Nada es perfecto

Desde hace varios días Camilo ha cambiado de una manera increíble: ya no es el primero en entregar la tarea, sus notas han dejado de ser las mejores, se calla cuando los profesores hacen alguna pregunta, aunque todos sabemos que él es el único en saber la respuesta. Para colmo de todo, ya no quiere servir de apuntador. Por eso hoy le quitaron la medalla de excelencia. Porque cría fama y échate a la cama, dijo la profesora de español.

A la hora del recreo quiere meterse en los juegos bruscos de los otros niños y ellos han empezado a aceptarlo poco a poco. Yo no puedo entender por qué Camilo quiere que lo consideren un niño indisciplinado, siendo el más inteligente del curso.

– Porque si eres el mejor, entonces te sientes solo. – me respondió.

– Pero Camilo, todos quisiéramos tener la medalla y tú te la has dejado quitar. ¿Será que te estás volviendo loco? – le dije muy preocupada.

– Es que ahora quiero tener amigos. Ser el sabelotodo de la clase sirve para que los profesores digan cada vez que ustedes no entienden algo: ¿y por qué Camilo sí lo entendió? Si yo me callo ustedes podrán preguntar y no les dirán brutos. Además, no quiero seguir sacando buenas notas para que no puedan trasladarme a ese colegio interno.

– ¿Es que acaso te piensan trasladar?

– Si. Pero yo no quiero porque allá estaré preso.

– Entonces vuélate de la casa, como Pablo.

– No sería capaz y no creo que esa sea la solución. La solución se llama A-N-A-R-Q-U-Í-A..

– Y ¿quién es esa señora?

– No sé. Pero la voy a encontrar. No digas nada, Esperanza, o dejarás de ser mi amiga.

Me hizo prometerle que no se lo contaré a nadie. Después de hablar con Camilo me sentí mucho más confundida. Antes hubiera dado todo porque me colocaran, así fuera un sólo día, la medalla de excelencia. Pero Camilo me hizo pensar en que no es lo máximo. Él la ha tenido y eso no lo hace feliz. Además, me gustó eso que me contó de esa señora ANA…ALGO. Tal vez ella también pueda ayudarnos a que todos los niños seamos felices.

***

Desobediencia

Hace una semana vi a Pablo cuando venía de la escuela. Iba atravesando el parque, llevaba muchas cosas en las manos y una tula azul. Parecía estar de viaje. Lo llamé y él no quiso mirar. Parece que en la reunión de padres contaron que Pablo se fue de la escuela, porque mamá me dijo que no quería verme más con él.

– Pero si es mi mejor amigo. – le dije.

– Era. Ahora se volvió gamín y no puede ser un buen amigo.

– Lástima. Él me contaba cosas de los pájaros.

– Si sé que te juntas con él, no respondo.

La amenaza me puso triste. Se que Pablo no es malo y quiero seguir hablando con él. Aunque tenga que disfrazarme de algo para ir a buscarlo a la cueva, iré. Aunque mamá me reviente el cuerpo, iré.

Por eso hoy, cogí el almuerzo, lo eché todo dentro de una vasija plástica, lo metí dentro de una bolsa, y lo guardé en la tula de los libros. Después me quité el uniforme, me vestí con una ropa de cuando era pequeño, me puse una cachucha y me fui por el camino que conduce a la cueva.

Cuando llegué a la quebrada, empecé a silbar, así como Pablo me enseñó a silbar, como los turpiales, y él apareció entre las piedras.

– ¿Qué quieres? -me dijo.

– Almorzar contigo.

No me contestó nada. Se vino hacia mí y sonrió. Saqué la vasija, la abrí y se la puse para que comiera.

– Se me olvidaron los cubiertos. Tenemos que comer con la mano.

Pareció no importarle y comenzó a comer como si tuviera mucha hambre. Yo también comía, pero menos, porque de pronto se me quitó el apetito.

– ¿Con quién vives ahora?

– Con nadie. O sí, con Isabel.

– ¿Quién es Isabel?

– Una amiga que conocí y que viene a visitarme.

Aunque no entendí nada, no quise preguntarle más.

– En la reunión de la escuela contaron que fuiste expulsado y todos los papás tienen miedo de que nos juntemos contigo.

