Rompecabezas de palabras

En las noches la flor se abre y riega su perfume por la cueva. Es como los búhos: duerme de día y abre sus ojos en la noche. Parece saber que de noche el miedo crece y se hace fuerte, mientras uno se encoge y se convierte en enano. La flor se mueve con mi respiración y hace como si saludara.

Los murciélagos se espantaron de la cueva desde que yo vivo en ella. Tal vez tuvieron miedo de mí o quisieron dejarme solo para no incomodarme. Hoy encontré una amiga. La niña apareció en el camino cuando bajé de los árboles y se acercó para hablarme. Tiene la cara sucia y los ojos le brillan. Me contó que no tiene casa y me alegré porque en algo nos parecemos. Camina por las calles buscando cosas inservibles y olvidadas por la gente:

– Es como pescar cosas que no se mueven. -Me dijo.

Le pregunté qué cosas había recogido.

– La pierna de una muñeca, la mitad de un balón, una peinilla sin dientes, la voz de un teléfono, dos ruedas de un carro, un pedazo de tela, la imagen en un espejo…

– ¡Un momento! -La interrumpí enojado- ¿Y eso para qué sirve?

– A la gente no le sirve para nada. A mí me sirve para todo.

– ¿Para qué te sirve? – le pregunté.

– Para armar rompecabezas.

– ¡Estás loca! ¡¡Absolutamente loca!

– Rompecabezas de todo lo que la gente ha perdido. Yo lo armo mientras invento una historia

-Cuéntame la historia.

Érase una vez una muñeca linda que jugaba con un balón mientras su mamá trataba de peinarla con una peinilla de oro. En un espejo se veía a la niña llena de felicidad con su vestido rosado. Sonó el teléfono y era una amiga que la llamaba para invitarla a una fiesta. En ese momento su balón saltó hacia la calle y la muñeca salió a traerla, pero !oh desgracia!, un carro pasaba y con sus dos ruedas la cogió. El balón se partió por la mitad, la peinilla perdió sus dientes, la voz de su amiga se quedó en el teléfono y la imagen de la muñeca quedó para siempre congelada en el espejo.

– Es bonita, pero es triste. Además ¿Para qué sirven las historias?

Le volví la espalda y seguí mi camino. Pero ella me dijo:

– ¿Y para qué sirven los pájaros?

Mi sorpresa fue grandísima. Di marcha atrás para preguntarle:

-¿Cómo sabes que me gustan los pájaros?

-Todo el mundo lo sabe. Son tus hermanos. Y sirven para que los ojos vuelen y para darle color a la mirada.

Me dejó mudo. Se fue y me quedé mirándola. Cuando iba muy lejos le grité:

– ¿Cómo te llamas?

– Isabeeeeel

Y se perdió en el camino.

He decidido que mi flor se va a llamar Isabel. Porque me quita el miedo y porque ella me ha enseñado que también con las palabras se puede jugar y armar rompecabezas.

***

 

La muerte del abuelo. Marysol e Isabel

Cuando papá abuelito murió no me di cuenta. Sólo él y yo estábamos en la casa. Lo sentí ir hacia el baño con sus pasos lentos, llenos de un cansancio definitivo. No le hice caso cuando pasó por mi lado, porque estaba bastante ocupada con mis pepas de cristal. Se llevaba a cabo un campeonato entre la roja, la verde, la plateada y la café. Las impulsaba a todas hasta la meta con mi dedo índice, aunque yo quería que ganara la plateada porque era la más bonita y se merecía el premio. Justo cuando el abuelo pasó por mi lado, estaba a punto de coronar la roja y tuve que hacer trampa para que no ganara. Total, nadie me estaba viendo y afortunadamente mi hermano estaba en la escuela. Así no iba a pelearme porque la roja era de él.

Pedro se llamaba el abuelo. Era muy alto y aprendió a caminar encorvado cuando me llevaba de la mano a la tienda para comprarme caramelos. Encorvado era cercano a mi estatura. Así podía escuchar lo que yo le contaba. Mi mano entre la suya era como un pez preso. Apretaba fuerte y yo sentía su sangre muy caliente y un cosquilleo entre los dedos, como si mi mano estuviera a punto de ahogarse. Era lindo ver caer la tarde sobre sus piernas. No había escudo más fuerte que sus brazos.

