La escuela

La escuela es como una vieja alta, con la piel blanca y un olor a tierra mojada. Las paredes están pintadas con cal y llevan un zócalo de esmalte verde. Arriba se le ven grietas que conforman el croquis de un mapa. Las puertas, gigantescas, también son verdes con viejas cerraduras de llaves perdidas. El techo de vigas muestra la humedad y la carcoma de los años. Cuatro corredores enmarcan el patio de baldosas de piedra. Unos pilares, igualmente verdes, dividen los corredores y el patio. En el centro de éste, una pileta con una estatua de la virgen en yeso. Lleva en brazos un niño y sonríe mirando al cielo. La pileta está llena hasta el medio con un agua verde y pueden verse algunos peces pequeños en el fondo. Por el agua navegan palomitas de maíz, pajaritas, uno que otro barco de plástico y un avión rojo clavado en el fondo.

Los salones son amplios y con el piso de cemento. Los pupitres grandes, algunos con cuatro y otros con tres puestos; un olor a goma de borrador, a tinta azul, a papel caliente, a cachorro recién bañado; los cuadernos reposan sobre los asientos. Algunos abiertos todavía, registrando la prisa de manos que dejaron una palabra a medio escribir; dibujos recién iniciados y sin color; en el tablero, la palabra silencio escrita en mayúsculas e iniciada con la letra “c”; al lado, el esquema de muchas operaciones matemáticas enumeradas, trazadas con una letra fuerte y bien delineada.

A lo lejos, el murmullo de gritos, risas, voces, como el sonido de un río feliz. De pronto, una campana rompe el bullicio y el silencio es un tren que crece y amenaza con descarrilarse. El tren se acerca, toma los corredores y desemboca en los salones, en donde se convierte en una algarabía. El recreo ha concluido.

***

Pájaros. Pablo

Los pájaros van de rama en rama, vuelan muy lejos y luego regresan. Yo sé cuáles son los que van a regresar. Los tengo identificados por su manera de cantar, o por la ruta de sus movimientos en los árboles. El turpial no puede ocultarse aunque quisiera. Su amarillo es fuerte y a la vez dulce. Pica las ramas y canta con alegría. No me tiene miedo porque sabe que no quiero cogerlo. El cría sus hijos en el árbol más grande, allí donde ningún cazador pueda alcanzarlos. Dicen que algunos turpiales mueren de rabia, no de la enfermedad, sino del mal carácter. Aunque no me imagino cómo un pájaro tan lindo puede ser capaz de albergar rabia en su corazón.

El canto de los canarios es más espaciado y menos escandaloso. Parece una flauta, pero una flauta de oro. Los hay amarillo pálido, amarillo con café, café claro, naranja y amarillo-limón. También he visto algunos con manchas casi rojas. Los canarios son más amistosos. Varios de ellos ya me conocen y se dejan tocar. El macho es el que canta, y cuando lo hace, apunta con su pico al cielo y su garganta se hincha. Entonces parece crecer. Sus nidos son muy pequeños y mi abuela decía que sólo tienen hijos cuando son felices.

El gorrión también es pequeño. Viene muy poco por este lugar, pero cuando viene, lo conozco por sus manchas rojas y negras sobre un fondo pardo y porque siempre tiene prisa. Me parece un pájaro serio. Pocas veces lo he oído cantar pero debe cantar muy lindo porque he escuchado muchas canciones que tienen su nombre. Quisiera verlo de cerca.

Las golondrinas, en cambio, vuelan muy alto. Sus alas son largas y casi siempre viajan en grupo. Deben pasarla muy bien y divertirse mucho mirando la tierra desde arriba. Para las golondrinas nosotros seremos unos pobres pájaros que no terminamos de levantar el vuelo. Esto decía la abuela. Ella me enseñó que hay muchos pájaros y nunca acabaremos de conocerlos. Y que la peor manera de conocerlos es cazarlos o examinarlos en la mano.

-Así no tiene gracia! -decía-, es como si quisiéramos conocer el sol apagando su fuego.

Por eso cuando Camilo y los otros compañeros venían hasta aquí para que yo les bajara los nidos, o para aprender a cazar, prefería pelearme con ellos. Cualquier cosa antes que incumplir el juramento que le hice a la viejita. No debo ser cazador. Tampoco ladrón.

