El largo grito de hielo

Isla Negra – Comuna de El Quisco – Chile.

Nunca soñé con visitar este país y, sin embargo, una vez que estuve en las calles de Santiago de Chile, descubrí que este lugar estaba lleno de sentidos y contenidos de mi historia simbólica, aquella formada de canciones, versos, insignias e ideales que había ido construyendo con mis lecturas, con la música y la poesía que venían del sur del continente, con esos personajes que me prestaban las palabras para decir lo que sentía. ¿Qué mujer no ha sido por una vez Albertina, la amada que provoca alguno de los veinte poemas de amor o quizá la canción desesperada? Con el libro en las manos le temblaba la risa al enamorado que estampaba su firma apropiándose del verso para pedir un beso. O aquel tímido camarada que, copiando a Benedetti, me decía: «Compañera, usted sabe que puede contar conmigo. No hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo».

Los latinoamericanos estamos marcados por la historia oscura de las dictaduras del Cono Sur en el último tercio del siglo XX. Alimentamos nuestra propia rebeldía con versiones, entre trágicas y heroicas, de la caída de Salvador Allende. El experimento de la llamada «izquierda democrática», el proyecto de un gobierno popular, fue aniquilado para dar paso al autoritarismo y la represión. Así también tuvo lugar la diáspora de la protesta, se regaron por el mundo los acetatos y casetes, la literatura y el arte con contenidos revolucionarios y el llamado a la militancia. La «música social» que nos llegaba de Chile, Argentina y Uruguay, representaba la resistencia, incitaba al combate. Esa ola llegó a nuestras casas y nos encontró en la edad ferviente de la rebeldía, nos llevó a gritar en las marchas, formó parte de nuestro estilo de vida contestatario y se mezcló con el rock, los bluyines, los pantalones de terlenka, la salsa, las rancheras y el vallenato. Eran nuestros días de radio y el ingreso de la televisión. «Poco, poco a poco…» como dice un huayno bailable, fueron tomando fuerza los aires andinos, las quenas y zampoñas, el charango. Poco a poco se fusionaba el norte y el sur, se cruzaban los ritmos negro, andino, sabanero, el rock urbano, la música indígena. Así hicimos el tránsito, hacia las canciones de Inti–Illimani, «de pie marchar, que vamos a triunfar», y de Quilapayún, «para hacer esta muralla tráiganme todas las manos». Nos sintonizamos con el tono lastimero de Violeta Parra y sus Gracias a la vida, con el dolor de Víctor Jara, «te recuerdo, Amanda, la calle mojada…» Interiorizamos estas canciones con su cuota de muerte, con el afán de saber, vivimos emociones cruzadas y en ebullición, vimos imágenes del horror al lado de cóndores cruzando Los Andes. Chile era la historia trunca, la memoria de lo apenas imaginado que lográbamos vivir intensamente.
Chile, territorio estrecho y profundo de Arica a Punta Arenas y más allá, hasta el misterio azul de La Antártida. Chile, «largo grito de hielo», país de los volcanes nevados, de grandes lagos verde azules donde no encuentra fondo el asombro. ¿Cómo describir Chile sin escuchar a Pablo Neruda? «cráteres cuyas cúpulas de tiza repiten su redondo vacío junto a la nieve pura», «enmarañado bosque», «antártica hermosura de intemperie y ceniza». Chile, su corazón de cobre, su aroma de salitre, el brillo lapislázuli, la alucinante paradoja que va de los glaciares a la Tierra del Fuego. ¿Cómo entender el desierto, las cordilleras, las playas, la gente, la historia de Chile, sin su poesía? Raúl Zurita dice que «los desiertos de Atacama son azules» y que «toda la playa se iba haciendo una pura llaga en sus ojos», que su país es «largo y angosto como todos los seres tristes y reales», mientras que Violeta Parra maldice la cordillera de los Andes, la Costa, «la angosta y larga faja de tierra…»

Chile y su archipiélago dorado, su Patagonia misteriosa, los islotes de cisnes blancos con cuello negro, sus garzas como pinceladas en el agua. Chiloé, la Isla Grande, ha construido sus casas de madera colorida para enfrentarse al soplo gris del océano. Los racimos de pingüinos conversan entre ellos, mientras una cortina de hielo, un vaho de misterio, los protege de las cámaras, del grito. Solo el hechizo logra retratarlos. Nos alejamos y el cielo se tiñe de gaviotas. Navegar el lago de Todos los Santos es una experiencia mística. Deslumbra el verde esmeralda, rodeado por cerros coronados de nieve. Su silencio insondable nos recuerda el tiempo eterno de la tierra, nuestra infinita pequeñez.

La memoria se zambulle en las aguas heladas, boga por el lago Llanquiue y allí se estremece con la visión majestuosa. Al fondo del inmenso lago se levantan dos volcanes: El Osorno y el Calbuco. El Osorno, cubierto de nieve, habitado por una misteriosa leyenda mapuche. Cuentan que dentro de él habita un espíritu perverso que vomitaba azufre y fuego, cubriéndolo todo de terror y desolación. Era toda una explosión de celos que el temido personaje sentía porque la bella princesa Licarayén estaba a punto de casarse. El pueblo Huilliche tuvo que sacrificarla, sacándole el corazón, para que un cóndor lo devorara y luego arrojara una rama de canelo en el cráter del volcán. De ese modo el Osorno y el Calbuco se apaciguaron y la nieve los cubrió. Así los encontramos en Puerto Varas, congelados. Junto al lago, de cara a los volcanes, vimos también una gigantesca princesa, hecha de hierro y aire, extendiendo sus brazos, como reclamando su corazón.
Chile, tierra de poetas. Neruda como capitán llevando el timón, dirigiendo las mareas e invitando a bordo a sus seguidores y detractores. Nicanor Parra se niega a subir, construye su propio bote, convoca la disidencia, el desorden de las palabras. Vicente Huidobro, el traductor de las olas, Enrique Lihn, ancho y profundo, horadando en su alma. Gonzalo Rojas, flotando eternamente en su gran casa de aire. Raúl Zurita, sus playas asesinadas y la esperanza de la poesía. Y podríamos seguir sin parar. Justamente en la Alameda, corazón verde de Santiago, hay una escultura y una fuente dedicadas a Rubén Darío, el padre de los poetas hispanoamericanos. Aquel a quien un día de 1933 Federico García Lorca y Pablo Neruda hicieron un homenaje en Buenos Aires con un «discurso al alimón», en el que iban entrelazando frases hasta armar una sola voz para exaltar su obra. Y los dos preguntaban en dónde estaba la fuente, la estatua, el parque, el jardín, erigidos en su honor, y terminaron elevando una estatua de aire hecha de admiración y poesía para exaltar al autor nicaragüense. Por eso resultó tan grato hallar este monumento a Rubén Darío en Santiago. Junto a la fuente se leen estos versos en piedra: «Por eso ser sincero es ser potente./ De desnuda que está brilla la estrella./ El agua dice el alma de la fuente/ en la voz de cristal que fluye della».

Santiago, procesiones de gente en calles y avenidas. Conversan a gritos, se apiñan en las estaciones del metro, pasean en bicicletas, se toman los parques bajo el sol de noviembre que arranca los abrigos e invita a dorar el color de la piel. Hay sudor y brillo en los rostros y un ademán desenfadado que invita al encuentro y a la música. Bellavista es un barrio bohemio de intensa vida nocturna en donde bellas casas tradicionales han sido adecuadas como restaurantes o bares, las aceras se llenan de mesas, flores y objetos artísticos, músicos callejeros interpretan sus temas, danzarines o tamboras incesantes por doquier, la gastronomía local en su variedad de preparaciones de mariscos o las gigantes empanadas, toda una tentación para el viajero ávido de sabores y texturas.

En otros sectores de la ciudad multitudes de jóvenes marchan, llevan carteles, los trabajadores de las oficinas públicas protestan. Por todos lados se siente hervir la colectividad, interrogar, cuestionar. Hay una convulsa vida política en Santiago. El cerro Santa Lucía es testigo de una historia fracturada, remendada. Allí fundó la ciudad Pedro de Valdivia en 1541 y por sus laderas se extendieron los primeros sarmientos, la vid, el fruto más deseado del país, la delicia vinícola que enciende pasiones. ¿Quién no disfruta un vino chileno?

LAS VERDADES VERDADERAS

Pero estamos aquí para hacer un viaje por la memoria que duele. No se trata solamente de conocer sus avenidas limpias, los edificios históricos preservados, su plaza de Armas y el Palacio de la Moneda, que irremediablemente nos recuerda el oprobio. Lo encontramos cercado por armazones de hierro, inaccesible. Nos iremos sin conocer sus salones multicolores, el patio de Los Naranjos, debemos imaginar el olor de la madera, la imponencia de los mobiliarios, las obras de arte en su derroche. Presentimos el movimiento de los funcionarios en su ajetreo cotidiano, mientras los carabineros nos vigilan por sus cámaras y a través de los numerosos ventanales. En otro lugar estará la información que buscamos.

La plaza y el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos nos reciben con su área generosa, rampa y graderías abiertas al sol y a las multitudes. El edificio forrado en vidrio refleja el brillo verde intenso de la tarde y parece flotar sobre sus bases. A la entrada se encuentra este aviso: «No podemos cambiar nuestro pasado; sólo nos queda aprender de lo vivido. Esa es nuestra responsabilidad y nuestro desafío». Ya en su interior se empieza el recorrido por la amarga historia que parte del 11 de septiembre de 1973 con la voz de los militares que anuncian la toma del Palacio de la Moneda, el estruendo de las balas y la voz serena y firme del presidente Salvador Allende, que tiene tiempo todavía para despedirse del pueblo chileno, de sus asistentes y amigos, de agradecerles por haberlo acompañado y de entregarles su negra mirada antes de inmolarse de cara a la historia. Su lucidez aterra y hace vibrar los huesos. Su voz se extiende por la sala, se repite: «Estas son mis últimas palabras, teniendo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una sanción moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición». Los audios y las imágenes parecen ficción. La infamia recorre las calles, rostros despavoridos, cuerpos empujados hacia el paredón, como si se tratara de un juego de pistoleros, camiones en los que miles de hombres son empacados hacia el matadero, ráfagas en cualquier esquina, uno que otro francotirador gastando las últimas balas de la resistencia.

Pablo Neruda exaltó la obra de gobierno de Allende, lloró su asesinato y se negó a creer en su suicidio. Escribió que fue acribillado «por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile». La catástrofe se veía venir: «la cruzada de la amenaza y el miedo, el despliegue de todas las armas del odio contra el porvenir».

Se recorren las salas del museo con una pesada certidumbre, con la conciencia amarga de que esa ola de crímenes, esa marejada de gritos y esas cordilleras de cadáveres tuvieron lugar en estas mismas calles donde ahora se saludan sonrientes los vecinos, donde deambulan entusiastas los jóvenes hinchas de la selección campeona de la Copa América. Afiches, titulares de prensa, declaraciones, fotografías de escenas dantescas o desoladas, entrevistas a los torturados, cartas de los niños que nunca conocieron a sus padres. Mientras recorremos el laberinto, la voz de una mujer nos taladra una y mil veces diciendo: «sangraba por la boca, sangraba por los senos, sangraba por el ombligo, sangraba por la vagina…» Como si no fuera suficiente con vivirlo y ahora quisiera hacer que sangremos por todos los agujeros.
Víctor Jara, «golpeado como jamás creí se podría golpear a un ser humano», su toque final e inmortal en el Estadio Chile con las manos rotas, arañando sus últimos versos rojos: «Canto, que mal me sales cuando tengo que cantar espanto». Víctor, el que morirá cantando «las verdades verdaderas».

Aquellos días, meses y años aciagos mataron la esperanza, no solo de una gran parte de los chilenos, sino de muchos luchadores y soñadores de América Latina. El proceso político de la Unión Popular chilena fue exterminado y nos quedó el canto doloroso y la poesía: «Yo cruzaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentada, y en una hermosa plaza liberada me detendré a llorar por los ausentes», canta Pablo Milanés con su voz fracturada. El arte como bálsamo, como cicatriz de la herida. De un gran muro penden miles de fotografías de víctimas, como en una gigantesca vitrina de la fatalidad, mientras la gran sala, que funge como balcón, está enmarcada por luces, a modo de velas, para recordar los múltiples velatorios callejeros hechos como ritual de duelo y como protesta. Quienes sean los rostros que cuelgan, están recobrando su espacio en el mundo. Promete el cantor: «Retornarán los libros, las canciones / que quemaron las manos asesinas./ Renacerá mi pueblo de su ruina / y pagarán su culpa los traidores».

A medida que se asciende dentro del edificio se va aliviando la carga. Ahora las imágenes y videos aluden al proceso de transición, a las manifestaciones del «No» que se desarrollaron en 1988 cuando los chilenos votaron en un plebiscito para decidir la continuación del gobierno impuesto por Pinochet. Se trataba de la posibilidad de que saliera el dictador, después de quince años de represión, de silencio, de persecuciones. Muchos jóvenes no conocían otra forma de gobierno, otro orden social. La campaña del «No» apostaba a la esperanza y más del cincuenta y cinco por ciento marcaron el arcoíris en contra del «Sí» de las tradicionales consignas por el orden conservador, representado por la imagen de la familia del déspota. Hubo miedo a las represalias, a las presiones y desapariciones. Pero ganó el cambio. La fiesta se trasladó a las calles, se hicieron marchas por la vida y la euforia de las mayorías se tomaba los escenarios cotidianos de la vida chilena. Parejas de enamorados detenían el tráfico para bailar en mitad de las vías, obreros suspendían su trabajo para sumarse al entusiasmo de la manifestación. En el museo se cuenta aquella conmovedora historia del concierto organizado por Amnistía Internacional en Mendoza, Argentina, en octubre de aquel año.

Al salir del museo tenemos que recomponer la sonrisa. La sensación de sacudida nos impide por un momento volver a la normalidad del presente. Es como haber sido tragados por el túnel del tiempo y ser arrojados de repente al pavimento para continuar el recorrido por unas calles en donde nadie recuerda nada. ¿Conoce el Museo de la Memoria?, preguntamos a jóvenes meseros y a algunos transeúntes en el camino de regreso. Para ese momento ninguno de ellos había estado allí, aunque había sido inaugurado hacía cuatro años. No sabían qué había allí dentro. Nos miraban como diciendo «¿de qué me están hablando?» Es cierto. Estábamos evocando un pasado del que apenas se encuentran rastros en Santiago. Llevamos la pregunta por la memoria a lo largo de nuestro viaje. La hicimos a jóvenes y a adultos. Quizás los mayores nos entiendan, dijimos, quizá los viejos recuerden.

Rosario, que ya pasa de los setenta y es nuestra anfitriona en Viña del Mar, nos dice con tono desolador, como si hablara para sí misma: «Nosotros no sabíamos nada, no sabíamos lo que estaba pasando durante esos años de la dictadura… nos inundaron la casa de telenovelas y de programas de concursos… los supermercados volvieron a llenarse de productos, llegaron muchas compañías extranjeras y teníamos la sensación de que todo estaba bien. Solo muchos años después vinimos a enterarnos acerca de las viudas, las torturas, las desapariciones…» Roque, el hijo de Rosario, quien fue nuestro acompañante en Puerto Varas, cree que la dictadura fue una transición necesaria, que «Pinochet sacó el país adelante… después tuvo el honor de irse. Se habría podido quedar, claro, pero fíjate que no se impuso». Dos personas, dos generaciones, dos visiones en la misma familia.

