Las estrellas

Detalle de Tablas huicholas / La visión cósmica de Tatutsi Xuweri Timaiweme, interpretada por Juan Negrín Fetter

Hay una manera de atrapar las estrellas para hablar con ellas en las noches. Dicen que son viajeras, que brillan desde hace muchos años, que están muertas, que no existen. Yo puedo tenerlas en mis manos y hablarles, mientras brillan de una manera feroz sobre mis dedos. El secreto está en la paciencia y las ganas que tengo de verlas. Dicen que los astrónomos tienen sus telescopios gigantes, con los cuales pueden hacer que los puntos luminosos sean tan cercanos como un bombillo de la avenida. Yo no puedo tener un telescopio, pero tengo un lago hecho para pescar estrellas.

Cuando el agua se pone quieta -ha de ser agua dulce, pero dulce con azúcar- me siento en la orilla y canto mentalmente una canción cualquiera. Mejor si se trata de un canción triste, donde haya lágrimas y todo. Cierro los ojos, arrullo el agua y espero. Allí, en el fondo de la pila, en el centro, comienzan a titilar las estrellas. Vienen en fila y luego se desordenan como niñas tontas. Después de que dejan de temblar, meto la mano en el agua y las voy pescando poco a poco. Son mansas y no oponen resistencia. Las toco suavemente, con cuidado para que sus puntas no vayan a lastimarme la piel. Las siento heladas y lentamente, al contacto con mis manos, se ponen tibias y consentidas.

– Estrella, ¿cómo es eso de brillar y brillar y nada más?

– Es como vivir y vivir y nada más.

– ¡Ah!, eso no tiene mucha gracia.

– No y si. Depende del fin que persigas. Si brillas por brillar, pronto se te agota la luz. Si brillas por traspasar el infinito, tendrás luz para mucho tiempo.

– Eso no suena fácil. Además, las personas no tenemos brillo y podemos perdernos fácilmente en el infinito.

– Brilles o no brilles te perderás de todos modos en el infinito.

Y así paso muchas noches, jugando a que hablo con las estrellas. Los temas son variados. Depende del ánimo que tenga. Los temas del infinito se me ocurren cuando me siento solo. Otras veces hablamos de fútbol y eso me gusta más. Me divierto mucho cuando una estrella me comenta sobre el juego y me canta goooool… mientras la emoción le enciende el brillo.

A veces no quiero ni ver a las estrellas. Basta agitar el agua para que todas se escapen.

– ¡Fuera! -les grito con rabia-, quiero pescar peces de verdad.

Pobres estrellas, con las ganas que tienen de venirse a vivir a la tierra y yo con tantas ganas que tengo de mudarme al cielo.

***

Pascual

– ¡Hola, niño! Ahora que ha recuperado la voz, cuénteme su historia. ¿Dónde están sus padres?

El periodista me mira a los ojos. Trae una libreta y escribe. Quiere saber de mí, pero no sé qué contarle. Yo no sé nada. Yo sólo conozco las cosas que he oído y lo que he visto con mis ojos chiquitos.

Ahora que estoy estrenando la voz como si se tratara de un pantalón nuevo, no encuentro cómo acomodar las palabras en mi boca. La lengua se me ha desacostumbrado. Las palabras se me atoran, se atropellan unas a otras, algunas salen volando en desorden como las mariposas. Unas negras, otras amarillas, azules, combinadas.

Empiezo a hablar despacito, con el temor de que, al nombrarlos, se me desbaraten los recuerdos.

– Soy Samuel…. el hijo del zapatero.

Amanecía porque Pascual, el gallo que canta once veces antes de salir el sol, ya había cantado ocho. Ese día cantó más fuerte la primera vez y por eso me desperté, como cosa rara. Papá me enseñó que un hombre no debe dejarse coger por el sol en la cama, pero, al fin y al cabo, yo no soy un hombre sino un niño hombre que tiene derecho a que el sol lo deje dormir sin remordimientos.

Muchas veces esto me costó todos los regaños del mundo y el castigo de tener que saltar de la cama con el primer canto del gallo, porque papá se propuso hacer de mí un hombre antes de tiempo.

Odiaba a Pascual por su bulla y muchas veces traté de atarle una cuerda al pico por las noches, para que no pudiera cantar en las mañanas. Pero él se soltaba restregando su pico contra las piedras y hacía un escándalo de todos los demonios. Quería que se muriera pronto y le daba de comer piedras envueltas en pan, pero el maldito las devolvía después de haberlas picado.

Terminé por resignarme a ese despertador de plumas y cresta que parecía entender mis malas intenciones contra él, porque cuando me descubría no se cansaba de perseguirme por toda la casa y sus alrededores.

