Duende

Allí está de nuevo, esculcando, mirando los estantes. Cada vez va hacia una sección diferente, pero prefiere las enciclopedias y los libros ilustrados. Toma cada uno, se demora un tiempo en la portada, como si la retratara con la mirada. Lo abre con delicadeza y pasa una a una las hojas, muy despacio, de abajo arriba, con el pulgar y el índice, luego con su palma derecha extendida palpa las caras de la hoja, como si acariciara el papel. Se demora en las ilustraciones, soba los altorrelieves, despliega las hojas que traen mecanismos para halar, abrir, extraer pájaros de jaulas, gatos bajo la mesa, conejos tras los árboles… Y continúa su exploración por las hojas, lentamente. Se diría que, a propósito, prolonga su lectura para que el libro no se acabe, o con la esperanza de que siga más allá de la última página. Normalmente se devuelve y repasa las páginas de atrás hacia adelante. El otro día pude contar cuántos libros abrió: tres durante las casi cuatro horas que estuvo aquí. Hoy no ha pasado del primero y va a completar una hora. Me pregunto quién es y de dónde viene. Trae siempre un maletín escolar muy grande, si lo comparamos con su estatura. Lo deja en el suelo y no lo abre en toda la mañana. A veces se sienta en el piso, otras, permanece parado junto a los anaqueles que recorre con sus manos.
La primera vez que lo vi entrar fui hacia él, le pregunté qué estaba buscando y en qué podía ayudarle. Se turbó, su rostro pálido se enrojeció ante mi pregunta y salió en estampida. Días después reapareció. Esta vez aprovechó un descuido mío para deslizarse adentro como un duende. Cuando iba hacia él, hizo el ademán de salir y lo tranquilicé haciéndole una señal. Decidí dejarlo libre en su exploración. Esperé que tras él llegara alguien, pero esto no sucedió. Esa mañana estuve pendiente, temía que ante mi descuido guardara algún libro en la maleta, o pudiera arrancar las hojas.
En la tercera oportunidad creí escuchar su saludo con una voz casi inaudible. Como estaba ocupado, le hice un gesto con la cabeza. Fue directo a la misma sección de la librería y estuvo hasta un poco antes del mediodía. Desde entonces ha seguido viniendo, cada vez toma mayor confianza porque lo dejo interactuar con cada ejemplar, los manipula con delicadeza y los ubica siempre en el mismo lugar en el que los encuentra. En esta librería de viejos es extraño ver un niño de su edad, con tal interés en la inspección y lectura. Viene dos veces a la semana. Hace unos días cuando llegué a abrir el local, lo vi de refilón, sentado en el andén de la esquina, esperando la apertura para colarse furtivamente en cualquier momento. Se hace el invisible y simulo que no lo veo. Calculo que tiene unos diez años, viste su uniforme de pantalón negro y saco azul, siempre limpio, con el cabello mojado y recién peinado. Cuando sale se aferra a su maletín, como si fuera su pasaporte para andar solo por la calle. Aunque no me mira, lo despido con la mano y lo veo cruzar la avenida con rapidez. ¿A dónde irá?
Hace unas semanas empecé a marcar en el calendario los días en que viene y encuentro coincidencias: miércoles y viernes. Quiero salir de mis dudas, quiero abordarlo para saber algo de él, pero evito hacerlo porque siempre que me aproximo se escabulle como si viera al demonio. Prefiero no importunarlo y observar su comportamiento. Al mediodía la librería se llena de universitarios, viene aquel viejo cliente que siempre entabla una charla y cuando busco al niño con la mirada, ya no está. Voy a los libros que le gusta ojear y están intactos, sin rastros de sus manos que lo delaten o que me permitan reclamarle algo la próxima vez.
