“Retirantes” de Cándido Portinari (Brasil)

– ¡Soy Samuel… el hijo del zapatero!

Pienso decirlo con todas mis fuerzas, pero sólo me sale un quejido sordo. Entonces doy un golpe en la puerta para llamar la atención. La casa está en penumbras. La puerta es de madera y se encuentra comida por la humedad y las polillas. Alcanzo a ver adentro las siluetas de dos personas. Una es grande y está como afilando un cuchillo sobre una piedra. La otra se encuentra al fondo, sentada junto al fogón. El color del fuego se extiende por todo el cuarto y produce un movimiento de sombras y fantasmas en las paredes.

– Siga, niño. No se quede ahí parado, que está muy pálido y frío, como si tuviera un muerto adentro.

Avanzo con miedo porque no conozco al hombre que me habla. He venido aquí porque no hay otra casa en los alrededores y tengo miedo de pasar otra noche en el camino. Me dice que me acerque al fogón. Una mujer cocina un líquido espeso y blanco que huele a tierra. Me siento en una silla bajita que ella me ofrece. El hombre me pregunta quién soy, pero no respondo. La boca me duele y aprieto duro los dientes.

El fantasma de mi sombra aparece también en la pared, en medio de los fantasmas grandes. Siento que poco a poco estoy dejando de temblar.

– Parece que es mudo, pero entiende lo que se le habla.

Muevo la cabeza de arriba a abajo. La cara del hombre está cruzada por algunas arrugas. La frente es como un mapa ancho con departamentos y convenciones. Tiene los ojos oscuros y un bigote que se mueve cuando habla.

– ¿Qué trae en esa bolsa?

Abrazo con fuerza la bolsa contra mi pecho.

– No tenga miedo de soltarla que aquí nadie le va a quitar nada. Déjela ahí.

Y me enseña una mesa que está a mi lado. No quiero soltar mi paquete. Aprieto fuerte y muevo la cabeza de derecha a izquierda.

– ¿Trae algo muy importante que no se puede ver?

No hago ningún gesto. De pronto siento que unas gotas me escurren por la frente. Bajo la cabeza y sigo mirando la candela del fogón que hace saltar en burbujas la masa blanca de la olla.

– Déjelo en paz -dice la mujer-, estos niños son como salvajes.

Ella es gorda y bajita. Tiene el cabello claro o tal vez la luz del fuego le da ese brillo. No puedo saber si es buena, aunque está muy seria.

El hombre calla. La mujer, ayudándose con unos trapos, levanta con sus manos el recipiente del fuego y lo coloca sobre el piso de ladrillo. Con una cucharona de madera revuelve y sirve un poco de esa sustancia en una taza que me ofrece. Dudo si tomarla o no, porque al cogerla podría soltar el paquete, pero lo sostengo sobre las piernas con una mano, mientras con la otra recibo la vasija que casi me quema los dedos.

El hombre se ha recostado en una hamaca y mira hacia el techo. Entonces puedo beberme a sorbos la cosa blanca, que de pronto sabe dulce y me hace sudar mucho más.

La mujer se retira del fogón. Se encamina a uno de los cuartos de la casa y regresa con una cobija que me extiende.

– Puede dormir allí.

Me indica la cama que está en un rincón de la sala. Muevo la cabeza de arriba a abajo.

El hombre me mira y siento sus ojos posados en mi cuello. De pronto la mujer toma mi quijada y me hace levantar la cabeza.

– Mañana podrá bañarse y cambiarse de ropa. Me imagino que eso es lo que trae en el paquete.

No muevo la cabeza para ningún lado. Solamente la miro y veo en sus ojos que tal vez es buena. De pronto, el hombre se levanta rápidamente como si fuera un resorte y se acerca para examinar mi cara.

– ¡Pero si es Samuel, el hijo del zapatero! – hace un gesto de sorpresa y de horror al mismo tiempo. Aprieto fuerte la bolsa.

– No tenga miedo que aquí estará a salvo.

Entonces puedo llorar. Me abrazo al paquete y no puedo evitar un estremecimiento que me recorre de pies a cabeza. Descubro que el sonido del pecho se me ahoga en la garganta. No entiendo qué me está pasando. Me seco las lágrimas contra las mangas de la camisa y sigo llorando en silencio, durante un tiempo largo en el que el hombre y la mujer son como dos sombras paradas frente a mí, que me miran con lástima.

Cuando las lágrimas se me secan, el hombre viene a mí con cierta duda. Hace un gesto para pedirme el paquete. Yo me resisto todavía. Él insiste con dulzura. Entonces ya no puedo más y dejo que coja el paquete. No logra sostenerlo con una mano y un ruido sordo y pesado se escucha en el salón. Otra vez empiezo a llorar.

El hombre se inclina y abre la bolsa, pero de pronto hace un movimiento rápido de rechazo y miedo.

Casi rígida sobre el piso, con los ojos como dos pepas de cristal encendido, se encuentra Lucero, mi gata dulce y buena, la del pelo color de tigre. A su lado han caído las gafas rotas de papá.

– Muchacho, puede quedarse a vivir con nosotros si quiere. Pero el gato va a tener que pasar a mejor vida.

Miro las patas y la cola de Lucero, antes juguetonas y ligeras, ahora de movimientos lentos y silenciosos. De pronto abre los ojos, me mira y maúlla con tristeza. Lloro con más fuerza.

El hombre la levanta y la lleva hacia afuera de la casa. Me voy tras él y con un gesto de súplica le pido que me la devuelva. Él parece entenderme y por eso me tranquiliza.

– No se preocupe. Se va a salvar. Yo sé curar animales.

Sus palabras me dan un gran consuelo. Quiero decirle que Lucero lleva dos días sin comer, que la he envuelto en la bolsa casi sin permitirle respirar; quiero explicarle que nos hemos ocultado de todas las personas y hoy ya no pudimos más, que tenemos hambre y miedo. Pero la voz no me sale. Sólo un quejido ronco me brota del pecho cuando intento pronunciar cualquier palabra.

La mujer nos alcanza, dice que debo abrigarme, me toma del hombro y me conduce nuevamente hasta el interior de la casa. Me muestra la cama. No le hago resistencia. Me enrollo mientras ella me cubre con la manta.

Antes de dormirme escucho la voz del hombre que le pide a la mujer un poco de leche para darle a mi gata. Siento un calor que me baja hacia los pies. Lentamente me voy hundiendo en la cama hasta no sentir el cuerpo. Si no fuera por Lucero, me gustaría que no amaneciera nunca.

***