Por mi culpa el abuelo se ganó muchos regaños. Era la lámpara encantada, el mago, el genio de la botella. Gracias a su presencia el almuerzo podía transformarse en chupeta, las palmadas en sueños. Sin su amor yo era como una fruta sin cáscara. Un día le oí decir que cuando muriera me llevaría con él. Mamá tuvo terror de sus palabras.

Cuando me disponía a iniciar la premiación, escuché un golpe fuerte que venía del baño y me asusté por un momento. El corazón me hizo como el tambor de la banda de guerra. Seguí su ritmo. Me pareció buena idea que la premiación se celebrara con tambores y todo. Terminó la ceremonia y me sentí un poco aburrida. Miré hacia el baño y lo que vi me pareció muy raro. La puerta estaba abierta y los pies del abuelo estaban tendidos, como cuando dormía. Vi sus alpargatas, sus pies color tierra, pero inicié otro campeonato. Esta vez prometí que iba a ganar la roja.

Cuando llegó mamá, no quise mirarla. Seguí en el patio muy ocupada y todavía de cara a la pared. Oía su llanto y las palabras de la vecina que no la consolaban. Le ayudaba a cargar al abuelo hacia la pieza. Cuando pasaron por mi lado miré de reojo y me pareció ver un tronco que arrastran para hacerlo leña y llevarlo a la hoguera. Esta vez la plateada se quedó rezagada en la carrera, pero ya no me importaba.

Por la noche la casa se llenó de gente. Colocaron al abuelo en la mitad de la sala y todos pasaban a mirarlo. Desde mi altura sólo veía el vidrio. Nadie se dio cuenta de esto ni me preguntaron si quería verlo. Tanto mejor porque no hubiera dejado que me alzaran. Estaba muy ocupada ayudando a llevar café a los visitantes, al tiempo que contaba chistes a un hombre que estuvo sentado toda la noche en el sofá. Mis carcajadas interrumpían los rezos. Fue una de las noches más felices de mi vida porque nadie me mandó a dormir.

Al otro día se llevaron la caja en un carro negro y con paredes de vidrio. Como todo estaba lleno de flores, se veía bonito. Me hubiera gustado viajar con el abuelo y hacer adiós a todas las personas de la cuadra que miraban la cabalgata.

En el cementerio me encontré con Isabel, una niña que vivía en la esquina. Era algunos años mayor que yo y siempre llevaba la ropa sucia. Mamá nunca me había dejado hablar con ella porque no estudiaba y se la pasaba en la calle. De su casa salía un olor raro. Su madre también era sucia y despeinada. Isabel me tendió la mano y aprovechando que todos estaban muy ocupados frente a la tumba, me llevó corriendo a ver los peces en una pileta que había al final del cementerio. Esto fue lo mejor de aquel día. Saltamos por todas las tumbas, reímos hasta que ya no pudimos más y nos tendimos en la grama a jugar a las nubes.

Yo vi al abuelo que me llamaba desde el cielo: Marysol, Marysol…. Pastoreaba muchas ovejas, parecía volar y me invitaba a seguirlo. Quise irme con él, pero me pesaba el cuerpo. Pedí ayuda a Isabel para que me ayudara a subir. Ella logró colocarme sobre una estatua blanca que parecía un ángel. Tendí mi mano hacia arriba como si me encontrara en un pozo y quisiera que alguien me halara, pero cuando casi lo lograba, el abuelo despareció en el azul.

Tardamos mucho para encontrar el camino de regreso. Al llegar, la gente se había dispersado y mamá me buscaba desesperada. Cuando me vio, en vez de alegrarse, me pellizcó muy duro y me separó de Isabel. Mientras volvíamos a la casa, empecé a sentir un dolor en el pecho porque no volvería a jugar con mi amiga. Las lágrimas se me salieron y mamá me dijo que ella también estaba muy triste, pero que Dios se había llevado al abuelo al cielo. No le dije nada.

