberga lo mineral. Están «las hierbas flotantes de la vieja locura», hay «sal de luz», el agua es sorda y puede ser funeraria, oímos «el quejido de las paredes de madera». Y esa revelación poética de la piedra, «las piedras del ensueño», las piedras que arden, «una piedra flotante [que] reemplaza el pulmón del hombre». El poeta se desborda como ese río que pretende volver a su origen; el poeta alucina porque «en la tinta y en la letra existe el reverso del mundo» y aunque la lengua sea amarga, la palabra es verdadera. Como lo dijo Henry Luque Muñoz, en los poemas de Gabriel Arturo Castro hay «imágenes insólitas», de alquimia, de «un lenguaje que ansía devorar al lector».

No hay «palabras huecas» en esta amalgama de sensaciones, voces, develaciones, hasta llegar a la blasfemia, ese deber que tiene todo poeta de rebelarse y resistir con su palabra, que es también una forma de esperanza para quien se siente interpretado, reparado y, como lo dice Antonio Gamoneda, consolado por la poesía.

La palabra es una puerta para salir a otros mundos, habitar y asaltar el cielo y vengar a los hombres, subir a los montes y lanzar desde allí proyectiles contra los dioses: rocas, encinas, árboles inflamados.

Hay que ir con hambre por sus páginas, extraviarse y tomar el camino propio. Estas líneas tan solo pretenden sintetizar el impacto inicial. Como toda buena poesía, no es un libro para leer de un solo empujón. Conviene ir de un poema a otro, de un libro a otro, descubriendo enigmas, desvelando sentidos, tan lentamente como lo permita el goce. El encantamiento del libro inicia desde el prólogo, escrito por la poeta Lucía Estrada, quien interpreta bella y profundamente a este buen escriba.

***

Tres poemas de Gabriel Arturo Castro

22. __

Paisaje adormilado, el mediodía avanza, lento e impasible por el aire salobre y el cansancio que la humedad provoca. Los espantapájaros repiten su abrazo frente a las rocas. Al final del camino la casa, contraventanas de hierro y cerrojos.

Drástico atardecer. Mi lengua habla con mi sombra, el corazón se abalanza sobre la puerta, mi cuerpo choca con la pared, la luz se apaga.

[Días antes del tiempo, 2006] 

***

HASTA MÍ llegan las palabras fáciles,

un acento de desprecio,

las carcajadas salvajes que hieren a todos.

Risa opulenta,

un gruñido seco,

otra risa.

Gusto atroz,

la boca se llena de pólvora cuando hay miedo o murmullos

de aprobación por el estado insalvable del mundo.

[Tras los versos de Job, 2009] 

 ***

 ME RATIFICO EN LA BLASFEMIA:

Una retahíla por las fuentes desiertas.

El escriba no deja de llorar por su paraíso,

el que habla de un Dios enjaulado

y la iglesia custodiada por dos calaveras.

Todo está en el libro de los engaños,

donde el nombre exacto es la palabra sarna,

las sobras de la última cena,

sus despojos robados por las uñas y dientes

de los harapientos,

cena de cenizas, sueño del peregrino

y de quien hace señales con sus pañuelos sucios.

Y tú, Cristo, todo enlodado,

¿acaso no ves que la turba y los desmanes

de los mutilados escupe su rabia y su asco,

y duerme al pie de nuestra cama?

[Tras los versos de Job, 2009]

 

Lenguas silenciadas

Por Luz Helena Cordero Villamizar

«Lenguas silenciadas» para las que no tenemos oídos y tampoco labios, olfato, piel, conciencia. Sonidos y palabras ante los que somos ciegos, desmemoriados, fatales por ignorancia, mudos por desdén. Nuestra razón ignora la savia, apenas respira aromas empacados, frutos recién intervenidos, colores apetitosos para el mercado. Nuestros bosques y selvas son lindos en fotografías.

Me interno ahora en el Bosque desovando, el poemario de Selnich Vivas Hurtado, recientemente publicado por Sílaba, que da voz a eso que pulula, que nos rodea, nos contiene y nos puebla. A la fertilidad, a la sabiduría de plantas, animales y humanos; a la tierra y al agua, al «tejido de la vida». Quienes estuvimos en la presentación en la Feria del libro de Bogotá, logramos sentir esa «experiencia mística que brota de poéticas ancestrales». Porque este bosque que desova no es solo un libro. Es un ritual en el que Selnich es el oficiante, el médium, el traductor de esas lenguas en las que viaja la energía vital, las visiones y cantos tradicionales, la dinámica de la creación y la destrucción.

