Detalle de “El Angelus” de Jean Francois Millet

El hombre y la mujer hablan poco entre ellos, aunque todo el tiempo estén diciendo cosas. Humberto pasa las noches sentado en la hamaca, mirando para arriba como si tratara de descubrir cosas en el cielo. Alicia siempre barre, lava, cocina, da de comer y beber a los animales. Ya he empezado a acostumbrarme a mi nueva manera de hablar y para ellos parece ser bastante normal. Les hago señas para decirles las cosas o para hacerles preguntas. Casi siempre entienden lo que les quiero comunicar.

No tienen hijos. Hoy se lo pregunté a ella señalándole mi estómago y haciendo como que estaba crecido.

– Dios no quiso que tuviéramos hijos.

Parece que Dios tiene que querer todo lo que nos pasa o nos deja de pasar. Señalé al cielo y pregunté por qué.

– Ni una hoja de un árbol se mueve sin su santa voluntad.

Qué extraña cosa ha de ser Dios. Antes de que algo malo pase, sabe que va a pasar, pero no hace nada para evitarlo. Entonces, no sacamos nada con pedirle o rogarle que nos libre de todo mal.

– Bueno, a veces los hombres hacen cosas con las que Dios no está de acuerdo.

– ¿Cómo así? -abro las manos en gesto de no haber entendido nada-

– No le meta ideas en la cabeza al niño -interrumpe Humberto-. Dios está solo y no es capaz con tanta cosa.

Alicia se calla y entonces ya no sigo preguntando. Son iguales a papá y mamá. Pelean cada vez que alguno dice algo que al otro no le parece. Y los dos dicen tener la razón. Sin quererlo, me he convertido en un hijo suyo.

Humberto siembra la tierra, cosecha yuca y zanahorias. Me invita a que lo acompañe para que aprenda a trabajar, dice. Lo imito para verlo sonreír, para escuchar lo que me cuenta de la tierra.

– Es mentira que Dios está en el cielo. Vive bajo la tierra –cuando me lo dice baja la voz, como si se tratara de un secreto-. ¿O de qué otra manera se explica que nazcan y nazcan todas las cosas que comemos a diario y que no se agotan nunca? Dios está debajo, nutre la tierra, prepara banquetes para hacernos crecer. Pero, total, nadie lo quiere entender.

La tierra se acaricia con los pies, uno siente cómo le hace cosquillitas entre los dedos, las piedras dan pequeños arañazos, las lombrices saltan y a veces, sin culpa, las destripo con mis pasos. A la tierra hay que hacerle masajes, o si no se pone dura y no deja pasar el agua ni respirar las semillas que están como locas por ser arbolitos.

Cuando nace una planta que yo he sembrado, me pongo a saltar de alegría porque me parece que soy un mago que hace aparecer la vida en cualquier parte de la tierra, la riego con cuidado, mentalmente le canto una canción y empiezo a verla crecer y crecer. Me gusta ponerles nombres a las semillas. Así cuando germinan las trato como a personas.

A la primera la nombré Flor, igual que mamá. A la segunda la puse Pedro, como papá. Después nació Pascual y así… De esa manera tengo una huerta familiar. Quiero irme lejos de aquí. Hoy se lo escribí a Humberto.

– Todavía no está listo para eso –me dijo-, no puede defenderse en la vida. No tiene con qué.

No entiendo de qué hay que defenderse, si de todas maneras las cosas malas han de llegar.

– ¿A dónde iría?

– No sé, donde no haya tanta tristeza -le puse la palabra tristeza en el papel.

– La tristeza está en todos lados porque viaja con nosotros. Es como una vieja que no se cansa de seguirnos con su costal.

– Entonces será como la sombra -le escribí la palabra sombra-.

– Exactamente. Es inseparable, como nuestra sombra.

Humberto se expresa bonito. Tiene una cara fea pero cuando habla se le salen las palabras por los ojos. Me ha contado que su padre era minero hasta un día en que se lo tragó la montaña. Su mamá se murió de pena moral.

– ¿Qué es la pena moral? -abro las manos en ademán de no haber entendido.

– Una enfermedad que comienza en la garganta en forma de nudo que aprieta y aprieta hasta dejarlo a uno sin respiración. Al tiempo sube por los pies un frío que no se quita ni con mil fogatas, ataca los huesos, la gente no quiere pararse de donde está sentada. Después se acaba el apetito, hasta que el nudo se cierra y lo ahorca para siempre. Las personas que mueren de eso no hacen ningún gesto ni se quejan a la hora de morir. La muerte es una salvación. Pero dicen que esas almas no descansan ni en el cielo porque si no fueron capaces de soportar la pena, menos podrán soportar la eternidad. Esos espíritus no tienen paz.

Tengo miedo de preguntarle a Humberto cómo se transmite o cómo inicia esa enfermedad. Tal vez el nudo que siento en la garganta sea el mismo que puede acabar con mi respiración. Quiero saber si hay remedios, medicamentos para eso. Sé que me moriré de pena moral.

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