Pasaron muchos días y no volví a ver a Isabel. En su casa permanecía su madre, sus hermanos, el mismo olor, pero de ella no había rastros. Era como si la tierra se la hubiera tragado.

Cada semana íbamos a la tumba del abuelo a cambiarle las flores marchitas por otras rojas y frescas. Yo aprovechaba para colocarle en la lápida una palomita de papel. Un día, mientras mamá se distraía lavando en la pileta el jarro de las flores, aproveché para ir al sitio en que habíamos jugado con mi amiga. Al mirar la estatua del ángel, comprobé asustada que la niña blanca que me había servido de escalera para llegar al cielo tenía el rostro de Isabel.

Cuando murió el abuelo yo no sabía qué cosa era la muerte. De haberlo sabido, habría levantado la casa a gritos y nunca hubiera podido jugar con Isabel.

***

 

Colores. Camilo

Esta mañana estuve pensando las cosas bonitas que puedo pintarle a la maestra para la tarea que nos puso sobre las vacaciones. Todos los colores que recogí en el paseo que tuvimos el domingo: amarillo del sol encendido; azul feliz del lago quieto; blanco espumoso como encaje que se abría al paso de la lancha; verde esmeralda del césped suave que me acarició mientras quise rodar y rodar; azul niño del cielo que me servía de sombrero; verde turquesa de la falda que vestía la montaña; café del lomo calientito del caballo que monté; violeta del gigante que, trepado en una nube, me venía persiguiendo; verdes y más verdes de los árboles con salpicaduras multicolores y móviles de los pájaros: rojizo, lila, granate, naranja y limón; los colores fosforescentes de las mariposas como luces intermitentes de navidad; el rojo de la sangre que me salió del labio cuando me tropecé y caí contra las piedras; ese gris que empezó a formarse en el ambiente cuando por algo que no supe, papá y mamá discutieron y se fueron cada uno por su lado; el púrpura que se me atravesó en el corazón en ese mismo momento; el transparente de las lágrimas de ella bajándole por el rosado que se había puesto en las mejillas; y el negro negrísimo que vi cuando cerré los ojos para no ver el camino de regreso.

Pensándolo bien, para pintar sólo necesito un lápiz. Lástima que todas las cosas bonitas tengan un final en blanco y negro.

***

 

Las brujas

“El monaguillo” de Agim Sulaj 

La iglesia tenía el piso de piedra, sus columnas y muros eran blancos con ribetes dorados, el altar modesto estaba presidido por la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, enmarcada con un estilo barroco. Cuatro velones, un cristo de mármol y dos búcaros con gladíolos reposaban sobre la mesa, vestida con un viejo mantel blanco.

A las cuatro y treinta de la mañana dos agudos campaneos hacían saltar del lecho a la mujer, quien casi dormida se levantaba para espantar los sueños de Luis. El muchacho se movía a uno y otro lado, batallando con un enemigo invisible. Agredía, se quejaba hasta que abría los ojos y allí estaba su madre, ordenándole ponerse de pie.

– Ya van a tocar los tres cuartos. Levántese que el Padre se pone bravo.

Como un autómata, Luis se sentaba en la cama. Con los ojos cerrados se colocaba las medias, se dirigía al cuarto de baño, cepillaba sus dientes y cuando despertaba ya iba trotando camino de la iglesia.

– Ya llegué, Padre. No me vaya a regañar.

Encontraba al padre Fermín en la sacristía, arrodillado en el reclinatorio, su mano derecha sostenía la Biblia, el marcador de cinta roja señalaba el evangelio del día. De prisa Luis se colocaba el hábito de monaguillo, tomaba la campanilla y salía al altar, anunciando con varios toques el comienzo de la ceremonia.

Los feligreses de todos los días, ancianos en su totalidad, se acomodaban en las bancas de siempre. El clérigo aparecía cojeando, mientras musitaba oraciones o plegarias que nadie lograba descifrar. Luis se arrodillaba detrás del padre y esperaba el momento del sermón para cerrar los ojos e hilar nuevamente los sueños, bruscamente interrumpidos por la voz de su madre. En varias ocasiones el padre Fermín se había visto forzado a sacudirlo para que tocara el inicio de la elevación.

