
El abuelo era un hombre de armas tomar. Había sido soldado voluntario en la guerra de los mil días. Según decían, tenía un alma de plomo porque no se conmovía con nada. Era conservador desde el pelo hasta el intestino. Lo conocí a través de los cuentos que me hacía mamá. Vestía siempre de azul para que nadie tuviera dudas de su filiación política. Tuvo catorce hijos con tres mujeres distintas y mamá era la número catorce.
Cuando ella empezó a caminar, él ya era un hombre que pasaba los cincuenta años. La cargaba sobre los hombros y la llevaba a ver las palomas que se agolpaban entre los árboles que tenía sembrados en su finca. Corría con ella en las alturas para que se sintiera una paloma más. Todas sus hijas tenían nombres de flores: Azucena, Margarita, Rosa, Jazmín, Azalea, Amapola y Violeta. Cuando nació mamá decidió ponerla simplemente Flor, porque, según él, era el resumen de todo.
A los seis varones les puso nombres de próceres de la independencia: Francisco José, Antonio, Custodio, Simón, Francisco de Paula y José María. Los primeros cuatro, junto con Azucena, nacieron de su primera unión. Sin embargo, tuvo muy poca relación con ellos, pues su mujer, cansada de tener un marido tan guerrero, un día decidió abandonarlo llevándose con ella a sus cinco hijos sin dejar rastro. Años después se enteró que la madre los había regalado uno a uno al verse sin posibilidades de sacarlos adelante. El abuelo nunca pudo rescatarlos.
De su segunda unión nacieron seis hembras que formaban un jardín multicolor. Entre ellas se llevaban un año de diferencia y, en una escalera de risas, lo rodeaban de cariños y peticiones.
El abuelo era de un genio fuerte pero no podía resistirse ante el acoso de tantas mujeres. Vivió con ellas a intervalos hasta que fueron adolescentes, cuando empezaron a casarse y a abandonar el hogar. La madre, cinco años mayor que el abuelo, murió de un mal en el pecho.
Como el hombre era ligero de piernas y corazón, pronto se casó con una mujer veinte años menor que él. Así fue como nacieron dos varones y Flor, mi madre. Esta unión no duró mucho, pues siete años después, la joven abuela murió de una enfermedad repentina.
José dejó los cultivos de tabaco a cargo de un mayordomo y se fue con sus tres hijos a vivir a la casa que tenía en el pueblo. Los años lo habían hecho más pacífico, pero no menos dispuesto a defender sus ideas. En las guerras había aprendido el oficio de carpintero. Hacía ataúdes para los soldados que caían en combate. Según él resultaba menos doloroso entregar un muerto dentro de su habitación particular que llevarlo envuelto en una bolsa de plástico.
Echando mano a su oficio, se dedicó en el pueblo a fabricar ataúdes y muebles por encargo. La diligencia con la que trabajaba le hizo ganar fama en los alrededores: más se demora un muerto en llegar al otro lado, que José en tener listo el ataúd a su medida.
Sus relaciones con la política se limitaban a reuniones con los conservadores de la región en épocas de elecciones, a vestir de azul y asistir a misa todos los domingos. Tenía la casa llena de retratos de héroes de la independencia y de expresidentes conservadores. Su pasatiempo favorito era contarle a sus hijos la historia de cada uno de los que aparecían en los cuadros y no toleraba irrespetos hacia esos retratos que le daban sentido a su vida.
Por los años en que mamá dejaba de ser niña, dicen que se desencadenó en varias regiones del país una lucha por la posesión de tierras, liderada por el gobierno liberal. Los conservadores eran el blanco perfecto de aquella persecución. Un día un grupo de liberales armados llegaron a la casa del abuelo, le pidieron fabricar un ataúd a su medida, le ordenaron que cargara el cajón y se fuera con ellos hasta donde se encontraba el muerto.
Él no se resistió. Encargó a unos vecinos el cuidado de sus hijos y salió caminando al lado de los que él creía sus enemigos. Solo, desarmado y con sesenta y siete años no tenía nada que oponer al destino. A la semana encontraron el cajón con su cadáver. Le habían arrancado la lengua porque sus últimas palabras fueron: ¡viva el partido conservador, carajo!
Un mes después dos hombres llegaron a la casa. Mamá estaba sola. Inmediatamente reconoció que los hombres formaban parte del grupo que se había llevado al abuelo. Ella empezó a gritar, pero uno le puso una mano en la boca, mientras el otro le sobaba la cabeza.
– No grite que no vinimos a hacerle daño. Usted no tiene la culpa de nada y nosotros somos sus hermanos mayores.
Cuando llegaba a esta parte de la historia, mamá no podía contener las lágrimas.
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