Esa mañana, cuando Pascual iba por su canto número ocho, sentí un ruido extraño en el patio. El perro ladró de manera desacostumbrada. Miré a la cama de al lado y estaba vacía. Escuché ruidos que provenían de la cocina. De pronto, unos gritos en la sala. La voz de papá se oía desajustada. Mamá lloraba. Después, otra vez el silencio.

Estuve esperando que Pascual continuara con el nueve, pero extrañamente ya no cantó más. Intenté volver a dormirme porque esa mañana no había clases en la escuela y podía aprovechar el silencio del gallo para recuperar el sueño.

Me despertó otra vez el llanto de mamá. No había duda: habían vuelto a pelear. Sentí un frío por todo el cuerpo. El día que había pelea la comida sabía amarga y la casa parecía un cementerio. Mamá se dedicaba a lavar las cosas como si quisiera quitarles y ponerles la mugre al mismo tiempo.

Papá no llegaba a la hora que cerraba el taller, sino que se iba a las tiendas a beber con los amigos. A medianoche aparecía en la puerta, pesado como un tronco, estrellándose contra las paredes y se tiraba en el piso de la sala hasta el otro día.

Esto podía durar un día o varias semanas. Tenía que soportar la tristeza de verlos separados y odiándose a cada momento. Yo era como un trompo que cada uno tiraba a su acomodo.

Por fin, un día amanecían pegaditos en la cama y yo sentía que el corazón me daba un vuelco hasta volver a su lugar. Entonces había flores regadas por toda la casa, ellos hablaban bajito y la comida recuperaba otra vez su sabor.

Mamá ya no quería matar el tiempo limpiando las cosas; quería disfrutarlo y nos íbamos por la tarde a dar un paseo. Al atardecer, pasábamos por el taller de papá para regresar juntos.

El camino a la casa era largo, oscuro y necesariamente había que pasar por el cementerio. El miedo me hacía tomarlos de la mano y en medio de ellos me sentía un superhombre. Quedaban pocos vecinos. Muchas casas del pueblo habían sido abandonadas por el temor a las guerras entre liberales y conservadores.

-¿Qué es un liberal, papá?

No dijo nada. Cuando casi me había olvidado de la pregunta me contestó:

– Un hombre como yo.

– ¿Y un conservador?

– Otro hombre que mata hombres como yo.

– Eso no es cierto -me dijo mamá-. Los liberales también matan a hombres como su abuelo.

Mi pregunta originó otra vez la pelea. No entendía nada. Varias veces mamá me había contado la historia de su padre asesinado cuando ella era muy joven, de los trabajos que pasó hasta que tuvo quince años y se enamoró del aprendiz de zapatero; la manera en que huyeron juntos y vinieron a vivir al pueblo… y todo para qué. Para que ahora ella le reprochara pertenecer al mismo partido de los hombres que mataron a su padre, y él se viera obligado a callarse y a sentir como suya la culpa del crimen.

La casa estaba al final de la carretera, en medio de muchos árboles. Me gustaba jugar a que era dueño del bosque y rey de todos los animales.

El llanto de mamá continuaba, largo y profundo. Por eso decidí levantarme. Estaba sentada en la sala y tenía la cabeza escondida entre las manos. Me asusté mucho al verla en esa posición. Al parecer, esta vez la pelea había sido definitiva.

Me le acerqué. Al verme, me abrazó con mucha fuerza. El corazón me rebotó. No me decía nada, pero estaba seguro de que había pasado algo malo. Empecé a llorar con ella. Sentía en mi pecho sus suspiros profundos.

Al rato escuchamos pasos acercándose a la casa. Mamá me abrazó con más fuerza y empezó a gritar con desesperación. Yo no entendía nada, hasta que de pronto los vi. Eran muchos hombres armados de machetes y cuchillos. Entraron en la casa y me apartaron bruscamente de mamá. Empecé a dar gritos, al tiempo que ella me pedía que me alejara de allí. No quería irme, pero los hombres se encargaron de empujarme hacia afuera.

Busqué a papá por todos los rincones de la casa, pero no lo vi. Algo me llevó a correr hacia los árboles y en el camino me pareció ver un brillo en el piso. Me devolví para ver de qué se trataba y reconocí las gafas de papá. Estaban rotas. Me pareció muy raro que las hubiera dejado tiradas, porque sin ellas no podía trabajar. Las recogí y mientras corría otra vez, me tropecé con Pascual, que ahora era un montón de plumas ensangrentadas. El pecho se me abrió.

Había planeado muchas veces la muerte de Pascual, pero encontrarlo reducido a una mancha roja en el suelo, fue como sentir su picoteo por todo mi cuerpo. Cuánto deseo ahora tu canto, Pascual; qué se hizo el sonido que salía por tu pico como un rayo de luz hacia el sol. Porque era mentira que el sol despertara a Pascual. Era él quien despertaba al sol.

