Hoy el profesor nos volvió a dejar la tarea escrita en el tablero y se fue a la reunión. Otra vez me dejó encargado de que los niños hagan silencio. Por eso me he ganado muchos enemigos. El negro Fausto y Jorge me tiraron todo el tiempo cáscaras de naranja. Marysol y Martha estuvieron diciéndose secretos y riéndose de mí. Menos mal que Esperanza no les siguió el juego y estuvo toda la hora callada y haciendo las operaciones. Otros saltaban sobre los pupitres. Como me aburrí de hacerlos callar, escribí en el tablero la palabra silencio y me senté a hacer mi tarea.

Las operaciones eran muy largas: había divisiones, raíces cuadradas, fraccionarios para sumar, restar, multiplicar y dividir. Y, como si fuera poco, al final unos problemas para resolver. No había tiempo para pensar. Recordé que había traído la calculadora que papá me regaló en mi cumpleaños, pero ¿Cómo iba a sacarla? Todos me acusarían ante el profesor. Me parecía escucharlos: “¡Camilo hizo trampa! ¡Camilo hizo trampa!”

Resignado, decidí continuar resolviéndolas de memoria. Soy el ejemplo de la clase y la medalla de acero me pesa en el pecho. Quisiera arrancármela de un manotazo. Es como un castigo, pero al revés: un premio que me hace sufrir. Todos te tuercen la boca en un gesto de desprecio, hablan de ti por detrás y, cuando sales de la escuela, no quieren acompañarte a casa. Menos Esperanza. Ella es la única que me sonríe.

Cuando terminé todas las operaciones, faltaban cinco minutos para que se acabara la clase. Miré a todos lados y mis compañeros se afanaban por empezar a copiarse los resultados. Ahí fue cuando me di cuenta de que Hugo, el grandote de la última banca, tenía una calculadora y le dictaba a todos los resultados. Sentí mucha rabia, pero de pronto se me ocurrió que el profesor revisaría los cuadernos, miraría los borronazos y los pasos de las operaciones, y entonces se daría cuenta del engaño. Me quedé callado y esperé.

Sonó la campana para irnos al recreo. El profesor volvió muy apurado. Iba a darle la lista con los nombres de los desaplicados (al final, casi todos los niños estaban anotados. Sólo faltábamos yo y Esperanza) pero él no me puso atención. Parece que se olvidó de que me había encargado. Borró las operaciones del tablero y dijo que nos felicitaba por haber hecho los ejercicios y que mañana empezaría una nueva lección. Todos brincaron de felicidad porque no iba a revisar el cuaderno. Me hicieron muecas y siguieron diciéndome groserías.

Me sentí como debe sentirse un payaso cuando nadie se ríe, o como un muñeco de peluche estrujado. Esperé que todos se fueran, cogí la lista, hice un avión con ella, y lo estrellé contra la cabeza del profesor. Claro que el profesor ya había salido y no se dio cuenta que su cabeza quedó hecha trizas.

Mañana, cuando me quieran poner de apuntador, voy a sacar valor para decir que no, que coloquen a otro en mi lugar, porque yo quiero tener amigos. Sé que me quitarán la medalla, papá creerá que me he portado mal, y me pondrá un castigo. Estoy perdido.

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