En estas imágenes y sentidos poéticos resultan absurdas las dicotomías civilización-salvajismo, cultura-naturaleza, que se establecen a partir de la imposición del poder y que legitiman tantas formas de sometimiento del otro, de lo distinto, al llamado mundo culto o civilizado. Relaciones bipolares que están presentes en La Vorágine y que exhiben la ideología vigente en el contexto histórico en el que “la novela de la selva” fue escrita. El mismo José Eustasio Rivera, autor-creador, nos presenta su mirada crítica al respecto, en algunos relatos y en el discurso de algunos personajes. Por los hechos narrados en la novela, por la explotación inmisericorde de los caucheros, por la forma de resolver los conflictos, comprendemos que la violencia y el maltrato forman parte de la «civilización» misma y que es urgente resignificar «lo salvaje».

La vorágine, esa novela nacional, tan difundida y poco conocida en profundidad, que quizá nos obligaron a leer en el colegio, cuyo centenario se celebró en la Filbo en medio de multitudes, entre tanto bombo y ruido, requiere del silencio y la soledad para volverla a leer, para ser entendida en su contemporaneidad.

Al contrario de lo que ocurre con Arturo Cova, quien habla a la selva con desesperación: «¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde?»; en contraste con quien sufre porque está a merced de los ríos, de los nativos, de los caminos oscuros que lo conducen a la nada, en la voz poética de Selnich Vivas hay comunión con la selva. En sus versos escuchamos «el conjuro del abejorro», «las lenguas silenciadas que se esconden en la piedra enmohecida» y las palabras nos conectan a la rana, a la semilla, a la ceiba. Porque

Lo que no decimos en letras
brota y florece en sembríos
de albahaca, bleo y pringamoza.

Estamos al mismo nivel del armadillo, del canasto, de la mota de algodón, de la montaña. Hay un llamado a la conciencia mediante sensaciones poéticas, pues la naturaleza no es esa extensión que nos rodea; somos parte de ella, la llevamos en nuestro ser, en lo material y en lo inmaterial. A ella retornamos porque venimos «desde el fondo de la mar». No solo somos un grano del cosmos, también lo contenemos; nuestras venas son ríos, «los vientres del cosmos proveen los tonos del afecto». ¿Sabemos que «las aves y las nubes se aparean» y que «un cometa anida en la mirada del lagarto»?

La conjugación en femenino no es gratuita. Para Selnich la voz de la vida es energía femenina. La voz se dirige a una segunda persona que es Ebuiño, la hermana de una mujer en la lengua mɨnɨka del pueblo murui-muina.

Los vientres mujeriles son retornos gozosos al inicio,
cada embarazo es el comienzo del cosmos.
Del pico de un ibis cuelgan cuatro lobulillos de oro
Y una vaina atrapada en los extremos.
El soplo no puede ceder al fuego.
Ventea entre las grietas de unos cráneos.
Unas plumas suspendidas se aman
antes de caer al agua y olvidarse.
Y hay lenguas silenciadas que se esconden
en la piedra enmohecida;
morderla no hace daño, estimula las sinapsis.

Una expresión de la cultura ha pretendido separarnos del agua y de la tierra, pero adentro llevamos el origen del mundo. Raíces, cortezas, micelios, hiedras y tatuajes en los huesos, los pies ya tienen «memoria del territorio» «y el estómago se satisface con aromas».

Para ellos el bosque trastorna;
Para nosotras, retorna.
Cárcel verde, le llaman.

Este bosque desova en cada línea, en cada página. Agradezco a Selnich Vivas esta poesía que nos conecta con el origen, con lo mínimo del todo y, además, su don para enseñarnos a percibir las lenguas silenciadas por el mal llamado “mundo del progreso”, ese que nos despoja de aquellos sentidos y significados y nos induce a ejercitar «los músculos del olvido».

Hay amaneceres invisibles a la cuantía de los créditos.
Flores de papas desconocidas en los bulevares hambrientos.
Quinuas de texturas y ríos de colores
ocultos al hombre que navega por las redes.
Venimos de la sabrosura del bosque
y en ella volveremos a germinar.
Respiramos el mismo aire de las abuelas del pleistoceno.
La que te canta entre los cepos, dijiste,
sigue trastornada por el látigo.
Recibe, Ebuiño, mi mano en la tuya.
Dancemos abrazadas a la madre del afecto.
Bajo el bosque desovando
resuena el amanecer del cosmos.
¡Despierta, no hagas esperar al misterio de tus fibras! 