Ahora que no voy a la escuela, paso los días trepado a los árboles o metido en la cueva de la bruja. No tengo miedo porque la abuela me acompaña. Allí he aprendido también cómo viven los murciélagos. Parecen pájaros malos. Dicen que fueron aves, que por tener mal corazón, Dios los castigó a ser mamíferos y a vivir siempre ocultos del sol. Pero yo los he visto dar de mamar a sus crías, y cuando lo hacen, parecen buenos.

A mí también me tienen miedo los chinos porque les tiro piedras cuando me gritan que me voy a quedar burro por no volver a la escuela; que el profesor va a venir a castigarme por haberlo mordido; que me ha denunciado a la policía. No creo nada de eso. Pero si me vuelvo burro, será de tener que trabajar desde niño. Además, me gustan los burros. En todo caso, si me he de convertir en un animal, puede ser en murciélago, de tanto vivir en la cueva. Seré feo, pero así nadie va a querer cazarme. 

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La tarea. Camilo y Esperanza

Camilo es el más aplicado de la clase. Por eso todos le tienen bronca. Además, porque se viste de una manera que parece estar siempre de fiesta. Hoy vino vestido con un camisa rosada, y eso que el uniforme de los niños tiene camisa blanca. Los profesores siempre le llaman la atención por eso, pero él dice que hoy la camisa del uniforme estaba sucia y no está bien que un niño ande sucio. Entonces lo dejan tranquilo y le dicen que le perdonan, pero que será la última vez.

El siempre me presta las tareas cuando alguna se me olvida, aunque sabe que no juego con los niños. De todas maneras, el día que iban a escoger al más juicioso del salón para que nos representara ante la alcaldía, yo voté por Camilo.

Ahora me parece que algo le pasa. La semana pasada debíamos traer una composición sobre lo que habíamos hecho en las vacaciones. Todos la entregamos menos Camilo. Cuando la profesora le dijo que la leyera en voz alta, levantó su cuaderno, leyó el título, y se sentó sin leer más. Todos nos quedamos aterrados. No entendimos nada. La medalla que le cuelga del saco se le movía para todos lados, porque estaba temblando, hasta que no pudo más y se agachó sobre el pupitre. La profesora le dijo que tenía uno y él siguió en la misma posición. Casi todos los compañeros se pusieron muy contentos porque al fin Camilo dejaba de ser perfecto.

A la hora de la salida me le acerqué y le pregunté por qué no había querido leer la tarea. Él se quedó mirándome y me dijo que me contaría si yo no se lo decía a nadie. Le juré por Dios que no iba a contar, pero él sólo añadió:

-Es que mi mamá y mi papá se van a separar.

Yo me quedé mirándolo fijo, porque no entendí nada. Entonces abrió el cuaderno de español y me mostró un dibujo lleno de colores, demasiado bonito para poder contarlo.

– Pero Camilo- le dije- ¿No escribiste nada?

– No pude.

Después no hubo más tiempo de hablar porque llegaron Marysol y Fausto. Todavía sigo sin comprender. Tal vez Camilo no entendió que la tarea era escrita, y claro, !un dibujo no se puede leer!

Pobre Camilo. Aunque, pensándolo bien, no entiendo qué relación tiene eso con lo del papá y la mamá. Definitivamente debe estar chiflado.

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En el corazón. Fausto, Marysol y Esperanza

Fausto es negro como su mamá. Ella trabaja aseando casas. El me contó que ayer, como no hubo clases, la mamá lo llevó a la casa donde trabaja. Ir no le gustó porque allí las cosas están puestas todas en vitrinas, como en un museo, y nada se puede tocar. Además, su mamá lo regañaba por todo, y él tuvo que quedarse sentado durante todo el día pensando y mirando por la ventana.

Siento un poco de tristeza por Fausto. Todas las tardes, después de salir de la escuela, llega a la pieza donde vive y se queda encerrado. Su mamá llega cuando es de noche. Cuando era pequeño ella lo amarraba a la cama para que no se fuera a la calle a jugar. Ahora que está más grandecito, ya no tiene necesidad de amarrarlo porque Fausto sabe que no puede salir. Después de servirse la comida fría, se queda dormido y sueña que está muerto. Al despertar, hace las tareas y se inventa juegos solitarios.

