Contar es otra manera de vivir pero también de olvidar, de empezar a acabar de una vez por todas con el silencio. Con ese silencio que camina por los huesos y los hace traquetear, gemir en la oscuridad.

Estas historias no podrán arrullar tus noches ni decorar tus sueños con cintas, cascabeles, guirnaldas o piedras preciosas; no tienen el encanto de las hadas madrinas, la varita mágica que transforma una calabaza en carruaje, un ratón en lacayo; no atraviesan el espejo en busca de sabios conejos, casas de chocolate, maneras de tejer y destejer los sueños de una preciosa niña; ni siquiera tratan de brujas que lloran su raída belleza, malignas impostoras del amor, ogros rechonchos que aspiran el perfume de la tierna carne de la princesa, manzanas envenenadas, reinas infelices que invocan el mal; no son sobre un soldado de plomo enamorado de una bailarina de papel que logra fundirse con ella en el fuego del amor; tampoco suceden en el revés del mundo, en extraños planetas donde nacen las rosas.

No. Pido perdón porque estos relatos no alegrarán tus noches ni tus días, ni serán un recuerdo feliz en el costado.

Había una vez niños y niñas, mujeres y hombres que hoy viajan por nuestra sangre y que vivieron en momentos oscuros del tiempo y del país. Igual que magos, hadas, gnomos, princesas, brujas o sapos encantados, deben tener un lugar en los cuentos.

Samuel quiere contarnos una historia que necesita olvidar. Escuchémosla como si viniera de los labios del abuelo cuando quiso cantarnos una canción de cuna, y antes de brotar, la música se le quebró en el pecho como una cáscara de huevo.

El puente, ese lazo violeta de la memoria, está quebrado. Contar es una manera de curarlo.

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