Cuando me metí entre los matorrales para ocultarme ya era un rey vencido. Desde allí podía ver la casa y escuchar las voces y risas de los hombres. Mamá había dejado de gritar. Cerré los ojos y se me ocurrió ponerme a rezar para que todo pasara. Repetí el padrenuestro diez veces. Después empecé con la santamaría y cuando iba por la número ocho, logré que se fueran. Algunos salían ajustándose los pantalones. Pero en el momento en que suspendí los rezos vi que se devolvían, como si hubieran olvidado algo.

De pronto surgió el brillo adentro de la casa. Al principio no entendí lo que pasaba, pero cuando el techo empezó a crujir y las primeras llamas asomaron por la puerta, quise correr hacia el interior. Los hombres llegaron muy cerca del lugar donde me ocultaba. El miedo me paralizó las piernas. Me sostuve en cuclillas, casi sin respirar. Por fin se marcharon. La casa ardía completamente. Me aferré al tronco de un árbol. Empujé mi cabeza con fuerza para perforar la madera, para enterrarme vivo dentro de él, y estuve intentándolo mucho tiempo, hasta que sentí herida la frente. La herida fue como una puerta que se abrió para dejarme llorar. Cerré los ojos y soñé que la realidad era un sueño.

Cuando el sol empezó a bajar, probé fuerzas con mis piernas. Parecían no respondera la orden de caminar. Alguien venía despacio hacia mí. Retuve la respiración hasta que sentí un maullido en mi oído. Salté de terror. Era Lucero, arrastrando su cola y con los ojos más vidriosos que nunca. La alcé y la revisé por todas partes para comprobar que no estuviera herida. Ni un rastro de sangre encontré entre su pelaje chamuscado. La abracé con las fuerzas que me quedaban y la esperanza se me atravesó en el corazón. Si ella había logrado salvarse, seguramente mamá también.

Me arrastré despacio en cuatro patas. Entonces vi la montaña de cenizas. El silencio era como un monstruo que se levantaba y me perseguía por todos lados.

Tomé a Lucero y la metí en una bolsa que encontré junto al gallinero. Así resultaba más fácil cargarla. Esa noche la pasamos solos en el camino. Pensé en el cementerio y ya no tuve miedo. Allí debían estar esperándome papá y mamá. El cielo estaba muy azul. Las estrellas se habían espantado.

***

Las brujas

“El monaguillo” de Agim Sulaj 

La iglesia tenía el piso de piedra, sus columnas y muros eran blancos con ribetes dorados, el altar modesto estaba presidido por la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, enmarcada con un estilo barroco. Cuatro velones, un cristo de mármol y dos búcaros con gladíolos reposaban sobre la mesa, vestida con un viejo mantel blanco.

A las cuatro y treinta de la mañana dos agudos campaneos hacían saltar del lecho a la mujer, quien casi dormida se levantaba para espantar los sueños de Luis. El muchacho se movía a uno y otro lado, batallando con un enemigo invisible. Agredía, se quejaba hasta que abría los ojos y allí estaba su madre, ordenándole ponerse de pie.

– Ya van a tocar los tres cuartos. Levántese que el Padre se pone bravo.

Como un autómata, Luis se sentaba en la cama. Con los ojos cerrados se colocaba las medias, se dirigía al cuarto de baño, cepillaba sus dientes y cuando despertaba ya iba trotando camino de la iglesia.

– Ya llegué, Padre. No me vaya a regañar.

Encontraba al padre Fermín en la sacristía, arrodillado en el reclinatorio, su mano derecha sostenía la Biblia, el marcador de cinta roja señalaba el evangelio del día. De prisa Luis se colocaba el hábito de monaguillo, tomaba la campanilla y salía al altar, anunciando con varios toques el comienzo de la ceremonia.

Los feligreses de todos los días, ancianos en su totalidad, se acomodaban en las bancas de siempre. El clérigo aparecía cojeando, mientras musitaba oraciones o plegarias que nadie lograba descifrar. Luis se arrodillaba detrás del padre y esperaba el momento del sermón para cerrar los ojos e hilar nuevamente los sueños, bruscamente interrumpidos por la voz de su madre. En varias ocasiones el padre Fermín se había visto forzado a sacudirlo para que tocara el inicio de la elevación.

En la misa de seis aumentaba la audiencia y el sol penetraba por las claraboyas, lo que hacía más difícil a Luis clavar la cabeza sobre el pecho.

De no ser por las súplicas de la madre, el sacerdote habría despedido al muchacho desde el segundo día de su contrato como acólito. Siempre llegaba tarde para ayudarlo a vestir, olvidaba peinarse, no ponía las cosas en su lugar, y para colmo de males, se quedaba dormido a la mitad de la misa. Los diez pesos que ganaba por cada día de trabajo ayudaban a su madre con los gastos de la casa.