***

El difunto se siembra en el mismo lugar de su placenta.
Ninguna boca letrada alcanza para tales oficios.
Ninguna, Ebuiño, habla como tus manos de huerta.
De nuevo los caucheros y su venta de siringa;
los amos esclavistas y sus goletas negreras;
las tuberías y sus pozos de petróleo.
Nosotras de repente atrapadas en el termitero.
Nos hundimos en el agua del pozo.
El ruido taladra en el lomo de las crías.
La grieta crece en el estantillo
y el oído se pasma de miedo. 

Bogotá, mayo de 2024

Carta a Orietta en “El brocal del pozo”

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Orietta,
Calle del tiempo

En la noche
escribo libros
que se desvanecen
a la luz del día

Los que traten de leerme
perderán la vista

Para comprender la poesía
hay que rumiarla
siete veces
antes que el día
haga reventar
el gaznate de los pájaros

Estos versos son de Anise Koltz y los imagino como una escalinata que asciendo para saludarte. Siento que ellos anuncian y anticipan la atmósfera de El brocal del pozo. He perdido la vista para sumergirme en tu espléndida y fértil imaginación, en ese cielo de venados. Contemplo una gacela violeta, piedras que florecen, ángeles de arena. Me invade la luz que proyectan tus palabras. Me hundo en el vértigo, entro en esos mundos y paisajes interiores que brotan de estas páginas de manera tan natural, tan vertiginosa, como cataratas simultaneas que se precipitan para llover, golpear, traspasar las dimensiones del ser.

Felicia, Irene, Berenice, Alejandra, Ana, Arturo, Jerónimo, Silencio… Cada uno ha sido esculpido en el agua, en el aire, con la materia de los sueños. Sus historias se tejen, se superponen, se desdoblan. Intemporalidad del tiempo, filigrana del tiempo, tiempo de cristal, de fuego. Como lectora me dejo ir. Me conduces, me envuelves. Abandono la lógica, la razón, me dejo seducir, como si fuera al encuentro con la música.

¿Es esta una novela? Renuncio a los moldes cuando entro en arenas movedizas. En cualquier página o párrafo brotan poemas como largos ríos. Provienen de una fuente inagotable. Personajes que se diluyen, voces diversas e integradas en la misma voz poética que por momentos cuenta, otras veces descubre, contiene, oculta. Fluyen mundos surreales, surgen la introspección, la imaginación. Como en una trama onírica, la historia es la alucinación de sentidos y sin sentidos.

Lo que ocurre aquí no es tan solo ficción. Lo que ocurren son imágenes, sensaciones, ilusiones. Me atrevo a decir que ocurre el lenguaje. Sí. La gran protagonista no es Felicia. Es la palabra poética, es la POESÍA.

Tal como lo piensa esa mujer que tiene el hambre del girasol y la sed de la esponja de mar, así como lo murmura Berenice, tu escritura es visceral, sangra, arde, acontece. Tu palabra es una sucesión de relámpagos.

Anise Koltz lo dice con lucidez y belleza y ahora lo resalto para ti: has escrito un libro en la noche para que se desvanezca a la luz del día. Tú, pájaro en desvelo, confía en que tus lectores reconocerán la magia del mundo que les ofreces. Algunos responderán a tus señales de humo, otros a tus palabras de fuego.

Conocí tu nombre aquel lejano seis de enero de mil novecientos ochenta, cuando lo vi impreso en la última página de un diario de la «Ciudad de los parques», lugar donde nací. Primera vez que oía ese nombre, Orietta, y fue una impronta. Quedó asociado por siempre a la poesía. Leí tus versos con ansiedad, casi con hambre, pues compartían páginas con uno de mis primeros cuentos. Y esa felicidad, esa casualidad, jamás se olvidan. ¿Cómo presentir que un día nos conoceríamos y que nuestra apuesta literaria persistiría hasta hoy?

Gracias a la poesía estamos aquí, transitando estas líneas. Te envío esta carta como respuesta a Felicia, como señal del silencio donde florecen tus palabras. Con la complicidad de una lectora que escarba en los abismos de lo no dicho, de lo apenas sugerido. Como lo expresas, escribir es pensar en la humanidad, aunque nos rodee la desolación. Escribir es extender, inventar, hacer crecer el mundo. Es cierto. Una lluvia epistolar puede consolar, sanar cicatrices.