No sucede igual con Claudia, psicopedagoga de la Universidad de Chile, que pasa de los cuarenta años. Su familia vivió la represión de manera directa. Heredó un espíritu altivo y una mirada crítica que también transmitió a sus dos hijos, que ahora son veinteañeros. Se armó de coraje y de conocimientos para participar en los procesos de la vida universitaria y en los movimientos que empujaron el cambio. Su hija, amamantada con la misma rebeldía, frunce el ceño, fuma un cigarrillo que no aspira, utiliza una voz grave y un tono desenfadado para dar su opinión sobre el presente político de Chile. Parece tenerlo todo muy claro. Claudia se emociona al contar lo que se vivió en el tiempo de la transición. Cuando triunfó el «No» la gente salió a las calles y al poco tiempo fueron en masa a sacarse de encima el miedo y el rencor en el concierto de Mendoza. Sí. Aquel espectáculo de Amnistía Internacional se iba a realizar en Santiago y Pinochet no lo permitió. Por eso aquella ciudad argentina fue el escenario de desfogue y liberación de muchos chilenos que tenían necesidad de celebrar el deseado cambio. Gritaron y vitorearon a Peter Gabriel, Bruce Springteen, Tracy Chapman, a Inti–Illimani y Los Prisioneros… Los ojos de Claudia se iluminan al relatar el viaje, las caravanas de jóvenes, también los obstáculos que tuvieron para pasar la frontera, las amenazas y finalmente el júbilo por haberlo logrado. Aquel 88 estuvieron allí unos quince mil chilenos que por fin pudieron sacudirse frenéticamente la impotencia, cantar, saltar hasta el paroxismo, llorar al recordar sus amigos idos y perdidos, las víctimas, unir manos y lágrimas al compás de Sting para decir «Ellas bailan solas».

La vida en la democracia no ha sido mejor a nivel económico, nos dicen. El sistema de salud, el costo del transporte, las dificultades para acceder a vivienda, las deudas que asumen para estudiar, la insatisfacción del día a día, la presión del sistema financiero. La huella de la dictadura y su modelo económico siguen vivos, difícilmente se borran. En el presente de este recorrido la inconformidad se levanta y lleva a nuevas protestas, manifestaciones, destrozos, saqueos, detenciones, asesinatos, en una rueda dentada que gira una y otra vez, como si no aprendiéramos, como si no fuera suficiente con el pasado, como si el olvido se impusiera y nunca bastara. Tal vez ya se han olvidado las palabras de Allende: «Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa, la seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria».

LAS CASAS DE NERUDA

Yo construí la casa.
La hice primero de aire.
Luego subí en el aire la bandera
y la dejé colgada
del firmamento, de la estrella,
de la claridad y de la oscuridad.

Si, como escribe Juan Gelman, «en cada pared que levanté hay restos de mi corazón», visitar las casas de Neruda es hacer un viaje a los intersticios del poeta, penetrar en sus más recónditos rincones, asaltar su intimidad, acechar sus secretos, sus pasiones ocultas, desnudar su vanidad. Es el ejercicio de curiosidad morbosa al que no podemos sustraernos porque no nos bastan las palabras o los versos. Queremos atisbar, robar con los ojos, agujerear, entrometernos, tocar, tomar la fotografía. No importa que con ello estemos quebrantando la voluntad de los muertos. El mismo Pablo Neruda fue un permanente fisgón, un voyeur, un buscador de objetos y de historias, merodeaba por los mercados, los puertos, los acantilados, los edificios en ruinas, las callejuelas y los grandes salones; visitaba los palacios abandonados para encontrar los secretos de príncipes y duquesas, se internó en los dormitorios y en los baños de las damas para aspirar los restos de perfume o para descubrir algún verso. Lo apasionaba darse «un festín con la mirada».

Viajar por la memoria reciente de Chile es también zambullirse de palabra y de obra por lo que fue la vida de Pablo Neruda, ese poeta inmenso que se identificó con los humildes, aunque él mismo no lo fuera. El poeta que no solo creyó, sino que ayudó a construir y vivió por lapsos la utopía emancipadora. Su fe comunista le significó persecuciones, cárcel, amenazas, enemistades, desprestigio, dolor y quizá la muerte. El relato que hace de su vida muestra que para él no había separación entre el ser poético y el ser político, hasta el punto de haber cometido suicidios poéticos como en su Canto de amor a Stalingrado y en aquel poema que hizo para exaltar al mariscal Tito. Porque una vez publicado el poema, los acontecimientos políticos entre la Unión Soviética y Yugoslavia cambiaron y Neruda tuvo que modificar también su Oda a Tito por una diatriba. Pero un tiempo después las relaciones diplomáticas dieron un giro y el poeta se vio en la disyuntiva de cuál de los dos poemas publicar en las siguientes ediciones. La anécdota la cuenta Jorge Amado. Estos desatinos y muchos de sus panfletos poéticos son yerros humanos de quien es uno de los más grandes creadores de la palabra. No se trata de mirar hacia atrás, con gafas y guantes intactos, para enjuiciar la pasión y las decisiones de los protagonistas, sin entender su inmersión en el momento histórico que vivieron.

Pablo tomó partido, en sentido literal, hizo de ello su opción de vida, y hasta el último instante se mantuvo en sus convicciones. «Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo», escribe tres días después del golpe militar y nueve días antes de su propia muerte, en circunstancias aún turbias. Toda su vida fue dedicada a la poesía y a la política, sin establecer separaciones entre ellas. También fue amante del mar y de todos sus símbolos. Fue un viajero, un gozador, un coleccionista de cosas y de historias, cocinero, abierto opositor del fascismo, solidario de escritores perseguidos, adorador de mujeres en sus versos, maltratador de otras en episodios de su vida. Su ego, sus maneras de sibarita, su fama y sus posiciones radicales le propiciaron adversarios. Desde Vicente Huidobro, Juan Ramón Jiménez, Pablo de Rokha, hasta el ícono cubano y también comunista Nicolás Guillén… Este dijo, con su característica ironía, a propósito del título de la autobiografía de Neruda, que debería haberse titulado «Confieso que he bebido».

El amor poético, la fuerza de la memoria, la necesidad de conocer, de oler, de regodearse fisgonamente por la vida de Neruda, nos llevaron hasta sus casas, o lo que queda de ellas, ahora convertidas en museos. Las tres casas que administra y lucra la Fundación Pablo Neruda, que se autoproclama dueña de la obra y de la memoria del poeta, son La Chascona en Santiago, La Sebastiana en Valparaíso y la casa de Isla Negra. Son el testimonio fehaciente de la desenfrenada fascinación del poeta por coleccionar objetos provenientes de los más apartados rincones del mundo y del tiempo. Su descomunal obsesión por poseer un pedazo de cada rincón que visitaba, por rodearse de un ejército de creaciones naturales y humanas, desde un pájaro rojo suspendido en su vuelo hasta caracolas de todos los mares, esculturas, máscaras, pinturas, tallas africanas, puertas, sus amados mascarones, barcos dentro de botellas, vajillas, sillones, mapas antiguos, copas de todos colores y procedencias, el pupitre de la infancia y tantos objetos imposibles de nombrar en su fantástica abundancia, una pléyade que habla de buen gusto, de vanidades, de caprichos. Él los nombra «mis juguetes» y ¡vaya si lo son!

Las casas de Neruda no solo están hechas de tierra y agua: en ellas se siente el flujo de su sangre, el ímpetu de su pasión y la forma exquisita como saboreaba las nubes y las olas. No hay una ventana en la que no esté el ojo del poeta, o por la que no se atisben el cielo o el mar. En el estudio de La Chascona se divisan los cerros de Santiago; el dormitorio de La Sebastiana es un mirador privilegiado en el que mar y cielo se conjugan en un solo sueño de blancos, azules y verdes; el viento y la marea embravecidos de Isla Negra golpean la casa, la campana y la inmensidad. El capitán poeta diseñó sus casas como barcos, como castillos de agua y aire. Se camina por ellas a través de pasadizos bajos y estrechos en los que sobresale alguna claraboya, por corredores secretos que conducen a otra magia impredecible, a otra alucinación poética. A falta de mar, La Chascona tenía una acequia interior y una fuente con mural de piedras, creación artística de su amiga María Martner. En La Sebastiana se hacen palpables, se hacen carne estos versos:

Y aún, entre largos caminos, fundamos en Valparaíso una torre,
por más que en tus pies encontré mis raíces perdidas
tú y yo mantuvimos abierta la puerta del mar insepulto
y así destinamos a La Sebastiana el deber de llamar los navíos
y ver bajo el humo del puerto la rosa incitante,
el camino cortado en el agua por el hombre y sus mercaderías.

Porque esta casa es como un navío encallado sobre una pequeña colina, todos sus ángulos y ventanales se inundan con la visión de un mar de colores cambiantes en cada momento del día. La espuma estrellándose contra la arena es un eterno embrujo, una imagen hipnótica que nos envuelve y casi nos obliga a quedarnos congelados de fascinación. Para llegar a la casa hay que ascender en espiral por calles estrechas de pobres construcciones, pues el poeta se alzaba como un dios sobre los ranchos y las tristes ventanas que no logran divisar el mar. En cada piso se agolpan visitantes, turistas conectados a la audioguía para escuchar las descripciones y la procedencia de los objetos y de algún verso. Por momentos tenemos los ojos abiertos en un gesto de incredulidad, a bordo y en altamar, en un afán de capturarlo todo, en otro instante los cerramos para imaginar y recrear la presencia de Pablo, para escuchar su paso lento sobre la alfombra, su sombra gigante escurriéndose por los pasadizos, con su pipa y sus manos manchadas con tinta verde sirviendo el vino, atizando el fuego, preparando sus platillos, o tejiendo las palabras en un amarillo papel. Se siente uno asaltante de atmósferas, ladrón de intimidad.

Era usual que el poeta diera fiestas a sus amigos en las que ofrecía toda clase de platos y bebidas, era desbordado y de puertas abiertas a conocidos y extraños. Cuenta en sus memorias su amigo Rafael Alberti que durante su visita en 1946 Pablo ofreció varias fiestas en su honor: «No olvido que en esta primera fiesta, él y yo abrimos de pronto la puerta de la cocina y vimos a unos extraños tipos que, acompañados de grandes vasos de vino, estaban friéndose algo así como una docena de huevos en una enorme sartén. Pablo, entre misterioso y divertido, me dijo al retirarnos sigilosamente: «Ellos sabrán lo que están preparando. No los conozco. Vámonos. Creo que es la primera vez que vienen por aquí”».

Al estilo de los centros de atracción gringos, ya exportados al mundo entero, las casas de Neruda al final del recorrido tienen la consabida tienda de souvenirs, en la que se vende al poeta en todas las formas posibles: rústicas réplicas de sus objetos más representativos como las conchas, mascarones y botellas con barco incluido, versos impresos en todo tipo de materiales, postales, afiches, copas de cristal colorido, móviles, cerámicas, el astrolabio con el legendario pez que parece flotar dentro de una esfera imaginaria enmarcada por una estructura metálica y que se ha constituido en el símbolo de la Fundación. Incluso el salero y el pimentero del comedor de La Chascona con sus leyendas de «marihuana» y «cocaína». Todo esto y más, amén de ediciones de sus libros.

Me detengo en Isla Negra porque estar allí es una verdadera experiencia poética y casi metafísica. Es el lugar donde Neruda escribió sus memorias y últimos poemas, sus versos de amor para Matilde. No es en realidad una isla, o por lo menos no en sentido literal. Quizás fue precisamente la ínsula prometida para pasar allí sus últimos años. La casa se encalla en un lugar aislado del litoral, al sur de Valparaíso, frente al mar abierto, junto a los acantilados y la vegetación silvestre. Las olas rompen con fuerza, amenazando reventar contra la casa. El viento es un estremecimiento, un zumbido violento que todo lo mece y lo sacude. En sus alrededores un caserío y unos cuantos hostales, tiendas y restaurantes que llevan el nombre del maestro, lugares que no existían en vida del poeta, que se construyeron mucho después amparándose en su gloria, pues viven de la curiosidad y el hambre de los turistas.

Llegamos a la casa después de un viaje de hora y media desde Valparaíso, en un bus pulman corriente que nos dejó sobre la avenida que lleva el nombre del poeta. No hace falta preguntar, todos saben a qué hemos venido. Nos indican ir hacia donde se escucha el mar. Recorremos varios metros haciendo crujir la tierra y la arena bajo nuestros pies y ante nosotros emerge la construcción de madera y piedra, el gigante astrolabio, el pez de ojos cristalinos de brillo casi humano, la gran barca detenida, lista para el viaje, la estructura de madera en la que cuelgan seis campanas azules que tintinean en un clamor, un canto o un quejido que apenas se escucha con los azotes del mar y el viento. No hemos ingresado y ya esta visión es sublime y amenazante al mismo tiempo. Majestuoso, el mar allí derrama sus colores mezclando el azul del cielo con el verde vegetal. El resultado es una gama de esmeraldas que degradan hacia el negro en el horizonte a la hora del poniente. Asalta esta movilidad, este vuelo de ramas y arena, estas formas que no pueden estar en su lugar. En tanto que la casa, con su estructura de madera y piedra, resiste el paso del tiempo y sigue contando una historia de versos, de ojos, de amor y de sueños. También el dolor y la soledad han instalado allí sus monumentos de piedra.

Afuera, amenazadas o acariciadas desde muy cerca por el oleaje y el rechinar del viento, se encuentran las tumbas del poeta y de su amada, enmarcadas por piedras. En la fecha de nuestra visita los restos de Matilde Urrutia están solos porque los de Neruda fueron exhumados dos años antes por orden judicial. El hombre que fuera su último conductor declaró que al poeta lo envenenó la dictadura, con la anuencia o complicidad de su esposa. Cuesta trabajo pensar que esa mujer que amó fuera un personaje oscuro de novela policial o «la maligna» del Tango del viudo. Según testimonio del hombre, el poeta se proponía partir para dirigir una resistencia internacional contra Pinochet y por eso aquella noche él condujo a Matilde hasta Isla negra… Lo que pasó allí solo lo saben el mar de entonces, los acantilados y el astrolabio. De allí lo sacaron enfermo, moribundo hacia el hospital. Luego fue cargado por sus amigos, asediados por militares, hacia el cementerio. Se dice que quienes participaron en su funeral fueron luego aprehendidos y desaparecidos.

Encontramos en Isla Negra los magníficos objetos, la mesa lista para servir la cena, las copas anhelando el vino, el sillón con el hueco de su cuerpo, los frascos de tinta verde de la que brotaba el follaje de sus versos, los corredores forrados con vitrinas repletas de máscaras, pipas, libros antiguos; la alucinante colección de caracolas –acaso el rugido del mar las reclama–, los enormes mascarones de proa que invaden el salón –él las llamaba «mascaronas»–, que miran tristemente el mar, Guillermina entre ellos, con sus ojos abismales; el gran caballo de madera al que se le quemó la cola y que luego fue aparejado por los amigos. Pablo en su biografía dice: «He edificado mi casa también como un juguete y juego en ella de la mañana a la noche». Sus diminutos barcos embotellados, que navegaron por mares insondables y luego encallaron en una burbuja de cristal; los astrolabios, más bellos que su nombre; antiguos instrumentos de viaje, arena de tantas playas, animales mitológicos, piedras. Mares de cosas donde quiera que navegue la mirada. Atravesando salones, emergen a la vista todo tipo de objetos y obras de arte. La fiesta barroca para la vanidad del poeta. Este es apenas un muestrario de su pasión de recolector porque cuando cumplió cincuenta años donó a la Universidad de Chile su colección de caracolas y más de cuatro mil libros raros e incunables, que incluyen manuscritos y ediciones originales de autores como Rimbaud, Góngora, Lautrémont, Cervantes, y muchos otros tesoros de la humanidad.