En la misa de seis aumentaba la audiencia y el sol penetraba por las claraboyas, lo que hacía más difícil a Luis clavar la cabeza sobre el pecho.

De no ser por las súplicas de la madre, el sacerdote habría despedido al muchacho desde el segundo día de su contrato como acólito. Siempre llegaba tarde para ayudarlo a vestir, olvidaba peinarse, no ponía las cosas en su lugar, y para colmo de males, se quedaba dormido a la mitad de la misa. Los diez pesos que ganaba por cada día de trabajo ayudaban a su madre con los gastos de la casa.

A las siete, después de cerrar las puertas de la iglesia, Luis subía al comedor y junto al padre tomaba el desayuno. Era la única ocasión que tenía para conversar con el sacerdote, pedirle favores o transmitirle algún encargo de su mamá. Igualmente era el momento en que el padre Fermín le dejaba saber la programación del día.

– Hoy, a las tres de la tarde tenemos que celebrar la misa de cuerpo presente de doña Hermencia y a las cinco tenemos que ir a la cárcel.

La cárcel le producía una sensación entre desagradable y atractiva. El penal de mujeres estaba situado a la salida del pueblo, ocupaba una manzana grande, tenía un patio central amplio, corredores oscuros y las celdas se encontraban situadas en el segundo piso de la edificación.

Cincuenta y tres mujeres pagaban su condena, la mayoría de ellas venidas de regiones distantes. Entre el lavado de ropas, tejidos a croché y costuras por encargo, transcurría su vida de penas y privaciones.

Todos los martes a las cinco de la tarde el padre Fermín celebraba una misa en el patio de la cárcel, después de atender confesiones y repartir perdones y penitencias a diestra y siniestra. El monaguillo lo acompañaba con los ojos muy abiertos, contemplando el desfile de mujeres, que con los ojos inclinados y las manos cerradas sobre el pecho, recibían la santa comunión.

Mientras Luis sostenía la patena bajo el mentón de las presas, las examinaba una a una, cuando sacaban su lengua rosada para recibir el cuerpo de Cristo. Con quince años y dos meses, se sentía un privilegiado al contemplar aquel íntimo espectáculo de sensualidad y devoción. La ceremonia religiosa era un momento de fuga espiritual para las mujeres.

Allí conoció a Lucía, de veintitrés años y ojos pícaros e intensamente negros. Una tarde en que Luis esperaba a que el padre terminara las confesiones, se apareció la mujer con un delantal húmedo que dejaba ver la ligera redondez de su vientre.

-¿Cómo te llamas, precioso?

No supo si contestarle o no, si decirle su nombre o inventarse cualquier otro. Sintió un calor que le subía a las mejillas. Era la primera vez que una mujer se dirigía a él de esa manera. Imaginó que quien le hablaba era una asesina de niños y recobró el valor para responderle, aunque sin mirarla a los ojos.

– El padre no me permite hablar con presidiarias.

– Yo soy Lucía y no soy una presidiaria. O mejor dicho, sí, pero no soy lo que tú te imaginas.

– Está presa y eso es suficiente.

– No es suficiente, porque estoy loca por ti.

No soportó más. Se fue del lugar donde se encontraba, caminó hacia la capilla y se sintió más tonto que nunca.

Después de lo sucedido, la visita a la cárcel le producía dolor en el estómago. Se debatía en la lucha por esquivar a la mujer y, al mismo tiempo, la buscaba desesperadamente en la fila de las que comulgaban todas las semanas. Ella nunca aparecía entre las devotas.

En uno de los desayunos se atrevió a preguntarle al padre:

– ¿Todas las presas son culpables?

– Eso hay que dejárselo a la justicia de los hombres. Ante los ojos de Dios pueden ser inocentes. Dios todo lo perdona.

Las palabras del padre le sonaron como una bendición.

A partir de aquel momento, Luis se dedicó a buscar a Lucía entre las concurrentes. La veía haciendo su trabajo, sacudiendo rítmicamente su cuerpo sobre el lavadero, empinándose para tender las sábanas o moviendo sus manos como una bailarina mientras tejía un mantel para una mesa desconocida.