Él me ha contado todo esto con la condición de que no se lo diga a nadie. Fausto es un buen compañero y yo lo defiendo siempre que Camilo, el antipático que siempre cree ser el mejor, lo empuja en la fila y le dice negro mico come plátanos. La profesora nos ha dicho varias veces que todos somos personas, no importa el color que tengamos, pero me parece que a ella tampoco le gusta Fausto. El otro día le rebajó la nota porque lo vio subido en el pupitre. Y era que él estaba tratando de bajar del marco de la ventana su borrador, porque allí se lo escondieron los compañeros para verle su cara de susto.

Hace unos días le quitaron el lápiz y por este motivo tuvo que aguantar dos castigos: la mamá le dio una golpiza por no cuidar las cosas, y la maestra le puso cero por no hacer la tarea. A los dos días le dejaron el lápiz sobre el pupitre. Yo me di cuenta de todo y vi que Fausto, con rabia, lo partió en pedacitos. Así igual, pedacitos, siento que me vuelven cuando me castigan injustamente.

Fausto tiene la mirada triste pero cuando juega se le iluminan los ojos. Me ha dicho que de todos los compañeros prefiere a Pablo y de todas las niñas me prefiere a mí. Ahora Pablo no está y entonces en el recreo viene a quedarse conmigo. Mi mejor amiga es Esperanza, pero a ella no le gusta jugar con los niños. Dice que son pesados y siempre están haciendo bromas tontas. Es un poco difícil tener dos amigos que no se quieren entre ellos. A veces tengo que partirme en dos, como una naranja, para no tener problemas con ninguno. Una parte del recreo estoy hablando con Fausto, otra parte estoy jugando con Esperanza.

Esta mañana ella me contó que está muy triste porque se murió su gata. Cuando me lo contaba todavía le salían lágrimas y yo no entendía cómo se puede llorar por un gato si ellos son tan serios y egoístas. Siempre están buscando caricias, ronronean alrededor de uno, le pasan la cola por todos lados, pero no devuelven un poquito de amor. La veía llorar y para no reírme pensé en Copo. En ese momento estuve imaginando qué pasaría si ya no tuviera su hocico frío, su cola loca, cuando llego de la escuela. Qué sería de mí si un día Copo no estuviera echado entre mis pies cuando hago la tarea, si no me defendiera cuando papá llega borracho, si no me diera su abrazo calientico cuando le hablo y le cuento cosas que nadie más puede saber.

Al pensar en todo esto ya no pude aguantarme y empecé a llorar, a llorar despacito, y luego la abracé para acompañarla. Esto me hizo acordar de la muerte del abuelo y recordé que, aquel día, no se me ocurrió llorar. En ese tiempo no sabía que se llora cuando pasan cosas tristes. Tampoco sabía cuáles son las cosas tristes. Ahora sé que una cosa terriblemente triste sería la muerte de mi Copo.

Esperanza se calmó cuando pensó que yo también lloraba por su gata.

-Pero si no te gustaba Tobita! -me dijo.

Yo me quedé mirándola y se me ocurrió decirle algo bonito:

-Cuando el cielo está negro es porque viene la lluvia. Y cuando la lluvia cae, le abre paso al sol. Parece que las lágrimas son como la lluvia. Tal vez por eso hace falta llorar.

Entonces ella pareció aliviarse y me contó con detalles cómo había enterrado a Tobita con la ayuda de su papá, y luego la había desenterrado cuando se quedó sola en la casa.

-¿Y qué? -le pregunté muy afanada- ¿Encontraste en su barriga la gatica que buscabas?

-No -dijo con cara de desilusión-. Me asusté mucho cuando la vi. Estaba muy tiesa y fría, ya no le brillaban los ojos y volví a taparla con la tierra porque esa ya no era mi gata. Mi gata está ahora en el corazón.

En ese momento sonó la campana y salimos corriendo para el salón.

En la clase le hice a Esperanza el dibujo de un gato dentro de un corazón grande y se lo puse en el pupitre. Le debió gustar mucho porque me devolvió un papel con la palabra gracias. Sentí su cariño en el papel y pensé que es muy fácil hacer que un amigo sonría. Bastan unas palabras o un dibujo para que todo se olvide.