Más allá de la imposibilidad de hacer un inventario de lo bello, de lo útil e inútil, más allá de esta visión, de esta atmósfera, de estos salones impregnados con la historia de Neruda, me invade una sensación trágica y amarga, un sentimiento de nulidad, de vacío, una certeza de lo vano, un sabor a ceniza, un miedo a los objetos, un espanto de tiempo. Imagino estos espacios cuando se hayan marchado los visitantes, cuando se hayan cerrado las puertas y partan los empleados. Los salones, libres ahora de curiosos, despliegan su historia de sombras ante el misterio de la noche. Se levanta un sopor, un vuelo de cosas inaprensibles, se respira una atmósfera lúgubre, las máscaras con sus ojos ausentes buscan una presencia familiar, los objetos recuperan sus colores y su movimiento invisible, las caracolas se llenan del sonido del mar, la oscuridad camina por los corredores, las vitrinas crujen, los trajes se llenan de aire, los zapatos recuerdan el rumbo, la arena, el viento ruge contra las ventanas, los ojos de los mascarones se dirigen a un punto del océano, se oye el tintineo de las copas, la música de las campanas, un pez se estrella contra el acantilado. Entonces los pasos del poeta salen torpemente de la casa y se dirigen a la tumba que a esta hora es golpeada por la furia del mar. Esos pasos lentos van en busca de Matilde.

Toda la noche he dormido contigo
Junto al mar, en la isla.
Salvaje y dulce eras entre el placer y el sueño,
entre el fuego y el agua…
He dormido contigo
toda la noche mientras
la oscura tierra gira
con vivos y con muertos…

Termina aquí este viaje febril por el sur de mi memoria que destila su mejor vino. Me atraviesa esta paz de lagos, ese asombro de nevados, esta pasión de volcanes adormecidos; vuelve el sabroso paladeo del salmón, el olor de algas en los puertos, el júbilo de espuma que golpea las rocas donde se albergan los pingüinos. Persiste el pasmo multicolor de azaleas en balcones, explanadas y laderas, esta euforia de Saltos de Petrohue. Va y viene la noticia del queltehue, el pájaro que predice catástrofes, su canto alerta sobre la llegada de humanos invasores, anuncia nuestro paso, nuestro crujir de madera esquivando los helechos. En el recuerdo, Valparaíso resplandece entre un polvo dorado de colinas y de azules que salpican a sus pies. Viña del Mar se incorpora entre sus esteros y terrazas, con su aristocrática forma de asomar la cabeza hacia el litoral. Vuelve Santiago, toda hecha de arboledas, de jóvenes, de calles convulsas. Estas impresiones son raíces que se arraigan y crecen en la memoria. Chile, su «largo grito de hielo», el horror de su historia se aloja en volcanes dormidos y un viejo dolor arde en el centro del sueño.

La novia de Lázaro

Para el poeta Antonio Conte, en su memoria.

Vienes siempre tú mismo, a salvo del tiempo y la distancia,
a salvo del silencio: y me traes como regalo de bodas,
el ya paladeado secreto de la muerte.

DULCE MARÍA LOYNAZ «LA NOVIA DE LÁZARO»

 He llegado a La Habana para buscarte en los lugares que habitabas hace unos veinte años. Mucho tiempo para que los vecinos te recuerden, muy poco si pensamos el tiempo que tiene esta ciudad hermosa que se cae a pedazos: «Habana, Habana, si bastara una canción para devolverte todo lo que el tiempo te quitó…» canta Carlos Varela. Volver a Cuba después de haber dicho de esa agua no beberé y en ese mar no he de bañarme nuevamente. Después de tanto fuego cruzado, de tantas discusiones en las que volver era casi una traición, un acto de afrenta a quienes se marcharon cargados de hastío y dolor, a punto de catástrofe, altaneros y tristes, parias de sí mismos, señalados con banderines, tachados con cruces, caínes de su generación, ángeles derrotados, expulsados de su propia historia, roto el encanto y la esperanza, bautizados como «gusanos», como si la libertad no fuera también poder huir del «paraíso» porque sí, porque estoy harto de sacrificios y de fe.

Volver se había convertido en deslealtad con esos nostálgicos detractores, con los heridos amantes que andan por las avenidas de otros países buscando siempre el brillo del mar, la brisa del Malecón, aspirando el olor de las panaderías como si se tratara del vuelo de las maripositas de un restaurante del Barrio Chino. Esos mismos hombres y mujeres insomnes, borrachos y locos, desandando por las calles de la memoria de esa Habana que les azota los huesos con la fuerza con que golpean el aire los cañonazos del Morro a las nueve de la noche, y un día se mueren ahogados de sí mismos, solos y abrazados al frío de una madrugada bogotana, o a cualquier remedo de escollera que deja entre la boca un sabor a algas. Porque La Habana los persigue en Nueva York y en Cancún, en Nueva Jersey, en Madrid y en Miami, y la retahíla se repite en el recuerdo de tantas conversaciones, de tantas discusiones en que las lágrimas son puntos suspensivos y la nostalgia un brindis inagotable.

¡Quién lo hubiera creído! Estar aquí de nuevo pero esta vez contigo, después de tantos años en los que tus palabras me pintaron La Habana con los colores de tus ojos y de tu recuerdo reiterativo, incansable. Lograste que me enamorara de esta ciudad a través de las historias que contabas y reinventabas en tantas noches en las que el sueño me vencía y el frío bogotano me hacía un ovillo junto a tu cuerpo. Tú, como Gerardo Diego, deambulabas insomne por los acantilados, con tu alma en pena, hasta que en la madrugada abría los ojos y estabas mirándome fijamente. Entonces proseguías las descripciones, los relatos, el llanto contenido, la alucinación.

Estar en Cuba es también un ritual para despojar el alma de resentimientos. No solo los que deja el amor después de su cataclismo sino los que tu historia te fue tatuando en el corazón. Es extraño encontrarnos aquí, en este punto, en estas páginas, viniendo cada uno del pasado y del futuro, al mismo tiempo. Tú retornando a tu ciudad con la magia de las palabras, yo visitándola como si fuera la primera vez. El tiempo se desdobla, los años se pliegan, se superponen y se presentan de manera simultánea, como en los sueños.

«Siempre te dije que a La Habana tenías que venir conmigo». Lo dice con ese aire de maestro que suele tener. Es su frase de bienvenida después de reconocernos. Nos damos un abrazo y tengo miedo de descubrir en sus ojos un asomo de rencor o una mancha de tristeza que logre derribar mi aparente sosiego. Nos saludamos como si tan solo hubieran transcurrido algunos días desde nuestro último encuentro, cuando en realidad han sido quince años de separación. ¡Vine cuando tenía que venir! Este viaje era uno de tantos imposibles –se lo digo con toda mi convicción–. Veo que su mirada ha perdido brillo y en los labios le asoma una mueca que contraría mi recuerdo de su sonrisa. Cuántas cosas habrá pensado mirando mi rostro, que ahora trato de ocultar con unas gafas oscuras. «Si algo no es posible, es porque se requiere crear otra realidad» —dice—. Ya la estamos creando, por eso estamos aquí. «¡Cierto!» La literatura hace milagros, como el amor. «El amor siempre será un milagro». Recuerdo que esta era una de sus frases preferidas.

Nos hemos encontrado en El Capitolio y, sin acordar una dirección, atravesamos Dragones y nos internamos en el parque de La Fraternidad, guiados por la necesidad de escapar del sol. A esa hora algunas bancas se encuentran vacías. Escogemos una bajo la sombra protectora de un árbol. En un banco contiguo un muchacho descansa mientras nos observa. Recostada contra la verja se encuentra una mujer con un carro que contiene implementos para limpiar, ha hecho un alto en su trabajo para tomar su merienda. Había imaginado tantas veces este momento, y ahora no sé cómo cortar el hielo de tanto tiempo transcurrido, el pavor de estar aquí. Como un centelleo, como una asociación repentina, se precipitan en mi memoria aquellos versos de Enrique Lihn:

Tú en mi memoria, yo en la tuya como esos pobres amantes
que mientras se buscaban de una ciudad a otra, llegaron a morir
–complacencias del narrador omnividente, tristezas de su ingenio–
justo en la misma pieza de un hotel miserable
pero en distintas épocas del año.

Los amantes, sin saberlo, se encontraron para morir justo en la misma habitación amoblada y sobre el mismo lecho, pero con una semana de diferencia. Ella había estado allí antes que él y alcanzó a dejarle su olor, el aliento que fue perdiendo sin darse cuenta. Él llegó derrotado y en algún momento supo que la había encontrado. Los muebles, los objetos del cuarto le contaron su historia, a pesar de que desesperadamente creyó que nunca la sabría. Los indicios, el corazón, el aroma de la reseda, lo acercaban a ella, pero la esperanza de hallarla se evaporaba con el olor rancio y desalmado de los muebles. Después de abrir el gas selló los agujeros del cuarto con paños, sábanas y papeles arrugados, los dispuso casi con pulcritud, con el temor a un último impulso de auto compasión. Cerró los ojos con la misma actitud de entrega de ella, poseído por el mismo desamparo. Perfidia de la casera, crueldad, delirio de William Sydney Porter, un escritor oculto bajo el nombre de su gato: O. Henry. El mismo que buscaba siempre un final inesperado para sus cuentos pero que tal vez ya conocía de antemano el suyo. El poeta Enrique Lihn trae a colación este relato en un momento desgarrador del poema de despedida a Nathalie y esos versos son la reiteración figurada del ocaso del amor.

Antonio solía recitarme estos versos con los ojos iluminados, una y otra vez, sin asomo de cansancio, como si los llevara tatuados en el alma. Los citaba con sus comas y comillas, en negrillas y en mayúsculas, como un mantra, grabándolos con letras de sangre para evitar que los olvidara, para impedir que el amor se extraviara con sus palos de ciego y cayera justo en el desencuentro. No olvidé el poema pero el amor cayó malherido. Era inevitable. Es una vieja lección nunca aprendida. En su versión del cuento el amante se ahorcaba. Yo podía ver la habitación y sentir el dolor del encuentro imposible.

Por eso ahora le digo: Igual que esos amantes, en tiempos distintos, nos hemos encontrado aquí… «¡Sí, chica, ¡quién lo iba a creer!» Entonces hablamos de Enrique Lihn. Me dice que lo conoció en Varadero en 1967, durante un encuentro de poetas en que celebraban el centenario de Rubén Darío. «Me invitaron con un grupo del Caimán Barbudo. Éramos los poetas de moda en aquel tiempo, siendo sólo un bando de pendejos imberbes. Enrique murió en Santiago en 1988, era un ser atormentado, neurótico, vivía intensamente. Como intelectual era denso y todo se conjugaba en su poesía y en su compulsión por la bebida». Igual que O. Henry, el autor de La habitación amoblada –lo interrumpo–. Leí en internet que murió de cirrosis hepática, siempre las vísceras acumulando rencores, inquietudes, miedo, siempre las pobres vísceras, vociferando nuestro dolor de manera silenciosa… «Nada, no le creas a esas pendejadas que escriben para aliviar la ignorancia de los internautas. Yo siempre pongo en duda lo que dicen, es mejor seguir con los libros y también dejarle un espacio a la imaginación». Es cierto –le digo– yo no sé cómo hacían Balzac o Tolstói sin internet. Ahora no damos un paso sin consultar en la red. El inicio de la conversación me ha sosegado y ahora me siento libre para aproximarme y dejarme ir por la marea de sensaciones.

Por Prado ruedan vehículos multicolores de los años cincuenta que parecen puestos allí para una película de época. Si no fuera por el olor a combustible quemado que despide un humo negro, o por el ruido de los motores y de las conversaciones que nos envuelven, creería que estamos fundando otra dimensión de lo real. ¿Por qué estamos aquí después de tanto silencio, tratando de recoger el hilo roto de una telaraña que el tiempo se había encargado de tejer para un desencuentro?

Antonio se distrae viendo el movimiento de los carros, parece no dar crédito a sus ojos. Estos vehículos han sido reparados y vueltos a reparar de manera incansable, restaurados con toda clase de repuestos y recursos creativos para mantenerlos en circulación, casi todos ellos sirven como taxis colectivos y los llaman almendrones. Por el momento está permitido que nacionales y extranjeros los utilicen. Mientras que para los turistas son una solución, para los cubanos resultan un medio de transporte costoso. Junto a ellos viajan los taxis oficiales que son vehículos con menos años de uso. Algunos son verdaderas antigüedades rodantes, con sus colores llamativos, cuidadosamente maquillados para orgullo de turistas ostentosos. A su lado pasan autos de servicio oficial, particular o diplomático, autobuses y guaguas con forma de gusano, con rutas diversas, que se pagan en moneda nacional. Los diversos colores de las placas son un código incomprensible. Otro gran espacio de la calle está ocupado por motos y bicicletas con techos y sillas hechizos, adaptados como taxis para acomodar dos pasajeros. Sus conductores son cubanos agrupados en una cooperativa oficial. El espectáculo de los automóviles lo sorprende y lo lleva a comparar con la escasez de transporte que lo atormentaba en los tiempos en que dejó el país. Entonces no había más remedio que caminar largas distancias o tratar de moverse con la escasa gasolina que podía conseguirse al mes.