Una tarde ella asistió a la misa con un vestido azul que marcaba su hermosa figura. Luis no le quitó los ojos de encima durante la ceremonia, hasta lograr que entornara los ojos. Entonces se sintió vencedor. Antes de partir, se acercó al lugar donde se encontraba y le dijo en voz baja:

– Me llamo Luis.

Ella le respondió con una sonrisa.

Desde aquel momento ya no hubo reposo en su cabeza ni en su pecho. La ansiedad por ir a la cárcel le quitaba el sueño. Comenzó a cuidar su peinado y a ensayar su sonrisa.

Lucía se transformó en una devota repentina. Mientras recibía la comunión depositaba en los bolsillos de Luis papeles perfumados que contenían palabras cariñosas, frases sensuales, cartas de amor, flores disecadas. Un día le dejó una fotografía donde aparecía su rostro como salido de la bruma.

El corazón del acólito había sido poblado por los ojos de una mujer. Las clases se transformaron en ruidos ininteligibles, dejó de oír los rezos del padre Fermín y de necesitar la ayuda de su madre para despertarse en las madrugadas. Antes de llegar a la iglesia, corría hasta los linderos de la cárcel y daba tres silbos para anunciar su presencia. Lucía, desde algún lugar le respondía con un canto, su voz se elevaba sobre los muros como un pájaro en libertad y llegaba hasta él, dulce, suave, enamorada.

El sacerdote, que era capaz de leer más allá del silencio, le preguntó una mañana:

– ¿Qué le pasa, muchacho?, tiene los ojos un poco más claros.

Podía mentirle a todo el mundo, menos al padre.

– No sé Padre, es que…

– No me diga que está enamorado.

– Sí, Padre.

– ¿Puedo saber de quién se trata?

– No, mejor dicho, sí, pero… ¿me deja que se lo diga como en una confesión?

– Está en confesión, hijo.

– De Lucía. Una pre… una muchacha de la cárcel.

De no ser porque el padre estaba bajo palabra de confesión, hubiera reaccionado bruscamente, echando inmediatamente al monaguillo de su cargo. No tuvo más remedio que responder:

– Debe tener mucho cuidado, hijo, no se vaya a enterar su mamá. Ese amor no tiene futuro.

– Pero tiene presente, Padre. Eso es lo que importa.

La frase del muchacho lo dejó mudo. Hizo la señal de la cruz y le mandó rezar tres avemarías y tres padrenuestros, no si antes repetirle que tuviera cuidado con las tentaciones de la carne.

Luis cumplió la penitencia con devoción y salió de la iglesia liviano, como si fuera un globo de colores.

Esa tarde se mandó hacer una foto y la guardó dentro de una carta para Lucía. El martes siguiente llegó a la cárcel y, aprovechando que la fila de la confesión era más larga que de costumbre, fue directamente hacia los lavaderos para buscar a la mujer. Allí la encontró, húmeda y sonriente, le entregó la carta y sintió que ella lo halaba de la sotana. Miró para todos lados, cerró los ojos y se atrevió a darle un beso en la mejilla. Ella volteó la cara y entonces sintió sus labios chocando contra los suyos, calientes y temblorosos.

Aquella noche no pudo dormir. Besaba una y otra vez los labios de Lucía, de mil maneras, más fuerte, más despacio, más húmedo, más largo. Imaginaba encuentros, citas clandestinas, formas de liberarla, lugares para el amor. Comprendió que no tenía salvación. Ya había caído en la tentación de la carne.

Quince días después, una madrugada en que se preparaba para salir hacia la iglesia, su madre se le interpuso en el camino.

– Se acabó. Usted ya no es monaguillo. No va a ir a ninguna parte.

– ¿Qué dice? El Padre me está esperando.

– El padre Fermín me lo contó todo. Entre los dos vamos a salvarlo. Esa mujer es una bruja. Todas las noches siento cuando llegan los chulos, revolotean en el patio y se meten en su cuarto. Mírese el cuerpo ¡Está lleno de moretones por todas partes!