El colegio era tan grande, que me perdía en laberintos de pasillos y recovecos, siempre ruidosos y desaseados. Contra mi voluntad me llevaron allí, por la urgencia de encontrar un lugar para acabar séptimo grado. El pago del liceo en el que venía estudiando desde la primaria se había retrasado por varios meses y por la deuda se vieron forzados a sacarme. Era la primera vez que iba a un colegio público y desde mi ingreso sentí el peso y las ventajas del anonimato. Cuarenta chicos por salón, diez cursos de séptimo, pupitres desbaratados. En los grupos de amigos que venían juntos desde la primaria no había un lugar para mí. El primer día fue horrible. El único pupitre vacío estaba arrumado en el fondo del salón, la silla desajustada, el cajón roto. Tuve que acomodarme allí, en el punto ciego de la clase. De un vistazo comprendí que yo era el menor del curso. Por fortuna, nadie parecía verme. Cumplía con mis tareas y permanecía solo en el recreo. Era una cancha de cemento con una gradería, odiaba el fútbol y los balones golpeaban a diestra y siniestra, por lo que me ubicaba en un rincón.
Lo peor era la clase de historia. La profesora llevaba siempre un lápiz en la oreja, el cabello recogido con unas pinzas y la misma bata blanca. Repartía los párrafos de la Historia de América a todos los del curso. Cada uno tenía que aprender y repetir el pedazo que ella le había asignado. La profesora se sentaba en el escritorio con los brazos cruzados, las gafas sobre la nariz, siguiendo con el dedo la lista de estudiantes para darles la voz a quienes tenían ese día su turno. Se iban poniendo de pie para recitar el texto y lo repetían las veces que fuera necesario, hasta no equivocarse. Cuando llegué al colegio, ella ya había asignado todos los temas, ni siquiera notó que yo estaba allí. Tampoco tenía el libro. Clase tras clase, miércoles y viernes se hicieron insoportables. Después de historia venía educación física, la clase esperada por todos, menos por mí.
Se me ocurrió una mañana cuando iba camino del colegio. Ese día los temas eran la Independencia y los Derechos del Hombre. Había llegado tarde y el portón ya estaba cerrado. Golpeé con fuerza, pero nadie me escuchó. ¿Qué hacer? Devolverme a la casa sería delatarme y paliza asegurada. ¿Dónde esperar hasta que fuera el mediodía? En ese instante pasaba el bus que me llevaba a casa de regreso, aunque en sentido contrario. El letrero decía Centro. Paró frente a mí y la puerta de atrás se abrió para que alguien bajara. Un impulso me llevó a subirme sin que el conductor lo notara. Nunca había ido al Centro. Estar sentado en un bus casi vacío, fuera del radar del chofer, mirando por la ventanilla una ciudad que no conocía, es el primer recuerdo que tengo de la libertad. Sentía una mezcla de miedo y emoción. No me importaba el lugar de destino. Ese día me bajé en un paradero ubicado en calles llenas de vendedores de frutas. La segunda vez me colé en el bus de manera deliberada. Esta vez tampoco me vieron. Seguí la ruta y me bajé en una amplia avenida. Allí un local me llamó la atención. Parecía una gran biblioteca, con ventanales anchos y estantes repletos. Estuve merodeando por los alrededores y haciendo coquitos por las ventanas. Nunca había visto algo semejante.
En mi tercera visita me atreví a entrar, confiado en que nadie me vería. Un hombre que debía ser el vendedor se me atravesó. Salí a toda carrera. Era un señor casi calvo, con gafas muy gruesas que en el fondo dejaban ver unos ojos pequeños y enrojecidos. Como me moría de curiosidad, volví el miércoles siguiente y aproveché un descuido del hombre para colarme. Era impresionante ver tantos libros juntos, desde el piso hasta el techo, sobre las mesas, bajo los muebles, montones, escaleras de libros que parecían llamarme de todos lados, rogándome que los abriera. Era como si las letras se desprendieran de los lomos para invitarme a entrar y no podía resistirme. Lo que seguía era el deleite. Me sentía fascinado con los dibujos y las historias. Aprendí a ser invisible. Aquel año no volví a las clases de historia. Miércoles y viernes por las mañanas desviaba la ruta para colarme en el bus que me llevaría al lugar del encantamiento.
Al cabo de los años, no deja de sorprenderme que nadie se hubiera enterado de mis faltas al colegio. Quizá aquel pupitre arrumado en el último rincón fue el mejor cómplice. No fue mi ausencia la que pasó desapercibida. Es que nunca notaron mi presencia.
***