El parque de La Fraternidad se llena cada vez más de visitantes, fotógrafos, parloteos, risas. «¿Sabes que aquí hay árboles sembrados de todo el continente y pedestales con efigies de héroes y mandatarios célebres de todo el mundo?» No, no lo sabía –respondo–. «Ya ves, todavía conserva sus símbolos y sus verdes y esa es una buena noticia para mí, temía que los árboles ya fueran chamizos, pensaba que las efigies se habían cambiado por mamuts, por gorilas, Ahmadineyads, Evos o Chávez». Me hace reír y recordar: ¡Y esa es la ceiba, el gran árbol de la fraternidad del que me hablaste muchas veces! –lo digo como si se tratara de un gran descubrimiento–. «¡Sí, nos ha de sobrevivir!» Ahora está seca –continúo– ¡Es una mala señal porque los otros árboles están muy frondosos! «Siempre es así por esta época, pero en unos meses ya verás reverdecida la fraternidad». No sabía que la ceiba es sagrada para los cubanos y que esta lo es mucho más porque fue sembrada con tierra de diferentes países de América. «Así es. Fíjate que está bien resguardada y supongo que ya leíste la frase de Martí que la enmarca: “Lo pueblos no se unen sino con lazos de amistad, fraternidad y amor”». ¡Qué bello símbolo! ¡Cuántas cosas cuentan los árboles y nosotros sin oídos! No olvido el olmo centenario del poema de Antonio Machado –agrego–. «Ni yo el limonero de su casa de Sevilla». Y comienza a recitar los versos: «“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero…” Siempre imaginé, de muchacho y de hombre, aquel limonero en el huerto del patio, soñaba con ir a casa de Machado, tocar su cama, sus libros, su torpe aliño indumentario». Lo dice con una profunda tristeza. Algún día iré por ti y será como si hubieras estado allí –le digo a modo de consuelo–. «Suena lindo, aunque no lo hagas nunca. Pero no es lo mismo que ir y tocarlo con los ojos. Lo que más me dolió no fue la cercanía a la muerte, sino que los sueños de Machado y Lorca se fueron a bolina. Y eso me dejó el corazón más roto todavía». Estoy segura de que tú conoces más el patio de Machado que los miles de turistas que a esta hora llegan para fotografiarlo y convertirlo en trofeo. Has ido muchas veces en sueños. ¿Sabías que el cerebro no logra diferenciar lo que hemos vivido, de lo que hemos soñado o de lo que imaginamos? «No lo sabía, pero suena muy poético». Yo tengo clara conciencia de eso, ¿sabes?, si es que se puede hablar de conciencia en los sueños. En ese momento siento el impulso de contárselo:

No hay comienzo. Soy una mujer sumida en una profunda depresión. Un dolor inenarrable se extiende por todos los recodos de un alma que flota en la mitad de algo que debe ser mi cuerpo y que no puedo ver, porque estoy adentro de esa desazón. No tengo ojos que puedan escrutar afuera ni más allá del adentro. Siento, vivo la extensión, la magnitud, la fuerza de la palabra «sufrimiento». Conozco por primera vez su significado. No soy yo quien lo siente, es él quien me toma para significar, para ser a través mío. Es sufrimiento gracias a mí. Sólo hay una evidencia externa del abatimiento y son las lágrimas que chorrean mi cuerpo. Soy un estremecimiento húmedo, un dolor que se retuerce y nada más. El llanto es el único lenguaje que puede expresar esa palabra que me habita: depresión. No hay causas ni explicaciones. Se sufre de manera pura, sin más. Que no haya motivo, añade más dolor. Todas las salidas están clausuradas.

Entonces sucede algo imprevisto: frente a mí aparece una mujer que está delante de mis ojos llorando. Ella, que soy yo, sufre del mismo modo. La miro y me compadezco. No es posible que sufra tanto, es necesario que ocurra algo para que cese el dolor. Es necesario que ella muera para que se libere. La muerte es la única salida.

Tú apareces a mi lado y ves también a la mujer que soy yo, sientes su tristeza y me preguntas: «¿Tú la matarías?» Dudo por un instante, pero sé lo que ella siente y por eso respondo sin más: «¡Claro que la mataría!» Es cuestión de encontrar la forma de acabar con su vida. En ese instante surge la solución. Ha llegado una mujer vieja, la madre de la que sufre, solo ella podrá liberarla. Esperamos que suceda.

No es fácil la trama de esta tragedia. Aún quedan sorpresas para el espectador. En primer plano está el rostro de la vieja, que se compadece de la hija y sabe que es su responsabilidad ayudarla a terminar con su situación. Pero cuando se espera el desenlace fatal, la madre saca de su bolso un cuchillo y allí, ante nuestra perplejidad, se hunde el puñal en la garganta después de decir con ojos entornados su parlamento final: «Yo soy quien debe morir». Entonces una palabra empieza a martillarme hasta hacerme despertar: «hamartia, hamartia, hamartia…» El error o punto ciego de la enseñanza trágica: «¡Acabo de matar a mi madre!»

Cuando desperté, el sueño estaba intacto. Había protagonizado una tragedia de la que también fui espectadora. Seguía repitiendo la palabra y me preguntaba qué era la realidad. ¿No era la ficción dentro del sueño otra realidad que dejaba huella en mi memoria? ¿Y si ninguna era realidad, por qué conservaba su huella? Mientras hablaba había mantenido los ojos cerrados, como si quisiera penetrar en la oscuridad del sueño para no dejar escapar ningún detalle. Al abrirlos me sorprende ver su cara de perfil, muy cerca de la mía, procurando que mis palabras vayan directamente de mi boca a su oído, sin atravesar el aire.

Ante mi silencio gira su cabeza, mira fijamente mis labios y deja escapar un soplo largo y profundo. «¡Muchacha! ¡Me has dejado sin palabras! ¡Qué intensidad! ¿Por qué no escribes eso?» No reparo en su pregunta y continúo hablando: A veces fantaseamos estar en un lugar que hemos visto muchas veces en imágenes y casi lo sabemos de memoria. Cuando logramos estar allí nos invade una sensación de irrealidad. El sitio a donde llegamos no coincide con el lugar soñado y entonces siguen existiendo dos lugares: aquel donde nos encontramos y el imaginado. El resultado es una extraña conjunción de realidades. A veces uno no sabe si realmente estuvo allí o solo imaginó estar…Y remato con una pregunta: ¿Crees que realmente estamos hoy aquí, juntos?

«La literatura funciona igual –me dice–. Logra que sean reales personajes y espacios ficticios y el lector termina armando un mundo con ellos». ¡Claro! eso es encantador y por eso es cierto que la vida imita la literatura, como dice Oscar Wilde. Son los mundos imposibles que se interconectan con los posibles. A estas alturas, los lugares que he visitado me parecen ficción –continúo hablando mientras él mira a lo lejos escuchando atentamente– y con el tiempo todo se destiñe. Solo quedan sensaciones, imágenes y unas cuantas imprecisiones, como diría Borges. «El tiempo y la vida te han hecho más sabia. Es cierto lo que dices, pero la vida necesita ser vivida para que se llame así. Los recuerdos se hacen retazos que se quedan ahí, en el olvido y la memoria, si no hubiéramos tocado las cosas con todos los sentidos, cómo íbamos a recordarlas y de qué modo iban a martirizarnos hasta el delirio. Ya que nombras a Borges, acuérdate de su Elegía del recuerdo imposible, no sé si conservas el libro todavía». Y empieza a declamar:

Qué no daría yo por la memoria
de una calle de tierra con tapias bajas,
y de un alto jinete llenando el alba,
largo y raído el poncho…
Qué no daría yo por la memoria
de mi madre mirando la mañana
en la estancia de Santa Irene,
sin saber que su nombre iba a ser Borges…
Qué no daría yo por la memoria
de que me hubieras dicho que me querías,
y de no haber dormido hasta la aurora,
desgarrado y feliz.

«Creo que siempre hay que vivir, aunque las cosas luego se te confundan en un laberinto de estrellas». De pronto descubro en sus ojos un fenómeno que hasta ahora no había logrado entrever, es como si una luz del pasado estuviera tratando de asomarse, pero una mácula de infinita tristeza lograra deslucirla y ahora su mirada se hace oscura, casi tenebrosa. No puedo seguir penetrando en ese pozo que amenaza con herirme. Busco otro tema para continuar la conversación. Lo miro de soslayo y engarzo una pregunta para salir airosa del silencio: ¿Entonces seguiste mal de la presión y tu corazón no resistió Sevilla? «Si te contara de mí, no lo creerías –dice–. En realidad me morí cuatro veces y resucité, lo mismo de siempre, con más años en las costillas, presión alta, el corazón no bombea bien, los pulmones se llenan de tus propios líquidos y te asfixias lentamente…» ¡Claro que te creo! Recuerdo muy bien tu presión incontrolable… «Sí, nunca me bajó. Un día una cardióloga me dijo: su corazón es un tulipán de acero». Suena bonito, es una bella metáfora, es la medicina que necesitas. Es como si tu sangre respondiera a otra lógica, como si tus sístoles y diástoles tuvieran que medirse en un código poético. ¡Al menos te queda la poesía para seguir respirando! ¿Recibiste el poema que te envié cuando saliste de la clínica?

«¡Qué lindo, chica, qué lindo! Nunca podré agradecerte lo suficiente. Cómo agradecerte tanta ternura e intensidad, como el vuelo de un águila, eso me ayuda a respirar mucho mejor». ¿Cuánto tiempo estuviste en el hospital de Sevilla? «Doce días y tres en la sala de cuidados intensivos». ¡Qué triste! Recuerdo que cuando nos conocimos acababas de salir de una hospitalización en Bogotá. «Fue una de tantas, la primera y única en tu país. Mientras estuvimos juntos jamás volvió a suceder». ¡Menos mal! –suelto esta expresión casi con alegría– ¡No lo hubiera resistido! «Yo tampoco quería eso para ti». Recuerdo que muchas veces te miraba dormir y tenía miedo de que no despertaras. «Me gustaba jugar al muerto, como hacía papá conmigo». ¡Qué cruel! «Siempre juego con la muerte para distraerla. Hasta en el hospital de Sevilla con mis pocas fuerzas andaba pidiéndole a las enfermeras que me cantaran sevillanas, y como el médico andaluz se llamaba Cristóbal Colón, cuando me recuperé le dije: Oiga, compadre, déjese de joder con ese nombre, su padre se la hizo buena, pero está a tiempo de rectificar, cámbiese el nombre que Cristóbal Colón sólo puede haber uno, el gran almirante. Me dijo que lo iba a pensar, ¡muerto de risa!»

Reímos en coro por primera vez desde el momento de nuestro encuentro. Siempre me gustó su humor, esa forma de decir las cosas sin pelos en la lengua, sin atisbo de timidez, sin temer qué pensará el otro. Recuerdo que en nuestra primera cita le pregunté por qué lo llamaban «el niño». Me dijo que le gustaba hacer pilatunas, decir mentiras piadosas, dejarse consentir y decir las cosas sin disfraces, como suelen hacer los niños. Aunque también le decían «el diablo» por su verbo punzante y su capacidad para despertar las más prohibidas pasiones. No estaba acostumbrada a esa forma de desnudez, a ser despojada de toda defensa con las palabras, me hacía preguntas directas y antes de intentar una respuesta ya estaba adelantando hipótesis y lanzando otra pregunta como un latigazo. «¿Por qué tienes ganchitos en los dientes? ¿No hay riesgo de que puedan herir tus caricias?» Me miraba más allá de los ojos, me atravesaba la timidez, el pudor, me quitaba cualquier argumento que sirviera de excusa para dilatar un próximo encuentro, invadía mi tiempo, echaba la puerta abajo, entraba en toda mi vida… Cuando no eran sus miradas a quemarropa, eran sus cartas las que entraban por debajo de la puerta. Sus cartas que empezaron a crecer en los cajones y que no me atrevía a quemar, las cartas que amenazaban con delatarme en cualquier momento.

En La Habana sobresale la ropa colgando en los balcones, como banderas descoloridas, sábanas que se agitan, toallas que parecen haber secado a generaciones, ropas raídas, alambres que sostienen ventanas, plásticos donde hubo vitrales, junto a arcos, espirales, columnas torneadas, el anciano barroco adornando todavía la modesta existencia de habaneros que respiran sal en los balcones. Las antenas de la televisión arañan el azul. Se le ha hecho tarde al hombre de camiseta roja que está a punto de atravesar el cuadrante inferior de la foto, lleva una gorra azul y mira hacia la izquierda, hacia el punto donde una señora de vestido rojo avanza hacia el pasado. Las cuerdas de la luz se descuelgan casi con desidia y se dejan mecer por el azar, interponiéndose entre el lente y el otro edificio de estilo moro con sus paredes de azulejos, las columnas coronadas con arcos cuyas concavidades se adornan con sesgos que semejan guirnaldas, balcones que en su parte superior rematan en tréboles, paredes con calados y un reborde donde se lee «Palacio de Las Ursulinas». En el zaguán del Palacio, dos hombres sentados parecen simplemente esperar que el tiempo transcurra. Junto a la puerta, escrito con letras desiguales y blancas un letrero dice «plomero». ¿Qué es lo que va mordiendo el hombre flaco que atraviesa de derecha a izquierda la fotografía, sin prisa, quizá repasando un sabor que ya no existe? Un niño vestido de blanco se ha quedado mirando la bolsa que lleva una mujer rubia, pero su abuela lo sigue halando para que avance. Todos son espectros que la cámara ha capturado y que empiezan a tomar vida ahora, cuando recobro las cosas que nunca vi.

Hay un balcón redondo en el que gotean tres bluyines cerca de una antena de televisión, las ventanas están cubiertas con tablas, hay una puerta entreabierta y quizá una mujer en su interior. De vez en cuando una maceta puesta en cualquier lado refresca el ambiente. Todo el conjunto está sostenido por una estructura majestuosa de relieves y boceles. Las puertas formidables recuerdan palacios y en los cielos rasos todavía se conservan los colores de los frescos con los consabidos angelitos de rostros regordetes. Los edificios de La Habana parecen sacar sus brazos y estructuras para salirse de sí mismos, para escudriñar la calle, hurgar el horizonte y tocar el mar. Están hechos para que la gente se muestre, se asome al mundo. Tal vez a eso se deben sus formas sinuosas, su arquitectura coqueta.

Algunos transeúntes pasan afanados, contrayendo el ceño. ¿A dónde irán? llevan una pregunta que los lacera, mastican un dolor, un resentimiento. Otros caminan lentamente, levantan los brazos y parece que fueran a volar, esperan que el viento o el tiempo les marque la dirección, o tal vez quieren que el azar los detenga. Los habaneros que vemos pasar visten ropas para una temperatura más baja. Se esperaba un frente frío y lo que cae es un sol abrasador. Los turistas siempre esperan el sol del trópico y por eso llevan gorras y camisetas con lemas publicitarios, tenis de marca, cámaras digitales o filmadoras, sus laptops y sus iPads, que aquí permanecen desconectados de la red, a menos que pagues tarjetas de costo exagerado. Llevan prendas con anuncios de grandes casas comerciales junto al rostro del Che recién planchado: «Revolución o muerte». Su ansia de aventuras tropicales y la sed revolucionaria se les apacigua con el primer mojito. Una revolución de pocos días que se agota al recibir la cuenta del hotel y se difumina con el humo de los puros que se guardarán en la caja de vanidades. Los habaneros hablan fuerte mientras sacuden las manos para dibujar las palabras, para que no queden dudas de su significado, que no puede estar completo si se le quita la música o las muecas.

¿Cómo encuentras la ciudad? ¿Así era cuando te fuiste? «En realidad, las calles y muchas de estas construcciones parecen no haber cambiado, o tal vez lo hacen a ralentí, se destiñen de un modo imperceptible». Reitero la pregunta: ¿Es decir, se parecen a las que guardabas en tu memoria? «Sí. Es extraño. ¿Sabes? Todo es intacto, aunque todo sea distinto. Porque las calles que recorrí son y no son, están y no están». Te entiendo, es el río de Heráclito. Se voltea para verme de frente y esta vez su mirada deja traslucir su estupor: «¡Chica! tenía miedo de llegar aquí y encontrarme solo con ruinas, pero ahora veo que las ruinas son mis recuerdos y yo soy parte de esas ruinas». Y sigue: «Veo a esta gente pasar, miro los jóvenes que tienen la misma edad que yo tenía en los años sesenta y te aseguro que no entiendo nada. Hasta me parece que voy a encontrarme con ese muchacho de camisa azul, que lleva un libro bajo el brazo, que lo ve todo con mis ojos de cuando tenía veinte años y que sueña con cosas inmortales. Tengo miedo de encontrármelo de sopetón, en cualquier punto de Galiano y Virtudes». Seguro que lo vas a encontrar, debes prepararte para eso. Ese muchacho nunca se fue de Colón y menos de La Habana. Me recuerdas a Ricardo Reis, que después de dieciséis años vuelve a Lisboa y la encuentra casi idéntica, salvo los árboles que están más altos. Y entonces viene ese recurso de Saramago cuando en tan solo una frase hace que el lector se entere del motivo del viaje: Ricardo Reis, después de desembarcar, ha tomado un taxi, pero en ese instante se da cuenta de que no tiene rumbo. La pregunta lógica del conductor: «¿A dónde se dirige?» le cae en el centro de la angustia porque se trata de la primera de dos preguntas fatales: «La otra, la peor, sería “¿para qué?”» Ahora temo preguntarte lo mismo: ¿Para qué has venido a La Habana? No vayas a responderme, ¡por favor! «Saramago ya te respondió» –me dice–. Ricardo Reis llegó para encontrarse con el fantasma de Fernando Pessoa y para morir en Lisboa –le digo–. «Y yo he venido para encontrarme contigo y para acabar de morir».

