Sí. Era un simple bolso, un bolso de hilo. Me lo trajo la tía Elsa de uno de sus viajes al Amazonas. Otras veces me había traído cosas curiosas como unas flechas, un guacamayo y un mico hechos de madera muy liviana y brillante. Una noche me pidió cerrar los ojos y sentí en mi oído el rumor de un riachuelo, luego el sonido de una cascada. «Es un palo de agua», dijo. Y resultó ser un tubo de madera que al moverse lentamente dejaba escapar el murmullo del río. Cada regalo suyo venía cargado de historias de la selva, de abuelos cazadores, de leyendas. Como esa de la culebra protectora del agua, Yucumama, así me contó que se llamaba. Más grande que la anaconda, lanza chorros de agua por su boca, puede derribar árboles a su paso y aspirar a sus presas a cien metros de distancia.

Mi tía también hablaba de los niños que se movían en la selva como en su casa, de niñas que aprendían a tejer mientras la madre las amamantaba. Ella hablaba y yo oía el canto de pájaros remotos y el sonido del viento cuando crujen las hamacas. Todo ese mundo desconocido se colaba en mi cuarto metido en la voz de esa mujer que adoraba. Sus viajes me hacían soñar, me estremecía con sus aventuras y vibraba de alegría cada vez que se aproximaba otra de sus correrías.

En vísperas de mi noveno cumpleaños se anunció su visita. Esta vez me traía un bolso de hilo hecho con un fino tejido de tonos pastel. Eran mis colores preferidos. Al abrirlo noté que dentro tenía un forro de tela con un pequeño bolsillo y en él se alojaba la historia de la niña que lo había tejido especialmente para mí. Se llamaba Ernestina y tenía mi edad. Las cortas y delicadas abrazaderas del bolso, igualmente tejidas, se ajustaron perfectamente a mi hombro. Toda esta maravilla se cerraba con un broche dorado. Sería mi primera cartera y me llevaría del brazo hasta convertirme en mujer grande.

Desde ese día el bolso se convirtió no solo en parte de mi atuendo sino en mi propia imagen. Era además la forma en que mi tía Elsa iba conmigo a todas partes. Lo exhibía en todos lados, lo acariciaba, sentía la suavidad de las fibras, contaba los nudos y los hilos, trataba de imitar a la pequeña tejedora, creía tocar sus manos, imaginaba su vida tan distinta a la mía. No quise prescindir del bolso ni siquiera cuando noté que en el extremo inferior unos hilos empezaban a soltarse. Lo seguí cargando como si nada, hasta que un día mamá me dio un ultimátum: si no dejaba de utilizarlo, ella lo echaría a la basura. Aquello fue una amenaza y decidí esconderlo en el fondo del armario, en donde solo yo pudiera encontrarlo. Así seguiría acompañándome, como un secreto. De vez en cuando lo sacaba para verlo, me lo colgaba al hombro mirándome al espejo y después lo devolvía a la intimidad del cajón.

Cuando cursaba mi octavo año, la Madre Superiora del colegio nos encargó donar ropas y juguetes para los niños huérfanos. A su petición se sumó un discurso sobre la generosidad y la caridad. Con entusiasmo, desocupé mi armario y mis cajones para escoger mi ofrenda. Mi linda ropa pronto me quedaba chica y el resultado de la selección fue estupendo y abundante. Cuando estaba a punto de cerrar la caja, el amoroso recuerdo de la tía sepultada me habló desde el fondo del guardarropa. Una voz me aconsejaba que por gratitud conservara el bolso oculto, otra me recordaba que con él podría hacer muy feliz a otra niña, tal como lo había sido yo. Comprobé que el extremo raído era un detalle insignificante y que el forro y los bellos colores del tejido se conservaban intactos. El bolso fue a parar dentro de la caja de regalo y tuve la conciencia del deber cumplido.

No volví a pensar en ello hasta que, dos días después, la Superiora me llamó a su despacho. Sentada frente a ella, no podía dar crédito a sus palabras. Su sermón fue largo y severo. Dijo sentirse desilusionada por «mi mezquino proceder». «¡Haber querido regalar una cosa rota!» La generosidad significaba dar lo mejor de uno para la alegría de los demás. La escuché mirando al piso, avergonzada de lo que oía y, sobre todo, pensando en mi bolso. Había sido objeto de desprecio y yo lo quería de vuelta a mi cajón, donde otra vez sería amado y estaría a salvo. La idea de recuperarlo me devolvió la tranquilidad y después de expresarle a la monja mi arrepentimiento y de aceptar humildemente mi culpa, le pregunté dónde estaba el bolso. Ella abrió sus ojazos, me dio la espalda y dijo algo que después de tanto tiempo me sigue doliendo: «Donde debe estar: ¡en la basura!»

Mi bolso con su mínima desgarradura, que en vez de restarle le agregaba belleza ante mis ojos, fue a dar a la basura, íntegro en el recuerdo. Deshilachado por el cariño, por el balanceo de mi hombro; retenido por esa propensión a prolongar lo que tanto queremos. Con él también se fueron en picada el arte y las manos de Ernestina, la ternura, la leyenda y la voz de la tía Elsa.

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