Ojalá que Esperanza nunca me haga un dibujo con un perro dentro de un corazón, porque ese día voy a estar tan triste que no voy a querer volver más a la escuela.

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La autora se presenta

Crecer es una manera de empezar a perder la memoria. La infancia es una gran selva de animales extraños. La voz de un pájaro produce un rumor que se vuelve música cuando toca tu oído. Una mariposa cruza por el cielo de la cabeza y te deja el destello de un color en la mirada. Una manada de ovejas llora por ti, todo lo que no vas a poder gritar aunque te salten los ojos. Y de pronto el lobo, con un pedazo de luna entre sus fauces, que te despierta el miedo y a la vez la ternura. Un día aparecen los buitres y la noche se pone triste. Has descubierto la muerte y te duele, como un pellizco duro, que mamá te da en la conciencia.

La infancia son cuatro calles y unas ganas inmensas de correr hasta donde se pone el sol.

El primer recuerdo que tengo es el ronroneo de los gatos que me dan vueltas como en un carrusel, del cual soy el centro. Antes del lenguaje, aprendí la textura cariñosa de sus colas y la alegría saltarina de los perros.

Copo no era un perro fácil: mordía fieramente a quien se acercaba a tocar la puerta; tenía unos colmillos afilados que perforaban las piernas de los ancianos limosneros; se enfrentaba como un hombre salvaje a mi padre, cuando éste llegaba ebrio, interponiéndose entre él y mamá. Pero era cariñoso, como una bestia rendida, cuando yo le pasaba la mano por su lomo, tan alto como mi cabeza.

Cuando papá, cansado de su duelo con el perro, lo echó de la casa, lloré mucho debajo de la cama, mientras acariciaba su olor y su pelambre.

Eduardo, mi hermano (tres años mayor que yo) fue mi compañero de juegos. Hicimos escaleras para llegar al techo y de allí era fácil saltar al cielo. La noche nos encontraba tendidos en las tejas, mientras apostábamos hacia un punto lejano que desaparecía antes de que cantaran los gallos.

En las tardes nos gustaba jugar a la escuela. Eduardo me enseñaba todo lo que aprendía en las mañanas: las letras, los sonidos y las operaciones. Pintábamos historias para luego intercambiarlas como fotonovelas. Las mías siempre de amor; las suyas, de guerra. Sin saberlo, estábamos dibujando nuestras vidas futuras.

El primer día que fui a la escuela, vi cómo la profesora enseñaba a las niñas a leer y a escribir, enfurecida porque no aprendían tan rápido como ella deseaba. No entendía que algo tan lindo se enseñara en la escuela. Si yo lo había aprendido jugando, ¿por qué mis compañeras lo hacían con lágrimas en los ojos?

Ese mismo día la profesora le dijo a mamá que me cambiara a segundo, porque yo ya sabía lo que se enseñaba en primero. Pero mi madre no quiso hacerlo. Ella pensaba que no debía apresurarme, ni siquiera para crecer. Hoy la entiendo y se lo agradezco. Entonces jugué todo el año a ser la profesora de mis compañeras.

Rubiela era grande, tenía la piel de su rostro dura y llena de marcas. Vivía y trabajaba en una panadería donde le permitían ir a la escuela. Ella no entendía nada de letras y cartillas. Yo le enseñaba en el rincón del aula, antes de que la profesora la llamara para pedirle la tarea y regañarla. Ella me traía recortes de bizcochos a cambio de las lecciones.

Un día no volvió más a la escuela y la profesora se alegró. Sólo yo la extrañé y, al cabo del tiempo, supe por qué Rubiela no entendía nada de nada: el miedo la estaba matando.

La infancia son todos los olores que se quedan pegados a los sueños, el alfabeto de la piel, los presentimientos que nunca llegan a convertirse en palabras, la música de una canción en la hamaca de las piernas.

Hay tiempo para todo: menos para retroceder y quedarse colgando del árbol en el que te trepaste una mañana. La infancia es ese árbol pegado en la memoria, la vida elemental e irrefutable que emerge de la tierra.

Este libro es sólo eso: la infancia que vuelve.

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