A las siete, después de cerrar las puertas de la iglesia, Luis subía al comedor y junto al padre tomaba el desayuno. Era la única ocasión que tenía para conversar con el sacerdote, pedirle favores o transmitirle algún encargo de su mamá. Igualmente era el momento en que el padre Fermín le dejaba saber la programación del día.

– Hoy, a las tres de la tarde tenemos que celebrar la misa de cuerpo presente de doña Hermencia y a las cinco tenemos que ir a la cárcel.

La cárcel le producía una sensación entre desagradable y atractiva. El penal de mujeres estaba situado a la salida del pueblo, ocupaba una manzana grande, tenía un patio central amplio, corredores oscuros y las celdas se encontraban situadas en el segundo piso de la edificación.

Cincuenta y tres mujeres pagaban su condena, la mayoría de ellas venidas de regiones distantes. Entre el lavado de ropas, tejidos a croché y costuras por encargo, transcurría su vida de penas y privaciones.

Todos los martes a las cinco de la tarde el padre Fermín celebraba una misa en el patio de la cárcel, después de atender confesiones y repartir perdones y penitencias a diestra y siniestra. El monaguillo lo acompañaba con los ojos muy abiertos, contemplando el desfile de mujeres, que con los ojos inclinados y las manos cerradas sobre el pecho, recibían la santa comunión.

Mientras Luis sostenía la patena bajo el mentón de las presas, las examinaba una a una, cuando sacaban su lengua rosada para recibir el cuerpo de Cristo. Con quince años y dos meses, se sentía un privilegiado al contemplar aquel íntimo espectáculo de sensualidad y devoción. La ceremonia religiosa era un momento de fuga espiritual para las mujeres.

Allí conoció a Lucía, de veintitrés años y ojos pícaros e intensamente negros. Una tarde en que Luis esperaba a que el padre terminara las confesiones, se apareció la mujer con un delantal húmedo que dejaba ver la ligera redondez de su vientre.

-¿Cómo te llamas, precioso?

No supo si contestarle o no, si decirle su nombre o inventarse cualquier otro. Sintió un calor que le subía a las mejillas. Era la primera vez que una mujer se dirigía a él de esa manera. Imaginó que quien le hablaba era una asesina de niños y recobró el valor para responderle, aunque sin mirarla a los ojos.

– El padre no me permite hablar con presidiarias.

– Yo soy Lucía y no soy una presidiaria. O mejor dicho, sí, pero no soy lo que tú te imaginas.

– Está presa y eso es suficiente.

– No es suficiente, porque estoy loca por ti.

No soportó más. Se fue del lugar donde se encontraba, caminó hacia la capilla y se sintió más tonto que nunca.

Después de lo sucedido, la visita a la cárcel le producía dolor en el estómago. Se debatía en la lucha por esquivar a la mujer y, al mismo tiempo, la buscaba desesperadamente en la fila de las que comulgaban todas las semanas. Ella nunca aparecía entre las devotas.

En uno de los desayunos se atrevió a preguntarle al padre:

– ¿Todas las presas son culpables?

– Eso hay que dejárselo a la justicia de los hombres. Ante los ojos de Dios pueden ser inocentes. Dios todo lo perdona.

Las palabras del padre le sonaron como una bendición.

A partir de aquel momento, Luis se dedicó a buscar a Lucía entre las concurrentes. La veía haciendo su trabajo, sacudiendo rítmicamente su cuerpo sobre el lavadero, empinándose para tender las sábanas o moviendo sus manos como una bailarina mientras tejía un mantel para una mesa desconocida.

Una tarde ella asistió a la misa con un vestido azul que marcaba su hermosa figura. Luis no le quitó los ojos de encima durante la ceremonia, hasta lograr que entornara los ojos. Entonces se sintió vencedor. Antes de partir, se acercó al lugar donde se encontraba y le dijo en voz baja:

– Me llamo Luis.

Ella le respondió con una sonrisa.

Desde aquel momento ya no hubo reposo en su cabeza ni en su pecho. La ansiedad por ir a la cárcel le quitaba el sueño. Comenzó a cuidar su peinado y a ensayar su sonrisa.

Lucía se transformó en una devota repentina. Mientras recibía la comunión depositaba en los bolsillos de Luis papeles perfumados que contenían palabras cariñosas, frases sensuales, cartas de amor, flores disecadas. Un día le dejó una fotografía donde aparecía su rostro como salido de la bruma.

El corazón del acólito había sido poblado por los ojos de una mujer. Las clases se transformaron en ruidos ininteligibles, dejó de oír los rezos del padre Fermín y de necesitar la ayuda de su madre para despertarse en las madrugadas. Antes de llegar a la iglesia, corría hasta los linderos de la cárcel y daba tres silbos para anunciar su presencia. Lucía, desde algún lugar le respondía con un canto, su voz se elevaba sobre los muros como un pájaro en libertad y llegaba hasta él, dulce, suave, enamorada.

