Los pájaros van de rama en rama, vuelan muy lejos y luego regresan. Yo sé cuáles son los que van a regresar. Los tengo identificados por su manera de cantar, o por la ruta de sus movimientos en los árboles. El turpial no puede ocultarse aunque quisiera. Su amarillo es fuerte y a la vez dulce. Pica las ramas y canta con alegría. No me tiene miedo porque sabe que no quiero cogerlo. El cría sus hijos en el árbol más grande, allí donde ningún cazador pueda alcanzarlos. Dicen que algunos turpiales mueren de rabia, no de la enfermedad, sino del mal carácter. Aunque no me imagino cómo un pájaro tan lindo puede ser capaz de albergar rabia en su corazón.
El canto de los canarios es más espaciado y menos escandaloso. Parece una flauta, pero una flauta de oro. Los hay amarillo pálido, amarillo con café, café claro, naranja y amarillo-limón. También he visto algunos con manchas casi rojas. Los canarios son más amistosos. Varios de ellos ya me conocen y se dejan tocar. El macho es el que canta, y cuando lo hace, apunta con su pico al cielo y su garganta se hincha. Entonces parece crecer. Sus nidos son muy pequeños y mi abuela decía que sólo tienen hijos cuando son felices.
El gorrión también es pequeño. Viene muy poco por este lugar, pero cuando viene, lo conozco por sus manchas rojas y negras sobre un fondo pardo y porque siempre tiene prisa. Me parece un pájaro serio. Pocas veces lo he oído cantar pero debe cantar muy lindo porque he escuchado muchas canciones que tienen su nombre. Quisiera verlo de cerca.
Las golondrinas, en cambio, vuelan muy alto. Sus alas son largas y casi siempre viajan en grupo. Deben pasarla muy bien y divertirse mucho mirando la tierra desde arriba. Para las golondrinas nosotros seremos unos pobres pájaros que no terminamos de levantar el vuelo. Esto decía la abuela. Ella me enseñó que hay muchos pájaros y nunca acabaremos de conocerlos. Y que la peor manera de conocerlos es cazarlos o examinarlos en la mano.
-Así no tiene gracia! -decía-, es como si quisiéramos conocer el sol apagando su fuego.
Por eso cuando Camilo y los otros compañeros venían hasta aquí para que yo les bajara los nidos, o para aprender a cazar, prefería pelearme con ellos. Cualquier cosa antes que incumplir el juramento que le hice a la viejita. No debo ser cazador. Tampoco ladrón.
Ahora que no voy a la escuela, paso los días trepado a los árboles o metido en la cueva de la bruja. No tengo miedo porque la abuela me acompaña. Allí he aprendido también cómo viven los murciélagos. Parecen pájaros malos. Dicen que fueron aves, que por tener mal corazón, Dios los castigó a ser mamíferos y a vivir siempre ocultos del sol. Pero yo los he visto dar de mamar a sus crías, y cuando lo hacen, parecen buenos.
A mí también me tienen miedo los chinos porque les tiro piedras cuando me gritan que me voy a quedar burro por no volver a la escuela; que el profesor va a venir a castigarme por haberlo mordido; que me ha denunciado a la policía. No creo nada de eso. Pero si me vuelvo burro, será de tener que trabajar desde niño. Además, me gustan los burros. En todo caso, si me he de convertir en un animal, puede ser en murciélago, de tanto vivir en la cueva. Seré feo, pero así nadie va a querer cazarme.
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