– No me expulsaron. Me fui corriendo con mis piernas.

– Es verdad. Fuiste valiente al morder al profesor. Se lo merecía.

Se quedó callado. Terminamos de comer y luego Pablo me preguntó si quería subir con él a los árboles. Le dije que sí quería, pero que tenía que irme ya.

– Lo que pasa es que tienes miedo de que te vean conmigo.

– No es por eso. Es que…está bien, vamos a los árboles.

Fuimos y Pablo me contó más cosas que ha aprendido desde que no va a la escuela: cantos que ha inventado con la música de los pájaros; combinaciones de colores que no había descubierto; sabe cuándo los pichones piden comida y cuándo sólo quieren calor; conoce las variedades de olores entre las flores y las frutas; sabe la hora que es mirando hacia el cielo.

– Todo eso no nos lo han enseñado todavía en la escuela -le dije asombrado.

– Tampoco lo van a enseñar. – me contestó.

De pronto caí en la cuenta que debía ser muy tarde por el color que empezaron a tomar las ramas.

– Dios mío. ¡Se me hizo tarde! -dije mientras saltaba asustado del árbol y casi me parto una pierna. Cogí las cosas y salí corriendo.

– Adios, Fausto, -me gritó Pablo- ojalá no te castiguen por jugar conmigo.

Llegué a la casa muy agitado y por suerte mamá todavía no había vuelto. Me puse a hacer las tareas, pero no podía concentrarme. La desobediencia es como una picazón que te recorre el cuerpo.

Pablo no es malo, pero todos lo ven como si fuera un animal contagioso. ¿Me habré contagiado de algo? ¿Y si mamá lo notara?

No se puede vivir con tantos secretos. Las mamás los leen en los ojos. Voy a tenerlos cerrados cuando ella llegue y no los voy a volver a abrir hasta mañana.

 ***

La flor

He decidido que seré un niño ermitaño. Creo que así llaman a las personas que quieren vivir solas y alejadas de las otras. Mi casa será la cueva. Mis amigos los pájaros y los murciélagos. Mi cama, la tierra. El camino, la quebrada y los árboles, serán el croquis de mi mapa. Poco a poco, todos se olvidarán de mí y yo me olvidaré de todos.

Hoy vi de lejos a los compañeros. Iban saliendo temprano de la escuela y corrí para que no me alcanzaran. Fausto alcanzó a verme y me llamaba muy fuerte. No le hice caso, aunque era buen amigo.

Traje las pocas cosas que me quedaban en la casa: un reloj de cuerda que ya no sirve. Mamá lo usaba para que no se me hiciera tarde; dos cobijas de rayas con el olor de mi hermana; mi ropa en la tula azul; un pocillo y un plato que son míos desde que era muy pequeño; un banco de madera pintado de negro; la pelota de colores y los tenis de jugar fútbol, que hace tiempo no me quedan buenos, pero que guardo porque su olor me recuerda la navidad. Iba a dejar los cuadernos, pero después me decidí a echarlos en la tula. Para no olvidarme de los números y las letras.

Creo que nadie me vio. La vecina estaba muy ocupada. Se sentirá aliviada de no tener que hacerme la comida con la plata que le dejó mamá. Hasta se creía que yo era su hijo y quería pegarme como a los de ella. Ya soy grande y puedo vivir solo. Buscaré un trabajo para tener comida y, mientras lo consigo, tal vez me suba a los árboles y, como los monos o los pájaros, voy a aprender a comer pepas y frutas raras. La carne no podré cazarla porque le hice la promesa a la abuela. Tampoco robarla.

Anoche me pasó una cosa muy rara. Había terminado de arreglar mis cosas dentro de la cueva, tenía mucho sueño y un poco de hambre, cuando me pareció escuchar una canción en mi oído. Era la voz de una niña o de una mujer. Abrí los ojos y pensé en la bruja. Entonces el corazón empezó a trotarme en el pecho. Recordé que a los niños malos les pasan cosas malas, aunque yo me siento bueno. Empecé a rezar para adentro y apreté los ojos muy fuerte. Sentí algo mojado en la cara. Por el sabor del líquido me di cuenta de que eran lágrimas.