El sacerdote, que era capaz de leer más allá del silencio, le preguntó una mañana:

– ¿Qué le pasa, muchacho?, tiene los ojos un poco más claros.

Podía mentirle a todo el mundo, menos al padre.

– No sé Padre, es que…

– No me diga que está enamorado.

– Sí, Padre.

– ¿Puedo saber de quién se trata?

– No, mejor dicho, sí, pero… ¿me deja que se lo diga como en una confesión?

– Está en confesión, hijo.

– De Lucía. Una pre… una muchacha de la cárcel.

De no ser porque el padre estaba bajo palabra de confesión, hubiera reaccionado bruscamente, echando inmediatamente al monaguillo de su cargo. No tuvo más remedio que responder:

– Debe tener mucho cuidado, hijo, no se vaya a enterar su mamá. Ese amor no tiene futuro.

– Pero tiene presente, Padre. Eso es lo que importa.

La frase del muchacho lo dejó mudo. Hizo la señal de la cruz y le mandó rezar tres avemarías y tres padrenuestros, no si antes repetirle que tuviera cuidado con las tentaciones de la carne.

Luis cumplió la penitencia con devoción y salió de la iglesia liviano, como si fuera un globo de colores.

Esa tarde se mandó hacer una foto y la guardó dentro de una carta para Lucía. El martes siguiente llegó a la cárcel y, aprovechando que la fila de la confesión era más larga que de costumbre, fue directamente hacia los lavaderos para buscar a la mujer. Allí la encontró, húmeda y sonriente, le entregó la carta y sintió que ella lo halaba de la sotana. Miró para todos lados, cerró los ojos y se atrevió a darle un beso en la mejilla. Ella volteó la cara y entonces sintió sus labios chocando contra los suyos, calientes y temblorosos.

Aquella noche no pudo dormir. Besaba una y otra vez los labios de Lucía, de mil maneras, más fuerte, más despacio, más húmedo, más largo. Imaginaba encuentros, citas clandestinas, formas de liberarla, lugares para el amor. Comprendió que no tenía salvación. Ya había caído en la tentación de la carne.

Quince días después, una madrugada en que se preparaba para salir hacia la iglesia, su madre se le interpuso en el camino.

– Se acabó. Usted ya no es monaguillo. No va a ir a ninguna parte.

– ¿Qué dice? El Padre me está esperando.

– El padre Fermín me lo contó todo. Entre los dos vamos a salvarlo. Esa mujer es una bruja. Todas las noches siento cuando llegan los chulos, revolotean en el patio y se meten en su cuarto. Mírese el cuerpo ¡Está lleno de moretones por todas partes!

Luis observaba sus brazos, su pecho, no entendía lo que decía su madre.

– Yo leí todas las cartas. Usted le dio una foto y ella le hizo un trabajo de brujería.

Lloraba con desesperación.

– Pero mamá…

– ¡Nada! ¡No volverá a verla! ¡Nunca más!

Luis logró zafarse del brazo de su madre y salió a la calle, corriendo hacia la iglesia. La encontró abierta. Cuando entró en la sacristía, otro monaguillo ayudaba a vestir al padre.

El sacerdote lo miró con tristeza.

– Su mamá le encontró las cartas. Vino a preguntarme. No pude negarle nada. Le prometí que le voy a ayudar a buscar un nuevo trabajo.

– Pero, Padre, usted sabe que ella no es una bruja -estaba a punto de llorar.

– Yo no sé nada, hijo. Su mamá ha visto cosas raras.

Luis se quedó como petrificado en la sacristía. Cuando el padre Fermín inició la misa, las lágrimas le salieron espesas, abundantes.

El martes siguiente estuvo parado detrás del muro que daba a los lavaderos de la cárcel. Silbó tres veces y nadie le respondió. Esperó la llegada del sacerdote y con un gesto de súplica, le entregó un papel.

– Yo no puedo hacer eso, muchacho.

– Es la despedida, Padre, hágalo por mí.

– Está bien, que Dios me perdone.

Aquella tarde la sesión de confesiones fue muy corta. Las mujeres tuvieron miedo de acercarse al confesionario después de ver las lágrimas de Lucía cuando abandonaba la capilla. El sacerdote parecía venir hoy más implacable que nunca.

Después de ese día Luis rondaba por la cárcel todas las noches, se paraba detrás del muro de siempre, silbaba tres veces y esperaba. El canto de Lucía le respondía, aunque su voz parecía un cántaro quebrado. Semana tras semana el hilo de su voz se fue haciendo cada vez más débil hasta que una noche dejó de escucharse.

La madre de Luis entraba en su cuarto para rezar el rosario, colocaba debajo del colchón unas tijeras abiertas en forma de cruz y en las mañanas revisaba el cuerpo del muchacho.