Otra vez percibo un dejo de tristeza en su voz y ya no quiero mirarle los ojos. Enseguida hace un comentario jocoso sobre mis piernas: «Se mantienen como columnas dóricas». Quiere distraerme, me pregunta por cada persona de mi familia. Le respondo con frases cortas que él siempre intenta alargar, al tiempo que hace apuntes sobre sus recuerdos de cada uno. De pronto un mulato se acerca para saludarnos y preguntarnos de dónde somos. Mi respuesta es cortante porque ya sé que es una forma de abordarnos para luego ofrecerse como guía turístico. ¡Qué equivocado está! No sabe qué calidad de guía tengo, pienso. «¡Oye, chico! ¡ven acá!¿desde cuándo permiten transportar turistas en estas motos–taxis y en esas bicicletas?» –señala hacia el Paseo del Prado–. «Desde que está Raúl, con él hemos tenido un alivio» –responde el muchacho– y enseguida le pregunta a Antonio: «¿Eres cubano?» «¡Soy más habanero que el Malecón y más cubano que el Pico Turquino! Bueno, era, hasta hace muy poco tiempo». «¡Seguro que te fuiste a la yuma!» –grita el joven mientras se aleja sonriendo–. «¡A la yuma no! ¡Al carajo!» Eso no lo escucha el muchacho, que ahora aborda a otra pareja que camina por el parque.

Es un amor difícil La Habana. En el momento en que uno está más enamorado de esa belleza añeja que pervive en cada calle y que asoma en los caserones de paredes andaluces y escaleras de mármol, siempre surge algo que está a punto de estropearte la alegría. Un viejo famélico de ojos abismales, un perro con la carne desgarrada que merodea en la basura, un niño que se acerca para pedirte un dólar, una bodega en donde no está lo que una mujer está urgida de comprar, los jirones de una toalla de color indefinido que cuelga en el balcón, un lavabo inservible, un pan fosilizado, un músico que afina su instrumento con desgana, como sorbiendo la amargura. Y junto a todo eso, como borrando cada mueca de dolor, El Malecón con su espectáculo de mareas, con su inextinguible redada de amores posados en el borde, de cara al infinito, deambulando entre el ser y el querer. La ciudad los expulsa y los recoge en cada resaca.

«Cómo ha hecho esta ciudad para resistir los embates del tiempo y del mar, para conservar su ajada belleza, para no cambiar sus joyas arquitectónicas por rascacielos, sus grandes casonas por cuadrículas, su parloteo musical por enjambres de vecinos anónimos… La respuesta es sencilla: ha decidido morir de muerte natural, el mal que ha de matarla es el mismo que hasta ahora la preserva. El capitalismo la hubiera salvado matándola de tajo, ahora no estaría a punto de derrumbarse, pero ya no sería ella misma, cada cosa que hagamos para salvarla, será algo que la destruirá». Interrumpo su reflexión con una ironía: ¡Pero existe la Oficina del historiador! «¡Ese es un embeleco! la restauración de cada edificio de La Habana Vieja cuesta un cojonal de dinero. ¿De dónde vamos a sacar para reconstruir toda la ciudad? La gente hace lo que puede y cada vez que intentan arreglar una fachada, después de haber hecho tanto esfuerzo para conseguir los materiales y la pintura, terminan arruinando una obra de arte». Sí, lo he visto en estos días. Unos hombres pintaban una fachada en la calle Belén y era tal el contraste entre el color rosa que esparcían y la textura del muro que embadurnaban, que daban ganas de echarse a llorar. Se notaban tan felices, que habría sido un exabrupto decirles que lo que estaban haciendo era una chambonada. «Así es, chica, así es. Esto no tiene pie con bola, y lo peor es que muchos creen que la yuma es la solución. Ya lo dijo Ramón Grau San Martín en los años cuarenta después de que un ciclón embistió La Habana: “¡Cuba no se hunde porque es de corcho!” pero después de La Revolución tuvo que añadir: “¡Pero estos muchachos sí la hunden!” Pero nada, ya ves que el viejo tenía razón, todavía flota».

Hace un gesto de apatía y mira las nalgas de una prieta alta que pasa dando largos pasos de venado y cambia el gesto por picardía. Sonrío disfrutando la escena y miro más allá. Al fondo, caminando en dirección al Capitolio, va un grupo de jóvenes con instrumentos musicales y percibo una parodia. El bajo es tan alto que parece llevar de la mano a su portadora, una chica diminuta que, inútilmente, intenta alcanzar a sus compañeros que la dejan atrás, en medio de risas y comentarios. Vuelvo la mirada hacia la fuente de La India y le pregunto si tampoco ha cambiado. «Es la misma de siempre, la noble Habana sigue sosteniendo sus frutas, aunque ya no se cultiven como en el siglo XIX. Su mármol de Carrara es una verdadera belleza». La verdad, no le veo cara de india, o en todo caso es una india con rasgos europeos, digo. «Sí, así lo hacían todo, imitando sus modelos y sus figuras míticas. La noble Habana debería haber sido negra y hecha de bronce, claro, pero no le vas a corregir la plana al viejo Giuseppe porque ya es un poco tarde». ¡Qué raro que Fidel no la mandó quitar! «No, si él es de ascendencia gallega, europeo igual».

Caminar por La Habana Vieja en donde nos recibe el Caballero de París, sentir otra vez la conmoción al entrar en cada plaza, caminar por Obispo, detenerse en las esquinas para comprobar que la ciudad sigue disociada entre las galerías de los turistas y las mansiones convertidas en nichos o en pocilgas, comprobar que La Bodeguita del Medio o El Floridita, donde los extranjeros consumen mojitos y daiquirís a precios escandalosos, convive con la ciudad de los callejones oscuros y los portales descascarados donde el brillo de muchos ojos nos acecha casi con rencor. Ante tanta belleza arquitectónica desvencijada por el paso del tiempo, decir tiempo es solamente una convención, ¿por qué hemos de culpar siempre al tiempo del deterioro? Parece recorrer por las calles una sensación de impotencia, de inutilidad. Pasean hombres, mujeres, niños, niñas, que van en busca de resolver el día a día y para quienes los detalles de la arquitectura hace rato dejaron de tener sentido, si es que algún día lo tuvieron. Porque esos brocados en los balcones forman parte de su ambiente natural y quizá muchos no imaginen que en otros lugares del mundo las casas o los apartamentos son cuadrados perfectos de un orden desaliñado y tristemente lineal.

Ya es más de mediodía y empezamos la caminata por el paseo del Prado hacia Neptuno para buscar la calle Galiano y así visitar el Cine América en donde tus recuerdos se pierden en las butacas de un lujoso teatro venido a menos, que ahora permanece cerrado. Allí ibas a dormir la siesta para escapar del calor. Cerrabas los ojos y escuchabas todos los idiomas, según la película que pasaran, hasta que las voces se confundían con los sueños. «¡Coño! da grima saber que nunca más volverá a ser el mismo teatro, que nunca más ese cine que me arrebató felizmente de la realidad». Seguimos caminando por Virtudes, atravesamos Águila, Amistad y ya estamos en Crespo, tu barrio de infancia, el mismo de Lezama, el de los prostíbulos en donde hiciste tus primeras lecturas de poesía. «José Lezama vivía entre Industria y Consulado. Lo visitaba en las tardes y María Luisa, su mujer, amablemente me invitaba a pasar y a sentarme junto a la ventana, de espalda a la calle Trocadero. Enseguida llegaba con un buchito, literal, de café y me decía: “Perdone lo poquito, pero es lo que queda de la cuota, ya usted sabe lo que trae un paquetico”. Luego llegaba Lezama con un tabacazo apagado entre sus labios y me extendía la mano».

Recuerdo tus emocionadas descripciones de la arquitectura de La Habana. «¡Claro, chica, no es para menos! En ninguna otra ciudad se ve algo semejante. Puedes recorrer grandes trechos de la ciudad a pie, bajo los pórticos, llegas al mar bajo los portales, el habanero no se da cuenta porque lo vive a diario, pero es una cosa alucinante. Al otro lado del paseo del Prado encuentras hermosos edificios republicanos del siglo XIX, con balcones de puertas altas, con columnas y arcos que se unen armónicamente para formar los portales y que rematan en esquinas redondas y amables a los ojos. Al pasar la calle estas formas se encuentran con las del siguiente edificio que, a su vez, tiene columnas y arcos que prolongan el portal de la cuadra siguiente, el otro, el de más allá, que es a su vez el inicio de la próxima calle. Esta sucesión de largos, anchos y bellos pórticos se extiende de manera interminable para dar sombra y hospitalidad a los peatones que caminan por ellos, quizá sin darse cuenta, sin tener conciencia del hermoso espacio que recorren y que constituye una joya arquitectónica inexistente en gran parte de las ciudades del mundo, excepto en las zonas históricas de las grandes capitales. ¡Qué locos estaban los que construyeron La Habana! Incluso hay una calle, Águila, que nace y muere en el mar. Te estoy hablando de distancias enormes…»

Esta arquitectura que en aquellas ciudades es un patrimonio histórico restaurado y preservado, aquí se presenta como algo corriente, como el pórtico de cualquier casa, el lugar de la complicidad, del coqueteo, del cotilleo, el sitio fresco para acomodar las plantas, para sacar las sillas y ponerse a conversar. En las noches, la luz de bombillos y lámparas proyecta sombras juguetonas que hacen del portal un sitio encantador. Por los balcones se asoman enredaderas, ojos de niños, de ancianos, gatos, perros, o cualquier testimonio de humanidad. Alejo Carpentier se preguntaba «si no se ocultaba una gran sabiduría en ese mal trazado de las calles habaneras que parece dictado por la necesidad primordial –trópica– de jugar al escondite con el sol, burlándole las superficies, arrancándole sombras, huyendo de sus tórridos anuncios de crepúsculos». Sobre la increíble profusión de columnas y la mixtura de estilos decía que existe un mestizaje que no percibe el caminante desinformado: medio cuerpo dórico y medio cuerpo corintio, jónico, figuras mitológicas de cemento… que La Habana es un «emporio de columnas, selva de columnas, columnata infinita». El barroco se tomó las mansiones y casas de El Vedado: arabescos, colas de pavo real, metales trabados, enredados, entrecruzados, rejas, encajes de madera calada, mascarones, puertas superpuestas, mamparas, abanicos de cristal, vitrales…

Por Trocadero volvemos al paseo del Prado, con sus bancas de mármol, su piso de granito y el brillo de sus laureles. Miro la gente que conversa a gritos, aquellos que venden cachivaches, los que salen al paso de los turistas para ofrecerles un paseo en coche de caballo, en moto taxi, en un auto de los años cuarenta. Un prieto que va empujando su bicicleta se me acerca y promete llevarme a lugares inimaginables. «¡Descarado! ¿Sabes dónde quedan esos lugares inimaginables?» –me pregunta Antonio–. No. ¿Dónde? «En la punta de su lengua». ¿En serio? pensé que se refería a mansiones con tesoros ocultos. «No te hagas la inocente, chica, que ya estás muy vieja para eso». Seguimos caminando en medio de una aglomeración de turistas armados de cámaras. Noto que mi acompañante está fatigado, se sienta en un banco y me pide que siga sola. «No puedo más, es mucho para mí. Mucha distancia en el espacio y en el tiempo, mucha carga para mi corazón». Lo veo pálido, lo siento muy frío, tengo miedo. Le pregunto si lleva la pastilla y me dice que hace meses no la toma. Ante mi cara de angustia me consuela diciéndome que ya no la necesita. Comprendo que no solo le falta el aire sino que lo aplasta el peso de sus recuerdos. Dudo si quedarme a su lado o continuar, pero él me hace una mueca para animarme a seguir. Me doy vuelta y a mi lado aparece un niño que me lleva de la mano hacia el Museo de Bellas Artes. Antes de alejarme lo escucho decir: «La calle donde nací, Crespo, sale al mar luego de atravesar Trocadero, Colón, Refugio y San Lázaro. Ahí está el malecón, donde me bañaba con los mataperros, yo era uno de ellos, nos metíamos en las pocetas…»

Ya en Bellas Artes me detengo ante el encanto del inmenso patio central. El guardia me dice que debo comprar un boleto y que el museo cerrará en una hora porque es el último día del año. Suena muy entusiasmado porque ha llegado su tiempo de vacaciones. Me molesta la noticia. No quiero recorrerlo tan de prisa. Pero es ahora o nunca. Rápidamente inicio una maratón hacia las exposiciones permanentes de pintura cubana. Las salas están casi vacías y las guardianas que encuentro a mi paso tienen cara de impaciencia. A cada rato miran el reloj como queriendo acortar el tiempo para empezar a espantar los escasos visitantes. La angustia no me deja disfrutar, como quisiera, las obras de Amelia Peláez, Wilfredo Lam o Fidelio Ponce. Es tarde para lamentaciones y antes de que me expulsen salgo a toda carrera. En la calle me percato de que estoy saliendo del pasado que representa el museo para ingresar al pasado que me espera en una banca del Prado.

Llego al lugar donde te dejé, miro a todos lados pero ya no te encuentro. Quizá te he soñado todo este tiempo en que aparecías y desaparecías a tu capricho, como el fantasma de Pessoa ante Ricardo Reis. Me calzo tus zapatos para encontrar la magia del viento que levanta las faldas de las muchachas. Un hombre con sombrero que está sentado en otro banco me detiene para decirme que hace unos minutos pasaste por aquí, que llevabas una camisa azul y un libro bajo el brazo. Prosigo, atravieso Refugio, Genios, Cárcel, pero en ninguna de esas calles veo tu figura. Los leones del Prado me contemplan con su furia de bronce y recuerdo el poema de Virgilio Piñera en el que decide sacar de paseo a uno de estos leones para llevarlo frente al poeta bayamés Juan Clemente Zenea, que desde 1920 está sentado sobre un muro de mármol, mirando al mar. Fue fusilado en 1871 por los españoles, lo mismo que los ocho estudiantes de medicina, que comparten con él su condición de mártires.

En el parque de Los Enamorados voy en busca de la celda en donde estuvo preso José Martí, el monumento de la antigua Real Cárcel de La Habana donde fueron ejecutados varios próceres de la independencia. La encuentro escoltada por una mujer que se interpone en mi camino para decirme que el sitio está cerrado y no me es posible ingresar. Siempre pasa lo mismo. Llego tarde o no me abren –lo digo en voz alta por si alcanzaras a escucharme–. Esto me pasó en Santiago, cuando quise ingresar al Cuartel Moncada. Fui tres días seguidos y nunca pude entrar. El primer día era festivo y no abren los festivos. El segundo día estaba lloviendo y cuando llueve no se abre. El tercer día los encargados estaban de permiso o decidieron no abrir. «Es la mecánica nacional», dirías.