Esta carta ya es un secreto público y no espera respuesta. En todo caso, en literatura hay un eterno retorno. Moro en una ciudad amordazada, en esa calle donde los colibríes se empecinan en alimentar la belleza, como lo haces tú.

Siempre,
Luz Helena
Julio de 2023

Fahrenheit 451 y la extinción de los lectores

Por Luz Helena Cordero Villamizar

Ray Bradbury lo tenía claro. No hace falta quemar libros, basta con hacer que la gente deje de leerlos. Y esto tampoco se logra con la prohibición o el castigo, como ocurre en su novela Fahrenheit 451. La censura de libros y la persecución de escritores es tan antigua como la humanidad misma. Basta mencionar solo algunos ejemplos conocidos: la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, las quemas y ejecuciones hecha por los inquisidores en general, llámense cristianos, protestantes, judíos, islámicos, budistas, regímenes monárquicos, nazis, seudo comunistas, colonialistas, e incluso ha habido censura por razones de género.

En su Historia universal de la destrucción de libros Fernando Báez hace un doloroso recuento de esta práctica común a todos los pueblos y en todos los tiempos, desde la destrucción de las tablillas sumerias hace 5300 años a la devastación de la Biblioteca Nacional de Bagdad, por parte del ejército de Estados Unidos en 2003, donde perdimos más de un millón de libros, incluyendo ediciones antiguas de Las mil y una noches y manuscritos de poetas como Omar Khayyam. La guerra contra la memoria se ha impuesto siempre y, al contrario de lo que creemos, Báez dice que «es un error frecuente atribuir las destrucciones de libros a hombres ignorantes, inconscientes de su odio… cuanto más culto es un pueblo o un hombre, más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos».

Platón e Hipócrates quemaron obras, lo hizo Moisés, lo hicieron emperadores, ejércitos, conquistadores, monjes, indígenas, revolucionarios, fascistas. Damnatio memoriae [condena de la memoria] llamaron en tiempos del Imperio Romano la decisión oficial de hacer desaparecer cualquier registro de existencia, de eliminar cualquier posibilidad de recordación, borrar toda señal, todo vestigio de existencia del condenado.

Es incalculable el número de obras perdidas por quemas, desastres, guerras. Nos engañamos al suponer que la censura de libros es cuestión del pasado. Ocurre hoy en teocracias, en países con regímenes totalitarios de todo el espectro político e incluso en naciones que se preciaron alguna vez de su democracia como Estados Unidos, donde actualmente varios estados han aprobado leyes que restringen la lectura de ciertos autores, incluidos Mark Twain, Shakespeare, Toni Morrison, Steinbeck, así como de temas que se consideran contrarios a la moral conservadora, o a lo políticamente correcto. Profesores y padres de familia asumen el papel inquisitorial o las mismas bibliotecas escolares censuran ciertos libros por considerarlos “material sensible”. En el país en que nació Bradbury, niños y jóvenes tienen libre acceso a las armas y restricciones para leer. ¿Puede ser más triste e irónico?

El cronista Ryszard Kapuscinski cuenta que el pueblo armenio, víctima de uno de los mayores genocidios ocurridos en el mundo, considera los libros como su reliquia nacional. Ya que siempre fueron vencidos militarmente, los armenios quisieron salvar su cultura mediante sus escritos. Ocultaban los libros bajo la tierra o entre las grietas de las rocas. «La noticia del lugar de escondrijo se transmitía de generación en generación». El scriptorium podía ser una celda, una choza o una cueva en la que se colocaba un atril para el trabajo del copista. Así, dice este autor polaco, nace un fenómeno único en la cultura universal que es el «libro armenio». Los armenios tenían un alfabeto propio y en el siglo VI ya habían traducido todo Aristóteles, en el siglo X a la mayoría de filósofos griegos y romanos, además de cientos de títulos de la literatura antigua. Tradujeron a los árabes, a los persas y a todos los pueblos que los dominaban. Cuenta Kapuscinski:

[Los armenios] debían de contar con fondos bibliográficos inmensos, pues cuando en 1170 los selyúcidas invaden Sunik, destruyen una biblioteca que albergaba diez mil volúmenes… al principio escribían sobre vitela, después ya sobre papel. Hicieron un libro que pesa treinta y dos kilos. Para confeccionarlo se necesitaron setecientos terneros. Pero también tienen menudencias: libritos del tamaño de un escarabajo.