– Anoche volví a escucharlas volar. Esas brujas son tercas. Mire los moretones que tiene.

Era tal la convicción de su mamá, que Luis empezó a desear que fuera cierto lo de las brujas que se convertían en gallinazos, revoloteaban en el patio, se metían en su cuarto y le recorrían el cuerpo con sus picos siniestros.

– Sí, mamá. Anoche vinieron, eran muchas. Las brujas no me dejan en paz.

A pesar del silencio que brota de la cárcel hace varios meses, Luis continúa su ronda nocturna, se detiene en el muro indicado y da su señal acostumbrada. Espera. Entonces ve que un ave negra, enorme, sale volando del penal, se alza sobre él, llega a su cuarto y atraviesa su corazón.

La noche en que escuché este relato estuve sin dormir hasta la madrugada. Pensaba que si Lucía era realmente una bruja y se transformaba en un chulo para ir hasta la habitación de Luis, por qué no hacía lo mismo para escaparse definitivamente de la cárcel. Entonces los dos hubieran podido ser felices. El amor tiene sus misterios.

***

Humberto y Alicia

Detalle de “El Angelus” de Jean Francois Millet

El hombre y la mujer hablan poco entre ellos, aunque todo el tiempo estén diciendo cosas. Humberto pasa las noches sentado en la hamaca, mirando para arriba como si tratara de descubrir cosas en el cielo. Alicia siempre barre, lava, cocina, da de comer y beber a los animales. Ya he empezado a acostumbrarme a mi nueva manera de hablar y para ellos parece ser bastante normal. Les hago señas para decirles las cosas o para hacerles preguntas. Casi siempre entienden lo que les quiero comunicar.

No tienen hijos. Hoy se lo pregunté a ella señalándole mi estómago y haciendo como que estaba crecido.

– Dios no quiso que tuviéramos hijos.

Parece que Dios tiene que querer todo lo que nos pasa o nos deja de pasar. Señalé al cielo y pregunté por qué.

– Ni una hoja de un árbol se mueve sin su santa voluntad.

Qué extraña cosa ha de ser Dios. Antes de que algo malo pase, sabe que va a pasar, pero no hace nada para evitarlo. Entonces, no sacamos nada con pedirle o rogarle que nos libre de todo mal.

– Bueno, a veces los hombres hacen cosas con las que Dios no está de acuerdo.

– ¿Cómo así? -abro las manos en gesto de no haber entendido nada-

– No le meta ideas en la cabeza al niño -interrumpe Humberto-. Dios está solo y no es capaz con tanta cosa.

Alicia se calla y entonces ya no sigo preguntando. Son iguales a papá y mamá. Pelean cada vez que alguno dice algo que al otro no le parece. Y los dos dicen tener la razón. Sin quererlo, me he convertido en un hijo suyo.

Humberto siembra la tierra, cosecha yuca y zanahorias. Me invita a que lo acompañe para que aprenda a trabajar, dice. Lo imito para verlo sonreír, para escuchar lo que me cuenta de la tierra.

– Es mentira que Dios está en el cielo. Vive bajo la tierra –cuando me lo dice baja la voz, como si se tratara de un secreto-. ¿O de qué otra manera se explica que nazcan y nazcan todas las cosas que comemos a diario y que no se agotan nunca? Dios está debajo, nutre la tierra, prepara banquetes para hacernos crecer. Pero, total, nadie lo quiere entender.

La tierra se acaricia con los pies, uno siente cómo le hace cosquillitas entre los dedos, las piedras dan pequeños arañazos, las lombrices saltan y a veces, sin culpa, las destripo con mis pasos. A la tierra hay que hacerle masajes, o si no se pone dura y no deja pasar el agua ni respirar las semillas que están como locas por ser arbolitos.

Cuando nace una planta que yo he sembrado, me pongo a saltar de alegría porque me parece que soy un mago que hace aparecer la vida en cualquier parte de la tierra, la riego con cuidado, mentalmente le canto una canción y empiezo a verla crecer y crecer. Me gusta ponerles nombres a las semillas. Así cuando germinan las trato como a personas.

A la primera la nombré Flor, igual que mamá. A la segunda la puse Pedro, como papá. Después nació Pascual y así… De esa manera tengo una huerta familiar. Quiero irme lejos de aquí. Hoy se lo escribí a Humberto.

– Todavía no está listo para eso –me dijo-, no puede defenderse en la vida. No tiene con qué.

No entiendo de qué hay que defenderse, si de todas maneras las cosas malas han de llegar.

– ¿A dónde iría?

– No sé, donde no haya tanta tristeza -le puse la palabra tristeza en el papel.

– La tristeza está en todos lados porque viaja con nosotros. Es como una vieja que no se cansa de seguirnos con su costal.

– Entonces será como la sombra -le escribí la palabra sombra-.