Ya estoy frente al mar y su visión me roba o me devuelve la memoria. Sé que te has ido en la pirueta de una ola, que esta ciudad es como esa habitación amoblada en la que estuviste hace varios años y ahora llego a buscarte y solo encuentro tu olor. Todas las cosas permanecen con la ruina del tiempo, huérfanas, pero continuamente repasadas por manos que escudriñan, que sacan el alma de las paredes sin dejar mucho a cambio. Las calles parecen hablar con la voz del pasado y las ventanas son ojos por los que cuelgan señales de vida.

Tienes veinte años, me haces un mapa de tus pasos y del color de la tarde cuando caminas hacia el mar con un libro bajo el brazo. Huyes del sol bajo los portales preparándote para el festín de las palabras, o de los labios y los cuerpos, en otra habitación del recuerdo. Esas calles te traen el jolgorio, las advertencias de Cachita, tu madre, temerosa de que seas engullido por la boca de la noche o raptado por una medusa de perfumes y carnes envolventes.

La Rampa te lleva de la mano hacia el Malecón donde te espera una muchacha de labios hinchados por el deseo. La calle te ve bajar desde Coppelia, con esas gafas enormes que no logran ocultar tu picardía. Un mechón indomable cubre tu frente, te cubre los ojos y te impide ver la bandada de muchachos que a esta hora comienzan a invadir las aceras con su algarabía, sus canciones, ese licor que ocultan bajo sus ropas, el humo de los cigarros que retienen con ansiedad. Sigues con esos pasos lentos que siempre te conducen al pasado, a una noche fría, a unos ojos que te perturban y te atrapan, mientras el mar te embiste dejándote en la boca la sal de las palabras. Te lanzaste al mundo de cabeza y pediste ser devorado, disuelto en las mareas. Te has hundido en la eternidad.

Y yo, como la novia de Lázaro, huelo tu ausencia. He llegado a La Habana para el encuentro imposible y repito con Dulce María Loynaz:

Vienes; sin contar con más esperanza que tu propia esperanza
ni más milagro que tu propio milagro. Impaciente y seguro
de encontrarme uncida todavía al último beso.

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Preámbulo

A Efrén, por el viaje interminable

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PÁJARO del olvido
jamás te tuve más cierto en mi memoria.
JOSÉ ÁNGEL VALENTE

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[pág. 21]

Estas crónicas son una exploración en la memoria, en los sentidos, en la ficción del pasado. Sabemos que los recuerdos, como los sueños, son materia inestable y cambiante, caóticos, libres, se niegan a la linealidad espacial o temporal. Los relatos están atravesados por preguntas, o por saltos caprichosos del ensueño. Algunos surgen del recuerdo todavía tibio, otros de una distante evocación. En algunos puntos se teje con las hebras de la imaginación o del deseo, en otros con la poesía, con la literatura, que es otra forma de viajar. La memoria se compone, como diría Borges, de «unas cuantas tiernas imprecisiones», las mismas que conforman el mundo, la vida. Hay itinerarios y encuentros que solo son posibles en el papel, en los sueños, en el cine, en un mundo virtual. ¿Quién duda de estas realidades?

Las crónicas tienen múltiples tonos, ritmos, colores, voces. Así como un viaje nunca es igual a otro, quien viaja se transforma, deja de ser. «Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». La voz que cuenta también se transfigura: la que alucina en el desierto, esa que tirita en la noche del lago; la que se espanta ante el exceso, o aquella que explora en el mapa para encontrar el país de los sueños, no son la misma voz. Todas y ninguna es la que ahora escribe. Cada una tiene su tiempo, su modo de vivir y contar. Todas tienen aquí la palabra.

Es posible que el lector, como el viajero, se sienta perdido. Quizá quiera anticipar el final, devolverse, cerrar el libro. O querrá seguir, dejarse llevar, tomar su propio rumbo, quedarse a explorar un solo lugar. Será como estar en situación. No hay otro orden que el deseo. Ojalá esta lectura pueda vivirse como un viaje…

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[pág. 51]

Los viajes realizados empiezan a formar parte de la ficción del recuerdo. Es la huella del déjà vu, esa sensación que nos invade a veces cuando llegamos a un lugar, o vemos una imagen, y tenemos la certeza de que ya habíamos estado allí, que esa situación ya la habíamos experimentado, y no logramos comprender si se trata de la memoria del pasado o de la memoria de un sueño. Para el cerebro no hay diferencia. Ambas son realidades vividas. Con la memoria de los viajes ocurre algo más: sabemos que estuvimos allí pero no logramos recordar los detalles o rescatar la sensación, es como si los hubiéramos soñado.

La deuda con la memoria empieza a saldarse cuando las palabras retienen aquello que se escurre, que se escapa por las grietas. Cuando logra nombrarse, lo vivido vuelve a ser parte de la realidad. El viaje se hace vida cuando se convierte en palabra incesante y retoma el movimiento del tiempo que lo alimenta hasta el infinito. Contar es volver a vivir. «El verbo se hace carne». Mientras el cuerpo se complace en su roer de huesos, en su ruta de aire y flujo de sustancias, la mente se alimenta de infinito, de sensaciones en las que coexisten soles, océanos y nieblas.

El viaje nunca concluye en el recuerdo. Vuelve a iniciarse en el relato para quien lo escribe, para quien lo escucha o lo lee…

***

[pág. 109]

Los viajes se van acumulando en la memoria como un revoltillo de pequeños sucesos, recortes y fragmentos de lugares guardados en un cajón, retazos que reclaman una mano que los zurza. La memoria tiene un asunto pendiente, una espina que perturba sin que sepamos en qué lugar se aloja y dónde ha echado raíces. Hay una deuda con el tiempo ido; con esas horas que rápidamente se vuelven espuma, sonidos disueltos, alma de cosas ausentes, visiones que surgen en el insomnio o que se mezclan con los sueños.

Los viajes se desmoronan en la memoria y son como las migas de pan que en el cuento se dispersan por el camino. Son imágenes, voces, historias, sensaciones… Se siente la necesidad de atraparlas antes de que se desvanezcan, antes de que se conviertan en polvo y nadie, ni siquiera uno mismo, pueda creer que alguna vez tuvieron lugar. Entonces echamos mano de notas sueltas, colillas de tiquetes, postales, fotografías, esa forma congelada del tiempo, esas imágenes en las que a veces no nos reconocemos…

***

[pág. 161]

Marco Polo en la cárcel siente la necesidad de contar ese viaje que ha hecho a territorios desconocidos, allende las fronteras. Entonces le dicta al amanuense sus aventuras y a medida que cuenta, surgen historias y personajes inusitados, reinicia la travesía, mezcla en su memoria lo visto con lo oído y lo imaginado, pues todo le resulta igualmente verídico y digno de ser creído. La realidad y la invención fundan los lugares, como en el caso de Ítalo Calvino y sus viajes imaginarios por Las ciudades invisibles.

En los viajes vemos lo que sabemos y además lo que imaginamos. Nadie viaja con la mente en blanco. No solo se camina horadando la tierra que pisamos, también se dan pasos hacia adentro. Así, un viaje es un trasegar interior, una exploración para dirigirse hacia algún territorio de la mente, del alma, del sentimiento, o como queramos llamar a ese adentro, en el que no estamos solos. Allí habita una multitud…

***

[pág. 219]

En ocasiones, al hurgar en los recuerdos, así como en las fotografías, se nos revelan cosas que nunca vimos; otras veces se omiten las escenas que quisimos capturar con el visor. O quizá las dos realidades se superponen. Julio Cortázar nos recrea las dos posibilidades. En Las babas del diablo un fotógrafo descubre un delito, gracias a las imágenes que está revelando en su cuarto oscuro. Antonioni en Blow up, hace una versión libre de esta historia para el cine, y en ella la realidad y la fantasía se conjugan, de modo que no sabemos si creer al ojo de la cámara o a la visión del fotógrafo. En El Apocalipsis de Solentiname, otro cuento de Cortázar, el narrador descubre que ninguna de sus diapositivas ha capturado las escenas campesinas que retrató, y en su lugar aparecen imágenes de violencia política. Es el arte rebelándose en el momento de la revelación.

Este prodigio no pertenece al plano de la fantasía sino a la fantástica de la realidad, es decir, a otras dimensiones de lo real.

***

Así como el cambio existe, así
en el paso de los años se alcanza la permanencia.

FRIEDRICH HÖLDERLIN

Múltiple soledad

UNO. EL DESIERTO

La palabra desierto se ha usado como sinónimo de la nada, sinónimo de soledad, de ausencia de vida. Sin embargo, pocas palabras entrañan con tanta intensidad la sensación de paradoja. Ella misma parece ser su negación. Exuberancia e imponencia natural, enigma, matriz del mundo y confín siniestro, jardín y «anti–edén», amenaza y refugio, tentación y prueba, peligro y éxtasis, muerte y promesa, laberinto y espacio abierto, soledumbre y vaciedad. Todo esto es y ha sido el desierto. Alguien dijo que el desierto «no tiene otra alma que la arena». En la escritura poética es una metáfora de la desolación interior, del desamor o el abandono. Uno de los poemas más bellos sobre lo que entraña el desierto es el de Jorge Luis Borges. Porque nunca deja de sorprenderme y porque me siento incapaz de fragmentarlo, lo transcribo en su totalidad:

Antes de entrar en el desierto
los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna.
Hierocles derramó en la tierra
el agua de su cántaro y dijo:
Si hemos de entrar en el desierto,
ya estoy en el desierto.
Si la sed va a abrasarme,
que ya me abrase.
Ésta es una parábola.
Antes de hundirme en el infierno
los lictores del dios me permitieron que mirara una rosa.
Esa rosa es ahora mi tormento
en el oscuro reino.
A un hombre lo dejó una mujer.
Resolvieron mentir un último encuentro.
El hombre dijo:
Si debo entrar en la soledad
ya estoy solo.
Si la sed va a abrasarme,
que ya me abrase.
Ésta es otra parábola.
Nadie en la tierra
tiene el valor de ser aquel hombre.

Entrar en el desierto es abandonarse en sus brazos estériles, renunciar a la humedad, a la caricia del agua. Se convierte en héroe quien logra salir vivo de la travesía, si es que no cuenta con las medidas indispensables que le permitan sobrevivir, si no es nativo de la zona y se encuentra desprovisto del conocimiento imprescindible para manejar la inclemencia del clima o el misterio de la jojoba. La naturaleza cobra cara la ignorancia o la temeridad.

Pero hay otra cara del desierto que es descubierta por la filosofía y por la literatura cuando estas ahondan en sus múltiples significados. Chantal Maillard es una poeta belga–española que en sus Diarios indios explora otras formas de contemplar el desierto:

El desierto no tiene sombras, por lo cual no puede medirse el tiempo ni la distancia de las estrellas a no ser que el propio cuerpo haga oficio de gnomon. Uno es su propio tiempo. Alrededor el tiempo no existe. El tiempo de las cosas se mide por su sombra, y solo el que no tiene sombra es eterno. El desierto, por eso, es eterno. Con el sol en el cenit un hombre pierde su sombra. Puede decirse que entonces se le otorga la posibilidad de estar en su propio centro, de no distinguirse de sí mismo. Por un instante, es un iluminado.

El sol y el desierto componen una alianza que puede ir de la saña a la iluminación trascendental del yo. Depende del punto de contemplación, depende de si estamos caminando desnudos en busca de una grieta para refugiarnos o para escarbar, inútilmente, una gota de agua que haya sido reservada para nosotros desde una lluvia legendaria. El sol desnudo se extiende y penetra las cavidades de la tierra y de los cuerpos y el viento aleja la esperanza del agua. Que no haya sombra puede ser una calamidad o una hermosa parábola sobre la identidad. Jean Baudrillard dice que «el silencio del desierto también es visual. Lo conforma la extensión de la mirada que no encuentra sitio donde reflejarse. Al contrario, en las montañas no puede haber silencio porque gritan mediante su relieve».

Un desierto no se parece a otro y por eso debemos abandonar los convencionalismos cuando lo nombramos. Es la primera lección que me ha dado el desierto de Arizona. En él la nada no existe y todo en él se encuentra habitado. Decir cactus es hablar de una familia no solo numerosa sino pródiga y diversa. Los hay aterciopelados, empinados, serpenteantes, antropomórficos, de vientres redondeados, con uñas felinas, de verdes inagotables, con flores inverosímiles, cactus enmarañados como la memoria.

En Arizona los saguaros, como los frailejones en nuestros páramos, son los amos y señores de la vegetación, los vigías del desierto, los candelabros, los maniquíes, los fantasmas «atrapa pájaros», los gnomos, las criaturas mágicas que nos abrazan cuando queremos tocar su piel, que incitan, pero al mismo tiempo esquivan las caricias. Están por todos lados bebiendo el sol y jugando con los colores del atardecer, creciendo en el rojo, estiran sus brazos al violeta, ensanchan los amarillos o abren las cortinas del cielo para empezar a danzar a lo largo de la carretera, como llamando al viajero para que se detenga, para que abra sus ojos al espectáculo que surge en la oscuridad, en el momento en que todas las cosas, supuestamente quietas o vacías, recobran movimiento y profundidad. Igual que los desiertos, un saguaro no es igual a otro y sería necesario recorrerlos con asombro para entender el sentido de sus brazos esculpidos al capricho del viento, moldeados por la luz, para entender el misterio que recorre sus espinas, la fuerza con la que lamen el alma de agua de la tierra.

El cielo del desierto de Arizona está escandalosamente desnudo, aún en invierno. Por eso los atardeceres nos hacen correr, nos roban los ojos y nos llevan a exclamar esas palabras que no alcanzan, que se gastan o se queman bajo los escarlatas, los púrpuras o bermellones, pasando por los rubios y anaranjados que no se pueden describir en una hoja blanca con trazos negros y homogéneos. Hay que inventar otro lenguaje para contar la intensidad del atardecer en el cielo de Arizona. Una tarde tras otra se superponen con su brillo desafiante y estamos a punto de quedarnos ciegos de tanta exaltación. Las fotografías son copias imperfectas que no alcanzan a retener el grito, o ese silencio súbito que se ha convertido en sombra cuando posamos con el fondo del atardecer. La línea de la frente, el ángulo de la nariz, el croquis del pelo, las curvas de los labios. Allí estamos convertidos en espectros, mostrando ese rostro que nos resulta desconocido y que solo es posible ver en el espejo del crepúsculo.

En este lugar el paisaje asume la forma de parques y reservas naturales. Se pide no pisar la vegetación, no penetrar en áreas resguardadas. Los pobladores y los vecinos se enorgullecen de su entorno y destacan su geografía. Se saben dueños de uno de los territorios más hermosos de América, aunque esta belleza también debe pagarse con el rigor de la canícula. Sedona está hecha de montañas rojas como catedrales petrificadas, campanas que tañen la luz, fantasmas de eremitas que asoman en los picos rocosos, bosques de piedra que guardan los secretos de generaciones de apaches o del tiempo en que los coyotes y jaguares pintaban sus huellas sin temor a los cazadores. Las carreteras hieren el paisaje, pero este se impone y sobresale en los picos y en el escarlata que hace sangrar el cielo. Las construcciones se levantan tímidas, camaleónicas, imitando los colores y los guijarros; otras imponen sus columnas y sus fuentes, se erigen en mansiones de gloria incomprensible. Poblar el desierto sigue siendo una afrenta contra las dunas.

