Se llama vara de premios. Dicen su nombre y veo su gran altura, la viga de madera encerada, la punta que se pierde en los ojos y se funde con el color del cielo. Hay un largo trecho untado de grasa y emoción que separa al escalador de esa esquiva alegría. Quien empieza a treparla, no sabe cuál será el resultado de su hazaña. Las piernas forman un nudo, se abrazan una a la otra, se aferran a su porfía, escalan el aire. Arañando, las manos se adelantan, quieren su propia gloria, tienen la esperanza de conquistar la cima. Si ellas fallan, el cuerpo pierde su ánimo.

Amo los árboles, me gusta trepar entre sus ramas, acomodarme allí como un polluelo, sentir el viento que me despeina y me acaricia. Subo de una rama a otra, cada vez más alto. Las manos me dicen el dónde, el cómo, ellas solas se abren camino mientras mis piernas se aferran con gusto. Si un gajo se quiebra, el otro está listo para recibirme. Paso muchas horas oliendo la savia, descubro verdes, aspiro el aire cada vez más frío. Estar allí es la alegría.

En la vara se busca un premio. El cuerpo es Sísifo desafiando la gravedad, retando a los dioses de las alturas. Sabe que ha de caer una y otra vez, pero se empeña en su peripecia. Músculos y tendones están hechos para persistir. Son la fuerza, el trabajo, la lucha. Darse por vencido sería el fin. Detrás de las manos corren los brazos. Ellos envuelven, seducen, rodean la aceitosa, la amante esquiva que los rechaza una y otra vez. Los ojos no miran, están pegados a la cúspide, siempre llevan la delantera. Sueñan, ilusos, no son buenos para medir distancias, se dejan engañar por la ambición. Cuando uno menos piensa, ya están allí, colgados, tocando el premio. Codician lo inalcanzable pero no tienen manos para sostenerlo.

Primero probaron los de quinto grado, los grandulones con sus largas zancas y su ambición excesiva, siempre trunca. Después los del medio, con sus ínfulas de grandes, ya cayeron unos sobre otros. La vara es interminable. Se desciende más, mucho más de lo que se avanza. El ímpetu se debilita cuando lo atraviesa el pensamiento. Basta una palabra pronunciada por cualquiera, o una palabra surgida de los adentros, algo como «imposible», «no puedo», «es inútil», basta eso para que las manos resbalen. Tampoco sirve la autocompasión, el peso de la impotencia, el asomo del miedo con sus uñas sangrantes. Basta el sabor acre del fracaso para que venga el desaliento, la precipitación de huesos, el deslizamiento. Queda la última fuerza para sostenerse con los dientes y luego viene la gran caída. Abajo pastan las burlas, tienden su red los aguijones de la derrota.

Todos los muchachos han terminado en el piso, con la risa del abatimiento. Sus compañeros los guillotinan con silbidos. Los maestros acuden a consolarlos, los ungen con alcohol y con frases pegajosas: «¡Otro día será!», «¡pero lograste subir mucho!», «¡lo intentaste!», «¡fuiste valiente!», «no importa que no hubieras alcanzado el premio». ¡Claro que importa! Pero eso solo lo sabemos nosotros, los escaladores.

Ahora es el turno de los chicos. Segundo grado se prepara y empiezan a subir mis compañeros. Algunos se dan por vencidos en el primer trecho. Se forma una agitación arriba y abajo. Ninguno ha alcanzado siquiera la mitad. Ahora me toca a mí. Lo he mirado todo desde la esquina del patio. Gritan mi nombre y miran hacia todos lados. Aquí estoy. Avanzo lentamente. Me animan, me empujan. Inicio la subida y siento la cera en las manos. Soy parte del árbol y me abrazo a él, como a un viejo anciano que me acoge para contarme sus secretos. Más, cada vez más alto, hasta encontrar el cielo desnudo.

Allá lejos, muy abajo, escucho la algarabía, los aplausos, los gritos animados de todos. Al alcance de mi mano hay paquetes envueltos en papel con cintas doradas. ¿Qué podrán ser? Quizás está oculta una jaula con pájaro, un gato encerrado, una caja de galletas con crema de chocolate, el balón que añoro… Contemplo cada paquete, no me decido por nada. Mejor seguir subiendo y tocar la cumbre, llegar muy cerca de las nubes. Siento el regocijo del viento. Las voces de abajo son susurros. No estoy cansado. El azul se abre ante mí. ¡Lo he logrado! Ahora tengo el cielo por sombrero. La emoción me hace gritar y en tierra se afanan. Es el momento de volver. Empiezo a bajar aprisa, sin dificultad, me escurro vara abajo, satisfecho. Ahí es cuando oigo los murmullos, el coro de decepción, el clamor del desencanto: «¿Qué pasó?» «¡Ay, pero si estuvo a punto!» «¡No lo logró!» «¡Este niño tampoco consiguió el premio!»

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