– Exactamente. Es inseparable, como nuestra sombra.

Humberto se expresa bonito. Tiene una cara fea pero cuando habla se le salen las palabras por los ojos. Me ha contado que su padre era minero hasta un día en que se lo tragó la montaña. Su mamá se murió de pena moral.

– ¿Qué es la pena moral? -abro las manos en ademán de no haber entendido.

– Una enfermedad que comienza en la garganta en forma de nudo que aprieta y aprieta hasta dejarlo a uno sin respiración. Al tiempo sube por los pies un frío que no se quita ni con mil fogatas, ataca los huesos, la gente no quiere pararse de donde está sentada. Después se acaba el apetito, hasta que el nudo se cierra y lo ahorca para siempre. Las personas que mueren de eso no hacen ningún gesto ni se quejan a la hora de morir. La muerte es una salvación. Pero dicen que esas almas no descansan ni en el cielo porque si no fueron capaces de soportar la pena, menos podrán soportar la eternidad. Esos espíritus no tienen paz.

Tengo miedo de preguntarle a Humberto cómo se transmite o cómo inicia esa enfermedad. Tal vez el nudo que siento en la garganta sea el mismo que puede acabar con mi respiración. Quiero saber si hay remedios, medicamentos para eso. Sé que me moriré de pena moral.

***

Samuel

“Retirantes” de Cándido Portinari (Brasil)

– ¡Soy Samuel… el hijo del zapatero!

Pienso decirlo con todas mis fuerzas, pero sólo me sale un quejido sordo. Entonces doy un golpe en la puerta para llamar la atención. La casa está en penumbras. La puerta es de madera y se encuentra comida por la humedad y las polillas. Alcanzo a ver adentro las siluetas de dos personas. Una es grande y está como afilando un cuchillo sobre una piedra. La otra se encuentra al fondo, sentada junto al fogón. El color del fuego se extiende por todo el cuarto y produce un movimiento de sombras y fantasmas en las paredes.

– Siga, niño. No se quede ahí parado, que está muy pálido y frío, como si tuviera un muerto adentro.

Avanzo con miedo porque no conozco al hombre que me habla. He venido aquí porque no hay otra casa en los alrededores y tengo miedo de pasar otra noche en el camino. Me dice que me acerque al fogón. Una mujer cocina un líquido espeso y blanco que huele a tierra. Me siento en una silla bajita que ella me ofrece. El hombre me pregunta quién soy, pero no respondo. La boca me duele y aprieto duro los dientes.

El fantasma de mi sombra aparece también en la pared, en medio de los fantasmas grandes. Siento que poco a poco estoy dejando de temblar.

– Parece que es mudo, pero entiende lo que se le habla.

Muevo la cabeza de arriba a abajo. La cara del hombre está cruzada por algunas arrugas. La frente es como un mapa ancho con departamentos y convenciones. Tiene los ojos oscuros y un bigote que se mueve cuando habla.

– ¿Qué trae en esa bolsa?

Abrazo con fuerza la bolsa contra mi pecho.

– No tenga miedo de soltarla que aquí nadie le va a quitar nada. Déjela ahí.

Y me enseña una mesa que está a mi lado. No quiero soltar mi paquete. Aprieto fuerte y muevo la cabeza de derecha a izquierda.

– ¿Trae algo muy importante que no se puede ver?

No hago ningún gesto. De pronto siento que unas gotas me escurren por la frente. Bajo la cabeza y sigo mirando la candela del fogón que hace saltar en burbujas la masa blanca de la olla.

– Déjelo en paz -dice la mujer-, estos niños son como salvajes.

Ella es gorda y bajita. Tiene el cabello claro o tal vez la luz del fuego le da ese brillo. No puedo saber si es buena, aunque está muy seria.

El hombre calla. La mujer, ayudándose con unos trapos, levanta con sus manos el recipiente del fuego y lo coloca sobre el piso de ladrillo. Con una cucharona de madera revuelve y sirve un poco de esa sustancia en una taza que me ofrece. Dudo si tomarla o no, porque al cogerla podría soltar el paquete, pero lo sostengo sobre las piernas con una mano, mientras con la otra recibo la vasija que casi me quema los dedos.

El hombre se ha recostado en una hamaca y mira hacia el techo. Entonces puedo beberme a sorbos la cosa blanca, que de pronto sabe dulce y me hace sudar mucho más.

La mujer se retira del fogón. Se encamina a uno de los cuartos de la casa y regresa con una cobija que me extiende.

– Puede dormir allí.

Me indica la cama que está en un rincón de la sala. Muevo la cabeza de arriba a abajo.

El hombre me mira y siento sus ojos posados en mi cuello. De pronto la mujer toma mi quijada y me hace levantar la cabeza.

– Mañana podrá bañarse y cambiarse de ropa. Me imagino que eso es lo que trae en el paquete.