Estamos allí, trepando La Campana, pisando su arcilla húmeda, las rocas por las que descienden los hilos de agua, que de lejos brillan y de cerca juegan en las grietas, helados en su curso y más helados en su nacimiento. Perderse entre aquellas sinuosidades mientras se respira un aire de leyenda, sabiendo que nunca encontraremos el camino del origen, que estas montañas vienen de una edad remota de la tierra. La roja campana de Sedona es anterior al tañido del primer bronce que haya construido ser humano alguno, fue templada antes de la existencia de la música, gracias al arte del viento y el agua del desierto. Se escucha con claridad su vetusta melodía. La roja catedral antecede a cualquier templete, incluso a la devoción por seres sibilinos o cosas inanimadas. Ese ocre encendido, la forma como corta con el grisáceo de las nubes algún día, el modo como contrasta con el intenso azul en otro día, son imágenes que se mantienen en la memoria. La erosión, sinónimo de destrucción y de muerte en tantos lugares, aquí se ha encargado de tallar la suave roca para dejar su impronta. Es la belleza de la muerte que se vuelve vida en el grabado de aquel paisaje.

El desierto es la mejor metáfora de la memoria: tan cargada de vida y al mismo tiempo tan esquiva, tan sola en su mudez. El desierto es un oxímoron: múltiple soledad. Se define por lo que no es, aunque lo llena todo.

DOS. EL BOSQUE DE LOS GIGANTES

Tal como esa estampa en la cartilla de la infancia que ilustra el cuento del ogro come niños; aquellos niños perdidos en el bosque regando migas de pan para no perder el camino de regreso, y tras ellos las aves que se alimentan de las suculentas huellas; así como esos cuentos donde temblábamos de espanto en el momento en que el gigante aplasta con sus «botas de siete leguas» las raíces de grandes árboles y aspira con su enorme nariz el olor de los chiquillos extraviados; con esa misma mezcla de curiosidad y asombro, con esas ganas de avanzar y ese miedo en las botas que hacen crujir la nieve, que penetran en el blanco del hielo con placer y temor de romperse los huesos. Así, hemos llegado al Bosque de los Gigantes, al Parque Nacional de las Secuoyas en California.

Dejamos el desierto de Arizona con su color dorado, su aire de arena, , su inmensidad de cactus y saguaros. Al oriente y al norte, vamos en busca de Isabella Lake y lo encontramos muy cerca de Kernville, después de dormir una noche en este pequeño pueblo en donde ya se dibuja la Sierra Nevada de California. Por un paisaje azul de montañas ascendemos al lugar donde nos aguardan los árboles más altos y más viejos del mundo: las magníficas secuoyas que alimentan siglos de vida y de historia.

El Bosque de los Gigantes, expresión literal que nos lleva a la ficción de la infancia; árboles en cuyos troncos hay grutas, caminos, en cuyos troncos se enrolla el gran libro del tiempo. La Secuoya es un mundo en sí misma, un reino, un imperio de la naturaleza. A la más antigua se le calculan tres mil doscientos años, tiene ochenta y cuatro metros de altura. ¡A esta hora sigue creciendo! y el diámetro de su tronco puede alcanzar diez metros, de modo que solo puede ser abrazado por veinte personas tomadas de la mano. Su nombre suena a batalla: General Sherman Tree. Pero podría llamarse «Milenia», «Gruta del tiempo», «Catedral», «Vía savia y sabia», «Vida», «Eternidad». Las secuoyas contienen la sabiduría de la inmortalidad, tienen la capacidad de reproducirse y renacer, resistiendo los cambios estacionales, pues sus hojas son perennes. Las viejas se acoplan a las que nacen en la primavera, siempre permanecen verdes,las corazas de sus troncos las protegen y tienen un mecanismo que parece encerrar el misterio de la aleación entre la vida y la muerte: las secuoyas necesitan de los incendios naturales para liberar sus semillas y para nutrir la tierra donde crecen. Los árboles nuevos surgen de los restos de troncos y ramas muertas, de los conos quemados brotan las semillas. Además del fuego, el escarabajo y la ardilla ponen su cuota de larvas y dientes para que sea posible la eternidad.

En ese recorrido de ficción, hemos visitado el Grant Tree y hemos visto al Monarca caído, ese gigante convertido en túnel vegetal, ahora cubierto de nieve, que alimenta millones de colonias de insectos y desde su condición terrena vigila a sus secuoyas hermanas que van camino del cielo. El musgo viste los troncos con ese verde recién nacido, en donde el sol se refleja. Y por doquier la increíble maraña de hongos y sus micelios, en la superficie y en el subsuelo, tejiendo las infinitas conexiones, estableciendo puentes, llevando y trayendo mensajes, conectando toda forma de vida. La niebla llena el espacio y penetra en los pulmones. La secuoya ni siquiera nos ve, somos menos que diminutos insectos que intentan escalar su falda de nieve. Agitamos los brazos para anunciar que existimos. Por fortuna, tenemos la voz para menguar esta sensación de seres invisibles, ínfimos, breves y casi ridículos.

De repente, una lluvia de plumas blancas ha empezado a caer y es el momento del salto y la algarabía. Nieva sobre los colosos y sobre nuestras cabecitas. Somos los infantes perdidos en el bosque, hollando la nieve con pasos inseguros, intentando penetrar en la gruta del gigante, haciendo una ronda con nuestros brazos quebrados, ávidos de tiempo, suplicando una gota de eternidad.

TRES. VERDE MÚLTIPLE CON COYOTE

La Sierra Nevada de California es una gran espina dorsal que nos guía al encuentro de ese lugar paradisíaco llamado Yosemite National Park, la reserva natural en la que habitan gran parte de las especies de Estados Unidos y que en su mayor proporción es todavía silvestre. Se dice que su nombre proviene de la tribu Miwok que habitaba la región y que tenía fama de asesina, de modo que Yosemite significaría literalmente «los que matan». Sus más de tres mil kilómetros cuadrados comprenden valles, ríos, cañones formados por estructuras majestuosas de granito coronadas con nieve, por cuyas faldas se precipitan cascadas heladas, saltos de agua de distintas proporciones y alturas, de modo que de las rocas azules respira vida por todos los costados.

El valle de Yosemite contiene una gran área boscosa, vegetación propia de diversos pisos térmicos, desde los seiscientos hasta los cuatro mil metros. El granito de sus rocas se formó hace diez millones de años, por los antiguos glaciares que al derramarse esculpieron los cañones, tallaron valles y montañas, hasta diseñar esa majestuosa obra de arte que hoy nos arranca un grito de conmoción.

Queremos devorarla con los ojos, mientras la boca se nos abre en un gesto de alelamiento, pero no alcanzamos a percibir siquiera la mínima parte del misterio que encierra. Yosemite nos recibe al anochecer y a medida que nos adentramos en el valle, sentimos una fuerza que nos succiona y nos introduce en un gran laberinto blanco. La nieve forma murallas a lado y lado de la carretera y la niebla se interpone, amenazante, para cerrarnos el paso. Avanzamos con temor y deseo, ávidos del vaho del hielo, de encontrarnos de frente con osos, hipogrifos, pájaros trueno, hadas o silfos, y pasará un tiempo largo (medido más por la ansiedad que por el reloj) para que encontremos rastros humanos. En la caseta de la entrada no hay nadie que atienda el ingreso. Igual que nosotros, otros visitantes indagan por alguna orientación para encontrar el lugar de hospedaje. Continuamos el camino en sentido contrario a la oscuridad, siguiendo la única luz que proviene de la nieve. A medida que avanza la noche, el blanco se hace más intenso, como reflejando la luna que no vemos.

En algún punto del laberinto se encienden algunas luces pero pasará un tiempo más para encontrar nuestra cabaña. En ella nos aguarda una chimenea encendida, aunque sin el crepitar de la madera ardiente, pues el fuego viene de un fogón de gas. El interior es cálido, amplios sillones confortables, adornos y lámparas. En la pared de madera, un gran reloj con campana, con números romanos, antiguo en apariencia. En realidad es eléctrico y ha quedado detenido a las once y siete minutos. Todo muy aparente, american style. La cocina bien equipada y con el confort necesario para sus huéspedes. Tenemos suficientes provisiones para armar una cena y suficiente hambre y sed para sentarnos a comer y a brindar por nuestra primera noche en Yosemite. Una escalera de madera nos conduce a las camas, dispuestas con sus mantas.

Aquella noche aun tendremos tiempo para vivir una historia de terror en la cabaña, rodeada de nieve, en medio de la nada. Vendrán personajes oscuros que asaltarán nuestro sueño, dejarán ver sus extrañas sombras tras las ventanas, como en aquella inolvidable primera noche de Lockwood en Cumbres borrascosas. Transitarán manos por el papel de colgadura de las paredes, como lagartijas, mientras el reloj, que nadie ha conectado, empezará a mover sus agujas para indicarnos que las once y diez era la hora señalada para el grito.

A la mañana siguiente, el misterioso lienzo gótico queda atrás. Al asomarnos al balcón, el espectáculo nos sorprende de nuevo: abajo la nieve nos cerca y arriba nos espera un cielo intensamente azul, en donde el sol ya ha puesto su llamado de urgencia para que salgamos del sueño y entremos en otro sueño. La euforia de las exclamaciones y los flashes de las cámaras hacen su primer acto. Nos deslizamos por la carretera y en el primer mirador nos detenemos para ver el gran cañón del río La Merced, en donde las rocas azules hacen su fiesta de hielo y agua. Su piel marmórea brilla como si se tratara de un traje de lentejuelas, por sus pliegues y concavidades bajan chorros de agua en ese deshielo permanente. Los verdes del valle se beben la luz y el agua para vestirse de profundidad; hilos cristalinos en una orquesta de colores. No es posible siquiera presentir la vida que se agita entre esos bosques como océanos. Vemos el pico llamado Catedral, el cerro Capitán, «¡Oh Captain, my Captain!» Seguimos el curso de las rocas para ir descubriendo cientos o miles de cascadas. Algunas antes de descender se evaporan y se convierten en humo y niebla. Otras forman riachuelos que buscan al gran río para seguir su curso. Hay senderos y recodos para los caminantes, lugares para jugar en la nieve, lagos con playas y las Islas de la Felicidad.

Uno de los senderos que se adentra en el bosque conduce hacia Mirror Lake. Como Narciso, queremos mirarnos en el lago. Pero ante la belleza el ego se encoge y retoza. La caminata hacia «El Espejo» es una experiencia metafísica.Su agua helada refleja el verde y es como si el bosque se hubiera hundido en el lago. Sensación visceral del placer, si es que existe placer que no se albergue en las vísceras. El paraje nos invita a tendernos sobre el piso de paja y musgo, junto al lecho del río, y nuestra mirada horizontal descubre grupos de venados, ardillas, mariposas, un pino diminuto que se incorpora como si acabara de nacer. Su delicado tallo se sacude el hielo que le ha aplastado la cabeza y justo ahora, frente a nuestro asombro, ha logrado vencer la gravedad y se incorpora, como si fuera un niño que se despereza y nos desborda la ternura. Mientras la escarcha gotea de sus ramas, el bebé pino se esfuerza por erigirse hacia el sol y tenemos la certeza del crecimiento de la hierba y recordamos otra vez al viejo hermoso Walt Whitman: «Gústanme los ecos, el vago zumbido de los murmullos silvestres. Gústame sentir el amoroso empuje de las raíces a través de la tierra…»

En el segundo atardecer, mientras regresamos a la cabaña, nos espera otro asombro al filo de la carretera: como una aparición, parado en el asfalto, un coyote gris, de ojos fijos, tan humanos, nos observa desde su marco de nieve. Ni las exclamaciones, ni las risas infantiles, ni los destellos de las cámaras parecen perturbarlo. Calcula y aguza la mirada, no advierte peligro ni expresa agresión. Solo se complace en mirarnos. Cambia de escenario, se da vuelta, avanza, nuevamente se detiene y continúa mirando. Desafiante hermosura, ofensiva belleza. ¿Qué ven sus ojos de coyote? ¿Qué somos en su paisaje? La bestia solitaria se ha ofrecido como un regalo y ha quedado para siempre detenida en algún sitio de nuestro cuerpo. Se ha hecho sentimiento, instinto, memoria, augurio, poesía. La tarde blanca en que habita ya forma parte de nuestra historia.

Nos iremos del Yosemite con una deuda pendiente por los sitios y paisajes que no vimos, que no veremos. Nos llevaremos el tatuaje de la luz, la seducción de la roca radiante, las caras del agua.. Al alejarnos jugaremos al verde múltiple: verde Amazonas, verde biche, verde manzana, verde esmeralda, verde ocre, verde brillante, verde tierno que se incorpora, verde oliva, verde limón, , verde sol, verde cristal, verde rana, verde oscuridad, verde gris coyote, verde musgo que viste los troncos de los pinos, verde ritmo de venado, verde hierba pata de ardilla, verde canto, verde mar, verde piedra, verde murmullo, verde Whitman, verde que te quiero Lorca. Y digo que si Dios es, verde es.

Escalofrío

Cartel de bienvenida, Las Vegas, Nevada – EUA.

Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna…

FEDERICO GARCÍA LORCA
«NEW YORK, OFICINA Y DENUNCIA»

Federico García Lorca se estremeció con «el alba mentida de New York» y aún sus gritos se oyen por las calles de Manhattan. Imagino sus gemidos en el Strip o en la calle Fremont de Las Vegas, sus enormes ojos de carnero, incrédulos y espantados en los casinos, compadeciendo a la mosca y a los trenes de dolor en los que viaja la carne de los cerdos hacia los restaurantes, hacia los vientres y la sangre de los apostadores, como tristes efigies de la miseria insaciable que los llena. Imagino su espanto frente a la marcha de los trajes que hablan todos los idiomas de la tierra y que todo lo ensucian con sus culos atiborrados. No es el placer, es la sevicia. No es el juego, es la miseria del indecible dinero que fluye, el dólar que los esclaviza. Las Vegas es la ciudad de los excesos, el mundo de la hipérbole, de los valores exponenciales.

Hemos rodado cuatro horas desde Flagstaff, ese pueblo blanco con casas de chocolate, en el que dormimos después de visitar el legendario Cañón del Colorado. Hemos atravesado el color del desierto, viendo los montículos de arena y la arena misma volando a través de la luz, convirtiéndose en un espectro amarillo como ese sol incendiado que desdibuja el color de la carretera. Penetramos por montañas sedientas, que por tramos son chorreadas por maquinarias operadas por hombres sin rostro, sed que no cesa y golpea los vidrios de los autos. Avanzamos tarareando con los Rolling Stones «Well if you ever plan to motor west/ Just take my way that the highway that the best/ Get your kicks on Route 66», «por la autopista del Oeste hasta su fin… a patadas por la 66». Es la 66, la carretera madre, como la llamaba Steinbeck, la ruta de huida hacia el oeste. Después de pasar por Hoover Dam, la gran represa que hiere el paisaje para vencer la aridez y surtir las ciudades circundantes, después de paliar la prevención sobre ese lugar erigido como un ambiguo oasis para el azar, finalmente allí están los freeways que nos impelen a penetrar en la metrópoli de neón y a dejarnos arrastrar por los tentáculos de la ciudad. «Welcome to fabulous Las Vegas, Nevada». Es en ese instante cuando siento el escalofrío.