Aunque la novela de Bradbury no abordó un tema novedoso, sí lo fue su estilo. La ironía, el humor, la poesía, el tratamiento desde la ciencia ficción, crean una distopía que el autor considera como alerta y prevención. «La gente me pide que prediga el futuro cuando lo único que quiero es prevenirlo. Mejor aún, construirlo.»

En los años noventa del siglo pasado el novelista controvirtió el sistema educativo estadounidense, defendiendo el libro impreso y las bibliotecas en contra del uso generalizado de los medios digitales. Sin embargo, él tenía claro que esta batalla estaba perdida. Por encima de la censura y de las quemas, veía las nuevas tecnologías como la real amenaza contra los libros.

El tiempo y los desarrollos tecnológicos le darían la razón, aunque no completamente, pues el libro impreso seguirá vigente mientras exista una persona que quiera leerlo. Ni los dictadores, ni los ejércitos, ni los inquisidores, ni los bomberos de Bradbury, a pesar del enorme daño hecho a la memoria de la humanidad, han logrado plenamente su cometido.

La desaparición paulatina de generaciones de lectores puede tener efectos más adversos sobre los libros que la represión o el uso de nuevas tecnologías. Báez llama esta amenaza “indiferencia”, entendida como la ignorancia o falta de interés por autores y textos. Muchos empezamos a leer por influencia de alguien. Sabemos que quien lee, quien comparte el placer de una lectura, puede estimular en otros su práctica. Jorge Luis Borges, refiriéndose al placer de la lectura, cita a Montaigne cuando decía «no hago nada sin alegría». El poeta añade: «no se puede obligar a leer como no se puede obligar a la felicidad».

¿Cómo o por qué pueden desaparecer los lectores o extinguirse el hábito de la lectura? Las respuestas pueden ser diversas y lejos de la consigna conservadora de todo tiempo pasado fue mejor, que no comparto, pienso que algunas razones están en el uso utilitarista del tiempo, la cultura del afán, de la competencia y del menor esfuerzo; la dificultad para fijar la atención, para concentrarse en una tarea; la necesidad de que otros resuelvan nuestras dificultades, el rechazo a la complejidad; la cultura de la inercia, de la desidia; la sobreestimulación con la que nos acechan y colonizan los medios de información, la actitud pasiva frente a la tecnología.

La gente prefiere los videos cortos a la lectura de una noticia. Las editoriales prefieren textos que no excedan cierto número de páginas, por razones comerciales. Los niños, seducidos con pantallas, no logran estimularse con la página de un libro. Es absurdo poner a competir una fuente audiovisual con una escrita. La clave está en la conjugación de los lenguajes, en una formación que permita y celebre la diversidad, el contraste, que elogie el esfuerzo que enriquece y gratifica.

Con frecuencia, escucho comentarios de adultos jóvenes que se refieren al nulo interés de sus niños y niñas por la lectura. En la forma como lo dicen se siente la impotencia, ese no saber qué hacer para sembrar el hábito o para recuperarlo, si es que alguna vez lo tuvieron. Quienes así hablan conservan un recuerdo casi nostálgico de la lectura, pero ya han dejado de leer, o lo hacen rara vez, pues sus días están atorados con múltiples ocupaciones y su tiempo está lleno de obligaciones y agobio. Es lo que dicen, aunque es fácil interpretar que ellos y ellas, sin darse cuenta, perdieron ya el encanto de leer. Y, siendo así, ¿cómo pueden transmitirlo?

Generalmente se asocia la lectura con el tiempo libre. Pero lo que se entiende como tiempo libre es, a medias, un descanso físico, sin plena recuperación; un embutirse en diversiones que no dejan pensar, pues precisamente de lo que se quiere huir es del propio pensamiento. Y si los libros requieren pensar, ¿cómo pedirle a la gente que lea?

«Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos», dice el viejo Faber al bombero Montag. Además, ¿por qué vamos a necesitar los libros si «los libros no dicen nada… hablan de gente que no existe, de entes imaginarios, si se trata de novelas. Y si no lo son, aún peor: un profesor que llama idiota a otro, un filósofo que critica al de más allá. Y todos arman jaleo, apagan las estrellas y extinguen el sol. Uno acaba por perderse», argumenta Beatty, el jefe de bomberos.