No muevo la cabeza para ningún lado. Solamente la miro y veo en sus ojos que tal vez es buena. De pronto, el hombre se levanta rápidamente como si fuera un resorte y se acerca para examinar mi cara.

– ¡Pero si es Samuel, el hijo del zapatero! – hace un gesto de sorpresa y de horror al mismo tiempo. Aprieto fuerte la bolsa.

– No tenga miedo que aquí estará a salvo.

Entonces puedo llorar. Me abrazo al paquete y no puedo evitar un estremecimiento que me recorre de pies a cabeza. Descubro que el sonido del pecho se me ahoga en la garganta. No entiendo qué me está pasando. Me seco las lágrimas contra las mangas de la camisa y sigo llorando en silencio, durante un tiempo largo en el que el hombre y la mujer son como dos sombras paradas frente a mí, que me miran con lástima.

Cuando las lágrimas se me secan, el hombre viene a mí con cierta duda. Hace un gesto para pedirme el paquete. Yo me resisto todavía. Él insiste con dulzura. Entonces ya no puedo más y dejo que coja el paquete. No logra sostenerlo con una mano y un ruido sordo y pesado se escucha en el salón. Otra vez empiezo a llorar.

El hombre se inclina y abre la bolsa, pero de pronto hace un movimiento rápido de rechazo y miedo.

Casi rígida sobre el piso, con los ojos como dos pepas de cristal encendido, se encuentra Lucero, mi gata dulce y buena, la del pelo color de tigre. A su lado han caído las gafas rotas de papá.

– Muchacho, puede quedarse a vivir con nosotros si quiere. Pero el gato va a tener que pasar a mejor vida.

Miro las patas y la cola de Lucero, antes juguetonas y ligeras, ahora de movimientos lentos y silenciosos. De pronto abre los ojos, me mira y maúlla con tristeza. Lloro con más fuerza.

El hombre la levanta y la lleva hacia afuera de la casa. Me voy tras él y con un gesto de súplica le pido que me la devuelva. Él parece entenderme y por eso me tranquiliza.

– No se preocupe. Se va a salvar. Yo sé curar animales.

Sus palabras me dan un gran consuelo. Quiero decirle que Lucero lleva dos días sin comer, que la he envuelto en la bolsa casi sin permitirle respirar; quiero explicarle que nos hemos ocultado de todas las personas y hoy ya no pudimos más, que tenemos hambre y miedo. Pero la voz no me sale. Sólo un quejido ronco me brota del pecho cuando intento pronunciar cualquier palabra.

La mujer nos alcanza, dice que debo abrigarme, me toma del hombro y me conduce nuevamente hasta el interior de la casa. Me muestra la cama. No le hago resistencia. Me enrollo mientras ella me cubre con la manta.

Antes de dormirme escucho la voz del hombre que le pide a la mujer un poco de leche para darle a mi gata. Siento un calor que me baja hacia los pies. Lentamente me voy hundiendo en la cama hasta no sentir el cuerpo. Si no fuera por Lucero, me gustaría que no amaneciera nunca.

***

Proemio

Contar es otra manera de vivir pero también de olvidar, de empezar a acabar de una vez por todas con el silencio. Con ese silencio que camina por los huesos y los hace traquetear, gemir en la oscuridad.

Estas historias no podrán arrullar tus noches ni decorar tus sueños con cintas, cascabeles, guirnaldas o piedras preciosas; no tienen el encanto de las hadas madrinas, la varita mágica que transforma una calabaza en carruaje, un ratón en lacayo; no atraviesan el espejo en busca de sabios conejos, casas de chocolate, maneras de tejer y destejer los sueños de una preciosa niña; ni siquiera tratan de brujas que lloran su raída belleza, malignas impostoras del amor, ogros rechonchos que aspiran el perfume de la tierna carne de la princesa, manzanas envenenadas, reinas infelices que invocan el mal; no son sobre un soldado de plomo enamorado de una bailarina de papel que logra fundirse con ella en el fuego del amor; tampoco suceden en el revés del mundo, en extraños planetas donde nacen las rosas.

No. Pido perdón porque estos relatos no alegrarán tus noches ni tus días, ni serán un recuerdo feliz en el costado.

Había una vez niños y niñas, mujeres y hombres que hoy viajan por nuestra sangre y que vivieron en momentos oscuros del tiempo y del país. Igual que magos, hadas, gnomos, princesas, brujas o sapos encantados, deben tener un lugar en los cuentos.

Samuel quiere contarnos una historia que necesita olvidar. Escuchémosla como si viniera de los labios del abuelo cuando quiso cantarnos una canción de cuna, y antes de brotar, la música se le quebró en el pecho como una cáscara de huevo.

El puente, ese lazo violeta de la memoria, está quebrado. Contar es una manera de curarlo.

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