Las Vegas Boulevard nos engulle con sus colores y sus vallas gigantescas. No alcanzan los ojos para ver, no es posible leer todos los carteles, las pantallas enormes, los videos publicitarios que exhiben cuerpos y anuncian aventuras, los letreros y señales indicando la mejor opción para divertirse, comer, comprar, para hospedarse o para asistir a los mil y un espectáculos que transcurren de manera simultánea en mil y un establecimientos. Bienvenidos a Nueva York sin Nueva York, al Palacio de César sin el César, a la moderna Edad Media, a la cristalina pirámide del Luxor desafiando al sol, a la Isla del tesoro sin la isla; bienvenidos para ver los tristes leones de la MGM, la Metro Goldwyn Mayer, que en su sopor no creen ser ciertos en medio de tanto artificio. Todos los lugares apócrifos ofrecen la ilusión de realidades interconectadas por escaleras eléctricas que trastocan el orden del tiempo y del espacio.

Dentro de París está el afuera de París. En Venecia siempre serán las cuatro de la tarde bajo un cielo electrónico que enceguece a los pelícanos, y es posible que alguien crea que las góndolas realmente lo conducirán a la plaza de San Marcos, en donde siempre hay un concierto a las cuatro de la tarde. Los falsos gondoleros se ajustan su gorra para que la brisa del Adriático no se la arrebate y, entre tanto, cantan una canción italiana. Los visitantes creen ser libres turistas y no pequeñas marionetas conducidas por un sistema electrónico que hace circular siempre la misma agua que no lleva a sitio alguno. Entre la Tour Eiffel de latón y la falsa Piazza di San Marcos no hay más que unos pasos. Y para pasar de aquellos lugares a la Estatua de la Libertad solo basta con atravesar el boulevard por los puentes peatonales y allí lo estará esperando la pretenciosa esfinge con su antorcha apagada, que en medio de tantos avisos luminosos no es más que un símbolo baladí de algo que apenas se recuerda.

Y es que el verbo recordar no tiene razón de ser en medio de este despliegue de fugacidad, en este reino de lo efímero en donde priman las realidades virtuales, la apariencia de lo majestuoso, la burla de lo solemne o la imitación de lo sagrado. Todo aparece huérfano de contenido porque no se trata de una desacralización de los símbolos sino de su exhibición comercial. Las pirámides o los faraones egipcios son muñecos de feria que la gente retrata antes o después del Hard Rock Cafe, de algún McDonald´s o Burger King. Estas ostentosas copias del patrimonio universal exaltan el dinero y la arrogancia: ¡podemos tener aquí y ahora todas las maravillas del mundo y tendremos muchas más! Espere la próxima inauguración.

«Comprar es mucho más americano que pensar», dijo Andy Warhol alguna vez. «Ganar dinero es arte –dice el gurú de la pop culture– un buen negocio es el mejor arte». Se diría que dentro de la división internacional del trabajo a los estadounidenses les correspondió el entretenimiento, los estudios cinematográficos, la gran industria del circo, los enormes parques de diversión, los remakes de la historia, Micky Mouse en vez de Napoleón, el correcaminos en vez del Che Guevara. Y el epicentro, el top, está en «la rosa del desierto», «el espejismo más brillante», la ciudad de Las Vegas. Todo se ofrece, se rebaja, se vende. El futuro en primer lugar. Una escort por dos mil dólares la noche, algo para inyectar, algo por la nariz. Las tiendas de ropa y de cachivaches exhiben el verbo comprar, atraer, engullir, engañar. En la mesa redonda del rey Arturo están las tiendas de moda gringa, en el Luxor con una diosa Isis sintética se comercia con alfombras voladoras, en el Bagdad de Las Mil y una noches se instala una banda de rock y junto a los apócrifos canales venecianos hay una exhibición de olores que los clientes aspiran con máscaras. Todos fingen. Fingen dormir los tristes leones cautivos que están en el hall de la Metro, o permanecen dopados e intoxicados de gente que los captura con sus cámaras. Quizá en cualquiera de estos mundos artificiales vendan la máquina del tiempo de H. G. Wells, la bicicleta en donde viaja E. T., el despertador que vuela por el cuarto, las escaleras para que el perro suba a la cama, la urna de los masajes, la tarjeta para acceder a la felicidad, que seguramente dará su función después de lanzar los dados.

El espectáculo de los casinos llega más allá de la ficción. No es el infierno, es el laberinto de las máquinas; no es el azar, es el paraíso del artificio. Los jugadores están solos frente a los colores, pero no están allí los colores, apenas su ilusión. Un vodka con zumo de frambuesa en el Wynn o en Montecarlo. Fichas y sonidos que te desean suerte mientras te sacuden las vísceras tratando de vaciarlas. Muerde, muerde las entrañas del monstruo antes de que termine asfixiándote al ritmo del lucky lucky de las tragaperras. Cabezas sin cuerpo giran al ritmo de las ruletas que siempre señalan el rojo dos, a menos que alguien apueste al rojo dos. Ha perdido una vez más ese hombre, el otro, el otro y mil más que rodean las mesas y aspiran un largo tabaco de insomnio.

Los croupieres, hombres y mujeres casi ancianos, parecen retratos de sí mismos, siempre la misma sonrisa forzada, siempre sus pies bajo la mesa tratando de encontrar reposo, sus manos barriendo las fichas, repartiendo la baraja por cuadragésima vez antes de la media noche de una noche que tampoco existe, porque en el casino no oscurece nunca, el tiempo no pasa, solo transcurre el espectro de un tiempo que espera afuera, tras las grandes puertas de vidrio que conducen a la ficción de la calle. Mujeres envejecidas, con faldas que dejan ver sus muslos flácidos, reparten bebidas a los jugadores. Nadie ve sus cuerpos mofletudos o el temblor de sus bandejas en los salones de la ruina.

Los bares que hay dentro de los casinos se destacan por su peculiar disposición: En vez de una superficie para poner la bebida o descansar las manos, cada sitio de la barra es la pantalla de una máquina de apuestas, de tal modo que mientras bebes juegas sin levantar la cabeza, sin que tengas necesidad de mirar al vecino que también está clavado sobre sus propios colores y números. Porque en Las Vegas nadie necesita mirar a los ojos. Tampoco hay alguien que espere a alguien al final del laberinto, al final de los corredores atorados, cuerpos sin rostros que asesinan el sueño y se dejan conducir por esa mole que parece humana en la forma como mueve las manos al bajar las manivelas de las máquinas, en esos ojos que solo perciben formas electrónicas que engañan al azar, que lo ahuyentan. Un dirty martini en Bellagio o una Coca Cola en Treasure Island. Espanta tanto ruido que esconde la rendición de las palabras. Una caravana interminable de huéspedes sale y entra a los ascensores para perderse en pasillos y luego en habitaciones en donde las anchas camas no logran albergar la fatiga de los números.

Una ciudad que arrastra al «borde del precipicio absoluto», a la que muchos llegan en pos de una señal, antes de la soga o el disparo en la sien, buscan el golpe de suerte, un triple siete en la máquina traganíquel, la mano esperada en el blackjack, o simplemente una sonrisa comprada entre luces intermitentes y campanillas electrónicas con su monótona ansiedad. Pero la señal no llega, la habitación es gigante, idéntica a las mil de cada piso, todos idénticos entre sí, y esa soledad tan idéntica a ti mismo. Finalmente, el suicidio vencerá al azar. ¿Qué decir, Federico, de esta ciudad oasis? «Es inútil buscar el recodo/ donde la noche olvida su viaje/ y acechar un silencio que no tenga/ trajes rotos y cáscaras y llanto».

Este es el destino preferido para la anónima muerte o la anónima boda. Cásese en Sin City mientras pasea en una limusina, wedding while driving, el mejor sitio para su boda, bodas en tres minutos, bodas de película, bodas express, el amor incluido. Y los novios con sus vestidos de ceremonia entran y salen de los edificios o se toman fotos frente a las fuentes de aguas recicladas, que danzan con sus destellos luminosos. Una multitud de solitarios desfila por las aceras, los edificios vomitan y tragan gentes que se arrastran con sus patitas de hormigas, que miran hacia arriba para ver pasar los monorrieles que comunican los complejos comerciales. Te esperan el «Fashion Show», «Cupid´s Escorts», las orgías alimentadas con drogas de diseño. Las palmeras de artificio estiran sus cuellos intentando ver el desierto que cada vez es más desierto de sí mismo, que ve borradas sus dunas y su arena, y no logran ver sino los «montes de cemento», los miradores de los hoteles y un cielo desnudo, ávido de agua y oscuridad. Los cielos eléctricos engañan a los árboles, los árboles engañan a los pájaros y estos emiten sus chillidos electrónicos para engañar al niño de los ojos transparentes. «El cielo es el límite» es el lema de la urbe.

Los solitarios llegan a Las Vegas persiguiendo su desazón. En Flagstaff conocimos a un indio navajo, borracho y regordete, que al enterarse de que al otro día viajaríamos a Las Vegas, con un tono sarcástico y bebiendo a grandes sorbos su cerveza, nos dijo que lo que más le gustaba de ese lugar era la posibilidad de amanecer con «el culo floreado junto a una piscina». Descripción cruda de lo que puede significar Las Vegas, no por la oportunidad que ofrece para las transgresiones y los placeres de la carne, sino por la frivolidad de los excesos, por la pose y el morbo del fracaso. Es también un panóptico sin cárcel. Millones de lentes ocultos, pantallas, ejércitos de ojos te acechan y controlan. En el brazo de la silla, en la mesa, en la barra, en el broche del portero, en el anillo de la mucama. Todos te sonríen y el rayo de su risa te penetra.

No es la calle helada de Las Vegas, es el roce yerto de los cuerpos. No es la guerra, es el temblor del escarabajo anónimo que todos pisotean. No es la selva, es la agitación de los estómagos en grandes toneles de alimentos que se pudren dentro de vientres grasosos. No es el horror, son las cloacas de los hoteles atragantadas de usura. No es el odio, es la opulencia de los desperdicios. No es el reino fantástico, es el paroxismo de la electrónica, la angustia de que el tiempo no pase, de que todo se mueva hasta el infinito y atrape la voz y la conciencia.

Sí. Las Vegas, capital mundial del entretenimiento, del suicidio, es el mundo de la hipérbole, de los valores exponenciales en los que los seres humanos son apenas cifras recortadas y carentes de voluntad. De esta ciudad se dice que «es la respuesta, sin importar la pregunta»; en la que «todo lo que sucede, allí se queda». Pero he roto el pacto de silencio para contar el escalofrío. Kilómetros de sábanas sucias que ahorcan la mañana, toallas húmedas que cubrirían las montañas rocosas y el Gran Cañón, moles de papel despreciable que atasca las tuberías del continente, cincuenta millones de servilletas diarias untadas de hartura, el ruido de cien mil aspiradoras que lamen las huellas de las suelas, toneladas de ceniza que cubren el desierto, veinte millones de autos que atraviesan la ciudad dejando su rastro de humo e indolencia. Y la gente que todo lo devora, que todo lo compra y lo consume. La náusea al entrar a los restaurantes en donde siempre hay filas de gente esperando para llenar sus bandejas con los «cuatro millones de patos,/ cinco millones de cerdos,/ dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,/ un millón de vacas,/ un millón de corderos/ y dos millones de gallos/ que dejan los cielos hechos añicos».

No son los cerdos los que acaban de ser degollados, son cerdos quienes ahora devoran su propia carne, eructan y se preparan para digerir los cerebros que viajan atrapados en cabelleras de almizcle. Federico no estaba allí para ver los cien millones de cangrejos, los doscientos millones de camarones, las toneladas de calamares y pescados que saltan en palanganas infernales, el crepitar de los tallos y las hojas, el gemido inaudible de las langostas en el agua hirviente, la fiesta de las grasas y las toneladas de azúcar que hacen crecer los vientres y las ropas, todos en el desfile ansioso de las glándulas, en el bullicio de los molares y el glu glu de las gargantas, hasta que surge la náusea o la urgencia de la cañería y se renueva el ritual de los estómagos. ¿Y dónde se recicla la mierda de Las Vegas? Los túneles de desagües que sirven a la ciudad del pecado, a la gran capital del juego, es la más grande ciudad de mendigos de todo Estados Unidos. Una red de infinita vergüenza sirve de cobijo a los homeless.

Nuevos comensales repiten la orquesta de los cuchillos, las interminables filas de bocas no cesan a ninguna hora de ese tiempo inexistente, no cesa el asesinato de los corderos, ya sin «las alucinantes cacerías», ni los «terribles alaridos de las vacas estrujadas». Y «más vale sollozar afilando la navaja… que resistir en la madrugada/ los interminables trenes de leche,/ los interminables trenes de sangre» que el poeta denunció en Nueva York porque no conoció Las Vegas.

Y yo, que estoy allí, como todos, para ensuciar la ciudad, para atascar los sanitarios, para devorar los colores y las luces, para templar mi estómago en los bufetes, me estoy muriendo de pequeñez, estoy llorando de terror en una acera del Strip, soy un bicho al que todos pisotean y escupen, he perdido la mano que vino conmigo y de pronto estoy sola para resistir la mole humana que atropella con sus risas y sus lenguas extrañas, estoy en ese bote de basura que alguien tapa con displicencia, he llegado para quedarme arrinconada en algún corredor, lloro por el desierto y por los leones en su hall de escenografía. «Porque es justo que el hombre no busque su deleite/ en la selva de sangre de la mañana próxima./ El cielo tiene playas donde evitar la vida/ y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora./ Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño./ Este es el mundo, amigo, agonía, agonía./ Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades».

Invoco a Federico y con él «denuncio a toda la gente que ignora la otra mitad», a la gente que anula y atropella a los billones de habitantes del planeta que no conocen el bienestar. No hablo de los que mueren de hambre sino de los que ignoran el exceso. Qué pensarían de esta ignominia consentida, aplaudida y publicada, de esta falta de vergüenza. «Less is no more. More is more», sentencia el cartel en la puerta de un restaurante del Luxor. Es la filosofía de Las Vegas pero también la mentalidad del delirio americano. No puede ahorrarse nada en esta burbuja de abundancia, de despilfarro. Nada se escatima. Hasta la culpa suele multiplicarse en las mentes inhábiles para el consumo. Estás allí y debes cumplir con el ritual del parásito, debes sacar tus garras de bestia y devorar lo que necesitas para sobrevivir en este reino de las serpientes. «Llegaban los rumores de la selva del vómito/ con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,/ con árboles fermentados y camareros incansables/ que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva».

Por eso el estremecimiento y esta sensación de insecto en Las Vegas, esta cobardía de turista de cámara recién adquirida en Costco o en Best Buy. No es solo el sentimiento de la pequeñez sino la conciencia de haber nacido en un pedazo de mundo invertido, en donde todo se divide, se resta o se minimiza; un mundo en el que la gente aprende a repartir la miseria y a conjugar la mezquindad.

Las Vegas me amilana, me hace añicos las simetrías, desdibuja la equidad, me aguza la experiencia de la soledad colectiva. Soy una niña que grita ¡Auxilio! con su voz inaudible y sin embargo se deja llevar por la fuerza de la curiosidad a este lugar de imposible olvido. ¿Qué puedo hacer, Federico? ¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes? ¿Ordenar los amores que luego son fotografías, que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?

Ordeno las fotografías y los videos en donde me veo caminando con diez piernas y una falsa sonrisa. En ese rostro no se adivina el sinsabor. El escalofrío lo he traído aquí, lo he convertido en palabras.