Soñé que una niña muy sucia, con cara linda, había venido a visitarme. Me hablaba cosas que no recuerdo y su voz era como el canto de los pájaros, aunque con palabras. Recuerdo que me entregó una flor y me dijo algo que debió ser bonito, porque cuando desperté ya no tenía miedo.

Hoy me levanté y fui a bañarme en la quebrada. Hasta ese momento había olvidado por completo lo de la noche anterior. Cuando regresé a la cueva, junto a mi ropa, encontré una flor dormida. Es una flor muy rara. Nunca he visto algo parecido. Tiene un color azul profundo y en el centro un pistilo dorado. Sus pétalos están casi cerrados y su olor es a madera recién cortada. La estaba mirando y de pronto el olor me hizo recordar a la niña del sueño. No entiendo nada. Dicen que los sueños son mentira, pero entonces, ¿cómo pasó la flor desde el sueño hasta mis manos? ¿Me estaré volviendo loco? La niña me la dio para que no tenga miedo. Lo sé por esa tranquilidad que me da cuando la huelo.

***

La mentira

Después del recreo nos dejaron ir de la escuela sin explicarnos por qué. Cuando llegué a casa, mamá no me creyó. Fue a preguntarle a la vecina si era verdad que la escuela había soltado temprano a los niños. Ella le dijo que no porque todavía Milton, el hijo que está en tercero, no había llegado. Cuando mamá iba a castigarme porque, según ella, me había volado de la escuela, afortunadamente pasó por el frente de la casa una niña que llevaba puesto el uniforme. Mamá se contuvo. De todas maneras, fue como si me hubiera pegado. Seguía dudando y me miraba raro.

Las mentiras son cosas que usan los mayores cuando no saben qué decir, cuando olvidan una promesa o sacan una ventaja al mentir. Los niños aprenden a mentir cuando tienen miedo de decir la verdad. El miedo es como un animal que te coge del cuello y ya no te suelta. Entonces tienes que inventar cualquier cosa. Mamá cree que miento cuando ella supone que tengo miedo de decirle la verdad. Yo he aprendido a decir mentiras para evitarle el disgusto. Pero esta vez no miento y ella no me cree.

A la hora de la comida escuchamos unos gritos en la casa vecina. Era Milton que saltaba de dolor porque su mamá lo castigaba por haberse ido a jugar a la cancha. Escuchamos cómo le decía que no fuera mentiroso, que ella sabía que la escuela había cerrado temprano porque me había visto llegar hace varias horas.

Miré a mamá y me pareció que estaba satisfecha. No me gustó oír los gritos de dolor de Milton, ni me alegré porque esta vez me hubiera salvado del castigo. Al contrario, escuchaba los correazos en su cuerpo y me parecía que eran en mi piel. Hubiera podido ser al revés: Milton escuchando los correazos en mi cuerpo.

Sigo pensando en la mentira: si Milton no hubiera tenido miedo de decir que quería ir a jugar a la cancha; si a su mamá no le pareciera malo que él quisiera jugar en la cancha; si el uno no se sintiera obligado a mentir y la otra a castigar; entonces, tal vez a esta hora estarían los dos comiendo en paz. Y de sus cabezas saldrían, como en las tiras cómicas, unas palabras que no pueden leerse, metidas en dos corazones.

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El apuntador

Hoy el profesor nos volvió a dejar la tarea escrita en el tablero y se fue a la reunión. Otra vez me dejó encargado de que los niños hagan silencio. Por eso me he ganado muchos enemigos. El negro Fausto y Jorge me tiraron todo el tiempo cáscaras de naranja. Marysol y Martha estuvieron diciéndose secretos y riéndose de mí. Menos mal que Esperanza no les siguió el juego y estuvo toda la hora callada y haciendo las operaciones. Otros saltaban sobre los pupitres. Como me aburrí de hacerlos callar, escribí en el tablero la palabra silencio y me senté a hacer mi tarea.