Luis observaba sus brazos, su pecho, no entendía lo que decía su madre.

– Yo leí todas las cartas. Usted le dio una foto y ella le hizo un trabajo de brujería.

Lloraba con desesperación.

– Pero mamá…

– ¡Nada! ¡No volverá a verla! ¡Nunca más!

Luis logró zafarse del brazo de su madre y salió a la calle, corriendo hacia la iglesia. La encontró abierta. Cuando entró en la sacristía, otro monaguillo ayudaba a vestir al padre.

El sacerdote lo miró con tristeza.

– Su mamá le encontró las cartas. Vino a preguntarme. No pude negarle nada. Le prometí que le voy a ayudar a buscar un nuevo trabajo.

– Pero, Padre, usted sabe que ella no es una bruja -estaba a punto de llorar.

– Yo no sé nada, hijo. Su mamá ha visto cosas raras.

Luis se quedó como petrificado en la sacristía. Cuando el padre Fermín inició la misa, las lágrimas le salieron espesas, abundantes.

El martes siguiente estuvo parado detrás del muro que daba a los lavaderos de la cárcel. Silbó tres veces y nadie le respondió. Esperó la llegada del sacerdote y con un gesto de súplica, le entregó un papel.

– Yo no puedo hacer eso, muchacho.

– Es la despedida, Padre, hágalo por mí.

– Está bien, que Dios me perdone.

Aquella tarde la sesión de confesiones fue muy corta. Las mujeres tuvieron miedo de acercarse al confesionario después de ver las lágrimas de Lucía cuando abandonaba la capilla. El sacerdote parecía venir hoy más implacable que nunca.

Después de ese día Luis rondaba por la cárcel todas las noches, se paraba detrás del muro de siempre, silbaba tres veces y esperaba. El canto de Lucía le respondía, aunque su voz parecía un cántaro quebrado. Semana tras semana el hilo de su voz se fue haciendo cada vez más débil hasta que una noche dejó de escucharse.

La madre de Luis entraba en su cuarto para rezar el rosario, colocaba debajo del colchón unas tijeras abiertas en forma de cruz y en las mañanas revisaba el cuerpo del muchacho.

– Anoche volví a escucharlas volar. Esas brujas son tercas. Mire los moretones que tiene.

Era tal la convicción de su mamá, que Luis empezó a desear que fuera cierto lo de las brujas que se convertían en gallinazos, revoloteaban en el patio, se metían en su cuarto y le recorrían el cuerpo con sus picos siniestros.

– Sí, mamá. Anoche vinieron, eran muchas. Las brujas no me dejan en paz.

A pesar del silencio que brota de la cárcel hace varios meses, Luis continúa su ronda nocturna, se detiene en el muro indicado y da su señal acostumbrada. Espera. Entonces ve que un ave negra, enorme, sale volando del penal, se alza sobre él, llega a su cuarto y atraviesa su corazón.

La noche en que escuché este relato estuve sin dormir hasta la madrugada. Pensaba que si Lucía era realmente una bruja y se transformaba en un chulo para ir hasta la habitación de Luis, por qué no hacía lo mismo para escaparse definitivamente de la cárcel. Entonces los dos hubieran podido ser felices. El amor tiene sus misterios.

***

Humberto y Alicia

Detalle de “El Angelus” de Jean Francois Millet

El hombre y la mujer hablan poco entre ellos, aunque todo el tiempo estén diciendo cosas. Humberto pasa las noches sentado en la hamaca, mirando para arriba como si tratara de descubrir cosas en el cielo. Alicia siempre barre, lava, cocina, da de comer y beber a los animales. Ya he empezado a acostumbrarme a mi nueva manera de hablar y para ellos parece ser bastante normal. Les hago señas para decirles las cosas o para hacerles preguntas. Casi siempre entienden lo que les quiero comunicar.

No tienen hijos. Hoy se lo pregunté a ella señalándole mi estómago y haciendo como que estaba crecido.

– Dios no quiso que tuviéramos hijos.

Parece que Dios tiene que querer todo lo que nos pasa o nos deja de pasar. Señalé al cielo y pregunté por qué.