En Fahrenheit 451 una de las amenazas son las pantallas de televisión. La sala de «estar» de Montag tiene tres paredes llenas de luces y sonidos, permanentemente encendidas para que Mildred, su esposa, tenga una familia virtual con la que interactúa noche y día. Ella se queja de que la cuarta pared aún está vacía. El mandato es divertirse. Además «el televisor es “real”. Es inmediato. Tiene dimensión. Te dice lo que debes pensar y te lo dice a gritos». No. Aunque la lectura es un placer, no puede competir con este tipo de diversiones. Diría más: leer no es una ocupación de tiempo libre. Se es libre cuando se lee.

Si los libros requieren pensar, imaginar, analizar y hasta memorizar, esto conlleva un esfuerzo mental que cada vez menos gente quiere hacer. La cultura del afán, del facilismo, del hacer continuo, exige que la gente no se detenga. ¿Quién está dispuesto a leer un volumen de novelas de Dostoievski, escritas hace ciento setenta años, de mil setecientas páginas, editado en papel biblia con una letra de cinco puntos y encuadernada con cuero? Solo quien ame la literatura.

En la novela de Bradbury el mejor lugar para almacenar los libros es la memoria. Allí van a parar los libros incinerados y esa es tarea de los desertores y rebeldes que crean una hermandad de lectores. Ocultos alrededor de la antigua vía férrea, se encuentran viejos profesores e intelectuales que memorizaron los libros con la esperanza de que en un futuro indeterminado pudieran ser copiados y editados nuevamente. A diferencia del pueblo armenio, estos personajes no quieren dejar rastro material de los libros, por eso se especializan por autores para que sea posible la recuperación de los textos. «Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí», dice un personaje.

Esto tampoco es ficción si sabemos que poetas rusos como Ana Ajmátova y Óssip Mandelstam en los años de las purgas de Stalin tuvieron que aprender de memoria sus versos, escribir en su cabeza y encargarle a la familia y a los amigos que cada uno aprendiese una parte de los poemas. La memoria era el único lugar en la que podían ser editados. Las evocaciones de Nadezhda Mandelstam, compañera de Ossip, en sus memorias tituladas Contra toda esperanza, son el testimonio de esa aventura de la memoria frente al poder autoritario.

Otro tema que conmueve en esta novela es la reflexión sobre el rol que cumplimos en la vida. ¿Pasamos por aquí sin dejar huella, o nos proponemos hacer algo que cambie positivamente el mundo, por ínfimo o abstracto que sea nuestro aporte? Granger, uno de los maestros desertores, cuenta esto:

Cuando era niño, mi abuelo murió. Era escultor. También era un hombre muy bueno, tenía mucho amor que dar al mundo, y ayudó a eliminar la miseria en nuestra ciudad; y construía juguetes para nosotros, y se dedicó a mil actividades durante su vida; siempre tenía las manos ocupadas. Y cuando murió, de pronto me di cuenta de que no lloraba por él, sino por las cosas que hacía. Lloraba porque nunca más volvería a hacerlas, nunca más volvería a labrar otro pedazo de madera y no nos ayudaría a criar pichones en el patio, ni tocaría el violín como él sabía hacerlo… El abuelo lleva muchos años muerto, pero si me levantara el cráneo, ¡por Dios!, en las circunvoluciones de mi cerebro encontraría las claras huellas de sus dedos. Él me tocó.

Algo así nos ocurre al leer. No somos los mismos antes que después de una novela, un cuento, un poema. Si un libro nos toca, algo en nosotros experimenta un cambio, algún lugar del cerebro genera una conexión, una sinapsis, un estímulo que quizá nos haga sonreír o estremecer, alguna huella que, nadie más que nosotros, puede conocer.

La distopía literaria de Ray Bradbury pudo quedarse corta, en comparación con los desafíos actuales y futuros que nos plantean las veloces transformaciones de los entornos virtuales, la inteligencia artificial y el metaverso. Quizá la clave está en entender que las herramientas tecnológicas están al servicio de nuestra inteligencia, no la sustituyen; del mismo modo en que un libro se abre para ofrecernos un mundo que, para ser posible, requiere nuestra participación, que es único y distinto para cada lector. Como lo dice Joan Margarit, refiriéndose a la poesía: «El poema es una especie de partitura abierta a muchas interpretaciones posibles… el instrumento del lector es su cultura, sus sentimientos, su estado de ánimo, sus frustraciones, sus miedos, su pasado… el poema es interpretado por el lector, o no es».

Este texto es la sustancia de lo que ha quedado en mí después de la inmersión en Fahrenheit 451. Es mi lectura, mi música, mi interpretación.

Marzo de 2024

Ray Bradbury (Imagen de internet)