Las operaciones eran muy largas: había divisiones, raíces cuadradas, fraccionarios para sumar, restar, multiplicar y dividir. Y, como si fuera poco, al final unos problemas para resolver. No había tiempo para pensar. Recordé que había traído la calculadora que papá me regaló en mi cumpleaños, pero ¿Cómo iba a sacarla? Todos me acusarían ante el profesor. Me parecía escucharlos: “¡Camilo hizo trampa! ¡Camilo hizo trampa!”

Resignado, decidí continuar resolviéndolas de memoria. Soy el ejemplo de la clase y la medalla de acero me pesa en el pecho. Quisiera arrancármela de un manotazo. Es como un castigo, pero al revés: un premio que me hace sufrir. Todos te tuercen la boca en un gesto de desprecio, hablan de ti por detrás y, cuando sales de la escuela, no quieren acompañarte a casa. Menos Esperanza. Ella es la única que me sonríe.

Cuando terminé todas las operaciones, faltaban cinco minutos para que se acabara la clase. Miré a todos lados y mis compañeros se afanaban por empezar a copiarse los resultados. Ahí fue cuando me di cuenta de que Hugo, el grandote de la última banca, tenía una calculadora y le dictaba a todos los resultados. Sentí mucha rabia, pero de pronto se me ocurrió que el profesor revisaría los cuadernos, miraría los borronazos y los pasos de las operaciones, y entonces se daría cuenta del engaño. Me quedé callado y esperé.

Sonó la campana para irnos al recreo. El profesor volvió muy apurado. Iba a darle la lista con los nombres de los desaplicados (al final, casi todos los niños estaban anotados. Sólo faltábamos yo y Esperanza) pero él no me puso atención. Parece que se olvidó de que me había encargado. Borró las operaciones del tablero y dijo que nos felicitaba por haber hecho los ejercicios y que mañana empezaría una nueva lección. Todos brincaron de felicidad porque no iba a revisar el cuaderno. Me hicieron muecas y siguieron diciéndome groserías.

Me sentí como debe sentirse un payaso cuando nadie se ríe, o como un muñeco de peluche estrujado. Esperé que todos se fueran, cogí la lista, hice un avión con ella, y lo estrellé contra la cabeza del profesor. Claro que el profesor ya había salido y no se dio cuenta que su cabeza quedó hecha trizas.

Mañana, cuando me quieran poner de apuntador, voy a sacar valor para decir que no, que coloquen a otro en mi lugar, porque yo quiero tener amigos. Sé que me quitarán la medalla, papá creerá que me he portado mal, y me pondrá un castigo. Estoy perdido.

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La escuela

La escuela es como una vieja alta, con la piel blanca y un olor a tierra mojada. Las paredes están pintadas con cal y llevan un zócalo de esmalte verde. Arriba se le ven grietas que conforman el croquis de un mapa. Las puertas, gigantescas, también son verdes con viejas cerraduras de llaves perdidas. El techo de vigas muestra la humedad y la carcoma de los años. Cuatro corredores enmarcan el patio de baldosas de piedra. Unos pilares, igualmente verdes, dividen los corredores y el patio. En el centro de éste, una pileta con una estatua de la virgen en yeso. Lleva en brazos un niño y sonríe mirando al cielo. La pileta está llena hasta el medio con un agua verde y pueden verse algunos peces pequeños en el fondo. Por el agua navegan palomitas de maíz, pajaritas, uno que otro barco de plástico y un avión rojo clavado en el fondo.

Los salones son amplios y con el piso de cemento. Los pupitres grandes, algunos con cuatro y otros con tres puestos; un olor a goma de borrador, a tinta azul, a papel caliente, a cachorro recién bañado; los cuadernos reposan sobre los asientos. Algunos abiertos todavía, registrando la prisa de manos que dejaron una palabra a medio escribir; dibujos recién iniciados y sin color; en el tablero, la palabra silencio escrita en mayúsculas e iniciada con la letra “c”; al lado, el esquema de muchas operaciones matemáticas enumeradas, trazadas con una letra fuerte y bien delineada.

A lo lejos, el murmullo de gritos, risas, voces, como el sonido de un río feliz. De pronto, una campana rompe el bullicio y el silencio es un tren que crece y amenaza con descarrilarse. El tren se acerca, toma los corredores y desemboca en los salones, en donde se convierte en una algarabía. El recreo ha concluido.

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