– Ni una hoja de un árbol se mueve sin su santa voluntad.

Qué extraña cosa ha de ser Dios. Antes de que algo malo pase, sabe que va a pasar, pero no hace nada para evitarlo. Entonces, no sacamos nada con pedirle o rogarle que nos libre de todo mal.

– Bueno, a veces los hombres hacen cosas con las que Dios no está de acuerdo.

– ¿Cómo así? -abro las manos en gesto de no haber entendido nada-

– No le meta ideas en la cabeza al niño -interrumpe Humberto-. Dios está solo y no es capaz con tanta cosa.

Alicia se calla y entonces ya no sigo preguntando. Son iguales a papá y mamá. Pelean cada vez que alguno dice algo que al otro no le parece. Y los dos dicen tener la razón. Sin quererlo, me he convertido en un hijo suyo.

Humberto siembra la tierra, cosecha yuca y zanahorias. Me invita a que lo acompañe para que aprenda a trabajar, dice. Lo imito para verlo sonreír, para escuchar lo que me cuenta de la tierra.

– Es mentira que Dios está en el cielo. Vive bajo la tierra –cuando me lo dice baja la voz, como si se tratara de un secreto-. ¿O de qué otra manera se explica que nazcan y nazcan todas las cosas que comemos a diario y que no se agotan nunca? Dios está debajo, nutre la tierra, prepara banquetes para hacernos crecer. Pero, total, nadie lo quiere entender.

La tierra se acaricia con los pies, uno siente cómo le hace cosquillitas entre los dedos, las piedras dan pequeños arañazos, las lombrices saltan y a veces, sin culpa, las destripo con mis pasos. A la tierra hay que hacerle masajes, o si no se pone dura y no deja pasar el agua ni respirar las semillas que están como locas por ser arbolitos.

Cuando nace una planta que yo he sembrado, me pongo a saltar de alegría porque me parece que soy un mago que hace aparecer la vida en cualquier parte de la tierra, la riego con cuidado, mentalmente le canto una canción y empiezo a verla crecer y crecer. Me gusta ponerles nombres a las semillas. Así cuando germinan las trato como a personas.

A la primera la nombré Flor, igual que mamá. A la segunda la puse Pedro, como papá. Después nació Pascual y así… De esa manera tengo una huerta familiar. Quiero irme lejos de aquí. Hoy se lo escribí a Humberto.

– Todavía no está listo para eso –me dijo-, no puede defenderse en la vida. No tiene con qué.

No entiendo de qué hay que defenderse, si de todas maneras las cosas malas han de llegar.

– ¿A dónde iría?

– No sé, donde no haya tanta tristeza -le puse la palabra tristeza en el papel.

– La tristeza está en todos lados porque viaja con nosotros. Es como una vieja que no se cansa de seguirnos con su costal.

– Entonces será como la sombra -le escribí la palabra sombra-.

– Exactamente. Es inseparable, como nuestra sombra.

Humberto se expresa bonito. Tiene una cara fea pero cuando habla se le salen las palabras por los ojos. Me ha contado que su padre era minero hasta un día en que se lo tragó la montaña. Su mamá se murió de pena moral.

– ¿Qué es la pena moral? -abro las manos en ademán de no haber entendido.

– Una enfermedad que comienza en la garganta en forma de nudo que aprieta y aprieta hasta dejarlo a uno sin respiración. Al tiempo sube por los pies un frío que no se quita ni con mil fogatas, ataca los huesos, la gente no quiere pararse de donde está sentada. Después se acaba el apetito, hasta que el nudo se cierra y lo ahorca para siempre. Las personas que mueren de eso no hacen ningún gesto ni se quejan a la hora de morir. La muerte es una salvación. Pero dicen que esas almas no descansan ni en el cielo porque si no fueron capaces de soportar la pena, menos podrán soportar la eternidad. Esos espíritus no tienen paz.

Tengo miedo de preguntarle a Humberto cómo se transmite o cómo inicia esa enfermedad. Tal vez el nudo que siento en la garganta sea el mismo que puede acabar con mi respiración. Quiero saber si hay remedios, medicamentos para eso. Sé que me moriré de pena moral.

***